Capítulo 9
Becca
Las cosas siempre mejoran después de un sueño reparador. Por fin anoche logré dormir a gusto. No me levanté hasta mediodía, y todavía seguía sin duchar. Por suerte, lo único que tenía que hacer era la tarta de Earl.
Teresa estaba satisfecha con mi trabajo de anoche; tanto, que me dio turnos de noche, de martes a sábado. No era el mejor horario para tener vida social, pero era justo lo que necesitaba para ganar más.
Entre el Moose y la escuela, el domingo era el único día libre que me quedaba, y pensaba aprovecharlo. Acababa de apurar el café cuando oí el rugido de la Harley en el callejón. No había dejado de darle vueltas a lo ocurrido. Todavía no había respondido a mi disculpa. ¿Seguiría enfadado? ¿Y qué más me daba? Ya había decidido que no lo quería en mi vida, así que… ¿qué me importaba?
Me importaba mucho.
El motor se apagó y oí pasos en la escalera. Mierda. No podía ser.
Pero… ¿y si lo era?, ¿qué querría?, ¿qué podía decirle? Llamaron a la puerta y no fui capaz de seguir pensando. Me levanté lentamente, maldiciendo no haberme molestado en peinarme, o por lo menos haberme quitado el pijama.
«Da igual qué aspecto tengas —me recordé firmemente—. No vas a empezar una relación con él. Asúmelo ya.»
Claro. Eso se dice muy rápido.
Me acerqué a la puerta, giré la llave y abrí poco a poco. Puck estaba ahí fuera, con cara de póker. Tenía buen aspecto. Más que bueno. Vestía su uniforme habitual: jeans gastados, botas de cuero y una camiseta que dejaba a la vista sus músculos tatuados. Llevaba puesto el chaleco del club, y el cuero oscuro contrastando con los parches me recordaron una vez más lo peligroso que era.
—Puck…
Entró, mirándome fijamente. No era exactamente cómoda la situación, con aquella manera que tenía de inmovilizarme. Más bien, era la mirada de un depredador que evalúa a su presa.
Puck era atractivo, pero no guapo, y la cicatriz que le cruzaba el rostro era brutal. Su vida entera era brutal. Sabía que no debía confiar en él, pero ahora que lo tenía delante, me costaba un esfuerzo no acercarme. Abrazarlo. Acariciarle el pelo para comprobar que seguía tan suave como lo recordaba. Y él deseaba lo mismo. Ardía en sus ojos.
Me puso una mano en la nuca y pronunció mi nombre con un susurro hambriento.
—Becca…
De repente, su boca cubrió la mía. Los labios dejaron paso a su lengua y el mundo se movió bajo mis pies. Sentí que su mano se deslizaba por debajo de mi pijama, para agarrarme bien las nalgas. Mis brazos le rodearon el cuello y todas mis estúpidas dudas se esfumaron.
Ahí es donde tenía que estar.
Tal vez mi corazón no estaba listo para una relación, pero mi cuerpo estaba al cien por cien de acuerdo en acostarse con él. Preferiblemente ahora mismo, contra la pared. Eso era bueno, porque no podría haberme movido aunque hubiera querido: sus dedos me sujetaban el pelo con fuerza. Empezó a retroceder hacia mi habitación, con su miembro duro apretado contra mí, y ni se me ocurrió protestar.
No se me ocurrió nada, de hecho.
Mi cerebro no estaba por la labor.
Lo único que sentía era a él, lo único que quería era a él. Dentro de mí, sobre mí, rodeándome. La cama me golpeó detrás de las rodillas y Puck me empujó. No lo hizo con cuidado. Ni hablar. Me cubrió con su cuerpo, apartándose lo justo para contemplarme. Su mirada me atravesó el alma, como llamas incandescentes.
—Si quieres que me detenga, dilo ahora —dijo lentamente, quitándose el chaleco de cuero.
Negué con la cabeza rápidamente. Puck encontró la cintura de mis pantalones, deslizó los dedos y me los bajó a toda prisa. Se llevó las manos al cinturón y lo arrancó de un tirón. Se bajó la bragueta y ahí estaba: en toda su gloria, más grande de lo que recordaba.
Contemplé su sexo, hipnotizada, y me relamí.
Puck gimió.
—No me mires así —gruñó—. No quiero hacerte daño, pero si sigues con esa cara, no podré evitarlo.
En un instante sacó un condón, se lo puso y se posicionó en mi entrada. Ocurrió muy deprisa. ¿Estaba lista para él? ¿Me partiría en dos? ¿Me haría daño? Me quedé inmóvil.
Puck no se detuvo ni un instante.
Se adentró hasta el fondo en un segundo, llenándome mientras ahogaba un grito, una mezcla de dolor y placer tan intensa que era todo un nuevo fenómeno. Entonces su cuerpo cubrió el mío y sus caderas se clavaron en mí con fuerza, como si ansiara la fricción pero no quisiera arriesgarse a salir ni un poco.
Con ese movimiento presionaba su pelvis contra mi clítoris.
—Más… —gemí, aferrándome a sus bíceps con mis uñas.
Arremetió contra mí, empujándome contra mi viejo colchón mullido, gruñendo con cada embestida como si su vida dependiera de ello.
Mi vida, sin duda, parecía estar en suspenso, a la espera del alivio que solo él podía proporcionarme. El deseo, la necesidad y la tensión me recorrían como un relámpago salvaje, arrastrándome a la línea de meta a una velocidad que no pensaba que existía.
Puck me agarró los tobillos y los puso sobre sus hombros. El ángulo nuevo lo cambió todo, posicionándole de manera que le permitía llegar más hondo, si eso era posible.
—Tócate —exigió con determinación, susurrándome—. Córrete mientras te monto. Este cuerpo es propiedad mía. Demuéstrame de qué es capaz, Becca.
Obedecí, sin aliento, frotándome el clítoris frenéticamente. Jamás había experimentado nada igual. Sus ojos se clavaron en los míos, atrapando mi mirada mientras su rabo me torturaba. El orgasmo me impactó como un tsunami y estallé, estremeciéndome. Sonrió como un salvaje y empezó a arremeter contra mí con tanta fuerza que supe que luego tendría problemas para andar.
Me traía sin cuidado.
Cada embestida me llegaba hasta el fondo, y tenía el cuerpo tan sensible y excitado que parecía que Puck hubiera doblado su tamaño. Santo cielo… Había dicho que era de su propiedad, y era verdad. Mi cuerpo reconocía a su dueño, aunque mi mente no quisiera. Mi cuerpo quería satisfacerle, obedecerle y complacerle. De repente se corrió: un escalofrío lo sacudió, y sentí las pulsaciones de su sexo en lo más hondo de mi ser.
Su mano volvió a atrapar mi pelo, y me ladeó la cabeza para darme otro beso desenfrenado mientras sus últimas gotas se derramaban en mi interior. Nuestros jadeos llenaban la habitación.
Al rato salió de mí y se tumbó a mi lado. Suspiré. Nunca había sentido nada parecido, ni de lejos. Ni siquiera cuando se la chupé en California, la primera vez que me provocó un orgasmo.
—Joder —consiguió decir al fin—. Ya era hora, ¿eh?
No respondí.
¿Qué cojones dice una después de algo así? «Muchísimas gracias» no sirve. En vez de hablar, le envolví en mis brazos. Su peso me cubrió y nos quedamos allí tumbados, recuperando el aliento.
—Esto no me lo esperaba —dije, finalmente.
No contestó, pero rodó hacia un lado y quedó junto a mí. Le escudriñé, fascinada por las líneas de su rostro.
—Acepto tus disculpas —dijo y añadió tras una pausa—: Por si acaso no ha quedado claro.
Me eché a reír.
—Sí, ya me lo imaginaba.
—Ya hemos hecho el tonto bastante tiempo —continuó—. No es ningún secreto que te deseo, y parece que el sentimiento es mutuo. Becca, ha llegado el momento.
¿El momento? Me pregunté de qué hablaba. Joder, ojalá quisiera decir que era el momento de seguir follando…
—Creo recordar que te recuperas rápido —comenté, alargando la mano hacia su sexo.
Su pene no había llegado a ablandarse del todo. Notaba la piel suave y lisa entre los dedos, y sentí que su miembro entraba en acción.
—Aclaremos las cosas —dijo, y su tono de voz me pilló desprevenida—. Esto no es un revolcón y nada más. Vas a ser mi dama, Becca. Además, esta tarde lo he declarado ante los demás en el club, y ya saben que eres mía.
Me quedé inmóvil.
—No recuerdo haber dado mi consentimiento —expuse, lentamente—. De hecho, lo he estado pensando y he decidido que no estoy preparada para una relación sentimental seria. Entre lo de mi madre y la Escuela de Estética, yo…
—Ya hace cinco años que tenemos una relación —me interrumpió Puck, muy serio—. No era típica, no era exclusiva… Joder, no sé muy bien qué era, pero ambos sabemos que tengo razón. Sea lo que sea esto, ha existido desde que nos conocimos.
Examiné su rostro, intentando decidir si su teoría me parecía bien. Puck había sido un elemento constante en mi vida, eso era cierto. Pero de ahí a algo serio… era un poco abrumador.
—Anoche ni siquiera me hablabas —repliqué, incorporándome e intentando no entrar en pánico—. Y ahora… ¿te plantas en mi casa, me follas y anuncias que somos pareja? Creo que me he perdido una parte de la historia.
—No eres una mujer normal y corriente —dijo, y su expresión se suavizó un poco. Tomó un mechón de mi pelo y jugó con él entre los dedos—. Creciste en un sitio de mierda, te han pasado cosas asquerosas. Yo mismo formé parte de ello. También yo me crié en un sitio de mierda, pero me ocurrieron menos cosas malas. Sin embargo, la vida es así: los hombres como yo no seguimos las mismas normas que los demás. Escribo mis propias leyes, vivo tan rápido y dándolo todo, que no tengo tiempo que perder cuando encuentro algo bueno. Y sea esto lo que sea, sé que es algo bueno.
—Yo quiero ser normal —susurré—. No soy como tú, Puck.
—Es una mierda, pero es la realidad —replicó, inclinándose para darme un beso con dulzura.
La sensación de sus labios contra los míos me distrajo, y sentí que se recostaba sobre mí de nuevo. Su rabo se endureció en mi mano. Lo recorrí con los dedos, con anhelo. Entonces se apartó.
—Becs, ahora eres mi dama. Es así.
Vaya. De repente Puck era mucho menos sexi.
—¿No tengo elección o qué?
—Ya has elegido. Me has dejado entrar, en tu casa y en tu cuerpo. Llevamos demasiado tiempo dándole vueltas a lo mismo.
—Decidir follarse a alguien no es lo mismo que empezar una relación estable con ese alguien —le informé, tensa—. Y no me llames Becs. Me llamo Becca.
—Está bien, podemos llegar a un acuerdo —replicó—. No hace falta que sea serio desde el principio. ¿Qué te parece? Solo prométeme que no te acostarás con nadie más mientras tanto, y dejaremos que la relación evolucione de manera natural.
Entorné los ojos.
—No soy tan idiota —advertí—. Y tampoco una jovencita atontada a la que puedas manipular con una sonrisa. Sé exactamente lo que sucede cuando un hombre como tú va a una fiesta o a hace encargos. Te follarás a cualquier cosa que se mueva mientras yo me quedo en casa, sentadita, esperándote.
Puck se echó a reír.
—Te gusta mucho el verbo «follar», ¿no? —bromeó.
—Es un buen verbo.
—Bueno, planteémoslo así —dijo—. Es verdad. Me he follado a muchas mujeres. Al final, todos los coños son iguales. Pero tú eres diferente. Eres especial, y yo no soy un adolescente que no puede pasar diez minutos sin mojar el churro. Estoy listo para algo más que sexo.
—¿Ah, sí? ¿Desde cuándo?
Adoptó una expresión extraña.
—Desde esta mañana —respondió—. Hace un par de horas.
—Eso no tiene sentido. —Me reí.
Él también se rio. Entonces se tumbó de espaldas, agarrándome y llevándome con él.
—La vida no tiene sentido, Becs. Hay que seguir la corriente.
—Te he dicho que no me llames así.
—Hagamos un trato. Admite que somos una pareja y empezaré a llamarte Becca.
Fruncí el ceño, atrapada.
—Lo que suponía, Becs. Ahora vístete y vamos a preparar un picnic. Hay un sitio que quiero que conozcas.
Puck
Una hora más tarde Becca estaba de pie ante el segundo saliente más alto, contemplando el agua. La había llevado por la carretera que seguía el brazo norte del río Coeur d’Alene, disfrutando todo el camino del tacto de sus manos agarradas a mi cintura y sus pechos contra mi espalda. Ahora estábamos en Roca Gigante, que era exactamente lo que su nombre sugería: una formación gigantesca de granito que se alzaba sobre la corriente del río.
—Es increíble lo transparente que es el agua —dijo, con poco más que un susurro.
Seguí su mirada. Bajo nosotros se extendía un estanque amplio y profundo completamente nítido. Alcanzábamos a ver cada piedra del fondo. Un pez se desplazaba tranquilamente, sin sospechar el peligro en la superficie.
Todavía no me podía creer que estuviera allí de verdad, que al fin hubiéramos logrado abrirnos paso entre tanta mierda y estar juntos. De acuerdo, quizá mi chica no estaba al cien por cien convencida, pero todo llegaría. No era alguien a quien le gustara ir de flor en flor, pese a su pasado. O quizá precisamente por eso.
Joder, el simple hecho de estar con ella ya mejoraba mi humor.
—Ya verás cuando saltes —le dije—. Está fría, pero es una puta maravilla. Se te pone el corazón a mil. Es un subidón de adrenalina. No puedo creer que no hayas venido nunca.
Becca se volvió hacia mí, con el deleite escrito en la cara.
—A mí también me cuesta creerlo —dijo, y me sonrió—. Si descubro que Danielle me lo ha estado ocultando, la estrangularé.
—Tiene que conocer este lugar. Cualquiera que crezca en el valle se pasa la adolescencia viniendo aquí a dar fiestas. Es famoso.
Señalé hacia detrás, a una pintada que cubría una de las rocas y anunciaba que «la promoción del 2002 dominaría el mundo».
Me pregunto cómo les habrá ido.
Lo de las promociones no era lo mío. Yo no terminé el instituto. Aunque me gané el Graduado Escolar en el correccional, eso sí. Hasta ahora no había representado un problema. Aunque claro, los Silver Bastards tendían a no hacer mucho caso a los diplomas. Les interesaba más el hecho de que hubiera rechazado tres ofertas para reducir mi sentencia a cambio de información sobre el club.
—Lo que me sorprende es que no haya más gente —observé—. Es domingo por la tarde. Este sitio tendría que estar a reventar.
—Creo que los has asustado con la moto —dijo Becca, en tono seco—. O quizás ha sido tu manera de aparecer.
Me eché a reír. Tenía bastante razón.
Cuando detuvimos la Harley nos encontramos con un grupo de adolescentes, pero desaparecieron a una velocidad sorprendente cuando vieron mi chaleco. Me parecía bien, porque llevaba mucho tiempo soñando con Becca nadando desnuda en aquel estanque. Y ahora que lo menciono…
—Venga, la ropa fuera —le dije, quitándome la camiseta. Cuando me la saqué por la cabeza, vi que me estaba mirando fijamente. Y no era una mirada de «oh, pero qué sexi eres», sino más bien de «¿has perdido la puta cabeza?»—. ¿Qué…?
—¿Pretendes nadar desnudo? —preguntó, con un hilo de voz.
—El agua está fría. Si saltas con la ropa puesta, te congelarás de camino a casa. Desnúdate, anda.
—¿Y si viene alguien?
—Eres preciosa, cariño, pero no tienes nada nuevo en este mundo. Tienes las mismas partes que el resto de seres humanos, así que dudo que se lleven una gran sorpresa si ven tu trasero.
Se ruborizó, lo cual fue adorable. Y gracioso, además, si tenemos en cuenta que había crecido rodeada de moteros. Precisamente, no éramos gente tímida. Me agaché y me quité las botas, y a continuación me bajé los pantalones de un tirón. Volvía a tener el rabo duro, algo bastante impresionante, si tenemos en cuenta que ya llevábamos dos revolcones esa tarde: uno en la cama y otro contra la pared de la cocina, mientras preparábamos la comida. No sé por qué, pero había supuesto que la segunda vez sería más lenta, con menos urgencia, pero verla desnuda me ponía a cien. No lo podía evitar.
—De acuerdo —dijo Becca, riéndose con nerviosismo y mirando a todas partes.
No tenía de qué preocuparse. Estábamos junto a la vieja carretera del río, a muchos kilómetros de la principal que llevaba a Callup. Las únicas señales de civilización eran unas viejas vigas de puente, asomando por encima de las copas de los árboles, en la distancia.
Cuando se quitó la camiseta dejé de pensar en nadar.
Joder, qué tetas tenía. Redonditas y con cuerpo, con un par de pezones de color rosa oscuro que pedían a gritos que los lamiera un poco. Fui a por ella, pero se apartó de un salto y, de repente, me vi atrapado en una carrera por ver quién saltaba antes.
No estábamos en la parte más alta de la roca, pero sí a suficiente altura como para que, cuando Becca se volvió y saltó sin dudarlo ni un instante, me sorprendiera. La contemplé impactar contra el agua hecha una pelota. Se hundió, dio un par de patadas y volvió a romper contra la superficie, tomando aire y riéndose.
—¡Joder, está congelada! —gritó—. ¡No me habías avisado! ¡Está más fría que el río!
—¡Es un estanque hondo y a la sombra! —le respondí a gritos, sin dejar de sonreír.
Entonces salté yo también, eufórico. Me hundí en el estanque helado. Emergí a unos buenos tres metros de ella y la busqué.
Quería tocar aquellos pezones duros, mojados y resbaladizos.
Becca se echó a reír y me salpicó, entonces la tomé entre los brazos y tiré de ella, apretándola contra mí. Nuestros cuerpos sumergidos se deslizaban el uno contra el otro.
—Está helada, de verdad, joder —susurró temblando—. Pero es más llevadero una vez empiezas a perder la sensibilidad.
No le faltaba razón: ya no era capaz ni de sentir el rabo, y tenía la sensación de que mis pelotas habían vuelto a trepar.
—¿Sabes una cosa? Me encantaría follarte aquí, en el agua, pero no las tengo todas conmigo —admití.
Becca soltó una risita y se inclinó para besarme.
Saboreé el momento. Incluso con mi miembro fuera de servicio, esta era la mejor cita de mi vida. Y sí, joder, claro que era una cita. No me importaba llamarlo por su nombre. Había sido un puto idiota por esperar tanto tiempo.
«Becca necesitaba ese tiempo, imbécil.»
Di un par de patadas fuertes y me recliné en el agua con Becca sobre mí, saboreando sus labios mientras mis manos recorrían su cuerpo con total libertad. Encontré su trasero y deslicé la mano más abajo. Vaya, esa sí que era una buena manera de calentarme los dedos…
Se estremeció, y me gustaría creer que fue por algo más que el frío. Rodeó sus brazos alrededor de mi cuello, agarrándose a mí con fuerza. Me encantaba sostenerla de aquella manera. Entonces se alzó de repente y hundió mi cabeza con un solo gesto brusco.
Volví a la superficie con un rugido y me encontré con que estaba nadando a toda velocidad y alejándose de mí, riéndose a carcajadas.
—¡Me las vas a pagar! —grité, sin quitarle el ojo de encima.
—¿Qué vas a hacer, azotarme?
—¡Es una buena idea, cariño! Me encanta.
Treinta segundos más tarde la alcancé, y nos dedicamos a empujarnos y salpicarnos hasta que los labios se empezaron a poner azules.
Por suerte, tenía un plan para ayudarla a entrar en calor.
Aunque claro, primero tendría que descongelarme el rabo.
Una hora más tarde estábamos tumbados en la hierba junto al río, secos y felices. Se lo había comido a ella; ella me lo había comido a mí, y luego follamos otra vez porque… ¿Por qué no?
La vida era bella. De eso estaba convencido.
Por desgracia, empezaba a oscurecer. El valle del río era tan estrecho que la luz desapareció rápidamente. Becca trepó sobre mí, se sentó a horcajadas sobre mi regazo y apoyó las manos en mi pecho. La agarré por la cintura y contemplé a mi dama.
Sus pechos se movían libres bajo su camiseta (me las había apañado para perder su sujetador cuando nos desnudamos en la roca). Ahora solo vestía el top de tirantes y los jeans y, lo juro por mis cojones, era el sueño de cualquier motero. El pelo le colgaba en rizos húmedos y tenía la punta de la nariz ligeramente roja por el sol.
—Sabes que pienso quedarme contigo, ¿no? —dije—. Llámalo como quieras, pero esto es de verdad. Admítelo.
Becca ladeó la cabeza y me dedicó una sonrisa tímida.
—Sí, supongo que es de verdad —susurró.
Se inclinó sobre mí y me besó.
El paraíso de cualquier motero, en resumen. Era una lástima que no pudiera despertar a mi rabo ni aunque mi vida dependiera de ello: había agotado todas mis reservas, por suerte o por desgracia.
En fin, hay problemas peores en el mundo, si uno lo piensa.
Becca
Puck roncaba. No demasiado, lo justo para resultar adorable.
«Adorable» era una palabra que jamás habría asociado a él, pero cuando dormía, algo dulce y apacible surgía en su rostro. La cicatriz seguía estando allí, claro, pero estaba completamente relajado, feliz, y se notaba. Todavía no estaba muy convencida sobre eso de «pienso quedarme contigo», pero imaginaba que las cosas se arreglarían por sí mismas, porque Puck tenía razón. Fuera lo que fuese lo nuestro, era de verdad, y a mí también me hacía feliz.
¿Qué hora era? El reloj indicaba las cinco de la mañana… De repente me entró mucha sed. Me escabullí de la cama y me dirigí a la cocina en silencio.
Habíamos decidido quedarnos en mi apartamento porque, en general, era bastante más agradable. Hogareño y acogedor.
El parpadeo del contestador me llamó la atención de regreso al dormitorio. Alguien me había llamado (¿quizá mientras nos duchábamos juntos?). No pude evitar ponerme en tensión.
Me acerqué el auricular a la oreja y escuché: «Becca, cariño, soy mamá. Te he dicho que no pasaba nada y que me las arreglaría. No me las he arreglado, tesoro. Me he llevado una buena paliza. Estoy segura de que tengo un brazo roto y creo que tengo un porrazo grave en la cabeza. Algunas de las chicas han intentado llevarme al hospital, pero me da miedo ir. Si la policía arresta a Teeny, lo único que harán será encerrarlo unas horas, y en cuanto pague la fianza, será peor. Necesito que me mandes dinero, cariño, de verdad. Mucho dinero. Si no, no saldré con vida. Odio hacerte esto, tesoro, pero la situación es seria. No quiero morir».
El corazón me dio un vuelco. Jamás la había oído así. Sonaba como si la hubieran estrangulado. Era algo que conocía bien.
A mí también me estrangularon, una vez.
Comprendí que tenía que hacer algo. Puck tenía razón: mi madre era una estafadora, de eso no cabía duda. Pero era mi madre, y creía a pies juntillas que esta vez estaba a punto de morir. Había quedado patente en su voz. Eso no se puede fingir.
Me acerqué a la máquina de coser y me senté, recorriendo el esmalte negro y los trazos dorados con las yemas de los dedos. Tenía más de cien años… Era el objeto más valioso que poseía. ¿Cuánto valdría? ¿Debería intentar venderla?
Pensé en el rostro amable y lleno de amor de Regina, en las arrugas que le enmarcaban los ojos… En cómo me abrazó mientras lloraba.
Aquello no tenía precio.
La Singer no tenía precio, y yo no tenía ningún derecho a venderla. Ni siquiera era mía. Yo solo la usaba hasta que llegara su siguiente dueño, porque una máquina como esa no se puede comprar ni vender.
Me acerqué al bote de las propinas y me dediqué a contar y hacer montoncitos de monedas: de veinticinco, de diez y de cinco centavos. Veinte minutos más tarde concluí que disponía de 112,16 dólares, incluyendo los cien que me había dado el pervertido de la academia… y los contenidos de mi cuenta corriente, 144,79 dólares. Ese era mi valor al contado como ser humano, y eso, sin descontar la factura de la luz y el coste de llenar el depósito del Subaru. Tendría que ser suficiente. La llamaría por la mañana.
—¿Estás bien? —preguntó Puck cuando me metí en la cama.
—Sí, no pasa nada —susurré, deseando que fuera verdad.
Gimió y me envolvió en sus brazos, con actitud protectora.
Ni siquiera el recuerdo de la voz de mi madre logró quitarme el sueño después de ese gesto.
Es algo maravilloso despertar en la cama junto a un hombre atractivo. Bueno, muchas cosas maravillosas; entre ellas, que me puso bocabajo y me empotró por detrás.
Sí, esa parte fue buena.
Aún mejor, sin embargo, fue el desayuno que me propuso. Yo no disponía de los ingredientes necesarios, un problema que solucionó cruzando el tejado y vaciando su propia cocina. Entre los dos preparamos huevos, beicon y café, y nos sentamos como una pareja de verdad.
—Bueno, ¿qué turnos tienes en el trabajo? —preguntó—. Sé que tienes clases durante el día…
—Voy a la escuela entre veinte y treinta horas a la semana —le informé—. Normalmente, solo ofrecen cursos a tiempo completo, pero en mi caso han hecho una excepción. De momento, Teresa me tiene trabajando por las noches, de jueves a sábado.
Puck frunció el ceño.
—No nos deja mucho tiempo libre.
—Soy una mujer ocupada —dije, comprendiendo que aquello podría llegar a ser un problema—. Tengo que apañármelas sola, Puck. Si no pago las clases, nadie lo hará por mí. No me da miedo trabajar duro.
—¿Cuánto te falta para graduarte?
—Seis meses, si todo va bien. Más tiempo, lo dudo. Cuando empecé ya sabía que los horarios serían agotadores, pero no pretendo ser camarera para siempre. Tampoco quiero irme de Callup, así que mi abanico de opciones es limitado.
Asintió, pero no parecía demasiado satisfecho.
—¿Hoy tienes clase?
—Sí. Y tendría que empezar a arreglarme —contesté—. Me gustaría llegar a la escuela a las diez, para poder irme sobre las tres. Así me dará tiempo a preparar una tarta para Earl antes de ir a su casa.
Puck se recostó en su silla y se cruzó de brazos.
—¿Me estás diciendo que las clases y una tarta tienen prioridad sobre mí?
Sonreí.
—En defensa propia, diré que es una tarta de arándanos. Los últimos de la temporada —repliqué—. Te invitaría, pero creo que necesitaré algo de tiempo para explicarles la situación. Es un cambio radical en mi vida… estar contigo, quiero decir.
—Creo que no les sorprenderá tanto como piensas. Pero supongo que se acuestan temprano. Iré a verte después de la cena.
—Asumes mucho —murmuré, y tomé un sorbo de café. Puck alzó las cejas y no pude evitar reírme—. De acuerdo, quizás aciertas en algo.
—Tengo cosas que hacer hoy —dijo—. Así que parece que lo mejor será ir poniéndome en marcha. Si tengo suerte, volveré a tiempo para probar un trozo de tu tarta.
—Eso ha sonado muy pervertido.
—Por eso lo he dicho —replicó.
Se inclinó sobre la mesa y me agarró por la nuca para besarme con sabor a café. Había algo de posesivo y controlador en su manera de agarrarme así. Debería molestarme. Pero, en vez de eso, me ponía a cien.
Estoy mal de la cabeza.
Mi teléfono empezó a vibrar poco después de incorporarme a la autopista. Normalmente, me esperaba a estacionar para echar un vistazo a los mensajes. Hoy quería llamar a mamá y decirle el dinero que tenía.
—¿Becca? —preguntó. Su voz no era más que un susurro áspero y ronco—. Becca, ¿eres tú?
—Sí, mamá —dije. Todo rastro de felicidad después de pasar la mañana con Puck se desvaneció en aquel momento—. Recibí tu mensaje. ¿Cómo estás?
—No muy bien. Escucha… Tienes que sacarme de aquí.
—Tengo ciento cuarenta y cuatro dólares —dije—. Puedo mandártelos hoy mismo. No es suficiente para un billete de autobús, pero debería bastarte para llegar a una casa de acogida.
Silencio.
—Cariño, te dije que necesito dos mil dólares —dijo—. O sea, mándame lo que tengas, claro, pero no va a ser suficiente. Ni de lejos.
Cerré los ojos y me froté la frente.
—Mamá, lo que dices no tiene sentido. Puedes ir a una casa de acogida para mujeres maltratadas. Te esconderán hasta que estés recuperada y puedas viajar. Ahorraremos para un billete a Spokane. Iré a buscarte y te traeré a casa, conmigo.
Más silencio. Suspiró profundamente.
—Hay algo que no te he contado —empezó—. No son solo los billetes de autobús. Necesito dinero para pagar a las chicas del club.
—Mamá, si tu vida está en peligro, me trae sin cuidado lo que debas a esas mujeres. Fueron unas idiotas por prestarte el dinero. La realidad es la que es: puedo darte ciento cuarenta dólares. Eso es todo lo que tengo. Si te lo mando, ni siquiera podré pagar la factura de la electricidad ni poner gasolina.
Mi madre soltó una risa áspera y sin humor, que se transformó en un ataque de tos horrible e insistente durante unos buenos treinta segundos. Sonó como si estuviera escupiendo un pulmón.
—Ojalá fuera tan fácil —dijo, al fin—. Me tienen vigilada. Teeny está convencido de que voy a huir, así que les ha ordenado que me espíen. Tengo que sobornarlas. Si lo hago, me dejarán largarme y podré ir contigo. Las cosas aquí abajo han cambiado mucho, Becca. Necesito el dinero, o moriré en esta casa. Por favor, te lo suplico… Mierda. Ya ha llegado. Tengo que irme.
Y colgó.
Silencio.
Me quedé sentada apoyada en el volante, con las manos temblando, intentando que se me ocurriera algún plan. Tenía que salvarla, estaba claro. No podía permitir que mi madre muriera solo porque mis remilgos me impedían aceptar ciertos trabajos. Quizá debería echar un vistazo al nuevo club de estriptis, al fin y al cabo. Sabía que una chica mona podía ganar mucho dinero, y muy rápido, quitándose la ropa. A mi madre siempre le funcionó.
Puck apareció en mi mente, pero le aparté de mis pensamientos. No podía preocuparme por mi madre y por él al mismo tiempo, y jamás le pediría dinero. Ya podía pasarse el día entero hablando de «quedarse conmigo», pero yo no dependo de nadie. Había luchado mucho por mi independencia, y ahora no pensaba entregársela a nadie así como así. Mamá dependía de su marido, y mira lo bien que le había salido la jugada.
Bueno, concentración: dinero. Necesitaba dinero, y ya mismo.
Las cosas importantes primero: llamé a la escuela y les dije que no podía asistir a clase. Después busqué la dirección del club de estriptis; no me costó encontrarla. Solo había dos clubes en la zona: las leyes de urbanismo eran muy severas al respecto, algo que siempre pensé que se debía a la mano de los Reapers. Era un misterio cómo habían logrado abrir un segundo club a pocos metros del suyo, pero no dudaba de que alguien había sido generosamente compensado por aquel privilegio.
Ahí estaba: Vegas Belles. Abría a las once, lo cual me daba el tiempo justo para arreglarme un poco antes de presentarme allí.
Con un poco de suerte, buscaban personal.
Me gustaría decir que nunca he estado en un bar de estriptis. ¿A que sería bonito? Es más, me gustaría decir que nunca había bailado en una barra de estriptis, pero la verdad era que tenía bastante talento.
¿Cómo había desarrollado tal aptitud?
La historia se remonta a una época en la que pasé muchas horas en ese tipo de bares. Cuando era pequeña, los «bailes exóticos» eran una de las fuentes de ingresos de emergencia de mamá: eran preferibles a la prostitución descarada (el plan C), pero peor que encontrar un hombre lo suficientemente estúpido como para ocuparse de ella (el plan A). Por lo tanto, crecí rodeada del ambiente de los clubes nocturnos. Joder, había pasado más de una noche durmiendo bajo una mesa en un vestidor, o sobre una montaña de ropa.
La mayoría de las bailarinas de estriptis son mujeres con un gran corazón, sobre todo al tratar a niñas pequeñas. Entre raya y raya, me ofrecían golosinas, y una de ellas incluso me enseñó a maquillarme para el escenario. Cuando cumplí diez años ya era toda una experta. Nunca llegué a trabajar en un sitio de esos, pero no me cabe duda de que habría sido mi futuro, si me hubiera quedado en California.
Una o dos noches de trabajo no me matarían. Ya lo tenía claro.
De camino me detuve en unos grandes almacenes e invertí en un tanga barato pero sexi y un sujetador balconette de la sección de descuentos. Me los puse en el mismo baño de la tienda. Conduje hasta Post Falls y estacioné junto al Vegas Belles, esperando a que abrieran.
Por desgracia, estaban situados justo al lado de The Line, que pertenecía a los Reapers, así que tenía que reprimir el impulso de agacharme cada vez que un automóvil o una moto cruzaban la carretera. No conocía a los miembros demasiado bien, pero habíamos viajado juntos cinco años atrás. Painter y Puck seguían quedando a menudo. Les había visto juntos con las motos en alguna ocasión. No podía arriesgarme a que uno de ellos me reconociera y le contara a Puck dónde me había visto (sí, ya sé que he dicho que esto no le concernía, pero le daría un ataque al corazón si se enterara de lo que me traía entre manos).
Las puertas se abrieron a las once. Me atusé el pelo, revisé mis labios y entré en el local, intentando exhibir confianza en mí misma.
Un guarda de seguridad se alzaba junto a la puerta, y me observó con las cejas en alto.
—¿Estáis buscando personal? —pregunté alegremente.
—A veces —respondió—. Depende de lo que el jefe necesite, y de lo buena que seas. Todavía no ha llegado, pero puedes esperarlo junto a la barra.
—De acuerdo. Gracias —dije, con una amplia sonrisa.
Nunca hay que cabrear al personal de seguridad, eso era algo que mi madre me enseñó muy pronto. Un portero enfadado puede causarle un sinfín de problemas a una bailarina.
Me acerqué a la barra y me senté en un taburete. Una mujer encorsetada se preparaba para la jornada. Aparentaba unos treinta años. Lucía una melena rubia cardada e iba muy maquillada.
—¿Vienes a bailar o a hacer de camarera? —preguntó, amigable.
—Ya tengo un trabajo de camarera —dije, encogiéndome de hombros—. No me hace falta otro.
La mujer asintió.
—¿Es la primera vez que bailas por esta zona?
Me pareció que era una pregunta formulada con mucho cuidado. No me estaba preguntando directamente si había trabajado en The Line, pero era la única manera de indagar.
—Sí, pero tengo algo de experiencia —dije, apostando por la ambigüedad.
Asintió, pensativa, y se inclinó sobre la barra, mirando de reojo.
—Pareces una buena chica, así que te voy a hablar sin tapujos. Si entras en ese despacho, el jefe esperará una mamada. ¿Estás dispuesta a dársela?
Abrí los ojos de par en par, aunque no debería haberme sorprendido. Había oído que estas cosas pasan, claro, y estoy bastante segura de que mi madre había regalado más de un favor a cambio de dinero en alguna ocasión. The Line tenía la reputación de no obligar a las bailarinas a nada… y asumí que este lugar sería igual, puesto que los dos locales competían por el personal. Había sido una ingenua.
—¿En serio?
Asintió, con expresión amarga.
—Sí —dijo, y dio un trago de cerveza—. Es una mierda, lo sé. O sea, no tengo nada en contra de las mujeres que lo hacen porque quieren, pero si buscas dinero rápido, tu mejor opción en este lugar es acostarte con un par de clientes.
Me recosté en el taburete, con el estómago hecho un nudo.
—O… podrías acercarte a The Line y buscar un trabajo de verdad —añadió—. Allí te tratarán mejor.
Fruncí el ceño.
—¿Por qué trabajas aquí, si The Line es mejor?
—Es complicado… —resopló.
—Ya. Mi vida también es complicada. The Line no es mi opción.
Una chispa de curiosidad apareció en sus ojos, se mordió el labio. Algo me daba mala espina. ¿Qué pretendía aquella mujer?
—¿Quieres beber agua o algo? —preguntó—. El señor McGraine tardará un rato en llegar. Es el jefe.
—Sí, gracias —dije, distraída.
Saqué un dólar del bolso para ofrecérselo como propina, pero ella lo rechazó con un gesto y dejó un vaso de agua frente a mí. Me quedé allí sentada, bebiendo agua y examinando el local. Se habían tomado el tema de Las Vegas muy en serio. Había luces de neón en las paredes, junto a enormes murales de varios casinos y otras atracciones del lugar. A lo largo de una pared había una fila de máquinas tragaperras, aunque un cartel decía «solo de decoración».
Ya. Seguro que sí.
Tubos de silicona con lucecitas blancas delimitaban los límites de los escenarios, y las barras de baile estaban iluminadas cada una con un color distinto. El local entero era hortera hasta el infinito, pero aun así, creaba un efecto fluido y pulido, impecable y sospechoso.
Igualito que Las Vegas.
Era obvio que todo estaba listo para la jornada, pero no veía ni a una sola bailarina. ¿Seguramente se debía a que el local estaba vacío? Al parecer, los hombres salidos todavía no se habían levantado.
—Han decorado el lugar con mucho esmero —dije, haciendo un gesto de cabeza hacia el escenario.
La camarera se encogió de hombros, y se volvió enfáticamente hacia otra mujer que se acercaba a la barra. Era joven y guapa, pero alcancé a ver la marca de un morado en la cara, cubierto con maquillaje. Iba disfrazada de cabaretera.
—Hola —me saludó en voz baja.
—Hola —contesté, preguntándome si estaba a punto de recibir otra advertencia.
—¿Quieres bailar aquí? —preguntó, y yo asentí—. Deberías irte. Márchate ahora que puedes. Este local es de lo peor.
—Lisa, ¿es que no tienes nada qué hacer ahora mismo? —preguntó una voz de hombre, con tono firme.
Lisa se quedó petrificada, asintió rápidamente y se escabulló. Me volví. El hombre iba vestido con traje y me dedicaba una enorme y amigable sonrisa. Demasiado amigable.
—Hola. Soy Lachlan McGraine, el supervisor. He oído que estás interesada en ser una de nuestras bailarinas.
Parecía tan amable, tan normal… absolutamente inofensivo, en todos los aspectos; tanto, que me ponía los pelos de punta. Había algo en él que me daba escalofríos. Su sonrisa era demasiado afable, sus ojos demasiado apagados. O quizá me estaba volviendo loca. La camarera me ha avisado, pensé. Y sabe Dios de qué me quería avisar esa tal Lisa.
—Charlemos en mi despacho —me indicó.
Me levanté y eché a andar en la dirección que me señaló. La mano de McGraine se deslizó por la parte baja de mi espalda con ligereza. No era un gesto diseñado para guiarme, sino una toma de control.
Cruzamos una puerta y recorrimos un pasillo largo y oscuro que terminaba en una salida de emergencia. Un hombre corpulento esperaba de pie ante la puerta y, mientras me acercaba, sus ojos repasaron mi cuerpo lenta y deliberadamente.
No me gustaba ese sitio. Definitivamente, no me gustaba nada.
—Este es mi despacho —dijo McGraine, abriendo una de las puertas del pasillo.
Entramos a una habitación de tamaño decente, con un amplio escritorio, un sofá, una mesa de centro y dos butacas de cuero de aspecto cómodo. En un rincón habían instalada una barra de baile sobre una pequeña plataforma.
Cerró la puerta y se sentó en el escritorio. No me invitó a sentarme.
—Bueno, ¿tienes experiencia como bailarina?
—Mi madre me enseñó —contesté—. Crecí en California. Mi madre bailaba en muchos locales de la zona.
—¿Por qué quieres trabajar aquí?
Sonreí, pensando que la respuesta sería obvia.
—Quiero ganar más dinero del que me pagan como camarera. Estoy estudiando, así que mis opciones laborales son limitadas.
—¿Y por qué has elegido el Vegas Belles?
«Para evitar a los Reapers.»
—Porque hace poco que habéis abierto, y he oído que pagáis bien.
—¿Has intentado que te contraten en The Line?
—No.
Levantó una ceja. Me repasó de arriba abajo. Encendió un cigarro.
—¿Tienes problemas con los Reapers?
Sacudí la cabeza a toda prisa. Demasiado rápido, comprendí, porque McGraine me dedicó una sonrisa de suficiencia. Joder.
—De acuerdo. Quítate la ropa y dedícame un baile —propuso—. Veamos lo que sabes hacer.
Tragué saliva. Aquel era el momento decisivo. Agarré el borde de mi camiseta y bajé la mirada, pensativa. La última vez que había hecho algo parecido me lo pidió mi padrastro en su casa, con sus amigos.
Entonces me prometí a mí misma que jamás volvería a hacerlo.
—¿Qué turnos tienen disponibles? —pregunté de repente, para hacer tiempo—. O sea… si le gusta cómo bailo.
—Ahora mismo, turnos de día entre semana.
—¿Nada de noches?
—Para una nueva, no —dijo, expectante—. Nos mandan a chicas de Las Vegas cada dos por tres. Las bailarinas de por aquí se ocupan de los turnos de día, a no ser que se ganen el ascenso.
Algo parecido al alivio me llenó. No podía hacer turnos de día: me echarían de la escuela. Ya habían hecho un esfuerzo por acomodar mis horarios, pero la realidad era que tenía que estar presente por las tardes. Si no, jamás lograría graduarme.
No podía hacer eso. No podía abandonar el futuro que tanto me estaba costando solo para ganar el dinero de mi madre; además, ni siquiera estaba segura de que me estuviera contando la verdad. Siempre mentía para conseguir dinero. Así era su vida.
—Lo siento. He cometido un error —me excusé—. No puedo trabajar entre semana. Debería irme.
McGraine asintió lentamente, levantándose.
—Como quieras —contestó—. Si cambias de opinión, no dudes en volver. Todavía no te he visto bailar, pero eres mi tipo. Seguro que podríamos encontrarte algo que hacer.
Su mirada se posó en mis pechos cuando dijo «mi tipo» y me dieron ganas de vomitar. Por suerte, abrió la puerta y pude escapar rápidamente. La camarera me guiñó un ojo cuando pasé por delante, sintiéndome sucia y asqueada.
Fuera, el aire era fresco y el sol brillaba. Estar en el club había sido como estar atrapada en un mundo alternativo horrible. Por supuesto, todo eso era producto de mi imaginación. El edificio en sí era bonito Pero la experiencia me había resultado abominable.
Supongo que ya no era tan dura como antes. Aunque claro, en mi nueva vida (mi vida cuerda) no necesitaba serlo.
Ahora solo se me tenía que ocurrir otra manera de rescatar a mi madre. Entré en el Subaru y me dirigí a la biblioteca. Supuse que no era mal lugar para empezar a pensar; al menos podría usar los ordenadores. Quizá no tenía dinero, pero seguro que había opciones para mujeres en una situación como la de mi madre.
Dos horas más tarde ya tenía todo lo que necesitaba.
Había un Centro de Acogida para mujeres maltratadas justo en mi antigua ciudad, incluso logré hablar por teléfono con la supervisora. Me prometió que cuando mi madre estuviera lista para irse, podían mandarle un vehículo patrulla con un terapeuta especializado en casos como el suyo. Solo necesitaban que les confirmara el lugar y la hora.
Estaba fuera, sobre la hierba verde, sujetando el papel con los números de teléfono. Divisé un lugar agradable al otro lado del aparcamiento, bajo un árbol. Me acerqué y me senté en el suelo, decidida a acabar con aquello de una vez.
Marqué el número de mi madre.
—¿Estás reuniendo el dinero? —preguntó en seguida.
Me preparé, llena de emociones intensas.
—No. No he podido conseguir más dinero. Pero tengo algo mejor: he encontrado personas que pueden ayudarte. Rescatarte. Lo único que tienes que hacer es llamar y vendrán a buscarte con la policía. Se dedican a estas cosas. Una llamada telefónica, eso es lo único que hace falta. Incluso nos ayudarán a comprar un billete de autobús para que puedas llegar a Callup.
Se quedó un buen rato en silencio. Entonces soltó un grito tan agudo que casi me perforó el tímpano.
—¡Desagradecida de mierda! ¡Si creyera que una perra cualquiera amiga de la policía pudiera ayudarme, ya la habría llamado! ¿No sabes que yo también tengo un puto teléfono? Lo que pasa es que la señorita es tan especial y se lo tiene tan creído que se le ha olvidado lo que significa ocuparse de su propia familia. ¡Me trae sin cuidado cómo consigas el dinero: róbalo, acuéstate con alguien, haz lo que haga falta! ¿Me oyes? ¿Entiendes? Si no…
Mi madre estaba fuera de sí. Corté la llamada y dejé caer el teléfono sobre la hierba.
Mierda.
Sentí que los ojos se llenaban de lágrimas. ¡A la mierda mi madre!
Puck tenía razón. Estaba tomándome el pelo. Otra vez. Le ofrecía una salida y la tipa ni se lo pensaba, lo cual significaba que en ningún momento había planeado venir a Callup. ¿Por qué coño seguía atendiendo a sus llamadas? Estaba harta. Harta. Se acabó. Se podía ir a la mierda. Y tampoco pensaba mandarle ni un centavo. Usaría el dinero para pagar las facturas, joder, como una adulta responsable.
Recuperé el teléfono y me levanté de camino a mi Subaru. Mandaría el pago de la luz de camino a casa, antes de hacer la tarta de Earl. Después iría a cenar con él y con Regina, mi auténtica familia, y me olvidaría de aquella zorra detestable que vivía en California. Que me hubiera parido no significaba que tuviera que aguantar aquello.
Mientras conducía puse mi música favorita a todo volumen y me pasé el trayecto cantando. Por primera vez me sentía libre.
Tenía mi propia vida, y era una vida buena. Quizá Puck volvería a pasar la noche en mi apartamento. Pensar en ello me hizo sonreír.
Mi madre no tenía derecho a estropearlo todo.
No se lo permitiría.