Capítulo 6
Puck
De las infinitas decisiones idiotas que he tomado en la vida, esta se lleva la palma. Fue todo culpa de mi rabo.
Me había pasado la noche repasando todos los motivos por los que debería olvidarme de Becca, mientras me masturbaba. Y además fantaseaba con asesinar a Collins, hasta que se me volvía a poner dura.
Ahora estaba en medio de su cocina, escudriñando el diminuto apartamento. No lo había visto desde que se mudó. Dos años atrás forcé la cerradura para echar un vistazo. ¿Moralmente dudoso? Sí, pero quería asegurarme de que viviría en un lugar seguro y decente. El recuerdo de su habitación de niña en California todavía me atormentaba; el alcohol derramado en el suelo, mi chaleco colgado junto a su uniforme del colegio…
Qué horror, joder.
Y eso que yo tampoco había crecido en un hogar estable. A mi madre ni la recuerdo, pero yo corría detrás de mi padre y de su hermano Silver Bastard como un cachorrillo feliz. Siempre había alguna mujer dispuesta a abrirme los brazos y el corazón, y a prepararme la comida. Un bar no es el escenario ideal para un niño, pero mi padre me quería. Sin importar qué otros defectos tuviera, sin importar dónde fuéramos a parar, siempre estaba ahí cuando lo necesitaba. Nos iba bien, siempre y cuando nos mantuviéramos unos pasos por delante de la ley.
Parpadeé y volví a la realidad.
El apartamento de Becca era agradable: un poco pequeño, con muebles rescatados de la calle y una decoración de segunda mano. Era obvio que ella misma había hecho todos esos cojines, colchas y esas mierdas… cortinas, joder. No podría describir lo que era, pero quedaba bien. Mi apartamento parecía un agujero en el que te metes a pasar la noche; su casa era un hogar.
En la esquina del salón se hallaba el rincón redondo de la torre, con esa extraña máquina de coser antigua. Darcy me había hablado de las costuras de Becca. Coser de le daba bien. Muy bien. Tan bien, que Darcy la contrató el año pasado para hacer nuevos «elementos decorativos para ventanas» para su establecimiento, que no era moco de pavo. Esa mierda la puedes comprar en cualquier gran superficie por casi nada, pero se las encargó a ella.
Por supuesto, Darcy me ofreció una elaborada explicación acerca de por qué las cortinas de Becca eran mejores que las de los grandes almacenes. No entendí nada, pero me lo creí a pies juntillas. Su centro de spa tenía un aspecto fantástico. Como recién sacado de una revista.
El apartamento de Becca era perfecto. Aunque claro, dormiría más tranquilo si el portal se cerrara con llave, pero incluso yo tenía que admitir que aquello no importaba demasiado. En Callup nadie echaba el cerrojo, a no ser que tuvieran algo que ocultar.
Mi casa, sin ir más lejos, tenía tres cerraduras.
—¿Cómo de corto lo quieres? —preguntó Becca, que estaba reuniendo tijeras y mierdas ajetreadamente.
¿En qué había estado pensando, joder? Volví a la realidad.
El pelo simplemente me crecía hasta que me molestaba, y entonces me lo cortaba. Ahora mismo no me molestaba, así que no necesitaba cortármelo. Punto.
Pero verla dedicarse a Blake hace un rato casi me causó un ataque al corazón. «Dios, a ver si empieza a correr las putas cortinas.» Quería que me tocara como a él. La parte racional de mi cerebro sabía que probablemente no había nada entre los dos. Pero eso no importaba, porque cada vez que los veía juntos me daban ganas de zurrarle hasta que no quedara nada de él.
El rabo se me puso duro solo con pensar en ello. Yo siempre tan normal, joder. Quizá debería calmar un poco mis ansias homicidas.
—Muy bien. Ven aquí para que te lave el pelo.
Me quité la camiseta. Becca hizo una mueca, como si hubiera lamido un limón.
—¿Qué? —pregunté.
—¿Por qué te quitas la camiseta?
—Blake se quitó la suya.
—No quería que se le mojara.
—¿En serio quieres empezar a hablar de cosas mojadas?
Se ruborizó y sentí pulsaciones en el rabo. Por ese camino no iría a ninguna parte. Ahí estaba, de pie, sujetando la camiseta delante de los pantalones. Camuflaje. Si se enteraba de lo tieso que iba, me echaría a patadas. Pero me controlaría, si eso me servía para estar cerca de ella.
«Nenaza.» Casi podía oír la voz de Painter riéndose de mí. En fin, como si él no pecara de lo mismo.
—De acuerdo, inclínate —dijo en voz baja. Seguí sus instrucciones. Abrió el grifo, revelando que iba conectado a una manguera de ducha sorprendentemente moderna—. Earl me lo instaló. Regina tiene uno en su casa, y me gusta usarlo cuando le hago el pelo. Lo puso el año pasado como regalo de Navidad, nada más comenzar la escuela.
No podía hacer caso a sus palabras mientras el agua templada se deslizaba por mi cabeza. Becca se inclinó sobre mí; olía bien, limpia y nueva, con un toque de naranja. No llevaba perfume ni nada parecido. Debía de ser su jabón. Sus pechos me rozaron el costado cuando cerró el agua y alargó la mano para abrir el champú.
¿Tenía los pezones duros?
Entonces sus dedos se hundieron en mi pelo, lo cual resultó ser la tortura más dulce de la historia. Recordaba esos mismos dedos alrededor de mi miembro, apretándome y acariciándome hasta hacerme perder la habilidad de pensar. Aquella noche llevaba una cogorza como un piano, pero conservo todos los recuerdos, joder. Si iba a pasar más tiempo encerrado, habría sido una puta pena olvidar un crimen tan dulce. Todavía me masturbaba pensando en ello al menos una vez a la semana. Soy un lamentable masoquista.
—¿Qué tal el agua? —preguntó, con voz suave y firme.
—Bien —conseguí decir.
Se acercó un poco más y sentí sus pechos contra mí. ¿A Blake le había lavado el pelo de esa manera?
Aquello no me gustaba nada. Pero nada de nada.
El masaje en la cabeza duró un buen rato, más de lo que debería. ¿Acaso ella quería tocarme tanto como yo la quería tocar? ¿Estaría pensando en el sabor de mi sexo, o en cómo me tiró del pelo y gritó cuando hundí la cabeza entre sus piernas? Una y otra vez sus dedos me recorrieron la piel, relajándome y masajeando…
—Muy bien. Voy a aclararte el pelo —murmuró, cambiando de postura con nerviosismo.
Reprimí un gruñido. Joder, estaba alcanzando el dolor físico. El agua templada me mojó la cabeza. Si Becca tuviera sentido común, abriría el agua fría y me enfocaría el chorro a la entrepierna.
Alargó la mano para ponerme acondicionador (otra vez su pecho contra mi costado), y sentí que se estremecía. Joder. A ella le pasaba lo mismo. Mi rabo reclamaba a gritos que lo liberara. Bajé la mano tan discretamente como pude, y me empujé el miembro con disimulo, intentando aliviarme de algún modo.
Esa mezcla de presión y dolor me provocaba un placer enfermizo.
Los dedos de Becca volvieron al ataque y para distraerme empecé a catalogar mentalmente partes de la moto. No sabía cuánto más aguantaría. ¿Acaso lo estaba haciendo adrede? Joder, ojalá.
—Ya casi hemos terminado —dijo en voz baja, y juro que oí en su voz el mismo deseo agonizante que me recorría el cuerpo.
«Hazla tuya —susurró mi mente—. Arrójala contra la mesa y fóllatela hasta que grite. Cuando Blake y Collins acudan corriendo a rescatarla, puedes pegarles un tiro y huir con ella a las montañas. Hazlo.»
Mierda. Tenía que calmarme. Ya.
Becca me aclaró el pelo una vez más y me enroscó una toalla alrededor de la cabeza. Me levanté, con las rodillas temblorosas, y entré en el salón. La silla de Blake seguía en el mismo lugar, riéndose de mí.
—Corre las cortinas —mascullé entre dientes—. La gente ve todo lo que haces aquí dentro. Este apartamento es un puto escaparate.
—Me preocuparía más si en Callup alguien saliera a la calle cuando está oscuro —respondió suavemente—. Todo el mundo está en su casa, Puck.
—Corre las cortinas, joder —repetí.
Becca se encogió de hombros y obedeció, y mi vista siguió su silueta esbelta mientras recorría el espacio abierto. Esa mujer era perfecta. Como una bailarina. Joder, daría cualquier cosa por verla bailar en una barra. El otro día mentí al decir que podría ser el hombre que la contemplara desde lejos mientras ella se casaba, formaba una familia y tenía una vida normal…
Pero no era cierto. Estaba engañándome a mí mismo, fingiendo ser algo que no soy, simplemente porque es lo correcto. Aunque dije algo cierto, eso sí: no soy un hombre que siempre haga lo correcto. Nunca lo he sido.
Ahora todo me quedaba claro, porque sabía cuál debía ser mi siguiente paso: dejarla en paz. Dejarla seguir con su existencia apacible y normal, con un hombre apacible y normal, que tuviera un empleo aburrido y volviera a casa puntual cuando terminara. Anoche lo logré. Le permití alejarse de mí, en vez de arrastrarla a mi cama, que era su lugar idóneo.
Esta noche se me estaba agotando el autocontrol.
—Muy bien —dijo, colocándose detrás de mí. Me frotó la cabeza con la toalla y me pasó los dedos suavemente por el pelo—. ¿Cómo quieres que te lo corte?
—¿Qué?
—El pelo. ¿Cómo quieres el corte?
—Esto… Me da igual —conseguí decir, intentando poner el cerebro en marcha—. Lo que te parezca que me queda bien.
Becca se quedó quieta.
—No querías un corte de pelo, ¿a que no?
—Quería todo esto —murmuré, con la más absoluta honestidad—. Te lo aseguro.
—Creo que ha sido mala idea —replicó, dudando—. Mira, me he tomado cuatro cervezas esta noche, ¿sabes? Quizá tendríamos que irnos a la cama y ya está.
Las palabras cayeron entre nosotros, pesadas.
—A la cama. Me parece bien.
A Becca se le escapó una risita nerviosa.
—No puedo creer que haya soltado eso.
—Ven aquí —dije.
La agarré y tiré de ella suavemente hasta situarla frente a mí. Se acercó y quedó de pie entre mis piernas abiertas; levantó la mano para juguetear con mi pelo un poco. Tenía la mirada algo vidriosa y los pezones duros, algo que era claramente visible con la parte delantera de su camiseta empapada.
Cualquier hombre decente le habría avisado. En vez de eso, le puse las manos en la cintura y la atraje hacia mí.
—¿Cómo crees que debería cortarme el pelo?
—La verdad es que no deberías cortártelo —murmuró, acariciándome el pelo—. Así está perfecto: suelto y libre. Te queda muy bien.
Sosteniendo la mirada, recorrí sus cintura con las manos hasta que mis pulgares se detuvieron bajo sus pechos. Se balanceó un poco y acaricié la camiseta, subiéndosela lentamente. Los pantalones le colgaban a la altura de las caderas, dejando a la vista su ombligo. Ese huequecito en el centro estaba reclamando mi presencia.
—Es una mala idea.
—Entonces será mejor que no le des muchas vueltas —repliqué.
Su piel olía a limpio y sabía a paraíso. La necesidad ardía en mi vientre y latía en mi rabo. Me abrí camino a besos hasta alcanzar sus pechos, sin apresurarme, algo impropio de mí. No había mantenido las distancias solamente por cómo nos conocimos. Gran parte del motivo era por mi carácter. No digo palabras bonitas, no hago el amor, ni todas esas bobadas. Me gusta el sexo duro y despiadado, sin reprimir. He asustado a más de una, pero jamás me ha importado una mierda. Si no me dan lo que quiero, no me sirven para nada.
Becca necesitaba dulzura; ahora era yo el que no servía para nada.
Aunque siempre podía fingir. Al menos, un tiempo. Encontré la parte inferior de un pecho y lo lamí. Una de mis manos bajó hasta sus nalgas, que apreté y masajeé hasta que ella suspiró y se dejó caer contra mí. Busqué su pezón y me lo metí en la boca.
Ahogó un gritó, agarrándome el pelo con fuerza.
Recorriendo el pezón con la lengua disfruté de su sabor, repasando mentalmente la última vez que hicimos lo mismo. Le hice daño, pero, joder, cómo disfruté. Me sentía culpable cada vez que pensaba en ello, y pensaba en ello a menudo. A diario.
Tenía el rabo más duro que una roca de la mina, cada pulsación me lo recorría dolorosamente. Entonces Becca jadeó, con un sonido dulce y silencioso. Y esa fue la gota que colmó el vaso. El monstruo en mi interior se liberó y terminó con la farsa.
A la mierda con todo eso de ser dócil.
Se le escapó un gemido cuando me levanté de golpe, e instintivamente se agarró y me rodeó la cintura con las piernas, lo cual me pareció estupendo. Hundí los dedos en sus nalgas y empujé mi dureza contra su suavidad. La dolorosa resistencia de los pantalones era horrorosa y fantástica a la vez, porque por fin estábamos progresando hacia lo que yo quería.
Frotándome contra ella con un movimiento de cadera, levanté una mano, la agarré por el pelo y tiré de su cabeza hacia atrás sin miramientos. Mi boca fue directa a su garganta, mordiendo, chupando y lamiendo, mientras ella empezaba a revolverse.
¿Intentaba escabullirse?
Demasiado tarde.
Por fin la tenía a mi merced, después de tantos años pensando en ella, fantaseando, corriéndome al imaginarla, mientras me retorcía y ardía de frustración. Su edad y su inocencia habían sido un obstáculo insalvable. Pero ya había crecido.
Crucé el salón con seis pasos hasta alcanzar el sofá, donde la cubrí con mi cuerpo, sujetándola contra los cojines. De repente ya le había aprisionado las manos por encima de la cabeza, atrapándola exactamente igual que en mis sueños enfermizos.
—Puck… —gimió.
Le tapé la boca antes de que pudiera añadir algo. Mi lengua se adentró profundamente, reclamándola y marcándola, igual que haría con mi cuerpo en cuanto nos desnudáramos. Cómo lo lograría, seguía siendo una incógnita. Las leyes de la física sugerían que tendría que apartarme para quitarme los pantalones, pero cada vez que mis caderas frotaban las suyas, aumentaba mi determinación a permanecer en aquella puta postura hasta que me corriera.
Finalmente, me separé de su boca y concentré mis labios en sus pechos, lamiéndolos con fuerza, desesperado por saborearla entera.
—Puck… —repitió, con la voz llena de necesidad, entregándose.
Yo seguía sin hacerle caso, y mi mano se escabulló entre nuestros cuerpos. Encontré la cintura de sus pantalones y los empujé abajo. Joder, estaba mojadísima. Deslicé un dedo en su interior, abriéndola rápido y sin previo aviso. Becca gritó, arqueando la espalda y separándola del sofá. Mi pulgar encontró su clítoris y empecé a juguetear con él, mientras ella se esforzaba por liberar las manos.
Santo Dios.
Tan húmeda, tan profunda, tan increíble… Me moría de ganas de meter algo más que un dedo. Pero las damas primero y toda esa mierda, así que continué moviendo los dedos cuando Becca gimió y volvió a gritar mi nombre. Estábamos yendo rápido (probablemente demasiado), pero la posibilidad de aflojar el ritmo se encontraba más allá de mi habilidad de comprensión. Becca gimoteó.
Estaba a punto. A punto de caramelo, joder.
Pronto se correría. Entonces sería mi turno, y que se me caigan las pelotas si era capaz de imaginar algo en la tierra que deseara más. Al fin estalló en mi mano, estremeciéndose y palpitando, apretándome los dedos con tanta fuerza que me recordó lo estrecha que era cuando la penetré.
—Joder —susurró, volviendo al mundo real—. Joder. Puck, ¿qué coño ha sido eso? ¿Qué ha sido eso?
—Sabes perfectamente lo que ha sido —susurré, llevándome la mano a la bragueta para quitarme los pantalones.
Un condón. Necesitaba un condón. Mierda, no tenía la cartera conmigo, me la había dejado en casa. De acuerdo, dos opciones: podía ir a por los míos, o preguntarle si tenía alguno… Dos malas opciones. Dos opciones de mierda. Si me iba, quizá ella cambiaría de opinión antes de que volviera. Y no quería por nada del mundo saber si tenía condones en su casa.
Entonces, justo en ese momento, sonó el maldito teléfono.
—¡Mamá! —dijo Becca, abriendo los ojos de par en par.
Mierda. Puede que esté mal de la cabeza, pero incluso yo sé que una mujer no debería exclamar «mamá» segundos después de haber tenido un orgasmo tan descomunal.
Es casi una norma, joder.
El teléfono seguía sonando. Becca empujó mi pecho con urgencia.
—Tengo que contestar —murmuró, con los ojos como platos. Me quedé inmóvil, preguntándome cómo coño podía pasado de gemir mi nombre a nombrar a su madre—. Ha estado intentando hablar conmigo todo el día. Algo va muy mal.
El teléfono no dejaba de sonar y lo comprendí: Becca no quería terminar lo que habíamos empezado. El rabo me palpitaba, tenía el rabo a punto de estallar, y mi felicidad se desvaneció de golpe.
—Llámala luego —gruñí, intentando retenerla.
Becca me golpeó el pecho, cada vez más impaciente.
—Aparta, joder. Tengo que contestar. ¡Déjame!
Becca
Puck me miró desde arriba, con la mirada sombría, respirando con dificultad. Percibía cuánto me deseaba (habría sido imposible no percatarse, con su rabo duro entre mis piernas), y recordaba exactamente cómo me había sentido al tenerle dentro.
Delicioso. Desgarrador. Pero el teléfono volvió a sonar.
—Tengo que contestar —susurré—. En serio, es importante.
Me gruñó y se dejó caer hacia un lado; la repentina ausencia de su calor y su peso me resultó dolorosa. Me levanté de un salto y eché a correr, justo cuando saltaba el mensaje del contestador. La voz de mi madre inundó la habitación: «Becca, ¿dónde coño estás? Has dicho que te llamara a casa. Necesito hablar contigo, cariño».
Llegué al teléfono y presioné el botón casi sin aliento. Notaba a Puck a mis espaldas, radiando hostilidad y frustración. No podía hacer nada por él en aquel momento, así que me concentré en la llamada.
—¿Mamá? ¡Mamá, soy yo!
—¡Becca! —contestó, aliviada—. ¡Gracias a Dios que has contestado! Tesoro, tengo poco tiempo. Teeny está en el piso de abajo y vuelve a estar borracho. Creo que si me quedo aquí, me hará daño. Necesito que me mandes dinero para irme de este lugar.
Sus palabras chocaron contra mí, destrozando mis emociones y dirigiéndolas hacia trayectorias contradictorias: miedo, por supuesto, y rabia; contra Teeny… y contra ella, porque, pese a mis esperanzas, algo resultaba sospechoso. Con mi madre todo se resumía en cuánto dinero necesitaba. ¿Por qué iba a esperar que esta vez fuera diferente?
—Mamá, sabes que no me sobra el dinero —dije en voz baja.
A mi espalda oí que Puck mascullaba algo. Tapándome un oído con el dedo, me concentré en lo que decía mi madre, sin prestar atención a nada más.
—Cariño… ya sé que no eres rica —continuó—. Pero esta vez va en serio. No se trata de una factura del teléfono sin pagar, o de la luz, ni siquiera es un plazo del puto automóvil. ¿Entiendes? Este hombre ha perdido la razón y me va a matar. Necesito irme, y necesito irme ya. Tienes que mandarme el dinero hoy mismo.
Sus palabras me dejaron helada. «¿Matarla?»
—¿Cuánto?
—Dos mil dólares.
Me quedé inmóvil.
—¿Qué? Mamá, no tengo tanto dinero.
—¿No tienes el Subaru?
—No vale tanto —espeté—. Aunque vendiera todo lo que tengo, no alcanzaría esa suma.
—Bueno, ya se te ocurrirá algo —replicó, desesperada—. Tesoro, no saldré de aquí si no es con tu ayuda, y no puedo quedarme. Sé que he sido una madre de mierda, me doy cuenta. Pero te quiero, siempre te he querido, y sé que tú también me quieres.
—Mamá, no se trata de si te quiero o no. No tengo tanto dinero, y no puedo hacerlo aparecer por arte de magia.
—¿Nadie puede prestártelo? —insistió—. ¿No puedes buscarte algún hombre, alegrarle la noche y pedirle que te deje algo…?
El estómago me dio un vuelco. No la dejé continuar.
—¡No!
—Eres guapa, siempre lo has sido —me halagó—. ¿Por qué no vas a un club de estriptis? Podrías ganar ese dinero en una o dos noches y mandármelo. Lo haría yo misma, pero ¿quién va a pagar por verme bailar? Ya no. Ya soy demasiado vieja, cariño.
Cerré los ojos, intentando imaginar cómo sería quitarme la ropa ante una multitud de hombres expectantes. No. Jamás. ¿Cómo se atrevía a pedírmelo?
—Vaciaré el bote de las propinas —contesté, intentando respirar—. Pero no hay demasiado, quince o veinte dólares. Te lo mandaré mañana. Es lo único que puedo hacer.
Su tono se endureció.
—Me va a matar —advirtió, desesperada—. ¿Qué clase de hija deja morir a su madre? ¿Te crees demasiado especial como para desnudarte? Hiciste cosas peores aquí, y no creas que me he olvidado de cuánto llorabas cuando te fuiste. No querías irte con aquel tipo. Te obligué yo, te salvé la vida. ¿No harás tú lo mismo por mí?
Sentí arcadas y me tambaleé.
¿Por qué? ¿Por qué me hacía esto mi propia madre?
—Te mandaré las propinas —concluí lentamente—. Debe de haber alguien más a quien puedas acudir, mamá. ¿No puedes robarle a Teeny mientras duerme?
—Eres una desagradecida —escupió, y colgó el teléfono.
Me pasé la mano por la cara, intentando calmarme, y dejé el teléfono en la mesa. ¿De qué iba todo eso? ¿Debería creerla?
No.
No podía ser tan grave. Mi madre era una superviviente. Si de verdad quería dejar a su marido, podía subirse a su automóvil y marcharse; conocía a Teeny. Se enfadaría, quizá le daría unas bofetadas. Después bebería hasta quedarse inconsciente y ella podría huir.
La cabeza estaba a punto de reventarme.
—¿A santo de qué ibas a mandarle algo a esa mujer?
Di un respingo y me volví para enfrentarme a Puck. Apareció ante mí con la cara llena de furia, y me quedé inmóvil.
—Lo siento. Había olvidado que estabas aquí.
Su rostro se ensombreció.
—¿Ya has conseguido lo que querías de mí? —preguntó, en tono burlón. Bajó una mano y agarró su sexo por encima de los pantalones, dándole un apretón lascivo—. Porque yo me he quedado a medias…
¿En serio? Entorné los ojos. Me salió una risa irónica.
—Mi madre dice que Teeny la va a matar —dije, pronunciando cada palabra con cuidado—. Necesita dos mil dólares para escapar y venir a Callup. Vistas las circunstancias, tu rabo no es la mayor prioridad de la noche, Puck.
—Y una mierda —replicó, con un bufido—. Necesita dos mil dólares para drogas, o para saldar una deuda y evitar que alguien mande a tu padrastro a criar malvas, que es donde debería estar.
Me encogí de hombros, incómoda. Sus suposiciones no iban mal encaminadas. Pero eso yo jamás lo admitiría.
—Esta vez sonaba distinta —dije, odiando el pequeño tono de duda evidente que se coló en mi voz. Seguro que pensaba que era una ingenua. Y tal vez tuviera razón. O quizá mi madre al fin se cansó y realmente quería escapar. ¿Podría perdonarme a mí misma si Teeny le hacía daño?—. Quiero salvarla de su marido.
—Ven aquí.
—¿Para qué? —pregunté.
—No hemos terminado —dijo, alzando una ceja.
—Escucha: mi madre acaba de llamarme diciendo que su marido pretende liquidarla —dije, desesperada—. ¿Y me pides tu revolcón? ¿Qué clase de hijo de puta reacciona así?
Dio un paso hacia delante, me agarró la mano y la presionó contra su entrepierna. Sus dedos se enredaron con los míos, apretándole el rabo. Sus mejillas sonrosadas resaltaban el blanco de su cicatriz. A veces se me olvidaba hasta qué punto ese hombre era peligroso.
—Un hijo de puta que sabe que tu madre te está tomando el pelo. Y sí, todavía quiero sexo —dijo—. Llevo cinco años pensando en ello, desde que te saqué de ese puto infierno. ¿Te acuerdas? Porque era un puto infierno, y tu madre es el puto diablo. Esa zorra te prostituía, ¿y tú ahora le vas a mandar dinero? ¿Qué coño te has fumado?
Me puse rígida. Tenía razón.
«Imbécil.»
—Es mi madre —le advertí—. Y a pesar de todo, la quiero. No sé por qué, pero es así, y no tienes ningún derecho a juzgarme por ello. No pretendo mandarle una fortuna. No tengo una fortuna. Pero aunque fuera el caso, no sería asunto tuyo.
Puck se inclinó, con el rostro muy cerca y la mandíbula tensa.
—Ahora es asunto mío.
—¿Desde cuándo?
—Desde que te has corrido en mi mano, gritando mi nombre.
Resoplé, zafándome de su mano. O más bien intentándolo, porque el maldito no me soltaba. Con la otra mano me agarró por la nuca y me acercó hacia él. Sus labios se pegaron a los míos y su lengua intentó abrirse paso en mi boca. Pero seguía oyendo la voz de mi madre: «Teeny me va a matar».
Le mordí el labio, y no fue precisamente con cariño.
—¡Joder! —dijo, apartándose de golpe. Se pasó la lengua para evaluar la pequeña herida, que empezaba a sangrar.
—Hemos cometido un error —concluí, intentando no mirarlo.
Pero era difícil, si tenemos en cuenta que seguía sujetándome por la nuca. Intenté liberarme, pero apretó los dedos, haciéndome ver que era mucho más fuerte que yo.
Entonces la realidad iluminó mi situación.
Yo estaba alterada por lo de mi madre, pero ante mí se alzaba un hombre grande y fuerte, y alterado porque no le había proporcionado su final feliz. Un motero enorme y amenazador.
Me lamí los labios. De repente me preocupada un motivo nuevo.
—No quiero acostarme contigo —solté.
—Hace cinco minutos querías.
Mi mirada se perdió en la suya, buscando cualquier indicio de compasión o amabilidad. Solo encontré una necesidad ardiente forjada con rabia.
Puck me agarró con fuerza. Levanté la mano libre y la llevé a su pecho. Ojalá hubiera podido atravesarlo y encontrar cualquier miguita escondida de comprensión.
Desde luego, en la superficie no quedaba ni rastro.
Tragué saliva.
—Quiero irme a dormir. Sola. Esta noche no ha salido como planeaba. Tengo mucho en que pensar.
—¿Ahora vas a decir que no me deseabas? Porque todavía tengo los dedos empapados de tu coño. Llámame loco, pero normalmente eso significa que has disfrutado como una zorra.
¿Zorra? ¡Oh, eso sí que no me gustaba! En absoluto. Olvidé mi miedo momentáneo, volviendo a mi estado natural: el cabreo. Mucho mejor. La furia se me daba estupendamente.
—¡Que me sueltes! —mascullé entre dientes.
Me dedicó una mirada de odio, y obedeció tan repentinamente que casi acabé en el suelo.
—Estás loca —dijo, dando un paso atrás—. No he hecho más que ocuparme de tus problemas, pero ¿una llamadita de esa descerebrada y ya te olvidas de mí? No finjas que no tenías tantas ganas como yo. Y ahora que has conseguido lo que querías, se acabó.
—Bueno, pues supongo que soy culpable —espeté—. Te encuentro atractivo, así que cuando has empezado a insistir no me he negado, porque estaba disfrutando. ¿Es un delito o qué? Igual piensas que soy una furcia. Que te den. Pero incluso las furcias eligen con quién se acuestan. Hay algo en ti que me da miedo, Puck. Sé lo que eres en realidad, y no lo quiero en mi vida. Eres fuerte y zurras a la gente, pero yo quiero hablar con alguien sobre mi madre, y a ti lo único que te interesa es el sexo.
—¡Y una mierda! —exclamó, sacudiendo la cabeza—. Podría haberte empotrado años atrás, si solo me interesara el sexo, Becs. Pero resulta que me importas, así que te dejé en paz. Tranquila, no soy tan sumamente imbécil. Tus chifladuras se huelen a kilómetros, y aquí dentro empieza a apestar, así que aclaremos las cosas. La zorra de tu madre te obligaba a acostarte con desconocidos. Yo te saqué de ahí. ¿Por qué cojones deberíamos dedicar ni un segundo más de nuestras vidas a esa subnormal?
Me rechinaban los dientes y me temblaban las manos por la cantidad de emociones acumuladas.
—Porque tú fuiste uno de esos desconocidos —dije, con la voz fría y dura—. ¿O se te ha olvidado? Teeny me obligó a follarte. Recibí órdenes y las cumplí. Me alegro de que me salvaras cuando terminaste, pero no pienses, ni por un minuto, que eso me facilitó las cosas cuando me diste la vuelta y me metiste el rabo por detrás. Me hiciste daño, Puck. Mucho daño. Tanto que apenas fui capaz de sentarme en tu puta Harley cuando mi madre me obligó a irme. ¿De eso te acuerdas? Mi madre vio una oportunidad de salvarme y la aprovechó. Y no te engañes pensando que le resultó fácil. Ella no sabía si Teeny la mataría por haberme ayudado, y aun así, lo hizo. Así que sigue repitiéndote a ti mismo que eres un puto héroe, pero yo no soy tan tonta como para creérmelo. No había ni una sola buena persona en aquella fiesta. Todos erais una mierda. ¡Todos! —grité—. Y ahora, sal de mi apartamento de una puta vez.
Se quedó mirándome, y por primera vez no se le ocurrió ninguna contestación.
No, señor.
Puck Redhouse parpadeó como un puto imbécil gigante.
—La puerta está ahí —le recordé fríamente.
—Eres una auténtica cabrona.
Me encogí de hombros.
—Prefiero ser una cabrona que un violador. Lárgate.