EL RELATO:
Jenna tenía siete años cuando tocó por primera vez el Libro de Luz. Permaneció allí con las otras tres niñas de su edad en una línea recta, o al menos tan recta como Marna, la maestra, y Zo, su hermana oscura, podían lograr que formaran. Selinda siempre estaba inquieta. Y Alna, quien tenía problemas para respirar en la primavera, resolló con dificultad durante toda la ceremonia. Sólo Marga (llamada Pynt después de la primera infancia) y Jenna permanecieron quietas.
La sacerdotisa dirigió una sonrisa a la fila de niñas, pero no hubo ninguna calidez en esa sonrisa, sólo una formal curvatura de labios. A Jenna le hacía recordar los lobos del bosque cercano a Seldenkirk. En cierta ocasión había visto una manada. La hermana de la sacerdotisa esbozó la misma sonrisa, aunque ésta pareció infinitamente más agradable.
Jenna giró un poco para mirar de frente a esa segunda sonrisa, pero observó a la sacerdotisa por el rabillo del ojo, del modo en que observaba las cosas en los bosques. Alta sabía que había tratado de complacer a la Madre. Pero no parecía haber ninguna forma de complacerla.
Sobre sus cabezas, la luna llena primaveral iluminaba el altar de piedra. De los serbales llegaba el susurro de las hojas nuevas movidas por la brisa. Durante un instante, una nube cubrió la luna y la hermana sombra de la sacerdotisa desapareció de su trono sobre el altar. Nadie se movió hasta que la nube hubo pasado y la luna volvió a convocar a las hermanas sombra. Entonces hubo un suspiro suave y satisfecho de las ochenta bocas en el anfiteatro.
La sacerdotisa alzó un poco la cabeza para observar el cielo. No había más nubes a la vista, y por lo tanto comenzó. Abriendo el gran libro con cubiertas de piel que tenía sobre la falda, señalando con su afilada uña cada sílaba de la página, leyó en voz alta.
Jenna no podía apartar los ojos de esa uña. A nadie más se le permitía tener una mano semejante, ni tampoco nadie la quería. Unas uñas como las de la sacerdotisa se quebrarían en la cocina o en la fragua, entorpecerían el manejo de un arco o de un cuchillo. De forma furtiva, Jenna flexionó la mano preguntándose qué se sentiría teniendo uñas como ésas. Decidió que no le gustaría.
Clara y grave, la voz de la sacerdotisa llenaba el espacio entre las niñas.
—Y la niña de siete veranos, la niña de siete otoños, la niña de siete inviernos y la niña de siete primaveras vendrá hasta el altar para escoger su propio camino. Y cuando haya escogido, seguirá esa senda durante siete años más sin vacilar jamás en su mente ni es su corazón. Y de ese modo el Camino Escogido se convertirá en el Camino Legítimo.
La sacerdotisa alzó la vista del libro donde las letras parecían atrapar a la luna y reflejarla sobre ella produciendo pequeños destellos que bailaban sobre la parte delantera de su túnica.
—Y vosotras, mis niñas, ¿ya habéis escogido vuestro camino? —preguntó.
Su hermana sombra alzó al vista al mismo tiempo, aguardando las respuestas.
—Sí —dijeron las cuatro niñas tal como habían practicado.
Sólo Selinda llegó tarde porque, como de costumbre, estaba soñando con otra cosa y tuvo que recibir un pequeño empujón de Marna y de Zo.
Entonces, una por una, las niñas subieron los peldaños para tocar el libro que estaba sobre la falda de la sacerdotisa. Selinda lo hizo primero, ya que era la mayor por nueve meses, y Jenna fue la última. Tocar el libro, hacer el voto, nombrar la elección. Todo era tan simple y tan complejo a la vez. Jenna se estremeció.
Sabía que Selinda iría con su propia madre y trabajaría en los jardines. Allí podría permanecer mirando el espacio, sumiéndose en lo que Marna y Zo llamaban sus “sueños verdes”.
Alna, quien también había nacido de una jardinera, elegiría la cocina, donde resollaba menos y donde, según se creía, lograría ganar un poco de peso. Jenna sabía que Alna no se sentía feliz con su elección, ya que en realidad deseaba permanecer con su madre y la hermana sombra de ésta, quienes la mimaban y la malcriaban abrazándola durante las noches en las que más le costaba respirar. Pero todas las hermanas estaban de acuerdo en que Alna necesitaba permanecer lo más lejos posible de las semillas que se abrían y de las malezas del otoño. Una y otra vez, la enfermera Kadreen les había advertido que su salud iría empeorando y que Alna podía morir en los jardines. Y había sido esa advertencia la que, finalmente, las decidiera a todas. A todas excepto a Alna, quien había llorado todas las noches del último mes pensando en su inminente exilio, según le había dicho a Jenna. Pero siendo una niña obediente, diría lo que debía ser dicho en La Elección.
La morena Pynt, nacida de las entrañas de una guerrera, elegiría el camino de las cazadoras-guerreras a pesar de ser tan pequeña y delicada, el legado de su padre. Jenna sabía que si trataban de torcer la decisión de Pynt, ella se resistiría con todas sus fuerzas. Pynt jamás vacilaría, ni por un momento. La lealtad corría como sangre por sus venas.
¿Y qué había de ella misma? Cuidada por todas sin ser adoptada por nadie, Jenna ya había intentado diversos caminos. Los jardines la irritaban con sus hileras tan uniformes. La cocina era aún peor... cada cosa en su lugar. Incluso había pasado algunos meses junto a la sacerdotisa para terminar mordiéndose las uñas con la cereza de que sería el camino equivocado. En realidad era más feliz en el bosque o cuando practicaba los juegos de las guerreras tales como el de las varillas, aunque raras veces las mujeres permitían que una niña entrase en el círculo. Además, ella y Pynt habían estado tan unidas como si fuesen los bosques que en los oscuros confines de la Congregación. Y al año siguiente, después de que hubiese escogido, le enseñarían a manejar el arco y el cuchillo.
Jenna observó cómo, primero la tímida Selinda, luego la agitada Alna y finalmente la resuelta Pynt, subían los tres peldaños hasta el altar donde la sacerdotisa y su gemela sombra se hallaban sentadas en sus tronos sin respaldo. Una por una, las niñas colocaron la mano derecha sobre el Libro, mientras con la izquierda tocaban los cuatro sitios que pertenecían a la misma Alta: cabeza, seno izquierdo, ombligo, ingle. Entonces recitaron las palabras del voto ante la sacerdotisa, hablándole de sus elecciones. Las palabras parecían ejercer un poder casi tangible: Selinda al jardín, Alna a la cocina, Pynt a los bosques.
Cuando Pynt bajó los peldaños con una gran sonrisa en el rostro, palmeó la mano de Jenna.
—Su aliento es ácido —susurró.
Después de eso a Jenna le resultó difícil subir el primer peldaño con el rostro serio. Su boca no quería permanecer en la línea firme que tanto había practicado. Pero en cuanto puso el pie sobre el segundo peldaño, todo fue diferente. Esto la acercaba a su elección. Para cuando llegó al tercer peldaño, descubrió que estaba temblando. No por miedo a la sacerdotisa o por respeto hacia el Libro, sino con una especie de ansiedad, como cuando la pequeña zorra que Amalda había encontrado y entrenado se hallaba en presencia de las gallinas. Incluso cuando no tenía hambre, temblaba de anticipación. Así era como se sentía Jenna.
Colocando la mano sobre el Libro de Luz, se sorprendió al descubrir lo frío que era. Las letras estaban en relieve y podía sentirlas impresas sobre su palma. Se tocó la frente con la mano izquierda y la sintió fresca y seca. Entonces se llevó la mano al corazón, confortada al sentir que latía con firmeza bajo sus dedos. Rápidamente completó el resto del ritual.
La sacerdotisa habló y su aliento no era tan ácido como extraño. Olía a siglos, a dignidad y a los atavíos de la majestad.
—Debes repetir mis palabras, Jo-an-enna, hija de todas.
—Lo haré, Madre Alta —susurró Jenna con un repentino temblor en la voz.
—Soy una niña de siete primaveras... —comenzó la sacerdotisa.
—Soy una niña de siete primaveras —repitió Jenna.
—Escojo y soy escogida...
Jenna inspiró profundamente.
—Escojo y soy escogida.
La sacerdotisa sonrió. Jenna notó que, después de todo, no era una sonrisa distante sino un gesto triste y poco practicado.
—El camino que escojo es...
—El camino que escojo es... —dijo Jenna.
La sacerdotisa asintió con la cabeza y su rostro mostró una extraña expresión expectante.
Jenna volvió a inspirar, más profundamente que antes. Se abrían tantas posibilidades frente a ella en ese momento. Cerró los ojos para saborearlo, y al abrirlos quedó sorprendida por la mirada rapaz en el rostro de la sacerdotisa. Jenna se volvió un poco y habló a la hermana sombra, en un tono más fuerte del que se había propuesto.
—Una guerrera. Una cazadora. Una guardiana de los bosques. —Finalmente suspiró, feliz de haber terminado con ello.
Por un momento la sacerdotisa no habló. Parecía casi enfadada. Entonces ella y su hermana sombra se inclinaron para abrazarla y susurraron en su oído:
—Bien elegido, guerrera. —No hubo ninguna calidez en sus palabras.
Al bajar los peldaños, Jenna volvió a oír el eco de lo segundo que la sacerdotisa sola había susurrado en su oído. Se preguntó si le habría dicho lo mismo a las demás. En realidad lo dudaba, ya que con voz que temblaba en forma extraña había agregado: “Hija elegida de la propia Alta.”
Las lecciones comenzaron de lleno a la mañana siguiente. No se trataba de que los días pasados en los bosques hubiesen sido momentos de juego, pero la enseñanza formal: preguntas y respuestas, pruebas de memoria y el Juego, sólo podían comenzar después de La Elección.
—Ésta es la flor del dedal —dijo Amalda, la madre de Pynt, arrodillada junto a una insulsa planta verde—. Pronto tendrá flores que se verán como pequeñas campanas moradas.
—¿Por qué no se llama flor campana? —murmuró Jenna, pero Amalda sólo sonrió.
—¡Bonita! —dijo Pynt extendiendo la mano para tocar una hoja.
Amalda se la apartó con una palmada, y al ver que la niña se mostraba ofendida dijo:
—Recuérdalo, niña, “Agua derramada es mejor que una vasija rota.” No toques nada a menos que sepas lo que puede hacerte. Hay cardos y púas que pinchan, ortigas que irritan al menor contacto. Y también hay plantas más sutiles cuyos venenos sólo se revelan después de un buen rato.
Pynt se llevó a la boca su mano dolorida.
Ante una señal de Amalda, ambas niñas se arrodillaron a su lado, Jenna muy cerca y Pynt, todavía ofendida, un poco más lejos. Entonces su propia naturaleza alegre superó el resentimiento y la niña se colocó junto a Jenna.
—Oled éstas primero —dijo Amalda señalando la hoja de la planta.
Ellas se inclinaron y obedecieron. El olor era ligero y penetrante.
—Si os permitiera probar las hojas —dijo la madre de Pynt—, las escupiríais de inmediato. —Se estremeció deliberadamente y las niñas la imitaron. Pynt tenía una amplia sonrisa en el rostro—. Pero si os hincháis de líquidos que no podéis eliminar, o si vuestros corazones laten con tanta fuerza que Kadreen teme por ellos, os preparará un té con las hojas y muy pronto os sentiréis aliviadas. Sólo... —Amalda alzó una mano como advertencia. Las niñas conocían bien esa señal. Significaba que debían guardar silencio y escuchar—. Sólo sed precavidas con esta planta tan bonita. En pequeñas dosis ayuda a quien se encuentra en peligro, pero un preparado demasiado fuerte, hecho con intención malvada, y el que lo beba morirá.
Jenna se estremeció y Pynt asintió con la cabeza.
—Marcad bien este lugar —dijo Amalda—, porque no cosechamos las hojas hasta que la planta ha florecido. Pero Kadreen estará complacida al saber que hemos encontrado una cañada llena con flores de dedal.
Las niñas miraron a su alrededor.
—Jenna, ¿cómo lo has marcado?
Jenna pensó un momento.
—Por el gran árbol blanco con las dos bifurcaciones en el tronco.
—Bien. ¿Pynt?
—Fue en el tercer recodo, A-ma. Y a la derecha. —En su excitación, Pynt había llamado a su madre por el nombre que le daba de pequeña.
Amalda sonrió.
—¡Bien! Ambas tenéis buenos ojos. Pero eso no es todo lo que se necesita en los bosques. Venid. —Se puso de pie y comenzó a recorrer el sendero.
Las niñas la siguieron, brincando cogidas de la mano.
La segunda lección tuvo lugar muy pronto, ya que apenas doblaron el siguiente recodo cuando Amalda alzó la mano. De inmediato las niñas se detuvieron y guardaron silencio. Amalda alzó el mentón y ambas la imitaron. Se tocó la oreja derecha y ellas escucharon atentamente. Al principio no oyeron nada, con excepción del viento entre los árboles. Entonces llegó hasta ellas un crujido fuerte y extraño seguido por un chasquido agudo.
Amalda señaló un árbol caído. Fueron hasta él en silencio y lo observaron.
—¿Qué animal es? —preguntó Amalda finalmente.
Pynt se alzó de hombros.
—¿Una liebre? —intentó Jenna.
—Mirad, niñas. Escuchad. Vuestros oídos son tan importantes como vuestros ojos. ¿Habéis oído ese alboroto chillón? Sonaba como esto. —Alzando la cabeza, emitió un sonido agudo con la lengua contra el paladar.
Las niñas rieron con admiración y entonces Amalda les enseñó a producir el sonido. Ambas lo intentaron y Pynt lo logró primero.
—Ése es el sonido que emite una ardilla —dijo Amalda.
—¡Yo ya lo sabía! —dijo Jenna sorprendida; ahora que oía el nombre, descubrió que en realidad ya lo había sabido.
—¡Yo también! —exclamó Pynt.
—Entonces ahora sabemos que la ardilla nos observa y nos regaña por entrar en sus dominios. —Amalda asintió con la cabeza y miró a su alrededor.
Las niñas hicieron lo mismo.
—En consecuencia, buscamos señales que nos indiquen los lugares favoritos de la ardilla. —Volvió a señalar el árbol caído—. Los tocones suelen gustarle especialmente.
Observaron el tocón con sumo cuidado. Alrededor de la base había una pila de pequeñas piñas y cáscaras de nuez.
—La ardilla come aquí —dijo Amalda—. Ha dejado estas señales para nosotras, pero ella no lo sabe. Ahora ved si podéis hallar sus pequeños escondites, ya que le encanta enterrar cosas.
Las niñas comenzaron a cavar en forma tan silenciosa como les permitían sus escasos siete años de edad, y muy pronto ambas hallaron los pequeños túneles subterráneos. En el de Jenna había una bellota oculta, pero el de Pynt sólo tenía las cortezas de las bellotas. Amalda las felicitó por sus descubrimientos. Después de ello les enseñó los rasguños ligeros en los árboles. Por allí las ardillas subían y bajaban dejando unos pequeños montoncitos de pelo atrapados en el tronco. Con mano experta, Amalda extrajo los pelos y los colocó en su morral de cuero.
—Sada y Lina les encontrarán alguna utilidad con sus tejedoras —les dijo.
Las niñas treparon a varios árboles más y obtuvieron más puñados de pelo. Jenna halló un árbol marcado con rasguños más grandes.
—¿Una ardilla? —preguntó.
Amalda le acarició la cabeza.
—Tienes buenos ojos —le respondió—, pero eso no es ninguna ardilla.
Pynt sacudió la cabeza meciendo sus rizos oscuros.
—Demasiado grandes —dijo con sagacidad—. Demasiado profundos.
Ambas niñas susurraron juntas.
—¿Un zorro?
—¿Un mapache? —agregó Jenna.
Amalda sonrió.
—Un puma —les dijo.
Con eso la lección se dio por terminada, ya que todas conocían el peligro y, aunque Amalda no había visto ninguna huella reciente y dudaba de que el puma anduviese por la zona, le pareció que la cautela era una buena virtud que enseñar a las niñas y las condujo de regreso a casa.
En la mesa del almuerzo, cubierta con hogazas de pan fresco y cuencos de humeante guisado de ardilla, Amalda no pudo evitar alardear con las niñas.
—Contadle a las hermanas lo que habéis aprendido hoy —les dijo.
—Que las flores de dedal pueden ser buenas —dijo Pynt.
—O malas —agregó Jenna.
—Para tu corazón o... —Pynt se detuvo ya que no recordaba más.
—O para tus líquidos —continuó Jenna y se sorprendió ante las risitas que circularon por la mesa.
—Y las ardillas suenan así. —Pynt reprodujo el sonido y fue recompensada con un aplauso. Entonces sonrió encantada, ya que tanto ella como Jenna habían practicado el sonido durante todo el camino de regreso.
Jenna también aplaudió y luego siguió hablando ansiosa por ganarse su cuota de elogios.
—Encontramos la marca de un puma. —Al ver que no había aplausos, agregó—: Fue un puma quien mató a mi primera madre.
Hubo un repentino silencio en la mesa. La sacerdotisa se volvió hacia Amalda desde su lugar en la cabecera.
—¿Quién le ha contado a la niña esta... esta historia?
—Yo no, madre —dijo Amalda rápidamente.
—Ni yo.
—Ni yo.
Alrededor de la mesa todas negaron haber sido las responsables.
La sacerdotisa se puso de pie, con la voz grave de ira y autoridad.
—Esta niña nos pertenece a todas. No existe ninguna primera madre. Tampoco una segunda. ¿Me habéis comprendido? —Aguardó el más completo silencio de las hermanas, lo tomó por una aprobación, giró sobre sus talones y se marchó.
Después de eso nadie habló durante varios minutos, aunque las niñas continuaron comiendo ruidosamente, golpeando las cucharas contra los cuencos.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó Donya, asomándose por la puerta de la cocina.
—Significa que con la edad ha comenzado a perder la cordura —murmuró Catrona mientras se secaba el vino de la boca con el reverso de la mano—. Siente calor aun en los días más fríos. Se mira en los espejos y ve el rostro de su madre.
—No puede lograr que una niña escoja el camino de ella —agregó Domina—, después de intentarlo durante tanta primaveras. Tendremos que enviarla a otra Congregación cuando muera.
Jenna era la única niña que no comía. Primero sintió calor en las mejillas y luego frío. Había querido ganarse la atención de las demás al decir lo que había dicho, pero no de esta forma. Frotó su sandalia contra la pata de la silla. El sonido suave, que sólo ella alcanzó a oír, la confortó.
—¡Shhh! —dijo Amalda colocando una mano sobre el brazo se Domina.
—Ella está bien, Domina, Catrona —dijo Kadreen con su estilo directo y serio. Con un movimiento de cabeza señaló el lugar de la mesa donde se hallaban las jardineras. Su intención era advertirles que todo lo que se dijese allí, llegaría pronto a oídos de la sacerdotisa. Las trabajadoras de los campos siempre servían a aquella que bendecía sus cosechas; le pertenecían de forma incuestionable. No era que Kadreen le importase. Nunca tomaba partido en ninguna disputa, sólo acomodaba los huesos y cosía las heridas, pero esto no le impedía dar un consejo de vez en cuando—. Y tú, Catrona, recuerda que cuando los aldeanos dicen: “no existe medicina para curar el odio”, tienen razón. Ya te he advertido sobre esas pasiones. No hace más de un mes te hallabas mal del estómago y tuviste que guardar cama con el flujo hemorrágico. Haz lo que te he dicho y bebe leche de cabra en lugar de licor de uvas, y practica tu respiración latan para calmarte. No quiero volver a verte pronto por la enfermería.
Catrona emitió un bufido por la nariz y volvió a ocuparse de su comida. De forma significativa apartó la sopa y el vino y atacó el pan con deleite, untándolo generosamente con miel del pote.
Jenna suspiró profundamente.
—No pretendía hacer nada malo —dijo en una desgarradora voz infantil—. ¿Qué es lo que he dicho? ¿Por qué todas estáis tan enfadadas?
Amalda le dio un golpecito en la cabeza con sus cubiertos.
—No es tu culpa, niña —le dijo—. Algunas veces las hermanas mayores hablan antes de pensar.
—Habla por ti misma, Amalda —masculló Catrona. Entonces apartó el pan, empujó la silla y se levantó—. Me refería exactamente a lo que dije. Además, la niña tiene derecho a saber...
—No hay nada que saber —intervino Kadreen.
Catrona volvió a bufar y salió.
—¿Saber qué? —preguntó Pynt.
La respuesta que recibió fue un golpecito en la cabeza, más fuerte que el que había recibido Jenna.
Jenna no dijo nada pero se puso de pie. Sin siquiera pedir que la disculpasen, se dirigió hacia la puerta. Una vez allí se volvió.
—Lo sabré. Y si ninguna de vosotras quiere decírmelo, se lo preguntaré a Madre Alta yo misma.
—Esa niña... —dijo Donya más tarde a sus doncellas en la cocina—. Un día abordará a la Diosa Gran Alta en persona, recordad mis palabras.
Pero nadie las recordó, ya que Donya tendía a divagar y a realizar pronunciamientos semejantes todo el tiempo.
Jenna fue directamente hacia las habitaciones de la sacerdotisa, aunque al acercarse pudo sentir que el corazón le golpeaba enloquecido en el pecho. Se preguntó si Kadreen tendría que darle una poción de flores de dedal a causa de ello. Le preocupaba el hecho de que si la dosis era demasiado fuerte le causaría la muerte. Morir justo cuando acababa de escoger su camino. Sería terriblemente triste.
Todas las preguntas y temores aceleraron su paso y, antes de lo que había planeado, llegó a la habitación de la sacerdotisa. La puerta estaba abierta y Madre Alta se hallaba sentada tras un gran telar trabajando en un tapiz de la Congregación, en una de aquellas interminables tareas de la sacerdotisa que a Jenna le habían resultado tan aburridas. Sinp-snap iban sus uñas contra la lanzadera; click-clack iba la lanzadera entre las hebras de un lado al otro. Madre Alta debió de haber visto un movimiento por el rabillo del ojo y alzó la vista.
—Entra Jo-an-enna —dijo.
Ya no había forma de evitarlo. Jenna entró.
—¿Has venido a solicitar mi perdón? —Madre Alta sonrió, pero el gesto no llegó a sus ojos.
—He venido a preguntarte por qué dices que mi madre legítima no fue muerta por un puma cuando todas las demás dicen que sí. —Jenna no pudo evitar jugar nerviosamente con su trenza derecha y con la tirilla de cuero que la ataba—. Dicen que murió tratando de salvarme.
—¿Quiénes lo dicen? —preguntó la sacerdotisa en voz baja y sin inflexión. Su mano derecha se movió sobre la izquierda, haciendo girar y girar su gran anillo de ágata.
Jenna no podía apartar los ojos del anillo.
—¿Quiénes, Jo-an-enna? —volvió a preguntar Madre Alta.
Jenna alzó la vista y trató de sonreír.
—He oído esa historia desde que tengo memoria —respondió—, pero no recuerdo exactamente quién me lo dijo primero. —Contuvo el aliento porque eso no era en realidad una mentira. Podía recordar que Amalda se lo había contado. Y Domina. Incluso Catrona. Y las niñas lo habían repetido. Pero no quería causarles problemas. Especialmente a Amalda, ya que solía pretender que era su madre al igual que la de Pynt. Por las noches, en su almohada, la llamaba secretamente A-ma—. También hay una canción que habla de ello.
—No creas en las canciones —dijo la sacerdotisa. Sus manos habían abandonado el anillo para jugar con la gran cadena de medias lunas metálicas y de adularias que llevaba alrededor del cuello—. Pronto creerás en los delirios de los presbíteros aldeanos y en los retruécanos de los copleros itinerantes.
—Entonces, ¿en qué debo creer? —preguntó Jenna—. ¿Y a quién debo creer?
—Cree en mí. Cree en el Libro de Luz. Muy pronto lo sabrás. Y cree en que Gran Alta lo oye todo. —Para enfatizar sus palabras, señaló el cielo raso con una uña brillante.
—¿Ella ha oído decir que tuve una madre muerta por un puma? —preguntó Jenna sorprendida de que su lengua dijese lo que se había formado en su mente, sin aguardar a que ella lo juzgase.
—Vete, niña, me fatigas. —La sacerdotisa agitó una mano.
Aliviada, Jenna partió.
En cuanto la niña hubo salido por la puerta, Madre Alta se levantó apartando el pesado telar. Entonces fue hasta el gran espejo que se alzaba en su marco de madera labrada. Con frecuencia, cuando necesitaba algún consejo, le hablaba como si fuese su propia hermana sombra, ya que las dos imágenes eran prácticamente iguales. La única diferencia radicaba en el color y en el hecho de que el espejo no le respondía. “Algunas veces”, pensó Madre Alta con fatiga, “prefiero el silencio del espejo a las respuestas que recibo de mi gemela sombra.”
—¿Recuerdas al hombre del pueblo? —susurró—. ¿El granjero de Slipskin? Tenía manos rudas y una lengua aún más ruda. Entonces teníamos siete años menos, pero éramos mucho mayores que él. Sin embargo, él no lo sabía. ¿Cómo podía saberlo, acostumbrado como estaba a las mujeres ordinarias de su pueblo ordinario?
Madre Alta sonrió irónicamente ante el recuerdo, y la imagen le devolvió la sonrisa.
—Le sorprendimos, hermana, cuando nos quitamos nuestras capas. Y le sorprendimos con nuestra piel de seda. Y también por sorpresa le sonsacamos la historia de su única hija, la cual, sin saberlo, había matado a su madre y a la comadrona que la llevó a las montañas para nunca regresar. Recordará nuestra pasión como un sueño, ya que llegamos a él secretamente en la medianoche. Y todas las demás personas que interrogamos sólo vieron a una de nosotras, a plena luz del día, siendo ésta una mujer vieja y fea.
Esta vez Madre Alta no sonrió, y la imagen le devolvió la mirada en silencio.
—Su historia... debía ser cierta. Ningún hombre llora en brazos de una mujer si la historia que cuenta no es cierta. Fuimos las primeras que habían llegado a calentar su cama desde la muerte de su esposa. Después de nueve meses, las heridas aún estaban abiertas. Y por lo tanto han sido tres: madre, comadrona y madre adoptiva. Tres en una. Y muertas, todas muertas.
Se mordió el labio inferior. Los ojos en el espejo, verdes al igual que los de ella, la miraron fijamente.
—Oh, Gran Alta, háblame. Es una de tus sacerdotisas quien te ruega. —Alzó las manos y la marca de Alta, grabada en azul, resaltó vívidamente sobre sus palmas—. Aquí estoy, la madre de tus hijas, quien en tu nombre las guía en esta pequeña Congregación. No tengo hijas ni ayudantes con excepción de mi hermana sombra... nadie con quien hablar salvo contigo. Oh, Gran Alta, quien es sembradora y segadora, quien se encuentra en el comienzo y en el fin, escúchame. —Se tocó la cabeza, el seno izquierdo, el ombligo y la ingle—. ¿He hecho bien, Gran Madre? ¿He hecho mal? Esta niña ha quedado huérfana tras veces, tal como dice la profecía. Pero ha habido rumores acerca de otras antes de ella. Una provenía de la Congregación cercana a Calla’s Ford, y otra muy anterior fue adoptada en la que se encuentra cerca de Nill. Pero después de todo demostraron no ser más que niñas.
“Entonces, ¿qué es esta niña, esta Annuanna? Está marcada con un cabello del color de la nieve, y la profecía habla de algo semejante. Pero ríe y llora como cualquier criatura. Es rápida para responder y para correr, pero en los juegos no se muestra mejor que su hermana adoptiva Marga. Muchas veces le he dado la oportunidad de seguirme para convertirse en sacerdotisa y así guiar a tus hijas. Pero en lugar de ello ha escogido los bosques, la cacería y otras tonterías semejantes. ¿Cómo puede ser ésta la niña que buscamos?
“Oh, Gran Alta, sé que me has hablado en el sol que se eleva y en la luna que renace cada mes. Sé que tu voz resuena en las gotas de lluvia y de rocío. Así está escrito y en ello creo. Pero necesito una señal más clara antes de desplegar esta maravilla ante todas ellas. No bastan los comentarios rencorosos de mujeres celosas, ni las confidencias culpables y llorosas de un hombre desdichado. Ni siquiera mi propio tembloroso corazón. Una verdadera señal.
“La carga, Gran Madre, es difícil de llevar. Me siento tan sola. Estoy envejeciendo antes de tiempo con este secreto. Mira aquí. Y aquí. (Se abrió la túnica para mostrar lo fláccidos que se habían vuelto sus senos. Se tocó la piel floja bajo el mentón. Con los ojos llenos de lágrimas, se arrodilló frente al espejo y suspiró.)
Y una cosa más, Gran Alta, aunque tú ya lo sabes. De todos modos debo confesártelo en voz alta. Mi mayor temor. Si no soy tu sacerdotisa, no soy nada. Es toda mi vida. Necesito una promesa, Gran Madre, una promesa si ella... Annuanna, Jo-an-enna, Jenna... es aquélla sobre quien se ha escrito, la hermana luz nacida tres veces y dejada huérfana tres veces, la que será reina por encima de todo y cambiará lo que conocemos. Y la promesa que ruego es que si se trata de ella, me permitas servirte tal como lo he hecho hasta ahora. Que el sitio en la cabecera de la mesa siga siendo mío. Que todavía me siente en el trono bajo la luna y pronuncia tu nombre para que las hermanas lo escuchen y oren. Prométeme eso, Gran Alta, y la daré a conocer.
El rostro en el espejo se ruborizó repentinamente y la sacerdotisa se llevó la mano a la mejilla. Ésta ardió bajo sus dedos. Pero aparte del fuego en su rostro, no hubo ninguna otra señal.
La sacerdotisa se levantó con dificultad.
—Debo pensar más en esto. —Dio la vuelta y salió por la otra puerta, la entrada oculta detrás del pesado tapiz donde se veía a las hermanas luz y sombra jugando a las varillas.