Capítulo 16
Puck
Me moría de ganas de liquidar a la madre de Becca; a ella y al saco de mierda de su marido. Llevaban demasiado tiempo contaminando todo lo que tocaban. Un puto cáncer para el planeta. Los dos.
Ahora Becca lloraba. Y encima, resulta que el malo de la película era yo. Mierda. Sabía que me estaba comportando como un imbécil. Lo supe en cuanto acabé de hablar. Aunque tampoco había dicho ninguna mentira: esto significaba, sin lugar a dudas, el fin de esa zorra y su marido, y los mataría si alguna vez volvían a contactar con su hija.
Quizá mataría a Teeny, de todos modos.
Pero ¿destrozar a Becca de aquella manera? Eso había sido un error táctico, por no decir que había hecho una gran estupidez. Ella necesitaba compasión, cariño y los clichés adecuados. Algo que yo nunca supe hacer.
Darcy.
La llamaría y ella me daría algún buen consejo. Un alivio me inundó mientras aparcábamos en el enésimo aparcamiento de mierda, del enésimo motel de mierda. Diesel ya estaba allí, esperándome en un parterre diminuto que cumplía la función de zona de fumadores.
Cigarrillos. Joder, necesitaba uno. Ya lo podía saborear.
Si fumaba, podría lidiar con Becca. Esa era la solución. Estacioné la furgoneta, le eché una mirada e hice una mueca. Seguía llorando. No quería mirarme. No. Se limitó a echar un vistazo por la ventanilla, sollozando, porque su madre le había arrancado el corazón y yo me había comportado como si fuera culpa suya. Joder. Puto día de mierda. Necesitaba decir algo, incluso era consciente de ello. Por desgracia, no sabía ni por dónde empezar.
—Enseguida vuelvo —le dije, abriendo la puerta.
Diez minutos más tarde regresé con las llaves de una habitación que había al fondo del edificio. Se enjugó las lágrimas mientras yo cargaba con nuestras bolsas. Me siguió hacia la habitación. Entonces se percató de la presencia de Diesel y se detuvo.
—Ese motero nos está vigilando —susurró.
—Ya lo sé —contesté, esforzándome por mantener un tono normal. «Métela en el puto hotel y entonces podrás fumarte un cigarrillo»—. Le he pedido que se reúna aquí con nosotros.
—¿Por qué?
—Refuerzos. No me gusta meterme de cabeza en según qué situaciones sin alguien que me guarde las espaldas. Es un aliado nuestro. No necesitas saber nada más.
Colgándome las bolsas en un mismo brazo, abrí la puerta de la habitación. Era igual que el resto: mugrientas. Un edredón maltrecho de poliéster y un televisor tan viejo que todavía tenía tubos catódicos.
—Tenemos que hablar —dijo ella, cerrando la puerta.
Me volví y la encontré observándome, con la mirada como una herida abierta. Joder, este día no hacía más que empeorar.
—¿Qué?
—Si te pregunto algo, ¿me responderás? —dijo, muy seria.
—Claro.
—No me dejarás matar a Teeny, ¿verdad?
La escudriñé, comprendiendo que era una trampa. Aún peor, una trampa en la que me había metido yo solito.
—¿Por qué lo preguntas?
—No has querido planear nada conmigo —dijo, midiendo cada palabra—. Y ahora me entero de que has organizado un encuentro con otro motero, que no dejaría que alguien que no conoce fuera testigo del asesinato. ¿Por qué me manipulas? No soy una niña pequeña.
—No te he estado manipulando, y te aseguro que no pienso que seas una niña —dije, pasándome una mano por el pelo. Joder, necesitaba fumar—. Pero tienes razón, no pensaba permitir que mataras a nadie. Ya hay suficiente oscuridad y horror en tu vida, Becs. Créeme, cuando le quitas la vida a una persona, se convierte en un peso con el que debes cargar para siempre. Entiendo que quieras a Teeny muerto, pero jamás permitiría que llevaras esa carga sobre los hombros. Te quiero demasiado. Me importas demasiado.
—Por lo visto, crees que soy una figurita de cristal. No voy a romperme, Puck. Soy adulta, he pasado por cosas horribles. He sobrevivido y he seguido adelante. Deberías haber confiado en mí.
—Pero protegerte es responsabilidad mía —repliqué, preguntándome cómo cojones podía hacer que se olvidara de todo esto.
—No puedes protegerme —susurró, como ausente—. La vida no funciona así. Mira, siento haber perdido los nervios contigo. No soy tonta: sé que mi madre me ha jodido, soy consciente de que tengo que cortar el contacto con ella. Pero cuando me das órdenes, me cabreo y no quiero escucharte.
Suspiré.
—Sí, lo entiendo. Yo también siento haberme comportado como un imbécil. Mira, tengo que salir a hablar con Diesel. Quizá nos pasemos por un bar o algo. No tardaremos más de una o dos horas, ¿de acuerdo? Creo que algo de distancia nos vendrá bien a los dos.
Asintió, desviando la mirada.
—Sí, la distancia nos conviene.
No me alegró que accediera tan rápido. ¿No debería molestarle que quisiera irme tan pronto?
Coño, ni siquiera sabía lo que yo quería.
Un cigarrillo. Sí. Un cigarrillo, antes de nada. Me calmaría un poco… Entonces podríamos hablar y aclarar las cosas.
Joder, las relaciones sentimentales son complicadas. No me extraña que Painter jodiera la suya.
Becca
Puck nunca me había tomado en serio.
No importaba por dónde mirara el asunto, no debería haberme sorprendido. Así funcionan las cosas en el mundo del club. La mujer de un motero no hace preguntas. No mete las narices en esos asuntos, ni siquiera cuando no es un asunto del club.
Él mismo me había dicho que los Silver Bastards eran distintos a los Longnecks, pero la verdad es que no eran tan diferentes.
Y ahora ¿qué? Necesitábamos encontrar un punto medio, o nuestra relación se iría al garete. Eso me aterrorizaba porque, pese a nuestra pelea, no podía soportar la idea de perderle a él también.
Me dejé caer en la cama, preguntándome qué diablos era lo que no funcionaba en mi cabeza. Debía de tener algún problema, ¿no? Porque él me trataba como a una niña, y mi madre como si ni siquiera fuera su hija. ¿Acaso importaba que Puck no me dejara matar a Teeny? Eso no era más que un detalle. Al fin y al cabo, de lo que se trataba era de que mi madre me había engañado. Y esta vez era peor que nunca.
Por mí, ya podía morirse de verdad.
Me levanté de la cama, entré en el bañó y me lavé la cara con agua fría. Eso me hizo sentirme mejor. Cuando él volviera, hablaríamos de verdad. Le dejaría bien claro que no me convertiría en el tipo de dama que él pensaba. Quería estar con él, de eso no había duda. Pero nunca sería feliz siendo una de esas marionetas que se limitaba a asentir y sonreír cuando su hombre se lo indicaba.
El estómago me rugió y reprimí una sonrisa. ¿Y qué, si mi mundo se iba a tomar viento? Sentí una extraña dejadez. Parece ser que necesitaba comer. Me acerqué a la ventana y vi un restaurante al otro lado del aparcamiento. Quizá me diera un capricho. ¿Cuánto podría comer con catorce dólares? Tomé el teléfono móvil desechable y marqué el número de Puck.
—Hola —dijo, enseguida.
—Hola —contesté, sintiéndome incómoda—. Oye, siento molestarte, pero tengo hambre. ¿Te importa si me acerco al restaurante que hay aquí al lado? Está frente al aparcamiento.
—Sí, ya lo veo. De acuerdo. Ve a por algo de comer y luego vuelve directa al hotel. Llámame cuando estés en la habitación de nuevo. Puede que tarde un rato.
—Muy bien.
Agarré el bolso y comprobé que la pistola que me había dado Earl seguía dentro. No esperaba necesitarla, pero después de todo lo que había ocurrido, ya nada me sorprendía.
En aquel lugar comprobé que catorce dólares daban bastante de sí.
La comida mejoró considerablemente mi humor. Tanto, que empecé a sentirme culpable por cómo había desahogado mi rabia con Puck. No es que estuviera de acuerdo con todo. Pero había llegado el momento de enfrentarse a la realidad: tenía problemas para controlar mi mal genio, y si no encontraba una manera de comunicarme con él, tarde o temprano se convertiría en un obstáculo insalvable.
La camarera me trajo la cuenta, y conté lo que debía, añadiendo una propina del treinta por ciento. Eso me dejaba con un dólar, exactamente. Sacudí la cabeza y lo dejé en la mesa, porque… ¿por qué no?
Fui al baño. Otra mujer entró en la puerta contigua. Terminé con lo mío y me lavé las manos. Acababa de secarme cuando la vi salir.
Era… ¡mi madre!
En la gasolinera no la había mirado con atención. Ahora, fuera de aquel shock, me fijé en las arrugas de sus ojos, en el pelo gris que le decoraba la sien, en su temblor de manos… Mamá seguía vistiendo como una motera, pero había adquirido ese aspecto de cuero curtido y ajado que aparece después de una vida muy castigada.
—Lo siento —susurró, sosteniéndome la mirada en el espejo.
La agonía en su voz sonó tan real que casi me lo creí. Entonces me acordé: no era humana. No tenía emociones de verdad, no como el resto de personas. Nadie que tuviera sentimientos se habría comportado como ella.
—Quiero pedirte perdón —dijo—. Por favor, cariño. La he jodido. Ahora me doy cuenta.
—Vete a la mierda.
—Lo he comprendido en la gasolinera: hace cinco años que no te veo. Ahora eres distinta, tesoro. Has crecido. No me lo puedo creer, no puedo creer que casi haya vuelto a darte la espalda. Por favor, déjame hablar contigo.
—No me interesa lo que tengas que decirme.
Frunció el ceño, metiéndose una mano en el bolsillo. En ese momento supe que algo no iba bien, e intenté alcanzar mi bolso justo cuando sacó una pistola.
—Deja tu bolso ahí —expresó fríamente.
Lo hice, aguantándole la mirada.
—Ojalá te hubiera matado —susurré.
Se encogió, pero no le flaqueó la mano.
—Vas a cruzar el restaurante, caminando delante de mí como si no pasara nada, como madre e hija. Saldremos por la puerta del fondo, la que no da al hotel. Una vez fuera, te montarás en el vehículo conmigo y nos iremos.
Negué con la cabeza.
—Pégame un tiro, no te reprimas. Lo prefiero antes que ir contigo.
—No eres la única que moriría. Teeny está fuera, y tiene a tu novio en el punto de mira. Si no haces lo que te digo, le llamaré y apretará el gatillo. Andando.
El asiento trasero estaba lleno de trastos y viejas bolsas de comida rápida. Me senté junto a mi madre, mirándola con odio mientras mantenía la pistola apuntada hacia mí. En la otra mano sujetaba el teléfono. Había arrojado mi bolso al asiento delantero.
—La tengo —dijo.
Segundos más tarde, Teeny abrió la puerta del conductor y se sentó. Empecé a gritar y me lancé hacia la puerta. No había bromeado cuando dije que prefería morir antes que ir con ellos.
Teeny arrancó de golpe, alejándose del aparcamiento mientras mi madre saltaba sobre mí. Me estampó la cabeza contra la ventanilla.
¿Alguien nos habría visto? Alguien tenía que habernos visto. Si conseguía salir del automóvil, tendrían que dejarme atrás.
—¡Cálmate, joder! —gritó Teeny por encima del hombro.
Me lo tomé como señal de que tenía que echarle más ganas. Entonces pisó los frenos de golpe, estampándonos a mi madre y a mí contra los asientos de delante.
Teeny se volvió, levantando una pistola y apuntando a mi cabeza.
—Nunca me gustaste —murmuró—. Créeme, me muero de ganas de apretar el gatillo.
—No seas loco —suplicó mi madre. ¿Acaso había una miguita de emoción real en sus ojos?—. Becca, no queremos hacerte daño. Todo irá bien; solo tienes que hacer exactamente lo que te digamos. Primero, voy a sujetarte las manos y los pies con cinta americana. Tienes que calmarte, cariño. Si no, te harás daño.
Contemplé la pistola, hipnotizada. Era el momento de la verdad. Tenía que tomar una decisión, porque si no, Teeny me dispararía. Lo tenía escrito en la cara.
De repente, no tenía tantas ganas de morir.
Mi padrastro me miraba con odio, sosteniendo firme la pistola mientras ella trasteaba con un rollo de cinta adhesiva. Flexioné los músculos, intentando ganar algo de espacio extra mientras me ataba. Menos de un minuto después, me había inmovilizado las manos y los pies, e incluso me puso cinta sobre la boca.
Teeny gruñó con aprobación y volvió a incorporarse al tráfico.
—No te preocupes, cariño —dijo mi madre, pasándome un brazo por los hombros y apoyándome contra su costado, como si fuera una niña pequeña, como si no estuviera secuestrándome activamente en ese mismo instante—. Mamá está aquí. Yo cuidaré de ti…
Condujimos durante unos buenos cuarenta y cinco minutos por el desierto. Dejamos atrás nuestra antigua casa y seguimos el cauce de un río seco. Finalmente, Teeny detuvo el automóvil delante de una antigua caravana. Una de esas antiguas, como la que Walter White usaba para cocinar cristal en Breaking Bad.
Conociendo a mi madre, seguro que había sacado la inspiración de esa serie.
Era obvio que llevaba mucho tiempo allí aparcada, y me pregunté si aquel cacharro todavía funcionaba. Probablemente no.
Me sacaron del vehículo y tuve que adentrarme en la caravana avanzando a saltitos, con mi madre a un lado y Teeny al otro. Efectivamente, el lugar olía a orín de gato: habían estado cocinando. Mira qué bien. Con la suerte que tengo siempre, el lugar estallaría.
Mamá me ayudó a sentarme en un pequeño sofá que había en un rincón de la caravana. Supongo que esperaba un interrogatorio, pero en vez de eso, Teeny y ella se acomodaron en unas sillas junto a la mesa, delante de mí.
Teeny tiró mi bolso e inspeccionó mi billetera.
—Aquí no hay nada —dijo, después de revisarla—. ¿Dónde tienes el dinero?
Tardé unos segundos en comprender que se dirigía a mí. Me encogí de hombros, incapaz de responder. Gruñó, se inclinó y me arrancó la cinta adhesiva de la boca. Se llevó una capa de piel incluida. Joder, qué daño me hizo.
—Os lo he dicho desde el principio: no tengo dinero. Trabajo de camarera, joder, voy a clase. Me he gastado mis últimos dólares en el desayuno.
—¿Y tu noviete? —preguntó mi madre, casi en tono pícaro.
Decidí que estaba interpretando el papel de «madre curiosa» para sonsacarme información.
—¿Os acordáis del tipo que me llevó a Idaho? ¿El que te dio una paliza? —escudriñé a Teeny.
Frunció el ceño, y mi madre tuvo el detalle de sonrojarse.
—Fue una época muy confusa —dijo ella rápidamente—. Creo que ahora todos podemos y mirar atrás y preguntarnos…
—¿Qué pasa con él? —exigió Teeny, impaciente.
Mierda, En ese preciso momento lo comprendí: no tenían a Puck en su punto de mira. Mi madre me había mentido.
—Ahora es mi hombre, y se ha traído a unos cuantos amigos… —dije, con una sonrisa descarada—. Seguramente ya estén en camino. ¿Seguro que quieres cabrearlo?
Los dos me miraron, anonadados.
—¿Él? —preguntó mi madre, al fin—. ¿El mismo chico?
—No es un chico, y no se alegrará demasiado cuando descubra lo que habéis hecho. Soltadme ahora y le diré que no se moleste en mataros. Si no, estáis bien jodidos.
Teeny se quedó con la boca abierta y me eché a reír. No pude reprimirme. Casi era capaz de ver el pequeño hurón que impulsaba la cabeza de Teeny corriendo más y más rápido en su rueda. Tragó saliva.
—No pretendíamos hacerte daño —dijo atropelladamente—. Ya sabes lo impulsivo que soy. Pero no tengo malas intenciones.
—Vete a la mierda, Teeny —espeté.
Le vi enfurecer.
Joder, «¡no cabrees al subnormal que tiene una pistola!»
—Tenemos que matarla —anunció Teeny.
Me quedé helada.
Mi madre miraba a uno y a otro, desbordada.
—¿Qué quieres decir? No podemos matarla. Es mi hija.
—Como si te importara… —masculló Teeny—. Vendí su coño a medio club y nunca dijiste nada.
—Ya era mayorcita, podía lidiar con ellos —escupió mi madre, entornando los ojos.
En otro momento, su preocupación me habría conmovido. Pero ¿ahora? Ahora lo único que quería era salvar mi vida. Miré a mi alrededor frenéticamente, intentando encontrar algo que pudiera usar como arma. Cualquier cosa. Por desgracia, la cinta adhesiva limitaba mis opciones de manera considerable.
Fue entonces cuando Teeny y mi madre se enzarzaron en una pelea. Él la insultaba a gritos, mientras ella entraba en una auténtica pataleta, farfullando. Mi bolso seguía en la mesa. La pistola estaba en un bolsillo interior con cremallera. Por lo visto, Teeny no la había visto. Estaba demasiado concentrado en mi cartera.
Si lograba hacerme con mi pistola, quizá pudiera… ¡Despierta! ¿Con las manos atadas?
Mierda.
De repente, la pistola de Teeny volvía a apuntarme. Se alzaba sobre mí, con las manos temblorosas, y vi mi muerte escrita en sus ojos. Iba a ocurrir. Ahora sí. Dicen que cuando estás a punto de morir, la vida entera pasa por delante de los ojos. Pero a mí no me pasó. En lo único que podía pensar era en Puck y en cuánto le quería. De repente, me pareció terroríficamente obvio que había estado dejando escapar algo increíblemente valioso. ¿Por qué coño lo había hecho? Debí haberme limitado a disfrutarlo.
—¡Teeny, por Dios, no puedes dispararle! —gritaba mi madre, cada vez más histérica—. ¡Es mi niña! Escucha, no me importaba pedirle dinero, pero esto es distinto. No tienes derecho a matarla. ¡No te lo permitiré!
—¡Cierra la puta boca! —le gruñó Teeny, y acto seguido volvió a concentrar su atención en mí—. Y tú, deja de mirarme. Cierra los ojos. ¿Me oyes? ¡Ciérralos!
Obedecí, pensando a toda velocidad. Oí el sonido del seguro de la pistola. Mi corazón iba a mil por hora. Tragué saliva. Dios mío…
De repente, oí que mi madre aullaba con rabia. Teeny soltó un grito de sorpresa, al que siguió un chasquido y un ruido pegajoso, y créanme si les digo que esas no son palabras que debieran ir juntas.
Algo húmedo y caliente me salpicó la cara, y algo pesado cayó al suelo. El corazón me iba a estallar. Abrí los ojos de par en par: mi madre apaleaba a Teeny con un bate de béisbol. Un puto bate de béisbol de aluminio. Joder. Golpeaba su cabeza una y otra vez, la sangre salpicaba en todas las direcciones.
La realidad se volvió a poner en marcha y escuché lo que decía:
—¡No! ¡No! ¡No tienes derecho a hacerle daño a mi niña, cabronazo de mierda! ¡Mi niña! ¡Mi niña!
Me deslicé por el sofá para dejar tanto espacio como fuera posible, intentando esquivar la sangre. El espectáculo era brutal.
—Mamá —dije, intentando mantener la calma. No parecía oírme—. ¡Mamá! Ya puedes parar, mamá, por favor… Está muerto.
Se detuvo, jadeando. El bate se escurrió de sus manos y rebotó contra el suelo de linóleo descolorido.
—Está… muerto —susurró mi madre.
Parecía recién salida de una película de terror. El pelo reseco y quebradizo le colgaba en mechones ensangrentados. Le habían salpicado sesos por la cara y el pecho. Entonces me sonrió. Una de sus paletas estaba podrida y medio rota.
—Lo siento... Siento todo esto —dijo tras una larga pausa, haciendo un gesto de cabeza hacia Teeny.
Tragué saliva, preguntándome qué coño haría o diría. Seguía con vida, eso era bueno. Pero, pese a que acababa de salvarme, mi madre era una amenaza y estaba realmente desequilibrada.
—Tengo que irme —anunció, con la mirada perdida, y no supe si se dirigía a mí o estaba hablando sola—. Tengo que salir de aquí. No puedo permitir que nadie me vea en estas condiciones.
—¡Espera! Tienes que ayudarme. Ayúdame a quitarme la cinta adhesiva. Puedes dejarme en la ciudad y ya está. Todo habrá terminado.
Me echó una mirada, con los ojos llenos de sospecha. Una sospecha y algo casi inhumano… como un animal salvaje acorralado. ¿Me reconocía? Ni siquiera lo sabía.
Mierda: atrapada en una caravana en el desierto, en compañía de un cadáver y una loca.
—Tengo que irme —repitió, rescatando mi bolso.
Guardó la cartera dentro y echó a andar hacia la parte trasera del vehículo. Moví las manos e intenté arrancar la cinta con los dedos. No pensaba que mi madre fuera a hacerme daño, pero ¿quién sabe? Era obvio que había perdido el contacto con la realidad.
Ya había logrado soltar una tira de cinta adhesiva cuando regresó, arrastrando una maleta roja.
—Bueno… —dijo, saltando el cadáver de Teeny para darme un beso en la mejilla—. Tú quédate aquí, que yo me ocupo de todo. Todo irá bien, cariño.
Me sonrió y salió de la caravana.
Segundos más tarde oí la puerta de un vehículo y un motor que arrancó y se alejó.
Bajé la mirada hacia el cuerpo de Teeny y cerré los ojos.
Hay que joderse.