EL RELATO:

Caminar por el prado resultó ser más difícil de lo que Jenna o Pynt habían imaginado. Si lo atravesaban por el medio, dejaban un rastro de lirios aplastados que hasta un niño sería capaz de seguir, y la primera regla de Catrona en los bosques había sido: “Nada de rastros, nada de problemas.” Además, el suelo estaba húmedo y al caminar producía unos sonidos que hacían reír a Pynt. Por lo tanto, decidieron retroceder y bordear la hilera de árboles que rodeaba a la extensión de césped.

Para cuando el sol estuvo directamente sobre sus cabezas, sólo habían recorrido una tercera parte del camino y el prado cubierto de flores aún se extendía interminable frente a ellas.

—Jamás he visto un océano —masculló Pynt mientras marchaban—, pero no puede ser más grande que esto.

—¿Por qué crees que se lo conoce como el Mar de Campanas? —preguntó Jenna.

—Pensé que era sólo un nombre como “El Viejo Ahorcado”. Se necesita bastante imaginación para ver el rostro de un hombre en esa roca —dijo Pynt.

—¿Cómo lo sabes? Jamás has visto a un hombre.

—Sí lo he visto.

—¿Cuándo?

—Cuando ayudamos en la inundación. Son muy peludos.

—Y torpes —agregó Jenna caminando con un contoneo exagerado. Pynt emitió una risita.

Hacia el anochecer alcanzaron a ver una mancha oscura sobre el horizonte y a Jenna le pareció que podían ser árboles.

—Es el final, supongo.

—Eso espero.

—Podemos acampar aquí esta noche y llegar al final del Mar de Campanas hacia mañana al mediodía. Pynt suspiró.

—Espero no volver a ver jamás un lirio blanco.

Jenna asintió con la cabeza.

—El blanco es un color muy aburrido.

—Gracias —dijo Jenna sacudiendo la punta de su trenza contra el rostro de Pynt.

Pynt le tiró de la trenza.

—Aburrido, aburrido, aburrido —bromeó.

Jenna retrocedió hasta que la trenza quedó estirada entre ambas, y de pronto se inclinó abalanzándose de cabeza contra el estómago de Pynt.

Ésta cayó sentada en el suelo, pero como no soltó la trenza, Jenna cayó con ella. Ambas se echaron a reír.

—Ahora... sé... —jadeó Jenna— por qué lo primero que hacen las guerreras después de La Elección final es cortarse el cabello.

—Podrías metértelo bajo la camisa.

—¡Y entonces asomaría bajo mi túnica como una cola!

Ambas comenzaron a reír otra vez.

Pynt trató de adoptar una expresión seria y falló.

—Podrías ser conocida como la Bestia Blanca de la Congregación Selden.

Jenna se quitó el morral y desenganchó su espada. Entonces se levantó y dobló las rodillas, balanceando sus brazos de tal modo que los nudillos rozaban el suelo.

—Soy la Bestia. Debes temerme —gruñó.

Pynt emitió un grito agudo, como el chillido de un ratón del bosque.

—Oh, no me hagas daño, Bestia Blanca —exclamó fingiendo temor. Después de dejar caer el morral y la espada, comenzó a correr en círculos—. ¡Oh, socorro! ¡Socorro! ¡La Bestia está aquí!

Jenna la persiguió en círculos cada vez más pequeños hasta que finalmente cayeron juntas al suelo, riendo. Entonces se levantó ayudando a Pynt a ponerse de pie y le dio un fuerte abrazo.

—Me alegro de que me hayas encontrado. De verdad.

Esa noche acamparon en el suelo porque no había rastros de pumas, de osos ni de nada más grande que un conejo. Contrariamente a su costumbre, Pynt habló de sus temores mientras el pequeño fuego crepitaba y el humo se elevaba como la hebra de una madeja gris.

—Algunas veces temo no ser valiente en una verdadera pelea, Jenna. O reír en el momento equivocado. O...

—Algunas veces temo que nunca cerrarás la boca y te dormirás —murmuró Jenna.

—Algunas veces temo... —continuó Pynt ignorando su comentario. Pero al descubrir que Jenna se había quedado dormida, suspiró, se volvió de espaldas al fuego y se durmió ella también.

Se levantaron en una mañana tan neblinosa que no podían ver el prado, a pesar de que se habían dormido a pocos metros de él bajo los árboles. La niebla parecía introducirse en ellas también. Pronto se encontraron susurrando y caminando de puntillas, tan prudentes como pequeños animales entre la maleza.

—Nada de quebrar ramitas hoy —dijo Jenna con voz apenas audible.

—No —respondió Pynt.

Reunieron sus pertrechos y apagaron el fuego, mezclando los restos de éste con el polvo para que no quedasen señales de su paso por allí. Jenna volvió a trenzarse el cabello y Pynt se pasó las manos por sus rizos negros. Entonces se colocaron frente a frente en cuclillas y susurraron sus planes.

—Tendremos que avanzar muy lentamente hasta que aclare la niebla —dijo Jenna.

—Si es que aclara —respondió Pynt.

—Aclarará —le aseguró Jenna. Y entonces agregó—: Tiene que hacerlo.

—¿Recuerdas la historia que nos contó Pequeña Domina? —preguntó Pynt—. Debemos haber tenido ocho o nueve años. Habíamos acampado fuera y ella nos asustó tanto que enfermaste y vomitaste toda la cena.

—Y tú mojaste tu manta y lloraste toda la noche.

—No es cierto.

—Sí lo es. Sólo que yo no me enfermé y jamás vomité.

—Lo hiciste.

Jenna guardó silencio durante un momento.

—La historia era sobre un Demonio de la Niebla. Con un hocico monstruoso y grandes cuernos.

—Asfixiaba a los mensajeros introduciendo ríos de niebla por sus gargantas —agregó Pynt.

—Sólo era un cuento —intervino Jenna rápidamente—. Fuimos unas tontas al asustarnos tanto. Éramos muy pequeñas.

—Entonces, si es sólo un cuento, ¿por qué continuamos sentadas aquí?

—Podríamos caminar —dijo Jenna—. Pero no correr.

—Sssssí —susurró Pynt.

—Es sólo un cuento —le aseguró Jenna.

—Y de todos modos muy pronto se levantará la niebla —dijo Pynt—. Siempre ocurre así.

De pronto hubo un crujido en los bosques, como si varias ramitas se hubiesen quebrado a la vez.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Pynt.

—¿Un conejo? —la voz de Jenna sonó vacilante.

—¿Un Demonio de la Niebla?

Hubo un movimiento a sus espaldas. Ninguna de las dos se atrevió a volverse. Una ardilla roja corrió hasta los pies de Jenna, se alzó sobre sus patas traseras y se enfrentó a ella con su parloteo. Entonces se escabulló corriendo en zigzag hacia el bosque.

—Una ardilla —dijo Jenna con alivio, y se puso de pie—. Nos estamos dejando ganar por el miedo de este modo. Allí no hay nada más que el bosque...

—Y ese prado tan tedioso —agregó Pynt mientras se ponía de pie y se enganchaba la espada—. Ahora, si tan sólo supiéramos en qué dirección queda ese prado tan tedioso...

—Por allí —dijo Jenna señalando.

—No, por allí —replicó Pynt indicando la dirección opuesta.

Todavía discutían cuando una brisa ligera levantó un poco la niebla, como una mano alzando un cobertor, y pudieron ver el borde del prado con el sol pálido, de un blanco fantasmal, posado sobre el horizonte.

—Por allí —dijeron ambas señalando en una tercera dirección, hacia el oeste y un poco al norte.

Pero la niebla no desapareció sino que, por el contrario, se tornó más densa alrededor de ellas. Como resultado, ambas se sintieron invadidas por un miedo frío y constante. Permanecieron junto al límite del bosque y cada vez que se detenían, aunque sólo fuese por un momento, apoyaban sus espadas en el suelo señalando la dirección en que debían continuar.

Los pájaros estaban en silencio o habían escapado a la niebla hacía mucho. Los animales pequeños se hallaban ocultos en sus madrigueras.

Un mundo silencioso e inmóvil las rodeaba y nada de lo que hiciesen parecía provocar alguna diferencia. Los únicos sonidos eran los de sus pies al mover las hojas y el de su propia respiración. Caminaban hombro con hombro sin perder contacto y sin dejar de hablar, los únicos lazos tenues en la niebla.

—No me gusta —decía Pynt de vez en cuando.

Después de la décima vez, Jenna ignoró sus quejas para continuar hablando sobre la vida en la Congregación y su ira contra Madre Alta. La respuesta antifonal de Pynt la interrumpía a intervalos regulares.

A la hora del almuerzo aún no habían alcanzado su meta, o al menos supusieron que era el momento de almorzar porque a ambas les hizo ruido el estómago al mismo tiempo. Fue un sonido fuerte y remoto en la bruma.

—En mi morral no queda nada que comer —dijo Jenna—. Y sólo hay un poco de leche en mi redoma. Está bastante agria.

—Yo ni siquiera tengo eso —se quejó Pynt—. Pensé que hoy conseguiríamos algunos helechos y setas, y tal vez una ardilla para la cena.

—No encontraremos nada en esta niebla —dijo Jenna—. Así que tendremos que continuar con hambre.

—En un día más comeremos queso. ¡De tu leche agria! —Pynt trató de reír de su propia broma, pero la niebla apagó el sonido hasta convertirlo en una burla hueca.

En lugar de detenerse continuaron la marcha, hablando cada vez con menos frecuencia. Era como si en verdad el Demonio de la Niebla hubiese tapado sus bocas con ríos de bruma.

En cierta ocasión, Pynt tropezó con la raíz de un árbol y cayó pesadamente al suelo. Al alzarse el pantalón, notó que una gran mancha morada ya se estaba formando en su rodilla. Momentos después, Jenna chocó contra una rama baja y durante unos segundos quedó cegada por el dolor.

—Eres demasiado alta —susurró Pynt—. Esa rama pasó a kilómetros de mi cabeza.

—Tú eres demasiado pequeña, y las cosas que están en el suelo suben a tu encuentro —respondió Jenna.

Eran las primeras palabras que ambas pronunciaban en casi una hora. Y todavía continuaron caminando.

La niebla comenzó a tornarse más oscura, como si el sol se estuviese ocultando. Sus camisas estaban empapadas y Pynt tenía los rizos pegados en mechones húmedos contra la espalda. Un fuerte olor a humedad subía de sus chalecos y sus polainas.

—¿Ya es de noche? —susurró Pynt—. ¿Cuánto hace que estamos caminando?

—No tengo ni idea —respondió Jenna—. Y no... ¡espera! —Cogió a Pynt por el brazo, acercándola—. ¿Has oído eso?

Pynt se esforzó en medio de la bruma.

—¿Oír qué?

Jenna guardó silencio un momento más, girando la cabeza hacia un lado y hacia el otro como tratando de atrapar un sonido.

—¡Eso! —exclamó al oírlo.

—¿Un puma?

—Demasiado ruidoso.

—¿Un oso?

—No hace el ruido suficiente.

—¿Se supone que eso debe ser un consuelo?

—Se supone que eso es la verdad. Shhh. —El sonido se había alejado de ellas y Jenna giró tratando de localizarlo otra vez.

—Se ha marchado —dijo—. Fuera lo que fuese, ya no está.

—Yo conté dos fuera lo que fuese —dijo Pynt—. No uno.

—¿Se supone que eso debe ser un consuelo? —preguntó Jenna.

—Se supone que eso es la verdad —respondió Pynt mientras volvían a ponerse en marcha.

Cuando el sonido volvió, parecía hallarse frente a ellas. ¿O habrían cambiado de dirección? Ninguna de las dos estaba segura.

—Allí está —susurró Jenna.

—Allí están —dijo Pynt casi al mismo tiempo.

El sonido estaba más cerca. Era como si alguien se estuviese abriendo paso entre ramas, maleza y zarzas, jadeando frenéticamente. Más lejos, algo que sonaba como un enorme animal galopando a través de los bosques fue acompañado por un grito atronador.

De forma instintiva, Jenna y Pynt se quitaron los morrales y se colocaron espalda contra espalda, con la espada en una mano y el cuchillo en la otra.

—Oh, Jenna, tengo un miedo terrible —susurró Pynt.

—Serías estúpida si no lo tuvieras —respondió Jenna.

—¿Tienes miedo?

—No soy estúpida —dijo Jenna.

Algo más grande que un puma y más pequeño que un oso salió de entre la niebla y cayó a sus pies, jadeando con sollozos entrecortados.

Jenna se inclinó con el cuchillo en la mano derecha. El corazón le golpeaba con tanta fuerza en el pecho que estaba segura de que Pynt podía oírlo. Sus ojos se posaron sobre el rostro embarrado de un muchacho que no debía de tener más de quince o dieciséis años.

—¿Quién...? —comenzó, pero no pudo terminar la frase. Unos ojos grandes, brillantes, asustados e increíblemente azules la miraban.

—Merci... —gritó el muchacho—. Hermanas de Alta, ich crie merci. Ich am thi mon. —Su voz sonaba desgarrada.

—¿Qué está diciendo? —susurró Pynt a espaldas de Jenna.

Por un momento, Jenna no pudo hablar; entonces se volvió hacia ella.

—Es un muchacho. Un poco mayor que nosotras. Y habla en la lengua antigua, aunque no se me ocurre por qué.

El joven se sentó y su miedo se transformó en curiosidad.

—¿No es así como habláis vosotras? Eso es lo que me enseñaron. Eso y que si alguna vez necesitaba vuestra ayuda, debía decir Merci, ich crie merci, ich am thi mon para que vuestros votos os forzasen a ayudarme.

—Aún no hemos tomado nuestros votos —dijo Pynt—. Sólo tenemos trece años.

—¿Sólo trece? Pero ella... —Señaló a Jenna—. Ella parecía mayor. —El joven se alzó de hombros—. Me he equivocado. Debe haber sido el cabello blanco.

Pynt escupió a un lado.

—Tú no sabes nada, muchacho.

—Sé muchas cosas —replicó él—. Y sabré mucho más cuando... —Vaciló un instante y dejó la frase sin terminar.

—Nadie habla en la lengua antigua con excepción de la sacerdotisa —dijo Jenna—. Y en las oraciones. O cuando lee del Libro.

—¿El Libro de Luz? —En su excitación parecía haber olvidado el miedo— ¿Lo habéis visto? ¿Lo habéis tocado? ¿Lo habéis leído? ¿O...? —Pareció buscar las palabras apropiadas y finalmente se encogió de hombros—. ¿O no sabéis leer?

—Por supuesto que sabemos leer —dijo Jenna con irritación—. ¿Nos tomas por salvajes?

El muchacho volvió a encogerse de hombros, esta vez como disculpa, y se levantó. En ese momento se oyó un sonido atronador y una enorme criatura con dos cabezas y cuernos irrumpió de entre la niebla gritando maldiciones indescifrables.

—¡Oh-oh! —murmuró el muchacho y se alejó de ellas volviendo a desaparecer entre la niebla.

Pero Pynt y Jenna se mantuvieron firmes.

—¡De espaldas a mí! —gritó Jenna, y Pynt obedeció de inmediato.

Ante el grito de Jenna, la criatura se alzó sobre sus patas traseras, elevándose por encima de ellas como un monstruo negro en medio de la bruma blanca. Entonces se abalanzó sobre las dos provisto de un arma larga y aguzada.

—¡Agáchate! —gritó Pynt mientras se arrastraba bajo el vientre de olor selvático del animal y aparecía por el otro lado. Entonces embistió con su espada a la cabeza cornuda de la criatura y en el impulso chocó contra su cuerpo enorme y sudoroso. Por un instante quedó sin aliento y cayó de espaldas sobre su morral, esparciendo su contenido. Con un salto desesperado logró escapar a las patas mortales de la bestia y cuando volvió a estar en pie, su espada había desaparecido. Si se hallaba clavada en el cuello de la criatura o tirada en alguna parte en el suelo, ella no lo sabía.

El gran animal yacía tendido sobre un costado, y todo lo que Pynt podía ver en medio de la niebla eran sus esfuerzos por levantarse otra vez.

Entonces oyó un sonido metálico y rodeó a la bestia rápidamente hacia el lugar de donde provenía.

Jenna y otra criatura con cuernos se hallaban en plena batalla. El sonido que había escuchado era el de las espadas al chocar. Por un momento no comprendió lo que ocurría y entonces, en una repentina iluminación, descubrió que la criatura con cuernos había sido el jinete. Lo que había caído era su corcel, el cual incluso ahora luchaba para levantarse.

Pero Jenna parecía estar perdiendo la pelea, ya que el demonio era más grande y fuerte que ella. Olvidando sus propios miedos, Pynt se acercó a él en silencio, se inclinó y se lanzó contra sus rodillas. La parte trasera de sus piernas era blanda pero el frente era duro e inflexible, como si la criatura llevase una armadura de cuero. Pynt volvió a empujar sus rodillas, haciéndole caer de espaldas sobre ella. En el último minuto logró liberar su brazo y le clavó el cuchillo en el muslo.

Jenna saltó sobre ambos y hundió la espada en el cuello de la criatura.

El demonio se estremeció, emitió un pequeño gemido y luego no se movió más.

—¿Qué... qué clase de criatura es? —preguntó Pynt cuando Jenna hubo quitado el pesado cuerpo de encima de ella. Le dolían los brazos, y sus piernas parecían pesar toneladas. Había un dolor agudo en su costado—. ¿Es un Demonio de la Niebla?

Jenna respiraba con agitación. Su espada aún estaba clavada en el cuello de la criatura. Arrodillándose junto al cuerpo, se ocultó el rostro entre las manos y lloró.

Pynt se acercó a ella y le rodeó las piernas con sus brazos.

—¿Por qué lloras? —preguntó—. ¿Por qué ahora, cuando todo ha terminado?

—Esto no ha sido como cazar un conejo o una ardilla —susurró Jenna—. No creo que me atreva a mirarlo.

Pynt asintió con la cabeza, se levantó y fue hasta el cuerpo de la criatura. Pensó en darle la vuelta para ocultar el horrible hocico oscuro y los ojos prominentes. Pero cuando tiró de la espada de Jenna, el borde de la hoja levantó la carne oscura, separando el mentón. Sólo entonces Pynt comprendió que se trataba de una máscara. Lentamente la echó hacia atrás, descubriendo el rostro que se hallaba debajo. Era un rostro ordinario con la barba roja y gris, los dientes rotos y amarillos, la mejilla derecha surcada de antiguas cicatrices. Pynt terminó de quitar la máscara, y los cuernos, que formaban parte de un casco, cayeron en sus manos.

—¡Jenna, mira!

—No puedo.

—No es un demonio. Es un hombre.

—Ya lo sé —susurró Jenna—. ¿Por qué crees que no puedo mirarle? Sería sencillo ver el rostro de un demonio muerto.

—Se llama Barnoo —dijo una voz a sus espaldas. Era el muchacho, quien había regresado en silencio—. Era conocido como el Sabueso. Ya no volverá a cazar. —Se inclinó junto al hombre muerto pero no lo tocó—. Qué extraño... incluso muerto me atemoriza. —Con un estremecimiento, tocó la mano de Barnoo—. Fría —dijo—. Tan fría, y tan pronto. Pensé que llevaría más tiempo. Pero claro, el Sabueso siempre fue frío. De sangre fría, él, sus hermanos y el amo a quien sirven. —Se puso de pie—. No me encuentro bien.

Jenna también se levantó y miró a Pynt con expresión significativa. Ambas escucharon cómo el joven vomitaba detrás de ellas entre los arbustos.

Finalmente, los ruidos cesaron y el muchacho regresó con el rostro algo demacrado pero tranquilo.

—Nunca pensé que sería el Sabueso quien muriera. Supuse que sería yo —dijo—. Mi única esperanza era perderlo en la niebla, aunque mis posibilidades no eran muchas. Era conocido en todo el territorio como un gran rastreador.

—El Sabueso —dijo Pynt, asintiendo con la cabeza.

—¿Cómo sabías que había niebla? —preguntó Jenna.

—Todos saben que son muy frecuentes en el Mar de Campanas. Por lo tanto, cuando descubrí que me perseguía, me dirigí directamente hacia aquí.

—Nosotras no sabíamos nada sobre la niebla.

—Y no sabemos nada del Sabueso. Ni de ti —señaló Jenna—. ¿Por qué te perseguía? ¿Eres un ladrón? No lo pareces. ¿O un asesino?

—Se ve aún menos como tal —dijo Pynt.

—Soy... —El joven vaciló—. Soy Carum. Soy... o al menos era, antes de que tuviera que escapar para conservar la vida... un estudioso. Vivo, soy una amenaza para lord Kalas, de los Dominios del Norte. Lord Kalas... ¡que quiere ser el rey! —En la voz del muchacho había un pesar y una amargura que trataba de ocultar—. He estado escapando durante toda la primavera.

Pynt se dispuso a tocarle el brazo. En el último momento, ambos retrocedieron.

—Será mejor que lo enterremos —dijo el joven—. De otro modo, cuando se levante la niebla sus hermanos lo encontrarán y harán otra marca negra en mi larga hoja de cuentas.

—¿Sus hermanos son igual de grandes? —preguntó Pynt.

El muchacho asintió con la cabeza.

—Y de horribles.

—Y... y ellos están vivos —murmuró Jenna para sí misma.

Comenzaron a cavar una tumba utilizando los cuchillos con sumo cuidado, una tarea lenta y tediosa. Carum despojó al cadáver de una daga que llevaba en el cinturón y otra que tenía en la bota. También halló una pequeña hacha atada bajo su brazo y la utilizaron para cavar. Cuando terminaron, hicieron rodar el cuerpo dentro del hoyo. Éste hubiese sido demasiado pequeño de no haber sido porque Barnoo se había contraído durante los estertores de la muerte, permaneciendo de ese modo. El Sabueso aterrizó boca abajo en el hueco.

Jenna exhaló un suspiro de alivio y arrojó la máscara tras él. Entonces comenzaron a lanzar puñados de tierra, conscientes de los bufidos y patadas del corcel en alguna parte entre la niebla.

Cuando el último terrón de tierra estuvo apisonado, Jenna susurró:

—¿Hay algo que deberíamos decir para despedirlo en su partida?

—¿En su partida hacia dónde? —preguntó Carum.

—Donde sea que creas que irá después de la muerte.

—Yo sólo creo que existe Aquí —dijo Carum—. Que no hay nada después.

—¿Es eso lo que creéis los hombres? —le preguntó Pynt, atónita.

—Eso es lo que yo creo —dijo Carum—. Y todas mis lecturas no me han hecho cambiar de idea. Pero puedo decir algunas palabras sobre lo que creen el Sabueso y sus hermanos, si lo deseas.

—Hazlo —dijo Jenna—, ya que no puedo desearle un sitio en la gruta de Alta o en su seno, donde espero ir yo al morir.

La boca de Carum se torció un poco, casi como si tratara de no sonreír. Entonces inspiró profundamente y bajó la vista hacia el sepulcro.

—Que el Dios de las Buenas Batallas, Lord Gres, te reciba a su lado en los grandes salones de ValHale. Que puedas beber de su vino y comer sus alimentos para siempre, arrojando los huesos por encima del hombro para los Perros de la Guerra.

—Qué oración tan horrible —dijo Pynt—. ¿Quién querría ir a un sitio tan poco pacífico después de la muerte?

—Quién en verdad —dijo Carum alzándose de hombros—. ¿Ahora comprendéis por qué no creo en ello?

En ese momento el corcel emitió un extraño sonido y marchó hacia ellos.

—¿Qué es eso? —susurró Pynt.

—¿Nunca habíais visto un caballo? —preguntó Carum.

—Por supuesto. —La respuesta de Pynt fue tan rápida que el joven sonrió.

—Por supuesto —repitió con tono burlón.

—Bueno, una vez —dijo Pynt—. Y eran mucho más pequeños. ¿Qué haríamos con una bestia tan grande en nuestros estrechos senderos de montaña?

Jenna se apartó de la discusión y observó la bruma impenetrable, recordando a los dos pequeños potrillos que habían ayudado a salvar de la inundación mientras el cuerpo de la yegua flotaba en el agua.

—¿Se encuentra bien? El caballo. ¿Está herido? ¿Se puede cabalgar?

La voz de Carum llegó hasta ella en medio de la bruma.

—Si está sobre sus patas, se puede cabalgar con él. Los caballos de Kalas siempre son fuertes y sólidos. Mi tío sabe mucho de corceles. —Esta vez no pudo ocultar la amargura en su voz.

—¿Puedes atraparlo? —preguntó Jenna.

—Sólo hay que coger su cabestro y vendrá. Está bien entrenado, sabes. Todos los caballos de batalla de Kalas lo están.

—Bueno, tú coge el cabestro, sea lo que fuere. Entonces podremos volver a ponernos en marcha —dijo Jenna tomando su espada y su morral.

—¿En qué dirección?

Jenna giró varias veces, tratando de penetrar la niebla con la mirada. Pynt, de rodillas en el suelo, estaba demasiado ocupada buscando el contenido de su morral para ofrecer una sugerencia. Cuando encontró todo lo que pudo, lo metió dentro y volvió a mirar a su alrededor buscando la espada. Luego fue a reunirse con los otros dos, quienes todavía trataban de deducir la dirección correcta.

Muy juntos los tres, como una pequeña isla en medio de un mar de niebla, continuaron discutiendo. Finalmente Carum se sentó con fastidio. Sólo el caballo, con su hocico gris y húmedo y sus ojos oscuros e insondables, parecía despreocupado.

—¿Os parece que acampemos aquí hasta mañana por la mañana? —preguntó Jenna.

—¿Sin comida? —replicó Carum.

—¿Y prefieres seguir en medio de esta niebla con la esperanza de hallar un puñado de setas? —preguntó Pynt.

—¿Entonces qué tal si encendemos un fuego?

—Iremos de la mano en busca de leña —dijo Jenna.

Sólo hallaron unas pocas matas secas y encendieron un fuego pequeño, tan lejos de la tumba de Barnoo como les fue posible. El caballo permaneció toda la noche en silencio junto al sepulcro.

Los tres se quedaron dormidos mucho antes de que el fuego se apagara. En su silenciosa vigilia, el corcel permaneció despierto gran parte de la noche.