Epílogo
Seis años más tarde
Becca
—La cagarás, sin duda —dije a Danielle, sonriéndole con descaro. Sentada en la mesa de mi cocina, apretaba una taza de té con dedos temblorosos por el estrés—. Escucha, todo el mundo la caga. La buena noticia es que los niños son fuertes y se recuperan. Lo harás bien, ya verás.
—Quiero ser la madre perfecta —dijo, con voz débil—. ¿Sabes? Siempre asumí que mi vida estaría en orden antes de tener hijos. Quiero decir, tenemos un bar. Joder. ¿Cómo puedo trabajar en un bar y cuidar de un bebé?
—¿Y cómo pude yo terminar los estudios, empezar una relación de verdad con Puck y criar un bebé? —exclamé, encogiéndome de hombros—. Lo haces porque no te queda más remedio. Solo puedo prometerte una cosa: una vez haya nacido, estarás demasiado ocupada y agotada como para preocuparte de si lo estás haciendo bien. Cuando acabe el día, te sentirás fenomenal si tu hijo sigue vivo.
Danielle puso los ojos en blanco y me enseñó el dedo. Pensaba que estaba exagerando. ¡Ja! Ya aprendería.
—Por cierto, Regina quiere saber qué tipo de pastel prefieres para acompañar el té.
—Mmm… Chocolate —respondió, mordiéndose una uña—. Aún no entiendo por qué no podemos invitar a los chicos.
—Porque Blake me ha prometido cincuenta dólares si no le hacemos ir a la reunión.
Antes de que pudiera contestarme, Gunnar irrumpió en la cocina.
—¡Mamá, mamá! ¡Katy va a dispararme! —gritó con su lengua de tres años que todavía no se aclaraba—. ¡Me quiere matar!
Levanté al niño y me lo apoyé en la cadera.
—Enseguida vuelvo.
Danielle asintió, visiblemente contrariada. Tal vez no debería haber delatado a Blake.
Abrí la puerta y recorrí nuestro pequeño jardín con la mirada, en busca de mi hija. Nuestro hogar no era gran cosa: una casita con dos habitaciones, al lado de las montañas rocosas. Pero estábamos rodeados de bosque, y a los niños les encantaba corretear entre los árboles.
—¡Katy Redhouse! —grité—. ¡Ven aquí ahora mismo!
Vino sin aliento, y vi que había vuelto a jugar con el barro. Estaba manchada de rodillas para abajo. Y las manos también. Me agaché.
—¿Por qué quieres disparar a tu hermano?
Me miró, traviesa. Le faltaban algunos dientes arriba.
—Ha cabreado a los Silver Bastards —dijo, orgullosa—. No podemos tolerar tales mierdas, ¿me oyes?
Vaya si la oía: las palabras de su padre saliendo por su boquita.
—Estoy segura de que los Silver Bastards saben cuidarse solos. Dile a tu hermano que lo sientes, y luego puedes jugar con la manguera un ratito, ¿de acuerdo? A ver cuánto barro puedes quitarte. Cuando estés reluciente, te daré un helado.
Katy y Gunnar intercambiaron una mirada y saltaron de emoción. Corrieron hacia la parte trasera de la casa, en busca de la manguera.
Perfecto. Una cosa menos.
Eché a andar hacia el garaje y oí el rugido de la Harley: otro de los proyectos de restauración de Puck. La primera vez que arrastró una de esas motos hasta casa, pensé que había enloquecido. Pero la arregló, la vendió e incluso sacó tres mil dólares de beneficio. De repente, no parecía una locura.
Llamé a la puerta y la empujé. Estaba agachado junto a la moto, trasteando con el motor hasta que se apagó con un resuello.
—¿Cómo va?
—Bien —dijo, siguiendo con su trabajo—. Estará lista dentro de una semana, más o menos.
—Oye, ¿sabías que tu hija está planeando disparar a tu hijo?
Se detuvo y me miró con una ceja en alto.
—¿No me digas?
—Sí. Parece ser que ha cabreado a los Silver Bastards, así que ha decidido que lo mejor es liquidarlo.
Puck se levantó, limpiándose las manos. Joder. Seis años juntos y cada vez era más sexi.
Sonrió con descaro y se acercó.
—Por cierto, hoy está muy guapa, señora Redhouse.
—Es «señorita». Aún soy joven. Y no cambies de tema —objeté, reprimiendo una sonrisa—. Tienes que asumir las consecuencias de tus acciones. Tu hija parece pensar que es una motera malota.
Me agarró por la nuca, atrayéndome hacia su cuerpo de la misma manera que lo había hecho un millar de veces. A pesar de ello, ese gesto todavía me ponía a cien.
—Parece que tiene un padre horroroso —murmuró, besándome la mejilla—. ¿Acaso nadie le ha explicado que las chicas no pueden formar parte del club?
—Al parecer, es una lógica que rechaza —le dije, apartándome y poniéndome seria—. En serio, Puck, no deberías decir esas cosas delante de los niños.
—Somos lo que somos —replicó, encogiéndose de hombros.
Quise discutir, pero no me dio ocasión: me cubrió la boca con un beso tan intenso que se me olvidó pensar. Entonces sus manos se desplazaron hacia mi trasero, me levantó y me sentó en su mesa de trabajo.
—Mmm… Los niños están en el jardín —susurré—. Podrían entrar en cualquier momento…
—Están jugando con la manguera. Los oigo al otro lado del jardín. Tenemos unos diez minutos.
Sopesé la situación. Danielle me esperaba en la cocina, pero podía esperar. Y él tenía razón sobre los niños.
—De acuerdo.
Deslizó los dedos bajo mis pantalones y me los bajó hasta las rodillas. Sostuve el equilibrio como pude, intentando quitarme un zapato. Me dio la vuelta y me hizo inclinarme sobre la mesa de trabajo.
Me eché a reír.
—Debería tomarse esto con más seriedad, señorita Redhouse.
Sus dedos me acariciaron la entrepierna, deslizándose arriba y abajo para preparar su entrada. Entonces sustituyó los dedos por su sexo.
—Joder… —suspiré, cuando empujó hasta el fondo.
—De eso se trata. Dios, los ejercicios de Kegel deberían ser obligatorios para todas las mujeres del mundo —murmuró—. Te juro que tienes el coño más estrecho que antes de parir.
Le apreté con fuerza; nada inspira a una mujer tanto como los cumplidos.
—Danielle tiene miedo de joderle la vida a su hijo.
Puck se echó a reír de mi cambio de tema.
—¿Y ya le has dicho que así será, le guste o no?
Abrí la boca para contestar, pero arremetió contra mí especialmente fuerte y mi cerebro dejó de funcionar. Madre mía. Los niños se divertían en el jardín. ¿Estaría Katy intentando dispararle a su hermano otra vez? Decidí que me daba igual.
—Me pones a mil —susurró Puck, clavándome los dedos en las caderas. Se detuvo y empujé contra él. No quería que se quedara quieto. Alargó una mano y encontró mi clítoris.
—¡Joder! —gemí, arqueando la espalda—. Me encanta, cariño.
Besándome la nuca, empezó a moverse con más rapidez. Cada embestida me llenaba; me retorcí, quería más. No estaba de humor para juegos e insinuaciones. Solo quería que me empotrara contra la mesa.
No fue ningún problema.
Nunca lo era. Puck sabía exactamente lo que me gustaba, y pronto me tuvo al borde del orgasmo.
—Dime que lo quieres —me pidió.
—Lo quiero.
—¿El qué? —me insistió.
—Tu rabo.
—Tus deseos son órdenes para mí.
Soltándose, empezó a embestirme hasta el fondo y gemí, estallando. Segundos más tarde se unió a mí, estremeciéndose. Finalmente se liberó y me las arreglé para incorporarme torpemente, con las piernas temblando. Que mis jeans siguieran arrugados a la altura de mis muslos no ayudaba.
—¿Todo bien?
—Perfectamente —dije, vistiéndome—. Crees que me has distraído del tema, pero te equivocas. Tenemos que hablar de las tendencias violentas de tu hija.
—¡Mamá! —gritó Katy.
Me abroché los pantalones a toda prisa y trastabillé hacia la puerta.
—Dime.
—¡Ha llegado el correo! ¿Puedo ir a buscarlo?
—Claro, cariño.
Puck apareció a mis espaldas y me rodeó la cintura con los brazos. Entonces Katy irrumpió en el garaje, agitando alegremente un sobre morado en la mano.
—¡Mira! —exclamó, dando saltitos—. Seguro que es una invitación a una fiesta.
Alargué la mano, acepté el sobre y lo escudriñé. No tenía remitente, pero el sello era de Chicago.
Frunciendo el ceño, deslicé un dedo al interior y lo abrí.
Era una felicitación del Día de la Madre, lo cual parecía extraño, teniendo en cuenta que ya estábamos en junio.
Querida Becca:
Me he enterado hace poco de que has tenido otro niño. Lo sé, fue hace tres años, pero me lo han dicho ahora. Solo quiero que sepas que me alegro por ti y estoy orgullosa de todo lo que has logrado. Ojalá yo hubiera sabido ser mejor madre.
Cuídate y da un beso de mi parte a los niños de vez en cuando.
Con cariño,
Mamá.
En el interior había un billete de veinte dólares.
—Joder —murmuró Puck, leyendo por encima de mi hombro.
—Joder —repitió la niña, con el mismo tono.
Cerré la felicitación y la guardé en el sobre, sin sacar el dinero. Era la cuarta vez que me escribía, aunque había pasado tanto tiempo desde el último mensaje, que había empezado a preguntarme si le habría pasado algo. La última vez mandó diez dólares y una margarita seca.
Gunnar asomó su cabecita por la puerta.
—Claro que sí, campeón —exclamó Puck.
Me soltó y fue hacia un viejo frigorífico que teníamos en el garaje. Oí el ruido del cajón, y entregó un helado a cada niño
—¿Quieres uno, Becs?
Me metí el sobre en el bolsillo de atrás y negué con la cabeza.
—No, gracias. Debería volver con Danielle.
Me sostuvo la mirada un momento y se encogió de hombros.
—Te quiero.
—Yo también.
Dejándolos en el garaje, entré a casa, recordando las palabras de mi madre. Seis años, cuatro postales… Unas doscientas palabras en total.
Menuda gran relación.
Cuando me quedé embarazada de Katy me pasé meses preocupada por todos los errores que podría cometer como madre. Al final resultó que cuidar de un hijo es bastante sencillo: darle de comer, consolarlo cuando está triste, asegurarte de que lleva ropa limpia, o al menos no demasiado sucia… Ah, sí, y cuidarle. Eso siempre.
No importa qué más pasara, eso siempre lo haría.
Supongo que, después de todo, no me parezco tanto a ella.