Capítulo 10

Becca


Dos horas más tarde mi cocina estaba llena de humo y la alarma antiincendios me lo recordaba a gritos. A un buen volumen, joder. Earl no se había andado con bromas al instalarla. Había notado el olor a quemado diez segundos antes, y ahora era como si una bomba hubiera estallado en mi cocina.

Maldita sea.

Abrí el horno y descubrí que la tarta tenía demasiado relleno. Al subir, había rebosado la masa, goteando hasta el fondo del horno. Agarré un par de trapos, saqué la tarta y la puse a enfriar. Después cerré el horno de golpe y abrí todas las ventanas.

Fue entonces cuando llamaron a la puerta. El corazón se me desbocó… ¿Sería Puck? Había mencionado que se pasaría por mi apartamento para probar el pastel, pero no había visto su Harley. Intenté llamarle a casa, pero no recibí respuesta. Asumí que tenía teléfono móvil, pero aunque supiera el número, en el valle era inservible.

—Hola —dije, abriendo la puerta.

Puck hizo ese gesto tan suyo: me agarró por la nuca y me acercó para darme un beso largo e intenso que me dejó sin aliento. Cuando finalmente terminó, apoyó su frente en la mía.

—¿Hay algún motivo en particular por el que tu cocina esté ardiendo? Por cierto, huele fenomenal.

Sacudí la cabeza lentamente, encantada al ver que la suya se movía con la mía. Era adorable, el tipo de gesto que esperarías ver en una serie de televisión.

—Se ha desbordado el relleno de la tarta —contesté.

Puck se apartó, frunciendo el ceño.

—¿Significa eso que no podré comer un trozo?

—¿Y si te digo que en vez de comer podemos tener una magnífica sesión de sexo?

Sin dejar de fruncir el ceño, levantó una ceja.

—No has contestado a mi pregunta.

Le di un golpe juguetón en el hombro y me dedicó una sonrisa pícara. Tiró de mí para abrazarme y darme un beso en la cabeza.

—Me conformo con el sexo —dijo—. Pero tengo que admitir que lo de la tarta me ha decepcionado.

—No se ha echado a perder. Es solo que algo de relleno se ha quemado en la base del horno. No es la tarta más bonita del mundo, lo sé, pero estará rica. Me la tengo que llevar a casa de Earl y Regina.

—Son mayores, no se la comerán entera. Tráeme las sobras y sobreviviré. Ahora, pasemos a lo que has dicho sobre el sexo.

Eché una mirada al reloj.

—Disponemos de media hora, más o menos. Luego tengo que irme —dije, con prisa—. Pero primero tengo que limpiar todo esto.

—No hay problema.

Diez minutos más tarde Puck me tenía contra la pared de mi ducha diminuta, con una pierna apoyada alrededor de su cadera, y la boca pegada a mi cuello mientras sus dedos me exploraban. Una situación estrecha, incómoda y maravillosa, a la vez.

—Dios —gemí—. Es increíble cuánto me gusta esto.

—Y está a punto de mejorar.

De repente, sus manos encontraron mis muslos y me levantó lo justo para deslizar su miembro en mi interior. Me llenó, presionando las caderas contra las mías y empujándome contra la pared de la ducha. Debería haber sido doloroso, pero no lo fue. En absoluto.

De alguna manera, el momento era perfecto en todos los sentidos. Empezó a moverse y comprendí que la perfección es un estado del ser, no una posición en particular, porque juro que cada segundo era mejor que el anterior. Y así sucesivamente…

—Joder, ahora sí —jadeó, tomando velocidad.

Sentí que la tensión aumentaba más rápido de lo normal. Esta vez era distinto, mejor de lo que habíamos experimentado hasta el momento. Más fluido, más tórrido… más intenso.

Hundí los dedos en sus músculos. Entonces acertó en ese lugar tan especial en lo más hondo de mí y arqueé la espalda, recorriendo su piel con las uñas. Si se percató de los arañazos, no lo demostró. Mi cuerpo entero estaba en tensión y sentía que el dulce alivio estaba casi al alcance de mi mano.

—Más —gemí—. Fóllame más fuerte.

—Sigue hablando —gimió—. Me pone a mil.

—Tu rabo es mejor que…

—Ni se te ocurra pronunciar el nombre de otro.

Se me escapó un resoplido de risa.

—No —jadeé—. No era eso lo que tenía en mente.

—Pues ¿en qué pensabas? —susurró, dando una embestida.

—En mi vibrador —logré decir—. A veces, por la noche, me imagino que eres tú.

—Joder…

Debería haber sido imposible, pero logró penetrarme más hondo y se me ocurrió que después me costaría caminar. Aunque me traía sin cuidado. Estaba a diez segundos de un orgasmo espectacular.

Cinco… cuatro… tres… ¡Boom!

Mi mundo estalló. Me aferré a él con tanta fuerza que debería haberle hecho daño, pero solo se puso rígido un instante. El agua caía sobre nosotros mientras nos sujetábamos mutuamente, intentando no derrumbarnos bajo el peso del placer compartido.

Me dejó en el suelo con cuidado.

—Creo que me has dejado la espalda sin piel —dijo.

Le hice darse la vuelta en aquel espacio tan reducido.

—Vaya —comenté. Efectivamente, mis uñas habían dejado una red de marcas rojas en su piel, algunas incluso sangraban—. Pareces recién sacado de una película de terror. Lo siento.

—Yo no —replicó, apartándome el agua de la cara—. Me gusta el sexo duro, Becca. No te reprimas.

No sabía muy bien qué pensar sobre eso, así que decidí no hacer caso y concentrarme en lavarme la entrepierna.

¡Oh, mierda!

—No hemos usado condón —dije, horrorizada—. ¡No hemos usado condón, joder!

Puck se quedó inmóvil.

—Ni se me ha pasado por la cabeza —admitió—. Lo único en lo que pensaba era en metértela. ¿No tomas la píldora ni nada parecido?

—No.

Nos quedamos mirándonos, perplejos.

—Vaya —dijo al fin—. ¿Sabes en qué fase del ciclo estás?

—¿Entiendes de esas cosas?

—Soy un hombre adulto —replicó—. No un niño de doce años. Claro que entiendo de esas cosas. ¿Qué posibilidades hay de que acabe de dejarte embarazada?

Sacudí la cabeza y me encogí de hombros.

—No tengo ni idea —admití—. No soy demasiado regular.

—Entonces lo más probable es que no pase nada. Yo estoy limpio, por si eso te preocupa.

Parpadeé, intentando procesar lo que acababa de escuchar.

—De acuerdo —logré decir.

—De acuerdo.

—Esto… Creo que debería lavarme el pelo antes de salir —dije, distraídamente.

—¿Eso significa que quieres que salga de la ducha? —preguntó, no sin cierto humor.

—Sí, creo que sí.

Puck puso las manos en mis mejillas, mirándome a los ojos.

—No va a pasar nada, ¿entendido? Tú arréglate, ponte en marcha y disfruta de la cena. No te preocupes por esto.

Ya, claro. Preocupaciones cero.


La tarta de arándanos de Earl todavía humeaba cuando salí de mi apartamento a las cinco y media. Regina servía la cena a las seis en punto, y no tenía paciencia con la gente que llegaba tarde.

Debo decir que las prisas valieron la pena, porque yo disfrutaba de la cocina de Regina casi tanto como del sexo con Puck. Nunca preparaba nada sofisticado, pero siempre era delicioso. A Regina no le gustaba hacer las cosas a medias. Ni hablar. Cuando servía puré de patatas, las hervía ella misma, y luego usaba mantequilla y crema (de las de verdad) y una pizca de sal para crear algo que no guardaba semejanza alguna con la basura en sobre que venden en las tiendas.

Tras el infarto de Earl, hablé con ella acerca de cambiar sus hábitos culinarios. Pero me miró como si estuviera loca, y declaró que dejaría de usar mantequilla de verdad cuando su marido dejara de beber y de fumar. Si a él le importaban más las malas costumbres que su salud, Regina no veía ningún motivo por el que debieran empezar a comer platos con sabor a cartón.

Sobra decir que la mantequilla de verdad seguía en la mesa.

La cena fue tan deliciosa como siempre: venado al horno (cortesía de Earl), verduras, patatas y salsa espesa, seguido de la tarta (servida aún tibia y con helado).

Ellos nunca me presionaban para que les contara mis problemas, y la verdad era que no tenía pensado sacar el asunto de mi madre. Pero el hecho de estar los tres sentados en la mesa me ayudaba a desahogarme, y esa noche no iba a ser una excepción. Mientras observaba a Earl cortar la carne, me encontré contándoles lo de las llamadas de mi madre y mi visita matutina al Club de Caballeros Vegas Belles.

—Es increíble que haya vuelto a creerme sus patrañas —dije, pinchando las patatas con el tenedor—. Cualquiera diría que a estas alturas ya sería inmune.

—Estamos programados para querer a nuestros padres —dijo Regina—. Forma parte de del ser humano. Hay algo que no funciona en la mente de tu madre, eso sí, porque si no, te trataría mejor. Pero eso no significa que debas flagelarte por ser tener buen corazón.

—¿Qué te ha parecido el bar de estriptis? —preguntó Earl, con un brillo travieso en los ojos.

Me atraganté.

—Buen intento —dijo Regina, dándole un golpe con la cuchara de servir—. Un poco más y nuestra niña habría acabado en un escenario, desnudándose ante desconocidos.

Regina siguió murmurando, pero Earl cruzó una mirada conmigo y me guiñó el ojo. Reprimí una carcajada. Ese hombre siempre había sido un bromista, y le encantaba tomarle el pelo a su mujer.

Ella nunca lo veía venir, por muchas veces que lo hiciera.

—¿Voy a por la tarta?

—¡Vaya que sí! —proclamó Earl—. ¿Con helado?

—¿Acaso permitiría que tomáramos tarta de arándanos sin helado? —preguntó Regina, severa—. Puede que seas un viejo sin memoria, pero yo todavía conservo mis plenas facultades. Becca, cariño, acompáñame a la cocina.

Miré a Earl y puse los ojos en blanco. Seguí a Regina y salimos del salón. Su casa no era nada de otro mundo: un pequeño edificio de dos plantas que casi tenía cien años y mostraba su antigüedad sin complejos. Pero ningún lugar en el mundo me parecía más seguro y acogedor. Con mi madre jamás tuve un hogar.

—Haz los honores —dijo Regina, grandiosamente, haciendo un gesto señalando la tarta. Este era un acto importante. Normalmente, ella cortaba la tarta y a mí solo me dejaba servir el helado—. Estoy orgullosa de ti. Has dicho «de aquí no pasa» y has evitado que esa mujer se aproveche de ti. Sé que no ha sido nada fácil para ti, Becca.

—No. No lo ha sido —admití, sacando la pala de servir y un cuchillo—. Me alegro de lo que he hecho. Ya me ha causado demasiado daño.

—Vaya que sí.

Regina me permitió salir de la cocina delante, exhibiendo la tarta con orgullo. La dejé en el centro de la mesa.

—Tiene un aspecto fantástico —dijo Earl.

—Parece que la haya hecho un niño —contesté, algo entristecida.

—¿Qué más da el aspecto que tenga? —intervino Regina—. Lo importante es el sabor. Bueno, no te quedes ahí parada. Anda, sirve el postre antes de que nos muramos de inanición.

Earl y yo nos echamos a reír. Nadie podría jamás morir de hambre en esa casa. El auténtico peligro sería despertarse un día pesando quinientos kilos.

Hundí el cuchillo en la masa de hojaldre, y el relleno, todavía caliente y humeante, asomó. Regina me entregó un plato y serví el pedazo de tarta, aunque tuve que volver a por los arándanos que habían quedado en la bandeja.

—Bueno —dije, como si nada—. Tengo más noticias. Estoy saliendo con alguien. O algo parecido… al menos.

—Ah, ¿sí? —dijo Regina, sirviendo hábilmente una bola de helado y entregando el plato a su marido, mientras yo cortaba el segundo pedazo—. ¿Es ese chico, Collins? Es un buen muchacho.

—Los del sindicato dicen que tiene mucho potencial —añadió Earl—. Es un buen partido, desde luego.

Tragué saliva.

—Se trata de Puck Redhouse.

Silencio.

Cuando alcé la vista, me sorprendió encontrarlos a ambos mirándome seriamente.

—Ya sé que las cosas entre los dos son un poco raras… —Sonreí.

—Te quedas corta —dijo Regina—. Oye, solo porque acabes de soltar esta bomba no significa que puedas dejar de servir la tarta. Cariño, tal vez aún no estás preparada…

—¿Para salir con Puck? —solté, algo enfadada.

—No. Para servir la tarta de arándanos —replicó, reprimiendo una sonrisa—. No es que sea una sorpresa, esto de Redhouse. Vi cómo te miraba en The Breakfast Table el otro día. Siempre ha bebido los vientos por ti. Lo que no sabía era que el sentimiento fuera mutuo.

—No sé si es una buena idea —admití—. Me da un poco de miedo. Pero también me hace feliz.

—Estás navegando en aguas desconocidas —contestó—. Siempre da un poco de miedo, pero eso no significa que no debas seguir adelante. Tú asegúrate de que te trata bien, y todo saldrá rodado.

Diez minutos más tarde me recliné en la silla, a punto de reventar.

—¿Quieres más tarta? —preguntó Regina.

Negué con la cabeza. Después de una cena así podría pasarme una semana entera sin comer. Gracias a Dios que no tenía que trabajar esa noche, porque el simple hecho de levantarme a quitar la mesa casi acabó conmigo.

—Cariño, ¿te importa lavar los platos? —preguntó Earl a su mujer, y su voz me sacó de mi ensimismamiento—. Tengo el regalo para nuestra niña en el garaje. Tal como están las cosas, creo que ahora tiene más sentido.

Regina cruzó una mirada con él, y una conversación entera tuvo lugar en silencio.

—Claro. No os preocupéis.

Earl le guiñó un ojo, y entonces se levantó y estiró los músculos, con expresión de satisfacción.

—¿De qué va todo esto? —pregunté, saliendo de la casa.

—Todo esto que ha pasado con tu madre… no augura nada bueno —contestó Earl—. Y todavía no sabes cómo acabará. Imagina que de verdad decidiera dejar a tu padrastro y venir aquí. ¿Estarías a salvo?

—No va a venir —dije rotundamente—. Tú no has oído cómo hablaba. Solo pretendía sacarme dinero. Como siempre.

—Es obvio que está desesperada —replicó—. Y la gente desesperada es peligrosa. Todo esto me da mala espina. Estoy orgulloso de ti por plantarle cara, pero no creo que la historia se quede ahí. Lo que tengo aquí es algo que quiero que lleves siempre contigo.

Abrí los ojos de par en par al ver que se acercaba al enorme armario metálico hecho a medida en el que guardaba las herramientas y las armas. Tiempo atrás lo sacó de la mina, donde pasó casi treinta años trabajando bajo tierra, hasta que los McDonogh le echaron, hace dos años. Ponerse a trabajar en el colegio fue duro para él, pero lo llevaba con dignidad.

Earl comprobó el candado, algo que siempre me había parecido fuera de lugar en aquella casa, donde no echaban el cerrojo de la puerta principal. Abrió el armario y bajó una vieja caja de puros de una estantería. La llevó a su mesa de trabajo.

Alzó la tapa, revelando un pequeño revólver con incrustaciones de nácar en la culata.

—Pertenecía a mi madre —dijo, con un tono reverencial—. Mi padre se la entregó cuando se unió a filas durante la Segunda Guerra Mundial. Se habían casado el día anterior. Becca, me gustaría que te la quedaras tú.

Abrí los ojos como platos.

—No puedo aceptar algo así —murmuré.

—Claro que puedes —dijo—. Es un arma fantástica, y sigue en perfectas condiciones. Es pequeña y ligera, diseñada para la mano de una mujer. No solo eso, sino que es imposible de rastrear. Espero que nunca tengas que usarla, pero si Teeny Patchel alguna vez asoma la cabeza por Callup, espero que le metas una buena bala en el cerebro. Si eso sucede, solo tienes que llamarme y ya decidiremos qué hacer con el cadáver. Y también te servirá para tener a Puck Redhouse a raya.

Me quedé con la boca abierta.

—No puedes estar hablando en serio.

—Niña, me conoces perfectamente. Yo nunca bromeo cuando se trata de armas.

Eso era cierto. Había sido un cazador toda su vida. Él mismo había abatido el ciervo que nos habíamos cenado, y me enseñó a limpiar y cortar las piezas que cazó el primer año que pasé en su casa, porque «cualquiera que tenga un arma debería saber exactamente lo que una bala puede hacerle a un ser vivo».

—No creo que me haga falta disparar a nadie.

—Mejor —replicó, sonriente—. Esperemos que nunca la necesites. Pero quiero que sepas que estamos a tu lado. Pase lo que pase. Igual que si fueras de nuestra sangre. Y recuerda que nada de lo que hagas logrará que dejemos de quererte.

Se me llenaron los ojos de lágrimas y Earl carraspeó, incómodo.

—Venga, vamos afuera, a ver si sigue en forma —dijo, con la voz ronca y sonriendo.

También sonreí y le seguí. Vivían a más de quince kilómetros del pueblo, en plena pendiente montañosa, así que se había montado su propia galería de tiro en un prado.

Pasamos la siguiente hora disparando. Earl no paraba de contar chistes malos y yo me reía a carcajadas… hasta que la luz desapareció del cielo. Habíamos pasado muchas tardes como aquella, a lo largo de los años. Jamás me dedicaría a la caza, y las armas de fuego me importaban un bledo, pero me encantaba ir a disparar con él.

Al final oscureció tanto que ya no distinguíamos los blancos, así que dimos la práctica de tiro por terminada. Regresamos a casa paseando, y vi que la moto de Puck estaba aparcada al lado de mi pequeño Subaru. Eso me hizo aflojar el paso. ¿Qué estaba haciendo aquí?

Comer tarta. Lo descubrí cuando entre en la cocina, con la caja de puros en una mano.

—Hola, Becca —dijo, dedicándome un gesto caballeroso con la cabeza. Regina estaba sentada a su lado, tomando café, como si fueran amigos desde hace años—. Siento interrumpir la cena, pero no sabía a qué hora terminaríais y andaba aquí cerca.

Abrí la boca para acusarlo de mentiroso, pero entonces comprendí que tal vez era verdad. Boonie y Darcy vivían a unos tres kilómetros.

—No es que haya entrado sin más —añadió Regina, con un gesto fraternal—. Ha visto tu vehículo al pasar por la carretera, y yo me lo he encontrado poniendo una notita bajo tu limpiaparabrisas. Obviamente, lo he invitado a entrar.

Puck me sonrió, masticó el último bocado la tarta y se levantó.

—¿Estás lista?

—Sí —dijo Earl—. Y yo, para ir a la cama. Recuerda lo que te he dicho, Becca. Puede que sea un viejo, pero no digo las cosas porque sí.

Puck me miró con una ceja en alto y me encogí de hombros. Ni en un millón de años imaginaría que Earl acababa de ofrecerse a deshacerse de su cadáver si las cosas se ponían feas. En vez de ofrecer una explicación, recogí mis cosas. Regina me entregó un plato lleno de sobras y me pidió con un abrazo que los visitara pronto.


—Bueno, Earl no ha sacado su escopeta. Esa es una buena señal —dijo Puck de camino a los vehículos. «Ay, si tú supieras…»—. Iré detrás de ti con la Harley. Podemos pasar la noche en tu apartamento.

—Pareces muy seguro de ti mismo.

—Mmm… —reconoció, y no pude evitar reírme.

Al poner el automóvil en marcha, pensé que había sido una semana de locos, una auténtica montaña rusa emocional. Pero al menos todavía tenía a Regina y a Earl. La Harley rugió a mis espaldas. Eché una mirada y vi los focos en mi retrovisor.

Así que ahora tenía a Regina, a Earl y a Puck. Bueno, lo tenía, siempre y cuando no tuviera que dispararle. Si se daba el caso, no me cabía duda de que Earl me apoyaría.

Siempre lo había hecho.


La mano de Puck se deslizó entre mis piernas, separándolas lentamente. No sabía qué hora era, pero sentía como si fueran las cinco de la mañana. Abrí un ojo y miré el reloj. ¿Las ocho? Imposible, no podían ser más de las seis…

Gemí. Estaba cansada y necesitaba dormir más. Sin previo aviso, una boca tibia cubrió mi clítoris y empecé a gemir por mejores motivos. Una hora más tarde me aparté de Puck y me dejé caer junto a él, placenteramente despierta y llena de energía.

—No estás mal, como despertador —admití.

—Me gusta ser útil. ¿A qué hora tienes clase?

—Hoy no tengo que estar allí hasta las once.

Eché otra mirada al reloj: las nueve. Todavía tenía más de una hora para arreglarme. Me daba tiempo a desayunar y a ducharme, y no estaría mal preparar algo de cena para llevar. Mi turno no empezaba hasta las siete, pero Teresa me había dejado un mensaje preguntando si podía llegar más temprano. El dinero me iría bien, eso seguro. Entre mis compras en los grandes almacenes y la factura de la luz, solo disponía de catorce dólares. Lo justo para sobrevivir hasta la próxima paga, si Blake me llevaba a la escuela, y yo no comía demasiado. Empecé a incorporarme, pero Puck me tomó del brazo y tiró de mí.

—Un momento Quiero hablar contigo.

—¿Qué pasa?

—¿Mañana por la noche trabajas?

—Sí, es miércoles —respondí, llena de curiosidad—. ¿Por qué?

—Vamos a montar una fiesta en la sede.

Le pasé un brazo por encima del pecho y me acurruqué contra su costado. Tenía la sensación de saber por dónde iban los tiros, y no me gustaba nada.

—Tengo que trabajar —repetí con firmeza.

—¿Que te parecería si hablara con Teresa para que te dé la noche libre? Me debe un par de favores. No es algo que se vaya a convertir en costumbre, pero tenemos invitados de fuera… ya sabes, y me gustaría que te vieran.

La frase me pareció extraña.

«¿Le gustaría que me vieran?» No era un «me gustaría que los conocieras». ¿Puck pretendía que me miraran, como si fuera un objeto de su pertenencia, para ser usado a su placer…? Eso me traía recuerdos, y no precisamente de los buenos.

—No me gustan las fiestas de moteros —sentencié, firmemente—. Oye, lo mejor será que vaya a trabajar. No hace tanto que me contrataron, no tengo derecho a ir pidiendo favores. En cualquier caso, necesito la paga.

Se quedó en silencio, trazando un círculo en mi piel con las yemas de los dedos.

—Sabes que formo parte de un club de moteros, ¿verdad? —dijo al fin, no sin un toque de humor—. Las fiestas de moteros forman parte de mi vida, y formarán parte de la tuya, si eres mi dama.

Lo aparté de mi lado y lo escudriñé con rabia.

—No soy tu dama. Estamos acostándonos sin poner nombre a la relación. Nada más.

—Acostándonos y siendo monógamos —señaló—. Vas en la parte trasera de mi moto y estás bajo mi protección. Eso se parece bastante al territorio de las damas del club.

—No, perdona —expresé, sacudiendo la cabeza—. Hablo en serio, Puck. No quiero tener esta conversación. Podemos acostarnos, salir juntos, lo que quieras. Pero no pienso ser la dama de nadie. No pienso repetir los mismos errores.

Su mirada al fin se apartó de mis pechos y se enfureció.

—¿Qué coño…? ¿Estás diciendo que ya has sido la dama de alguien? ¿Cuándo? ¿Dónde?

Suspiré, dejándome caer a su lado.

—No. Lo siento, hablaba de mi madre. Quería decir que sé qué significa ser la mujer de un motero, por ella y por otras. Todo es muy divertido y emocionante hasta que alguien te da un bofetón por servir la cerveza demasiado despacio. No, gracias.

—Estás siendo un poco cabrona otra vez.

—Vete a la mierda —solté, levantándome de la cama.

Fui al baño, recuperando mi ropa por el camino. No necesitaba oír tantas gilipolleces por la mañana temprano. Ni de él, ni de nadie.

—Me estás diciendo, básicamente, que voy a empezar a pegarte en cualquier momento. Pero si protesto, ¿el imbécil soy yo? —preguntó, en tono duro y desolador—. Joder, Becca. Solo ves lo que te sale de los cojones. No te he hecho nada, y me estoy cansando de recordártelo cada dos por tres.

Me volví, abriendo la boca para replicar, y entonces lo comprendí.

Puck tenía razón.

Le había insultado con todas las de la ley. De nuevo. Cerré la boca y parpadeé.

—Es verdad —asumí, lentamente—. No estoy lista para un compromiso, y lo que he dicho no ha sido demasiado amable.

—Yo solo digo lo que pienso.

Nos quedamos mirándonos el uno al otro, y moví la cabeza.

—Escucha… —le dije—, no creo que lo nuestro vaya a funcionar. Tengo una vida muy ocupada, es una locura. No tengo la energía mental para ocuparme de esta relación.

Puck se levantó y se acercó, con sus aires de depredador. Se inclinó hacia mí, me acercó a su cuerpo con una mano en mi cabeza y me susurró al oído.

—Estás complicando las cosas innecesariamente. Solo te he pedido que vengas a una fiesta, conmigo. Quiero presumir, porque eres preciosa, y me enorgullece que alguien como tú aguante a alguien como yo. ¿Tan terrible es que un hombre sienta eso por su mujer?

Me estremecí, Puck todavía olía a sexo. Quería más.

—De acuerdo —respondí en voz baja—. Pero solo si a Teresa le parece bien. Y nada de locuras.

—No hace falta que hagas nada —dijo—. Trátame con respeto, y yo te trataré con respeto. Ya verás, nos lo pasaremos bien.

Alargué la mano y acaricié su miembro, que ya empezaba a ponerse duro. Se lo apreté ligeramente.

—Nos lo pasaremos muy bien —repetí.

Merecía la pena intentarlo, y estaba segura de que Puck podría cambiar mi turno. El club era tan parte de la vida en el valle como la mina o el sindicato minero: cuando alguien necesitaba un favor, la gente accedía. No por miedo, sino por lealtad.

En ese momento comprendí que esa era la diferencia; la diferencia entre el club de moteros con el que crecí y este: lealtad y respeto.

Quizá lo nuestro funcionara, al fin y al cabo.

—Oye, Puck…

—Dime, Becs.

—Siento haber reaccionado tan mal. Sé que no es una excusa, pero a veces me dejo llevar por el mal genio —admití.

—Sí, me he dado cuenta.

Entonces me besó, y se me olvidó por qué había estado enfadada.

Puck

Painter me dio un medio abrazo y una palmada en la espalda como saludo. Di un paso atrás y lo examiné. Los años lo habían tratado bien, aunque no podía decir lo mismo de la cárcel. Nos había endurecido.

A mí me había ayudado a apreciar la vida un poco más. Painter, sin embargo, había reaccionado al revés: ni me acordaba de la última vez que lo vi sonreír, y mucho menos, reír a carcajada limpia. Supongo que la vez que llevamos a su hijo Izzy al parque. Cuando volvió a la cárcel, las cosas empeoraron. Al menos estaba en Idaho, así que podía visitarle a menudo. Sirvió a su club en la cárcel, cumplió con su deber. Pero la experiencia lo cambió, más que nuestro paso por California.

Aunque una cosa seguía como siempre: el vínculo que establecimos compartiendo celda. Más fuerte que la misma sangre, absolutamente irrompible. Era mi hermano, entonces, ahora y para siempre.

—Me alegro de verte —dije tranquilamente, como si no hubiera más de seis años de historia entre los dos.

—Lo mismo digo.

El resto de los Reapers ya estaban en el interior de la sede, pero Painter y yo siempre nos quedábamos un momento para ponernos al día. Era una costumbre que adquirimos en prisión: uno nunca sabe dónde va a terminar cuando está encerrado, así que siempre tienes que estar listo para todo.

—¿Hay algo que tenga que saber? —pregunté, intrigado.

Painter se encogió de hombros y adquirió una expresión neutra.

—¿Has ido al nuevo bar de estriptis? —dijo—. He oído que va a ser el tema de conversación de hoy.

—Sí —afirmé—. Fui a echar un vistazo la semana pasada. A los Callaghan no les da miedo gastarse el dinero, ¿eh?

—Algunas de nuestras chicas abandonaron el barco. No estoy muy metido en el asunto, pero supongo que han empezado a volver. Parece ser que el Vegas Belles no es tan fantástico como prometían. Hemos colocado a un par de los nuestros entre el personal. Su información coincide con la vuestra.

—No es una gran sorpresa —dije, llevándome una mano al bolsillo del chaleco—. Mierda. Se me olvidaba que lo he dejado.

Painter resopló.

—Oye, me han llegado rumores… —insinuó.

Reprimí una sonrisa de tonto, porque sabía adónde iría a parar con aquello, y me sentía como uno de los imbéciles de los que siempre nos reíamos cuando se escabullían a la sala de visitas para ver a sus novias. Pero mira, solo pensar en Becs me hacía feliz.

—¿Ah, sí? —me adelanté, ya sonriendo.

—Dicen que te has buscado una dama —dijo—. La preciosidad que nos trajimos de California, por cierto. ¿Cómo ha pasado?

—Supongo que me cansé de esperar.

—No sabía que estuvieras esperándola.

—Yo tampoco lo tenía muy claro. Ahora lo sé. Desde aquella noche nunca la olvidé.

—Si te pones a escribir poesía, yo mismo te rebanaré el pescuezo.

—¿Siempre has sido tan cabrón? —bromeé.

—Sí.

—Qué curioso, se me había olvidado. Supongo que estaba demasiado ocupado salvándote el pellejo cuando estábamos encerrados.

—Si eso es lo que tienes que decirte para sentirte mejor, adelante. Vamos dentro. Quiero terminar con todo este asunto y tomarme una cerveza. ¿Tenéis algún coñito lindo por estos lares? —dijo, dándome un codazo.

—Tú no cambias, ¿eh?

—No tengo ningún motivo para hacerlo —replicó.

—Supongo que no debería meterme contigo por eso, vistas las circunstancias.

—No te preocupes, ya te la devolveré. Me muero de ganas de ver a tu chica. ¿Sabes? Podría contarle un montón de cosas sobre ti. La honestidad es lo mejor que se puede tener en una relación.

—Hazlo y te pego un tiro —le advertí, y me dedicó una sonrisa descarada.

—Tendrás que pedir turno. Mel va primero.


—Gracias por la hospitalidad —proclamó Picnic Hayes, echando un vistazo a todos los presentes en la sala.

El presidente de los Reapers intercambió una mirada conmigo y me dedicó un movimiento de cabeza. Hayes era padre, y cuando se armó la gorda con Becca, se puso de mi lado muy rotundamente. Desde entonces me ha tratado como un hermano. La gente se percataba de esas cosas. Por eso, le debía una.

—Nos alegramos de teneros aquí —aprobó Boonie—. Ya sabéis que siempre podéis contar con nosotros. ¿Quieres que empiece yo?

Todos sabíamos que Boonie sería el primero en hablar. Como tantas otras cosas en nuestro mundo, era un gesto de respeto. El respeto nos gobernaba y nos mantenía unidos, y que Dios se apiadara de cualquier hombre demasiado estúpido para entenderlo. Por suerte, Shane McDonogh parecía entenderlo a la perfección, algo que le quedaba muy claro cada vez que nos veíamos.

—Esto ya lo he hablado con Pic —comenzó Boonie—. Pero esta mañana hemos vuelto a hablar con McDonogh y Malloy. Según sus fuentes, Jamie Callaghan visitará el Club de Caballeros Vegas Belles… —Pronunció el nombre del local con cierta sorna—… mañana por la tarde. Por eso nos reunimos hoy, entre semana. No saben cuánto tiempo se quedará aquí, pero aterriza a las diez de la mañana y planea ir directo al club después de una comida de negocios.

—Cada vez tenemos menos ingresos en The Line —comentó otro de los Reapers, un hombretón llamado Gage—. Ya lo sabéis. También hemos perdido algunas chicas. No es ninguna catástrofe, pero la pérdida de clientes complica las cosas. A los polis les gusta contar los vehículos que vienen y van. Cuántos más clientes recibamos, más dinero podremos blanquear sin levantar sospecha. Es obvio que los Callaghan están intentando hacer lo mismo. Eso es un problema para todos.

Deep levantó una mano, y Boonie le dio la palabra.

—La dirección ha vuelto a rechazar otra petición del sindicato para que se mejoren los sistemas de seguridad de la mina. No sé cuánto sabéis acerca de la situación en la Laughing Tess, pero es un asunto que implica más, aparte de nuestros clubes: la mina proporciona más de dos tercios de los ingresos del valle… Al menos, de los ingresos legales —comentó, y varios de los presentes se rieron. Deep continuó—: Escuchad, los Callaghan tienen a los tipos del sindicato nacional en el bolsillo, y a estas alturas es bastante obvio que están maniobrando para hacerse con el control de la mina. Tenemos que frenarles los pies. Si no, tarde o temprano habrá otro accidente grave. El último casi termina con Callup. Tenemos algo bueno en este valle, y no podemos perderlo.

Todos se pusieron serios. Era cierto. Puede que hubiera ocurrido veinte años atrás, pero el horror del incendio seguía proyectando su sombra sobre el valle. Era imposible respirar en Callup sin inhalar el aroma del recuerdo.

—¿Hasta qué punto te fías de la información de ese niñato? —objetó Hayes—. Estoy de acuerdo con que tenemos que hacer algo, tanto por el valle como para proteger The Line. Pero solo tenemos una oportunidad. Si nos lanzamos y Jamie Callaghan se nos escapa, se cerrarán en banda y no nos dejarán volver a intentarlo.

—Puck ha hablado con McDonogh en persona —alegó Boonie—. Dinos lo que opinas.

Sopesé mis palabras cuidadosamente antes de hablar. Había vidas que dependían de lo que expresara a continuación, y sentía el peso de la responsabilidad sobre mis hombros.

—Es joven —expresé al fin—, pero no tonto. Su vida está en juego, y lo sabe. Quizás no puedan matarle directamente, pero si se deja, lo convertirán en un vegetal y lo encerrarán para siempre. Es consciente de que somos los únicos que podemos ayudarle en este lugar. Bueno, nosotros y el sindicato. Pero a estas alturas estamos tan mezclados que pedir ayuda a uno es pedir ayuda al otro. No se me ocurre ningún motivo por el que quiera mentirnos. Nosotros no tenemos tanto que perder como él.

Hayes y Boonie intercambiaron una mirada, y sentí que la tensión aumentaba. Sí, claro, hablaríamos un rato más y al final votaríamos, pero la decisión final se acababa de resolver en aquel instante.

—¿Así que mañana habrá pelea? —dijo Gage—. Si es así, avisaré a mi gente. No quiero que se encuentren en medio del fuego.

—¿A quién tenéis dentro? —preguntó Boonie.

—La barman, Maryse —contestó Gage—. Una camarera, Lisa. Milasy y Renee son bailarinas, tienen turno mañana por la tarde. Ya sé que mañana necesitaremos información, pero las quiero fuera de peligro. Ya han arriesgado suficientemente el pellejo por el club.

—Mandemos a unos cuantos hombres temprano —concretó Deep—. Que finjan ser clientes. Podrán distinguir a los hombres de Callaghan de los parroquianos, que no tienen nada que ver. Si tenemos a cinco o seis hombres dentro antes de mover pieza, estaremos bastante igualados.

—Me parece muy bien —reconoció Hayes—. ¿Hay alguien que todavía no haya ido al Vegas Belles?

Varios moteros alzaron las manos, Painter entre ellos. Eso me sorprendió. Le eché una mirada y me la devolvió con una ceja en alto, desafiante. Así que el Rey de los Coños no salía tanto de fiesta como antes… Muy interesante.

Hayes contó ocho hombres, incluyendo a mi mejor amigo.

—Os iremos mandando al interior a partir del mediodía, de uno en uno. Eso sí, bebed poco a poco. No os sentéis juntos, no habléis nada de nada, por favor. Y si descubren a uno, los otros no reaccionarán, a no ser que reciban una señal, ¿está claro? Nos coordinaremos desde fuera usando vuestra información, y mandaremos un mensaje de texto antes de entrar. ¿Os parece bien?

Murmullos llenaron la sala.

—Que los seleccionados se queden un rato más para aclarar detalles —dijo Boonie—. El resto, podéis iros y disfrutar de nuestra hospitalidad. Las mujeres de por aquí han hecho un verdadero esfuerzo para proporcionaros comida y entretenimiento. No temáis disfrutarlo. Si alguien necesita un lugar para pasar la noche, que me lo diga. Nos ocuparemos de ello.

Y así, sin más, la reunión acabó. Salí de la sala, recorrí el pasillo y alcancé la sala principal. Ese lugar había sido un bar que acabó en bancarrota. Las propiedades inmobiliarias en el valle eran baratas, y aquel edificio era ideal como sede del club. Habíamos acordonado la parte de atrás con una valla de acero de dos metros de altura, coronada con un alambre de concertina. Y si además le añadíamos una hoguera, música y el talento de Darcy para evitar los dramas… aquel lugar era prácticamente perfecto.

Lo único que faltaba era Becca.

Crucé la puerta y dediqué un ademán de saludo al aspirante que vigilaba las motos, mientras me montaba en mi Harley.

Había llegado el momento de ir a buscar a mi mujer.