EL RELATO:

Despertaron con el canto de un pájaro y el cielo del color de una perla antigua. Pynt se echó a reír, pero Jenna observó a Carum con timidez. El muchacho se había acurrucado a sus pies y se veía a la vez joven y maduro en la mañana radiante. Tenía unas largas pestañas oscuras que parecían proyectarle sombra sobre las mejillas, y la mano derecha, posada sobre su nariz, mostraba unos dedos largos y relajados. Jenna se cuidó de no molestarle al estirarse.

Pynt se acercó y lo miró.

—Pensaba... —comenzó, pero Jenna se llevó un dedo a los labios. Entonces continuó en un susurro—: Pensaba que todos los hombres eran peludos y toscos.

—Eso es porque todavía es un muchacho —dijo Jenna susurrando por encima del hombro mientras se alejaba. Pero su corazón le envió un mensaje diferente mientras recorría el bosque buscando las setas silvestres que a Pynt más le gustaban. Se alegró especialmente al hallar las favoritas de Pynt, las carnosas que eran tan buenas crudas como cocidas.

Jenna se volvió cuando una ramita crujió a sus espaldas.

—Mira —le dijo a Pynt—, aquí están las que te gustan.

—Yo encontré unos helechos —dijo Pynt—. Si sólo tuviéramos un poco de agua, podríamos cocinarlos.

Jenna sacudió la cabeza.

—Nada de fuego y nada de demoras. Sin la niebla para ocultarlo, no podemos arriesgarnos a encender un fuego. Y si es cierto que los hermanos del Sabueso lo están siguiendo, debemos abandonar este lugar y a sus fantasmas lo antes posible.

Pynt asintió con la cabeza y ambas se inclinaron para recoger las setas. Cuando tuvieron las manos y los bolsillos llenos, se levantaron y regresaron al campamento.

Carum no estaba.

La tierra estaba removida, pero sólo un poco. Podía significar una pelea.

—¿Qué piensas? —susurró Pynt—. ¿Los otros hermanos? ¿Lord Kalas? No me parece que hayan sido muchos.

—No debimos haberlo dejado solo —dijo Jenna con furia y cerró los puños aplastando las setas. Ambas dejaron caer la comida sobre el césped junto al fogón—. No puede haber llegado lejos. Supongo que tendremos la experiencia suficiente en el bosque como para rastrear a un estudioso. Y mira, no se han llevado el caballo. —Jenna se inclinó buscando sus huellas, y halló un sitio donde parecía haberse introducido entre la maleza.

No habían ido demasiado lejos cuando oyeron un ruido; ambas se arrojaron al suelo como si fuesen una sola y, avanzando lentamente, vieron la cabeza de Carum con su cabello castaño claro enmarañado. Con una mano se rascaba la cabeza y con la otra...

—¡Por los Cabellos de Alta! —exclamó Jenna con disgusto. Pynt se sentó y se echó a reír.

Carum giró la cabeza y, al verlas, sus mejillas se tornaron de un rojo brillante.

—¿Nunca habéis visto a un hombre haciendo sus necesidades?

—Entonces él también rió—. No, supongo que no. —Volvió a girar la cabeza.

—Nosotras pensamos... —comenzó Pynt.

—No le expliques nada —dijo Jenna con dureza. Se levantó, observó la espalda de Carum y entonces se volvió nuevamente hacia el campamento

—Vamos, Marga —agregó.

Pynt se puso de pie rápidamente y la siguió.

Después del magro desayuno, bordearon el bosque hasta el final del campo de lirios turnándose sobre el caballo. El ancho lomo del animal hacía que les doliesen los músculos y la pesada montura de cuero les lastimaba los muslos. Después de un par de intentos, tanto Jenna como Pynt decidieron caminar. Pero Carum cabalgaba como si hubiese nacido sobre un caballo, o como si la altura que éste le proporcionaba le diese valor en compañía de las muchachas.

—Cuéntame sobre los Hermanos —dijo Jenna en un momento en que Pynt cabalgaba el caballo mientras ella y Carum caminaban juntos como camaradas. Carum conducía al animal por su cabestro—. Para que si me encuentro con ellos no esté desprevenida. —Ya había perdonado el mal momento de la mañana... siempre y cuando él no lo mencionara.

—En realidad son hermanos. Todos tienen la misma madre, aunque se dice que cada uno ha tenido un progenitor diferente. No resulta difícil creerlo al verlos juntos, ya que son distintos en todo excepto en una cosa... su devoción por Lord Kalas. El Toro, el Oso, el Puma y el Sabueso.

—Al Sabueso lo he conocido —dijo Jenna manteniendo la voz en calma y apartando de su mente el recuerdo del hombre doblado en su tumba—. ¿Qué hay de los demás?

—El Toro es fuerte como un buey e igual de estúpido. Trata de hacer con sus brazos lo que no puede hacer con su cabeza. Puede trabajar el día entero sin cansarse. Lo he visto hacer girar una rueda de molino cuando el buey ha quedado agotado.

—¿Y el Oso?

—Un hombre peludo, tan grande como el Toro pero más listo. Un poco más listo. Tiene el cabello hasta los hombros y tanto su pecho como su espalda están completamente cubiertos de vello.

—Atractivo —dijo Jenna esbozando una sonrisa.

—Pero el Puma es el más peligroso. Es pequeño y tiene los pies ligeros. En cierta ocasión saltó sobre un abismo, de roca a roca, seguido por una jauría de perros del rey. Los perros cayeron al vacío y aullaron hasta llegar al fondo. Pude oírlos en sueños durante semanas. —Los ojos de Carum se entrecerraron al sol y Jenna no pudo leer en ellos.

—Pero aunque en tamaño es la mitad que los demás, es al que más temo.

—¿Más que a Lord Kalas? —preguntó Jenna.

Carum se encogió de hombros como para indicar que eran igualmente temibles.

—Entonces háblame de él, de este temible Lord Kalas, para que lo reconozca si llego a encontrarlo.

—No te gustaría encontrarlo —dijo Carum—. Es alto y tan delgado que, según dicen, debe salir dos veces al sol para proyectar una sombra. Su aliento huele a piji.

—¿Piji? —preguntó Jenna.

—Es una adicción de la cual no saben nada los pobres —respondió Carum.

—Nosotras no somos pobres —dijo Jenna.

—No conocéis el piji —replicó Carum—. ¡Por lo tanto sois pobres!

—Si ése es el argumento de un estudioso, ¡entonces me alegro de haber leído un solo libro! —Jenna echó a reír y le dio una ligera palmada en el brazo—. ¿Qué más sobre Kalas?

—Lord Kalas —le recordó Carum ignorando el contacto, aunque sus mejillas parecieron tornarse más rosadas—. Si le privas de su título, él querrá privarte de tu cabeza.

—Un hombre agradable —dijo Jenna—. ¿Qué más?

—Tiene el cabello rojo al igual que la barba.

—El Sabueso tenía la barba roja —murmuró Jenna—. ¿Es un color muy corriente en tu familia de villanos?

—No más que el blanco en la Congregación de Alta, supongo —respondió Carum.

Jenna asintió con la cabeza.

—Tienes razón. Soy la única con cabello blanco. Y siempre he detestado ser tan diferente. Ansiaba ser igual que las demás, y en lugar de ello me han dicho que soy como un árbol que proyecta su sombra sobre las plantas de abajo.

—Eres alta —dijo Carum—. Pero me gusta eso. Y tu cabello es... maravilloso. Prométeme que nunca te lo cortarás.

—Me lo cortaré cuando haga mis votos —dijo Jenna—. Una guerrera no puede arriesgarse a tener el cabello largo en una batalla.

Fue el turno de Carum para reflexionar y permaneció en silencio durante un buen rato. Entonces habló en una voz extraña y distante.

—Había una tribu de guerreros... hombres, no mujeres... que vivían en el este, al otro lado del mar, hace unos... —Pareció estar calculando, se mordió el labio y sonrió—. Hace unos setecientos años. Llevaban el cabello en una sola trenza larga. A los enemigos que derrotaban les cortaban un mechón de cabello y se lo ataban a la trenza. Algunas veces, cuando debían actuar en silencio, las utilizaban para estrangular a sus adversarios. Eso fue lo que escribió el historiador Locutus. Él agregó: “Y de ese modo, nunca se encontraban desarmados”. Se llamaban... —Volvió a vacilar—. No, he olvidado su nombre. Pero ya lo recordaré.

—Llevas muchas cosas en tu cabeza, bien empacadas para el viaje —dijo Jenna con una sonrisa.

—Eso, mi señora —respondió Carum extendiendo el brazo en una elaborada reverencia—, es una buena definición para un estudioso: un saco de información bien empacado para el camino.

Ambos echaron a reír y Pynt, desde arriba del caballo, preguntó:

—¿Qué es tan gracioso?

—No es nada, Pynt —dijo Jenna. Cuando se volvió nuevamente hacia Carum para sonreírle otra vez, se perdió ver la expresión que cruzaba por el rostro de su compañera.

Pynt desmontó.

—Ya no quiero cabalgar.

—Entonces lo haré yo —dijo Carum subiendo con agilidad a la montura.

—¿Cómo lo hace? —preguntó Jenna con la voz llena de admiración.

—¿Por qué lo hace? —murmuró Pynt.

Llegaron al final del prado a la hora en la que el sol se hallaba directamente sobre sus cabezas. Volviéndose para observar la gran extensión del Mar de Campanas, Jenna suspiró.

—Antes de seguir adelante, debemos evaluar la situación —dijo.

—Y encontrar algo para comer —le recordó Pynt.

—Y explicarle a mi estómago que no me han cortado el cuello —dijo Carum.

Bajó del caballo y lo condujo hasta el borde del prado para que pastase. Cuando regresó, las dos muchachas se hallaban en medio de una discusión y Pynt decía:

—Y yo creo que debemos dejarlo.

Carum esbozó una sonrisa y dijo alegremente:

—Vosotras no querréis dejarme porque conozco un atajo para llegar a la Congregación Nill’s.

—¿Cómo supiste que íbamos allí? —preguntó Pynt.

—No seas estúpida —replicó Jenna—. ¿Cuántas Congregaciones más hay por este camino? —Se volvió hacia Carum sin dejar de tirarse de la trenza

—Gracias, Carum, pero conocemos el camino. El mapa se encuentra aquí. —Señaló su cabeza—. Y, además, no podrás entrar en la Congregación. Allí no se permiten hombres.

—Ya lo sé —dijo Carum—, pero yo voy más allá por el mismo camino, a un sitio donde sólo se permiten hombres. Es un lugar de refugio donde ni siquiera los Hermanos ni Kalas...

—Lord Kalas —lo interrumpió Jenna tocándose el cuello—. ¡Recuerda tu cabeza!

Él sonrió.

—Lord Kalas no se atrevería a violar los muros. Estaré seguro allí. Así que podré guiaros y...

—¡Y nosotras podremos protegerte si hay problemas! —dijo Pynt.

—Tres es mejor que uno cuando se trata de problemas —observó Carum con suavidad—. Al menos así es como decimos nosotros.

—Nosotras decimos lo mismo —comentó Jenna—. ¿No os parece extraño?

—¿Entonces puedo ir con vosotras? —El rostro de Carum delataba su ansiedad.

—Después de que comamos —dijo Jenna—. Pero no dejes ese caballo tan a la vista. El hecho de que no hayamos visto rastros de los Hermanos no significa que no nos estén siguiendo.

Carum asintió con la cabeza.

—Podríamos separarnos para buscar algo que comer.

Carum fue en busca del caballo y para cuando regresó y lo tuvo atado a un roble, las dos muchachas habían desaparecido en el bosque. Miró a su alrededor, halló una senda abierta por los venados y la siguió lo más silenciosamente que pudo.

En menos de una hora volvieron a encontrarse junto al caballo y dejaron caer las dádivas del bosque sobre un pañuelo que Jenna había extendido.

Pynt había recogido varias docenas de setas, no las grandes y carnosas que tanto le gustaban, sino una variedad más oscura que tenía sabor a nuez.

Jenna había descubierto el escondite donde una ardilla guardaba sus nueces y una pequeña cañada con helechos, pero no había recogido dichas plantas ya que el fuego necesario para hervirlos hubiese delatado su posición de inmediato. Carum había llenado sus bolsillos con bayas.

—¡Bayas! —rió Pynt.

—En primavera —le explicó Pynt—, las bayas comestibles aún no están maduras. Las que has traído —agregó revisando los frutos—, son todas venenosas. Aunque algunas, como esta pequeña baya negra, puede remojarse en agua caliente durante varios días para obtener un fuerte purgante. Y ésta —dijo tocando una baya más grande, roja y brillante—, puede ser machacada en un ungüento grasoso para las quemaduras.

—¡Bayas! —Pynt volvió a reír. Carum bajó la vista al suelo.

—Oh, cállate, Pynt —dijo Jenna—. Carum sabe mucho más que cualquiera de nosotras, aunque no sepa nada sobre lo que hay en los bosques.

—¿Y qué es lo que sabe? —preguntó Pynt.

—Sabe sobre guerreros que utilizan sus trenzas para estrangular a los adversarios, y eso es precisamente lo que haré contigo si no te callas. —Jenna sostuvo su trenza blanca formando un lazo, y le dirigió a Pynt una mirada traviesa.

—¡Los Alaisters! —dijo Carum triunfante, alzando la vista con una sonrisa.

—¿Qué? —Pynt y Jenna se volvieron hacia él al mismo tiempo.

—Ése es el nombre de la tribu. Los Alaisters. Sabía que lo recordaría después de un rato.

Jenna se acuclilló y cogió dos setas. Metiéndoselas en la boca, murmuró:

—Tú no te comas las bayas, estudioso.

Comieron rápida y silenciosamente, y cuando hubieron terminado, limpiaron toda señal de su improvisado almuerzo. Carum fue hasta el caballo y lo desató.

—Tráelo aquí —dijo Jenna.

Con una sonrisa, Carum condujo al tordo hasta ella.

—¿Quieres montarlo?

—Ninguno de nosotros lo montará —dijo Jenna—. Lo enviaremos de vuelta al prado. Por allí. —Señaló hacia el sur.— Dejará un rastro bien claro y alejará de nosotros a cualquiera que nos persiga.

Carum se volvió con nerviosismo.

—¿Nos han estado siguiendo?

Pynt echó a reír.

—De ser así, ahora no nos encontraríamos aquí en el descampado. Confía en nosotras.

—Pero vendrán. Te seguirán a ti o al Sabueso. Tú lo sabes bien. Toda la mañana he estado preocupada por el hecho de llevar el caballo con nosotros, y vosotros también deberíais haber pensado en ello. Pero con la ayuda de Alta, podremos utilizar al animal para confundir el rastro. —Jenna se arrojó la trenza derecha por encima del hombro para enfatizar sus palabras.

—No tenías aspecto de preocupada —la regañó Pynt.

—¿Por qué no dijiste nada? —El rostro de Carum se oscureció—. A mí ni siquiera se me ocurrió...

—Eso es porque los estudiosos se preocupan por el pasado, Carum, mientras que las guerreras deben preocuparse por el futuro. Es posible que no tengamos ningún futuro si conservamos el caballo —dijo Jenna con tono bajo y razonable—. Así que dime, jinete, ¿cómo podemos lograr que el animal marche en aquella dirección?

Carum rió.

—Confía en mí —dijo. Dejando caer las riendas, fue hasta un arbusto florecido, cortó una rama y la peló para utilizarla como fusta. Entonces regresó junto al caballo, lo palmeó en el hocico y susurró en su oído. Haciéndolo girar para que su cabeza apuntase hacia el sur, lo golpeó dos veces en el costado con su fusta y gritó—: ¡Vete a casa!

El caballo dio un respingo, coceó con sus patas traseras errando los muslos de Carum por escasos centímetros y se lanzó al galope por el prado. El rastro que dejó era lo suficientemente claro para alertar al más distraído de los perseguidores. El animal no se detuvo hasta estar a varios cientos de metros, y allí bajó su gran hocico para ponerse a pastar.

—¿Qué susurraste en su oído? —preguntó Jenna.

—Que me perdonara los azotes —respondió Carum.

—A juzgar por el sitio adonde apuntaban sus coces —observó Pynt—, no creo que te haya perdonado. De haber acertado, dudo que hubiese nuevos estudiosos en tu descendencia.

Jenna ahogó una risita y Carum frunció el ceño.

—Pensé que no sabíais nada de hombres —dijo.

—Sabemos que no provenimos de las flores, de las coles o de los picos de los pájaros —dijo Jenna—. Nuestras mujeres dan a luz, así que sabemos de dónde provienen los bebés. Y cómo se hacen. Elegimos... —Se detuvo al ver que las orejas de Carum comenzaban a tornarse rojas por la vergüenza, pero a Pynt no le preocupaban sus sentimientos.

—Elegimos utilizar a los hombres, pero no vivir con ellos. Servirles como guardianas por una paga si es necesario, pero no permanecer a su servicio de otra manera. —A pesar de que lo decía con convicción, sonaba más como una letanía y Carum comenzó a protestar.

—Tu boca dice eso, pero... —comenzó.

Jenna le colocó una mano en el brazo para detener la discusión.

—El caballo no se ha movido —le dijo. Carum avanzó un poco por el prado y gritó:

—¡Vete a casa, hijo de mala madre!

El caballo alzó la cabeza y con un bocado de hierba pendiendo de su boca, se alejó con rumbo al sur. Muy pronto sólo era un punto que se movía en el horizonte.

—¡Maravilloso! —dijo Pynt con sarcasmo—. Tu grito debe de haber alertado a cualquiera a varios kilómetros.

Carum la ignoró de forma intencionada y se volvió hacia Jenna.

—No había otra forma.

Jenna asintió con la cabeza y se volvió hacia Pynt.

—¿Qué ocurre con vosotros dos? Primero tú gritas y luego lo hace él. Hablas con fuego y él te responde con hielo. No podemos continuar de este modo.

—Entonces envíalo por su camino —dijo Pynt y se alejó unos pasos de allí.

Carum inspiró profundamente y luego habló en voz baja para que sólo Jenna pudiera oírlo.

—No te preocupes. Pronto llegaremos a la Congregación y partiré. Y no te preocupes por el caballo. —Al final alzó la voz y Pynt se volvió hacia ellos—. Los caballos de Kalas están bien entrenados y tarde o temprano encontrará el camino a casa.

—Y eso queda... —La curiosidad de Pynt superó a su ira y su resentimiento.

—Hacia el norte —dijo Jenna—. Los Dominios del Norte, según has dicho. ¡Por los Cabellos de Alta! El caballo irá en la misma dirección que nosotras.

—No, Jenna —la interrumpió Carum poniéndole una mano sobre el hombro—. Allí vivía Lord Kalas. Ahora se ha apoderado del palacio del rey, en el sur, y lo reclama como suyo. Las bodegas de mi tan amado... rey se han convertido en un calabozo. Y en el último año Kalas se ha instalado en el trono aguardando una coronación que, si los dioses lo permiten, jamás llegará.

—Pensé que no creías en dioses —dijo Pynt.

—Creeré en ellos si no hay una coronación aprobada por los sacerdotes. Pero al final, ni siquiera eso importaría. Un hombre que se sienta en el trono el tiempo suficiente, es llamado Su Majestad aunque lleve puesto un yelmo. La memoria de la gente es efímera cuando también lo son la clemencia y la justicia. Temo que Kalas será el rey antes de que pase mucho tiempo.

Las muchachas lo miraron mientras hablaba, ya que sus palabras parecían tender un manto de majestad sobre él, aunque era una majestad desconsolada. Cuando el viento movía sus cabellos parecía más alto... y al mismo tiempo encorvado.

—Oh, Carum —dijo Jenna, y había una verdadera tristeza en su voz. Carum pareció sacudirse de encima la oratoria y se encogió de hombros.

—No os preocupéis por mí. Nosotros los estudiosos algunas veces inventamos una metáfora apropiada y otras, simplemente hablamos porque nos gusta escuchar el sonido de las palabras.

Pynt no dijo nada durante un buen rato, pero finalmente alzó la vista hacia el cielo encapotado.

—¿Dónde está ese atajo que nos habías prometido?

Donde finalizaba el prado, el suelo estaba cenagoso y parecía adherirse a sus pies. Jenna los condujo de vuelta hacia el bosque para no dejar las huellas de sus pisadas y se dirigieron hacia el límite norte, donde el bosque de grandes robles y hayas daba lugar a una nueva vegetación. Allí había un verdadero sendero bordeado de matas y flores que indicaba una civilización cercana: los espinosos frambuesos, las linarias amarillas y los pequeños pensamientos azules meciéndose con la brisa.

Encontraron un manantial de aguas claras y se inclinaron para beber, uno por vez, con sorbos largos y ávidos. Entonces las muchachas lavaron sus redomas de cuero con sumo cuidado antes de volver a llenarlas con agua.

—Debemos permanecer fuera del camino pero lo suficientemente cerca de él para no perdernos —dijo Jenna.

—¿Por qué no dejar que Carum camine por el bosque, manteniéndolo a la vista? Nadie nos busca a nosotras —objetó Pynt.

—Porque nos hemos hecho cargo de su custodia —respondió Jenna—. Él nos clamó merci, y aunque eso es algo que tú y yo aún no hemos prometido, será uno de los siete votos que tomaremos en poco menos de un año.

Pynt asintió con la cabeza pero murmuró:

—¿No podríamos cuidarlo igual desde el camino?

Jenna sacudió la cabeza.

—Está bien —dijo Pynt, finalmente—. A los bosques entonces. —Se volvió abruptamente y entró la primera en el bosque sin quebrar una sola ramita.

Carum la siguió y Jenna, después de observar el camino en ambas direcciones, fue la última.

Caminaron lo más silenciosamente posible. Todos sus comentarios se realizaban mediante la clase de señales manuales utilizadas por las guardianas de la Congregación, lo cual dejaba a Carum fuera de la conversación. Lo que las silenciaba era el camino a menos de cincuenta metros de distancia, pero a Carum no parecía importarle demasiado. Él caminaba casi sin preocuparse por lo que lo rodeaba, absorto en sus propios pensamientos.

En fila india, con Pynt delante y Jenna en la retaguardia, avanzaron al ritmo que les permitía la densidad de la maleza. En dos ocasiones Carum dejó que una rama saltase al rostro de Jenna pero, al volverse para presentarle sus disculpas, ella sólo agitó una mano restándole importancia. Una vez Pynt pisó en una pequeña depresión y se torció el tobillo, aunque no seriamente. Pero los accidentes, por más pequeños que fuesen, servían como advertencia. En silencio, observaban el suelo al igual que las ramas, y cada tanto se volvían hacia la derecha para observar el camino.

Las zarzas se enredaban en las ropas y cabellos, deslizándose sin problemas de las gruesas pieles que llevaban Jenna y Pynt. Sin embargo, Carum usaba una prenda tejida y de vez en cuando debían detenerse para ayudarle a soltarse de las espinas.

Finalmente fue el silencio lo que les salvó. Eso y el hecho de que una vez más se habían detenido para desenganchar a Carum de una mata de frambuesas. El sonido de los cascos galopando fue como un trueno bajo sus pies. De forma instintiva se agacharon muy juntos mientras los jinetes pasaban rumbo al norte dejando una gran polvareda.

En cuanto se hubieron alejado, Pynt susurró:

—¿Has podido verlos?

Jenna asintió con la cabeza.

—Eran al menos una docena —dijo con voz apenas audible—. Tal vez dos.

—Eran veintiuno —dijo Carum. Las dos muchachas lo miraron.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Los conté. Además, una compañía a caballo siempre tiene veintiún jinetes, con el capitán a la cabeza.

—Y supongo —dijo Pynt con voz cargada de sarcasmo— que también habrás alcanzado a ver quién estaba a cargo.

Carum asintió con la cabeza.

—El Toro.

—No puedo creerlo —dijo Pynt alzando la voz. Jenna le colocó una mano en el brazo y entonces susurró—: Pasaron demasiado rápido y nosotros estábamos de rodillas.

—Tú estabas de rodillas —señaló Carum—. Yo no pude hacerlo porque me retuvieron las espinas.

—Tiene razón —admitió Jenna.

—Además —continuó Carum—, sólo los Hermanos cabalgan esos grandes tordos. Y el Toro es tan grande que se destaca sobre los demás. Y su yelmo lo identifica.

—Su yelmo —susurró Jenna.

En su rostro se dibujó el recuerdo de otro yelmo y de su sonido al caer sobre la espalda del hombre muerto. Guardó silencio un momento más de lo necesario y susurró con furia:

—Debemos internarnos aún más en el bosque. Si nosotros podemos verlos a ellos, entonces...

No tuvo que terminar el pensamiento. Tanto Carum como Pynt asintieron con la cabeza, unidos al fin ante el peligro. Pynt arrancó la camisa de Carum de las espinas sin preocuparse por la tela, y los condujo hacia la espesura donde aún montaban guardia los grandes y viejos robles. Carum les había prometido que el viaje hasta la Congregación sólo les llevaría un día, y habían esperado llegar allí al caer la noche. Pero el bosque, aunque fuese el borde de éste, aminoró considerablemente su marcha. En dos ocasiones esa misma tarde una compañía de jinetes pasó por el camino, una vez desde el norte y la otra desde el sur. La primera vez pasaron en silencio pero la segunda lo hicieron gritando, aunque sus palabras se perdieron en el polvo y el clamor de los cascos. Cada vez, los tres jóvenes se internaron más profundamente entre los árboles.

—Intentaremos descansar ahora —dijo Jenna—. Y sólo avanzaremos durante la noche. Aunque nos lleve uno o dos días más. Carum debe llegar a salvo.

Pynt asintió con la cabeza y murmuró:

—Nosotras también estaremos más seguras.

Hallaron un árbol hueco y lo suficientemente grande para que los tres, acomodando un poco brazos y piernas, pudieran dormir tan cómodos como gatitos en un cubil. Pynt le recordó a Jenna una historia contada en la Congregación Selden, respecto a una hermana que había vivido durante un año en un árbol hueco, y Jenna sonrió al escucharla. Carum se durmió en la mitad, roncando ligeramente.