Capítulo 4

Becca


Mi primera noche en el Moose empezó bien, y eso fue un gran alivio, teniendo en cuenta la tarde que había pasado. Además, estaba lleno, cosa que agradecí. Cuanto más trabajaba, menos tenía que pensar en mamá. Y eso era bueno, porque ella me hacía pensar en California, lo cual me llevaba a recuerdos de mi noche con Puck. Puck el sexi. Puck el que daba miedo.

Puck empujándome contra su furgoneta, restregándome el miembro contra el estómago, gimiendo en mi oído… Un giro del destino particularmente jodido, que mis mejores recuerdos sexuales vayan unidos al dolor, al sufrimiento y al terror que había sentido la noche que nos conocimos. Uno de esos regalos que nunca se olvidan.

Tal vez eso era por lo que Joe no me provocaba nada. ¿Quizá era porque nunca me había hecho daño?

«Estás como una cabra —me recordé a mí misma—. No eres ni la primera ni la última. Olvídate ya de todo eso.»

Teresa empezó entregándonos a cada una un delantal de color azul oscuro, lo más parecido que tenían a un uniforme.

Las primeras horas fueron un torbellino: intentar aprender un menú y entender un sistema informático nuevo. Blake entró a trabajar una hora más tarde, y el hecho de que él ya estuviera familiarizado con el Moose nos ayudó mucho. No solo eso, sino que Danielle hacía que cualquier trabajo fuera divertido. Era una suerte, porque el bar se iba llenando, y cada vez más.

El turno no empezó a irse a la mierda hasta alrededor de las diez de la noche. Para entonces, los que habían venido a cenar ya se habían ido, y la cocina estaba cerrada. Nos preparábamos para largas horas con los bebedores profesionales. Y entonces apareció un grupo de alumnos de la Academia Northwoods, de visita turística al bar de los pobres.

Sabía un poco de esa academia porque Earl había trabajado allí de guardabosques durante el año anterior. Y nada de lo que había oído era bueno. Fundada en los años noventa, era un antro lleno de niñatos ricos y malcriados que deberían estar en el instituto o en la universidad. Sus ricachones padres les mandaban «a conectar con la naturaleza» como alternativa a pasar un tiempo en la cárcel: no hay nada como un buen soborno al juez para limpiar expedientes.

Por supuesto, algunos simplemente estaban allí porque sus familias querían quitárselos de encima; no quedaban bien en sus vidas. Algunos eran hijos de actores famosos, según Earl. Cualquiera que hubiera sido el motivo para acabar en Idaho, casi todos eran mierdecillas desagradables que se creían con derecho a todo.

En Callup se habían ganado una mala reputación por aprovecharse de la gente del pueblo. Así que Earl siempre me decía que no me acercara a ellos ni con un palo. Incluso había oído historias sobre chicas a las que convencían para acercarse a la academia y terminaban siendo violadas. ¿Era cierto? Ni idea, pero mejor no averiguarlo.

—Estos son menores. Seguro —le dije a Blake, escudriñando el grupo. Por suerte, se habían acomodado en la sección de Danielle, así que no sería yo quien tuviera que pedirles los carnés. Parecían los típicos mamones que se quejan durante horas si una camarera les pide identificarse—. ¿No los podemos echar y ya está?

—No sabemos si son mayores de edad —dijo, encogiéndose de hombros—. Creo que en la academia aceptan estudiantes hasta los veintidós años. Hacen clases online y todo eso. Depende de lo desesperados que estén por evitar pasar una temporada en la cárcel. Joder, yo también preferiría ir a un internado que a la cárcel.

—¿Les vas a pedir el carné?

—¡Ni hablar! —añadió Blake—. Tienen un montón de dinero que gastar, y ningún otro lugar donde gastarlo. Si nos preguntan, decimos que pensábamos que ya se los habíamos pedido a todos, ¿te parece? Al menos habrá unos cuantos con carnés falsos. Y con eso ya no nos echarán la culpa. Recuerda, esos mierdecillas tienen tanto dinero que no saben qué hacer. Matricularse en la academia ya cuesta una barbaridad. Nos llevaremos unas buenas propinas y después fingiremos que nunca los hemos visto aquí. Todos ganamos.

Asentí lentamente, contemplando como examinaban el oscuro interior del local, señalando las mesas de troncos partidos por la mitad y pulidos, y las antiguas señales de seguridad de la mina que colgaban de las paredes. Danielle parecía tranquila ocupándose de ellos, así que decidí dedicarme a mis mesas y centrarme en lo mío.

Alrededor de las diez y media apareció Joe.

Se sentó en la barra, sonriéndome mientras saludaba a Blake. Danielle me dedicó un guiño pícaro. Perfecto, justo lo que necesitaba: mi mejor amiga en pleno modo casamentero.

Por supuesto, si mi intención era ser normal alguna vez, tendría que superar aquella extraña obsesión con Puck, de un modo u otro. Quizá podría fingir ser feliz con Joe, hasta que se hiciera realidad. No pasaba nada por intentarlo.

A las once, cuando llegó el momento de mi descanso, Joe cruzó una mirada conmigo. Le sonreí, me tomó de la mano y me llevó fuera. Atravesamos el aparcamiento hacia el mismo rincón con hierba donde había estado antes. Se subió a la mesa y dio unas palmaditas a su lado. Estuvimos un rato así, sentados, mirando el agua oscura, rodeados de grillos y las ranas.

Tendría que haber sido incómodo, pero no lo era. Estar junto a Joe era relajante. Confortable. Agradablemente normal.

—Parece que te va bastante bien —dijo Joe al fin—. ¿Te gusta el nuevo trabajo?

—Más de lo que pensaba. Las propinas están bien y la gente es simpática. Supongo que esperaba algo más de descontrol y jaleo —dije. Sopesé las siguientes palabras que pronunciaría con cuidado, y decidí que no me moriría por abrirme un poco—. ¿Sabes? Yo crecí en un entorno difícil; había muchas peleas y cosas así… Por eso pensaba que sería lo mismo, pero de momento no se le parece, ni de lejos.

—Las cosas en el Moose pueden ponerse feas a veces, pero los camareros vigilan la situación y Teresa tiene una escopeta… —dijo sonriendo—. No le da miedo sacarla cuando hace falta. En general, lo peor que puede ocurrir es que algún imbécil se ponga tonto. Me parece que las cosas se pusieron serias hace unos años, cuando había conflictos con los contratos de la mina de los Evans. Pero les pidieron a los Silver Bastards que controlaran el lugar y aquello calmó a todo el mundo bien rápido. En cierta manera, el Moose es el corazón de la comunidad. Lo era antes de que naciéramos, pero cuando hubo el incendio en la Laughing Tess, aquí es donde todo el mundo se reunía, a la espera de noticias. Había familias enteras durmiendo en el bar.

Me estremecí, pensando en los hombres que perdieron la vida en las entrañas de la tierra.

—Yo no sería capaz de hacer eso. Trabajar en una mina, me refiero —dije en voz baja—. Me horroriza la idea de quedarme atrapada bajo las rocas y el barro. ¿A ti no te da miedo?

—No es tan malo como parece —respondió—. El sueldo es bueno, suficiente para mantener a una familia. Pero quiero dejarlo. No hay futuro en los túneles, solo hay que ver cómo ha declinado el negocio. Sabe Dios cuánto aguantará abierta la mina.

Más silencio. Alargó el brazo y me atrajo hacia su costado.

—¿Tienes planes para mañana?

—Clases hasta mediodía —contesté—. Blake me va a llevar a Coeur d’Alene.

—¿Te apetece que cenemos juntos?

Pensé en la conversación que había tenido con Puck unas horas antes y me estremecí. Era obvio que Joe sentía interés por mí, y era atractivo, en su estilo saludable, y montañero.

«Puck es más sexi», susurraron mis traicioneros pensamientos.

«Ya, pero Joe es normal», me recordé a mí misma con firmeza.

—¿Por qué no vienes a mi casa? —dije repentinamente, casi sin pensar—. Yo cocino. Ya le pediré a alguien que me acerque al súper si mi Subaru todavía no está arreglado.

—Claro —dijo, contento—. ¿Qué le ha pasado a tu automóvil?

—Se ha averiado esta mañana, de camino a la escuela. Earl me lo está arreglando.

—Menuda mierda.

—Ya.

—Entonces, ¿te has perdido las clases?

Me quedé callada un momento, escuchando el susurro del agua sobre las rocas mientras fabricaba una respuesta.

—No. Puck Redhouse me encontró en la carretera y me llevó.

Joe no contestó, y aproveché para mirarle de reojo. Parecía serio.

—Creía que dijiste que no había nada entre vosotros…

—Y no lo hay —insistí, deseando que fuera cierto.

¿Por qué no me podía quitar a Puck de la cabeza? De tal palo, tal astilla. No. No me convertiría en mi madre. Me negaba rotundamente.

—Hace muchos años hubo algo entre los dos —dije lentamente, deseando saber mentir mejor. Mi madre siempre mentía—. No fue nada serio. No hay muchas personas que sepan esto, pero antes de venir a Idaho, vivía en California. Mi padrastro era un motero… o más bien, se pegaba a un club de la zona. No eran particularmente buenas personas, que digamos. Allí conocí a Puck.

Joe se tensó notablemente a mi lado.

—¿Así que lo seguiste hasta aquí?

—Supongo que lo correcto sería decir que él me rescató. Mi situación no era ideal. Él se dio cuenta y me ayudó a salir de todo aquello.

—Jamás habría imaginado que iba por el mundo rescatando a damiselas en un corcel.

Se me escapó un resoplido, medio sorpresa y medio carcajada.

—No. Sin duda no es lo suyo —dije—. Pero aun así, me salvó.

—Bueno, ya me has hablado del pasado. ¿Qué tenéis ahora?

—Nada —contesté—. O sea, me vigila… supongo. Me siento más segura cuando está en la ciudad. Pero también me incomoda: cuando nos conocimos resulté herida, y Puck tomó parte en ello.

—Suena complicado.

—Sin duda —admití.

«Complicado.» Una buena palabra.

Y Joe era un buen tipo. Alguien que merecía algo más que una felicidad fingida. ¿En qué había estado pensando? Yo no era mi madre, y no usaba a los hombres. O al menos, no lo hacía a propósito. Lo intenté una vez más, deliberadamente:

—¿Sabes? —le dije—. Si me hubieras preguntado hace dos días si había algo entre nosotros, te habría dicho que no, en absoluto. Y no es que haya nada, de verdad… Me gustas mucho, Joe, así que seré sincera: no sé qué pensar respecto a Puck, y tampoco sé qué conclusión sacar de todo este lío.

Joe asintió lentamente y me dedicó una sonrisa amarga.

—Me he pasado años preguntándome por qué diablos no puedo encontrar a una chica que no se ande con engaños. Y ahora… aquí estamos. Tú estás contándome toda la verdad. Y es un poco mierda.

Le di un empujoncito con el hombro, deseando no estar tan jodida de la cabeza. Me rodeó con un brazo cariñosamente.

—Mira —dijo—, hagamos un trato: tú concéntrate en aclarar todo esto y, si cuando termines sigo por aquí y aún estás interesada en mí, me lo dices. Pero yo quiero buscar algo serio, y creo que de momento, con tu situación personal, no puedo pedirte tanto. Primero tienes que ocuparte de los asuntos pendientes con Redhouse.

—¿Me estás dando el famoso discurso de «podemos seguir siendo amigos»? —pregunté, con ironía—. He oído que no hay manera de recuperarse tras eso.

Joe se echó a reír.

—No, Becca. Me encantaría ser más que amigos. Pero no soy tonto. Si no estás lista para una relación, no puedo obligarte a nada. Prefiero que aclares tus sentimientos con él.

—Joe, no hay nada que aclarar, créeme —respondí, con la voz llena de melancolía—. Puck y yo no tenemos ninguna relación, y nunca la tendremos. Pero tienes razón: necesito poner orden en mi vida. Hasta que lo logre, podemos seguir viéndonos y pasarlo bien, ¿no?

—Tal vez.

El sonido de las motos atravesó la noche, y los focos nos iluminaron al entrar en el aparcamiento. Crecer en casa de Teeny me había enseñado muchas cosas. Cuando cumplí quince años ya sabía aguantar un puñetazo, chupar rabos y cocinar para treinta hombres sin aviso previo… También aprendí a reconocer el rugido de ciertas motos, en particular las que pertenecían a alguien importante. Las cosas en casa habían sido una mierda para mí, pero habrían sido pésimas si no hubiera aprendido a esconderme cuando los peores elementos venían a pasar la noche.

Puck y sus hermanos acababan de llegar. Lo sabía con total certeza, aunque con los destellos de luz no distinguiera las caras. Supongo que cuesta romper los malos hábitos.

—Tu descanso casi ha terminado —dijo Joe en voz baja—. Vamos. Te acompaño.

Bajó de un salto de la mesa y me ayudó a hacer lo mismo. Cruzamos la carretera y pisamos la gravilla del aparcamiento cuando los Bastards dejaban en fila sus Harleys. Me negué a mirar si estaba Puck. ¡Joder! ¿Y qué, si tenía una extraña obsesión con él? La vida está llena de cosas que deseamos aunque no nos sienten bien: pastel de queso; coulants con helado de vainilla para desayunar; esa última cerveza que te tomas después de otras varias cervezas… Ya saben a cuál me refiero: esa que convierte un pequeño dolor de cabeza en la resaca suprema.

Quizás aquel era el problema. Tenía una resaca de Puck que ya me duraba cinco años.

Y él era peligroso, a su estilo decadente e indecente, como comer pastel de queso de madrugada. Aquella noche, en mi cuarto, se detuvo cuando comprendió que me estaba haciendo daño (y créanme, yo aprecié el gesto), pero no hicimos más que rascar la superficie de lo que un hombre como él espera de una mujer. Fue demasiado para mí, pero eso no significaba que no fuera su pan de cada día. Mi atracción por él era un callejón sin salida. Por primera vez en mi vida tenía cosas que perder si no recuperaba el juicio, así que ya era hora de empezar a hacerlo.

Para entonces, los Bastards habían terminado de aparcar las motos y se dirigían al bar; nos juntamos con ellos a medio camino. Eran como una manada de lobos, caminando en formación a nuestro alrededor, y sentí que me tensaba. No me gustaba estar rodeada de hombretones vestidos de cuero.

Un motivo más para evitar a Puck.

Por supuesto, iba a ser difícil, visto que acababa de ponerse a mi lado. Tenía a Joe a mi derecha, y a Puck a mi izquierda. Estaba llegando a un nuevo nivel de situación incómoda, y aquella terrible tensión que existía entre Puck y yo estalló en llamas en un segundo. Le eché una mirada, pero la oscuridad me impedía ver su expresión. Probablemente era mejor así.

Joe alargó el brazo y me tomó de la mano, sorprendentemente. Puck emitió un sonido como un gruñido bajo. Me estremecí. Pese a todo lo malo que tenía, el tipo todavía era capaz de ponerme caliente sin proponérselo. Joe me apretó los dedos en un gesto reconfortante, y tuve que reprimir una risita. No habría sido una de esas risitas que comunican «qué gracia», sino más bien de las que transmiten «me río porque si no, me va a dar un ataque de nervios».

Bueno, Joe a la derecha, Puck a la izquierda. Cualquiera diría que era insoportable. En realidad, era superincómodo elevado a la máxima potencia, un estado de tensión que nunca antes habría creído posible. El ansia creció y se instaló a nuestro alrededor, tangible. Pese a todo, Joe no me soltaba la mano; quizá nunca sería mi amante, pero sí un amigo increíble. Un amigo que no tenía miedo a los moteros, al parecer, lo cual era un punto a su favor. Intenté echar otra mirada a Puck, pero seguía sin distinguir nada entre las sombras.

Probablemente era mejor así.

Sin contar a Puck, había cuatro Silver Bastards más escoltándonos, y habían dejado a un aspirante vigilando las motos. Ese se quedaría allí fuera, toda la noche, mientras los demás estuvieran dentro, solo por la oportunidad de unirse al club.

Qué recuerdos.

A veces me parecía raro saber tanto acerca de los moteros sin ser parte de ese mundo. Me crié entre ellos, en plural. Mi madre siempre andaba arriba y abajo, hasta que conoció a Teeny.

Cuando era pequeña, yo adoraba aquellas enormes máquinas que corrían tanto y hacían tanto ruido. Ahora, oírlas era como jugar a la ruleta rusa: a veces me traían malos recuerdos, a veces me hacían sentir protegida. Antes soñaba con Teeny cada noche, Teeny y los hombres a los que me había entregado. Ya no me ocurría, gracias a Dios. Al menos, no a menudo. Por mucho que odiara admitirlo, los Silver Bastards habían creado una zona segura para mí. Estaban cerca, le daban miedo a Teeny, me protegerían.

—¿Qué te parece tu nuevo trabajo? —preguntó Boonie, como si la situación no fuera el colmo de lo estrafalario. Joder, quizá para él no lo era—. ¿Te has metido ya en alguna pelea? Ayer por la mañana te portaste bien. Me impresionaste.

—Esto… Gracias. De momento ha ido bien —contesté, acercándome más a Joe.

Me pasó el brazo por los hombros como si lo hiciera cada día, y en ese momento habría querido darle un beso. Estaba claro que los Bastards no le imponían: un puntazo a su favor. Boonie resopló. Era obvio que sabía lo que estaba pasando y lo encontraba entretenido.

Puck parecía menos divertido. Si antes había sido amenazante, ahora estaba al nivel de depredador ancestral. Pero el imbécil de mi cuerpo seguía pensando que era de lo más sexi.

Después de lo que sin duda había sido uno de los paseos más largos de la historia, llegamos a la escalinata que daba al porche del bar. Era un porche de dos alturas, y años atrás el piso de arriba había sido un hotel. Bueno, hotel o prostíbulo, depende de a quién preguntaras.

La puerta se abrió y la luz nos sorprendió. Y entré. Joe me dio un último apretón y me dejó marchar. Me volví hacia el bar y casi choqué contra Puck, que estaba de pie demasiado cerca.

—Cuidado —dijo toscamente.

Danielle (Dios, cómo quiero a esa mujer) se acercó y me agarró por el brazo, alejándome de aquellos hombres y arrastrándome hacia la barra.

—Esos tipos de la academia me están dando la noche —susurró, sin percatarse del drama que me rodeaba (era tan buena amiga que sentía mis problemas y los arreglaba sin ningún esfuerzo)—. Blake quiere asesinarlos, pero le he frenado los pies. ¿Crees que puedes ocuparte de ellos un rato, antes de que le cruce la cara a alguno?

—Claro, tranquila —dije, agachándome detrás la barra para recuperar mi delantal.

—¿Todo bien? —preguntó Joe, acercando un taburete.

Detrás de él, a menos de tres metros, Puck nos contemplaba con los ojos entornados y los brazos cruzados sobre su musculoso pecho. Sentí el repentino impulso de lanzarme a Joe, tirar de él y besarle con pasión. Solo por joder a Puck. «Ahí, Becca, con dignidad.» Me obligué a concentrar mi atención en Joe y no hacer caso del motero gruñón que tan mal nos miraba.

—Lo siento —dije a Joe, ladeando la cabeza.

—¿Por qué?

—Por estar tan chiflada —respondí, mirando al suelo.

Alargó la mano y me levantó la barbilla con una sonrisa descarada.

—Bueno, como amigo tuyo, estoy seguro de que aprenderé a vivir con ello —dijo—. ¿Sabes? En cierta manera, me alegro de que las cosas hayan ido así.

—¿Y eso?

—Ahora puedo eructar y tirarme pedos delante de ti.

Arrugué la nariz y Joe se echó a reír.

—Será mejor que me vaya —dijo—. Mañana me toca madrugar.

—Cuídate —le dije.

—Tú también.

Me guiñó un ojo, se volvió y salió por la puerta. Puck seguía ahí de pie, observando toda la escena, y la oscuridad de su mirada hizo que me estremeciera.

Y no de miedo, precisamente.

Puck

—Das pena —declaró Boonie, con una sonrisa pícara.

Nos habíamos acomodado en una de las mesas altas al fondo del Moose, cosa que nos permitía tener el lugar entero vigilado. Collins se había ido. Una suerte, la verdad. Cuando le pasó el brazo por los hombros a Becca mi tensión se disparó. Me sorprendí acariciando la pistola que llevaba en el bolsillo. Boonie seguramente pensaba que todo aquello era gracioso, el muy hijo de puta.

—Si la quieres, tómala —añadió Bonnie, resoplando—, porque es así de sencillo, hermano.

Intercambió miradas con Deep y Demon. Deep se encogió de hombros y bebió un trago de cerveza.

—Si eres un hombre de verdad, harás lo que sea necesario—murmuró Deep, repasando a una camarera con la mirada.

—Como has hecho tú con Carlie, verdad? —espeté, levantando una ceja—. No he podido evitar darme cuenta de en qué cama no estaba anoche.

Deep entornó los ojos y se inclinó hacia mí, pero Demon le dio un codazo en las costillas. Con fuerza. Eran gemelos irlandeses (más o menos, se llevaban diez meses) y nunca he visto un par de hermanos que disfrutaran tanto peleándose.

—Puck tiene razón —dijo Demon—. Cierra el pico.

—Qué bonito es todo esto —anunció Boonie—. Tendríamos que salir juntos más a menudo, ¿no os parece?

Sin hacerle caso, me recosté en mi taburete y examiné la sala. Estábamos sentados en la sección de Becca, y lo que vi, precisamente, no me ponía de buen humor. Sabía que era buena camarera, pero era su primera noche en el Moose, y se notaba. No solo había metido la pata en un par de pedidos, sino que no parecía estar adaptándose al ritmo del bar. Aunque ese no era mi problema.

Mi gran problema era que a nadie parecía importarle que ella la cagara. Y tenía la horrible sospecha de que se debía a su par de alegres tetas, su sonrisa amigable y ese trasero apretado que suplicaba recibir un buen mordisco. Debería buscarse otro trabajo inmediatamente: todos los hombres presentes le tenían ganas. Yo incluido. Especialmente yo. Y los odiaba. A todos. Cambié de postura, incómodo, porque, como cada puta vez que estábamos en la misma sala, mis pantalones se habían vuelto estrechos de repente.

Era una auténtica tortura. Becca era una puta maravilla a todos los niveles, no solo en apariencia. Había algo especial en su manera de andar… No sabía explicarlo. Era como si danzara al son de una canción que solo ella oía. Jamás había conocido a una mujer igual. No solo era sexi, sino que era una superviviente, y eso es algo que yo admiro.

Había crecido mucho desde la última vez que la vi. Tenía los pechos más grandes y su trasero había desarrollado unas preciosas curvas; no estaba gorda, solo lo justo para agarrarla a la perfección mientras me la follaba. También tenía los labios más mullidos y, con los años, había ganado un brillo en los ojos que la llevaba de ser bonita a cien por cien espectacular. Por no mencionar lo bien que sabía.

Casi me corrí en los pantalones la vez que mordí aquellos labios. Solo pensar en ello me la ponía dura. Más dura, vaya. Era un puto loco.

Cuando paramos con los chicos y me la encontré sentada en la mesa con Collins, un millón de posibilidades homicidas me pasaron por la cabeza. Y sí, ya sé que he hablado de ello a fondo, pero si algo merece énfasis, es esto: ese chico tenía que morir. Me traía sin cuidado lo buen chico que fuera. A continuación, plantaría a Becca en mi moto y huiríamos hacia las montañas…

Bueno, la verdad es que el plan tenía un par de problemas, y el principal era que ella me odiaba. O al menos debería odiarme; le había dado buenos motivos.

Boonie me dio un codazo que me sacó de mis fantasías.

—¿He dicho ya que das pena? —insistió muy cerca de mi oreja—. Si la quieres, tómala, hermano. Y si no, olvídate de ella, porque eres una vergüenza para el género masculino en general, y para los Silver Bastards, en particular.

—Le doy miedo —comenté, pensativo.

—Le dabas miedo, sí —admitió—. Pero ayer se metió en una pelea porque pensó que necesitabas ayuda. Cuando las cosas se pusieron serias, no salió huyendo; se cabreó. Eso es de admirar. Deja de portarte como un nenaza, ¿quieres?

No respondí, porque era una conversación que no quería continuar. Aunque Boonie no me dejaría escapar, el puto cotilla. Le echó una mirada a Becca y le hizo un gesto para que se acercara.

—¿En qué puedo ayudaros? —preguntó ella alegremente.

A mí no me miró. Claro. Si se esforzaba un poco más en no mirarme, se haría un esguince en el cuello.

—Una ronda de cervezas —respondió Boonie—. Y luego queremos un poco de privacidad.

—Enseguida vienen —repuso, con un gesto cómplice que me recordó lo bien que conocía la vida de los moteros. O al menos, conocía un rinconcito de mierda más que jodido de nuestro mundo.

Se dirigió a la barra, pero se detuvo cuando el grupo de estudiantes empezó a reclamarla a gritos. Me tensé, pero Boonie me puso una mano en el brazo.

—No estarás siempre aquí para protegerla —dijo—. Tan solo es un grupo de mamoncillos. Tampoco será la primera ni la última vez que se las ve con gente de esa calaña. A no ser que decidas convertirla en tu dama y te la lleves de aquí… claro.

Le enseñé el dedo y se echó a reír. Esa fue mi única respuesta.

Uno de los alumnos jovencitos se levantó y se tambaleó hacia el baño, arrastrando a una rubia. Era alto, con ese aspecto pulido de los cabrones mimados con dinero. Con el pelo oscuro y ondulado, y un tatuaje tribal porque, obviamente, no se le había ocurrido nada mejor que tatuarse.

Maldito desgraciado. Su novieta se rio como una tonta y echó miradas al resto, escandalizada a la vez que emocionada por escabullirse con el tipo. Seguro que ese metía la polla a una distinta cada noche; si no, no estaría atrapado en aquella academia para imbéciles demasiado ricos como para usar el papel higiénico ellos solitos.

Eso sí, los diamantes que brillaban en las orejas de la zorrilla eran de los buenos. Me jugaría la Harley. Becca estaría guapa con unos pendientes como esos… Aunque si se convertía en mi dama, nunca lo descubriría. Un motivo más para mantener las distancias.

Becca regresó con las cervezas y las repartió por la mesa. Cuando se volvió para irse, Boonie interpuso su pierna y Becca se tropezó, cayendo sobre mí. La agarré, obviamente. Era suave y olía bien, a flores o algo. ¿Flores y menta? Ni puta idea, pero me daban ganas de comérmela enterita. Los recuerdos me acorralaron de golpe, desde el dulce sabor salado de su coño, hasta los grititos que soltaba al correrse.

Mi rabo subió de temperatura cuando ella se incorporó, lanzándonos una mirada asesina.

—Gracias, hijo de puta —murmuré hacia Boonie, pero no se lo dije a la cara, prefería contemplar el desfile de Becca hacia la barra.

Estaba tan ocupado siendo un puto pervertido que casi no me di cuenta de lo que ocurrió a continuación. La rubia salió del pasillo dando tumbos, despeinada y con el pintalabios desplazado. Treinta segundos más tarde apareció por detrás el cabrón con dinero, con la camisa fuera de los pantalones y una sonrisa de satisfacción. Y nada de esto habría sido notable, si no hubiera venido tambaleándose directo a nuestra mesa.

—Largo de aquí —masculló Deep.

Pero el tipo se irguió y comprendí que no estaba borracho en absoluto. Caminaba como si lo estuviera, pero tenía los ojos despiertos y la mirada alerta. Qué curioso.

—Os he traído el dinero —dijo en voz baja—. Shane ha dicho que tenéis algo para mí. Nos vemos fuera en diez minutos.

Un par de segundos más tarde ya estaba alejándose, trastabillando y riéndose de sus amigos. La expresión de Boonie siguió neutra, pero cuando tomó su cerveza y dio un largo trago, me pareció ver algo de satisfacción petulante en su rostro.

—¿De qué iba eso? —preguntó Deep.

—Un pequeño proyecto en el que he estado trabajando —dijo Boonie—. Os lo contaré todo en la misa. No estaba seguro de que cumpliera con su palabra. Esta noche lo estoy poniendo a prueba.

—¿A quién, al imbécil ese? —preguntó Deep.

—El «imbécil ese» es el hijo de un asesino a sueldo de la mafia irlandesa —matizó Boonie.

Levanté una ceja.

—¿En serio? —pregunté—. ¿Y qué cojones está haciendo aquí?

—Mantenerse con vida —replicó Boonie—. O, más bien, protegiendo al que intenta mantenerse con vida: Shane McDonogh, que antes era un auténtico príncipe de la mafia. Su madre, Christina, se casó con Jamie Callaghan. Le crio en Las Vegas. Nadie sabe realmente quién es el padre.

Muy interesante. Hasta yo sabía que los McDonogh habían sido los propietarios de la Laughing Tess durante cinco generaciones. Cinco generaciones violentas y jodidas en las que los mineros, el sindicato y los McDonogh se dedicaron a pelear por el control del valle.

Poco después de que yo saliera de la cárcel, el viejo murió. Pero no le dejó la mina a su hija, no. Fue directa a su nieto.

—¿Eso no lo convierte en el chico más rico de Idaho? —pregunté.

Boonie resopló.

—Puede que sea el chaval más rico de Estados Unidos —contestó—. Aunque no le está sirviendo para nada bueno. La familia lleva años pleiteando por la herencia. Su madre ahora quiere que le devuelva la mina.

—¿Y qué quiere de nosotros? ¿Droga? La academia debe de ser un lugar aburridísimo de cojones.

—Protección—declaró Boonie, con tono de satisfacción—. Sabe que nosotros controlamos el valle. En teoría es rico, pero en la práctica tiene acceso limitado a su dinero y anda corto de amigos. Ahora está escondido en la academia, esperando a que se calmen los ánimos.

—Qué familia tan encantadora —dije—. Si vale tanto, ¿por qué no se busca un abogado que se ocupe de los parientes? Con esa mina como cebo, seguro que no le faltarán ofertas.

—No sé la historia —replicó Boonie—. Me trae sin cuidado. Lo importante es que en diez minutos vamos a cobrar una pequeña fortuna por un par de pistolas, sólo para que el principito pueda dormir mejor. Nuestra discreción justifica un ligero aumento de precio, claro…

Sonreí. Boonie tenía un auténtico don para encontrar la manera de ganar más dinero.

—Si todo va bien, le he dicho que hablaremos de una solución a largo plazo —añadió—. Tiene planes muy ambiciosos. Blackthorne cree que podría venirle bien al valle. Es difícil de saber.

Deep alzó la botella, saludándole en silencio mientras mis ojos buscaban a Becca. Estaba inclinada sobre una mesa, meneando el trasero al limpiar una bebida derramada. En mi mente ya estaba empujándole la cara contra la madera y embistiéndola con furia.

—Cierra la boca —dijo Boonie, dándome un codazo—, que se te va a caer la baba en la cerveza. Vamos, ve vaciando el vaso. Tenemos una reunión en la calle. Deep, ocúpate del porche; fúmate un cigarrillo o algo y mantén los ojos bien abiertos. Puck, tú vienes conmigo, a no ser que prefieras ir a fumar…

Instintivamente saqué la mano del bolsillo; estaba buscando mi paquete de tabaco, en un gesto automático. Boonie estalló en carcajadas. Había dejado de fumar hacía seis meses, pero aún me sorprendía buscando el tabaco inexistente al menos diez veces al día.


El chico moreno se reunió con nosotros detrás del edificio; su novia, la de la risa tonta, se había esfumado. Aproveché la oscuridad para estudiarlo, intentando determinar su edad. ¿Veinte? ¿Veintiuno? Tenía una mirada dura, y su lenguaje corporal no era el mismo que hace un rato. En el bar parecía un mamón. Pero ahora…

Ahora realmente parecía el hijo de un asesino a sueldo.

—¿Todavía quieres las seis? —preguntó Boonie, ofreciéndole una pesada alforja de cuero—. Están limpias.

—Sí —dijo, en voz baja—. Shane asegura que ya ha concretado los detalles con vosotros.

Boonie asintió.

El tipo sacó un sobre y me lo pasó. Lo abrí y olí un generoso fajo de billetes. Un cálculo mental rápido confirmó la cantidad. Asentí a mi presidente. Este abrió la alforja y reveló una de esas bolsas de tela del supermercado, que envolvía una bola dura formada por revólveres.

El muchacho las aceptó.

—¿Quieres echarles un vistazo? —preguntó Boonie.

El chico negó con la cabeza, dedicándonos una sonrisa.

—Tenéis buena reputación —dijo—. Eso lo respetamos. Si no, no querríamos seguir trabajando con vosotros. Mandadme un mensaje cuando hayáis tomado una decisión.

—¿Y si queremos hablar con tu jefe?

Se encogió de hombros.

—Eso es más difícil. Los aparatos electrónicos no funcionan bien en el campus. Y no nos gusta exponernos a riesgos innecesarios. Ya veremos. Dejadme que lo piense.

Eso me pareció raro, pero me callé. Tenía que confiar en que Boonie supiera lo que estaba haciendo y guardarme las preguntas para la misa. No se cuestiona a un hermano delante de desconocidos. Jamás.

El muchacho guardó las pistolas en el maletero de un pequeño BMW deportivo descapotable estacionado junto al edificio, oculto en la sombra. El vehículo decía «princesita» a gritos, y deseé fervientemente que perteneciera a su novia.

Entonces se volvió hacia nosotros, amablemente.

—Espero que podamos hacer más negocios —dijo, ofreciéndome la mano. Me la estrechó con fuerza y firmeza—. Soy Rourke Malloy.

—Puck.

Asintió, claramente memorizando mi nombre, y se alejó, irradiando confianza en sí mismo.

Le eché una mirada a Boonie.

—¿Eso es todo? —pregunté.

—Sí —respondió—. Vamos a por Deep y volvamos a la sede. Mañana lo hablaremos todo en la capilla. ¿Quieres entrar y darle las buenas noches a tu novia?

La pregunta me jodió, porque había estado planeando hacer algo muy parecido. No iba a desearle las buenas noches, claro que no, joder. Pero pensaba echarle un último vistazo, quizás para asegurarme de que todo iba bien.

Pero me había jodido la idea, y Boonie lo sabía. Mierda, necesitaba un cigarrillo. Y eso tampoco podía hacerlo.

—Te odio —le dije.

—Deja de portarte como un mamoncete y haz lo que tienes que hacer —dijo, riéndose—. Hazla tu dama o mejor olvídate de ella.

Ya. Ojalá fuera tan fácil.

Becca

—Espera, que salgo contigo —dijo Blake—. Solo tengo que entrar algo del almacén.

Saqué una silla y me dejé caer. Los tacones me estaban matando. Agradecía que él no quisiera que las chicas paseáramos solas por el aparcamiento oscuro a las tres de la madrugada, pero esperarle de pie a esas horas no era una opción viable.

—¿Qué tal te ha ido? —preguntó Danielle, sentándose con un resoplido a mi lado—. Yo me he llevado más propinas de lo que pensaba. No está nada mal para nuestra primera noche. Dice mucho sobre el lugar. Por supuesto, la mesa de cabroncetes me dejó una propina de mierda, para sorpresa de nadie. Ya sabía que lo harían desde que entraron por la puerta. Se creen que son mejores que el resto, ¿verdad?

Me encogí de hombros. Danielle no esperaba ninguna respuesta.

—¿Están listas, señoritas? —preguntó Blake.

—Sí —respondí.

Se rio y tomó nuestras manos para ayudarnos a levantarnos.

—¿Es que tú nunca te cansas? —murmuré.

—Pues no —respondió. Sonaba asquerosamente animado y satisfecho—. Mi energía nunca se agota. Ya puedes temblar, cariño.

—Jamás superaré este miedo.

Danielle se rio coquetamente y se puso de puntillas para darle un beso. Cuando Blake quiso agarrarla para darle otro, mi amiga se agachó, dio la vuelta y se subió de un salto a su espalda.

—¡Por Dios! —exclamó Blake, trastabillando pero contento.

Joe tenía razón: Blake estaba enamorado hasta las trancas. Mierda. Esperaba que mi amiga no le rompiera el corazón.

—Llévame a mi Jeep —le ordenó, como una niña, rebotando sobre él—. Si te portas bien, te recompensaré.

Blake echó a andar hacia la puerta y los seguí, sintiendo que sobraba. No me solía pasar con ellos dos, pero esa noche era tarde y resultaba obvio que Blake quería a Danielle en su casa, y en su cama. Que yo necesitara que me llevaran complicaba la situación, porque mi apartamento estaba en dirección contraria.

—Siento haberme quedado sin transporte —le dije a mi amiga.

—No te preocupes —dijo, mientras cruzábamos la puerta trasera y cerrábamos el local con llave.

Teresa seguía en su despacho, pero tenía un apartamento en el piso de arriba, así que no nos hacía falta esperarla. Blake bajó los escalones dando saltos, y yo fui tras él como un cachorro perdido en medio de la noche. Estábamos en medio del aparcamiento cuando vi que alguien se movía sigilosamente en la oscuridad.

—Mierda —mascullé—. Ahí hay alguien.

—¡Si eres un asesino, puedes irte al infierno! —gritó Danielle haciendo una pantomima graciosa—. ¡Llevo una pistola, y una vez Blake mató a un tipo con las manos desnudas, cabrón!

Blake se detuvo en seco.

—Pero ¿qué dices?

—La cuestión es crear una atmósfera terrorífica —dijo Danielle, rebosando seguridad en sí misma—. Lo asustaremos y basta. Seguro que no es más que un niñato imbécil que quiere que nos caguemos.

Fuera quien fuese, no irradiaba miedo, precisamente. Lo supuse por su manera de caminar hacia nosotros, haciendo crujir la gravilla. Tenía que haber habido una banda sonora amenazante de fondo. Quizás el solitario grito de algún loco…

Blake dejó con cuidado a Danielle en el suelo y adoptó aquel gesto amenazante que tenía en la pelea de ayer por la mañana. Por eso estaba realmente contenta de que estuviera con nosotras.

Entonces la silueta llegó al halo de luz que rodeaba el porche. ¡Puck! Sentí una emoción inapropiada por todo el cuerpo: recordaba demasiado bien cómo me había besado aquella tarde, sus manos ásperas contra mi cara, esa necesidad primitiva en sus mirada y la frustración reflejada en cada uno de sus movimientos.

Pero ¿me estaba esperando en la oscuridad?

No sabía si sentir alivio de que no nos asesinaran, o asustarme, porque las intenciones de Puck, fueran cuales fuesen, no serían precisamente puras e inocentes.

«Enfréntate a él —pensé—. Los moteros evitan la debilidad.»

—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté, desafiante y muy segura—. ¿No basta con que Boonie me ponga la zancadilla mientras intento hacer mi trabajo? Y no lo niegues, he visto la cara que ha puesto.

—Pensaba que necesitabas que alguien te llevara a casa —contestó, con voz profunda y suave—. Pasaba por aquí…

—¿Qué coño eres, un acosador? —le espetó Danielle.

—Danielle… ya me ocupo yo —protesté.

—Pues ocúpate rapidito —masculló—. Quiero irme a casa ya, y este tipo no me deja.

La expresión de Puck se hizo más dura, y comprendí que por ahí no iríamos a ninguna parte. Danielle era valiente y leal, pero andaba algo escasa de sentido protector. Si a eso añadimos que Blake siempre estaba listo para una pelea, y que Puck… Bueno, mejor no pensarlo.

—Danielle, esta mañana me ha salvado el pellejo —dije rápidamente, abandonando mi actitud desafiante—. No pasa nada. Es que me ha pillado desprevenida, y estoy cansada. Puck, es un todo un detalle que te ofrezcas, pero…

Me callé y consideré la situación. Era obvio que Danielle y Blake querían estar solos, pero ella era tan buena amiga que primero me llevaría a casa. Eso significaba que tendría que conducir durante casi cuarenta minutos más, y todo porque yo no me atrevía a estar con Puck. Ella lo haría sin vacilar. Pero ¿hacía falta todo eso, solo porque el motero me daba un poco de miedo?

—¿Sabes? Me vendría fantástico que me llevaras a casa —le dije a Puck, obligándome a sonreír.

Blake me echó una mirada curiosa, y Danielle protestó.

—No hace falta que…

—Vamos —dijo Puck, tomándome de la mano.

De repente, estaba siguiéndole por el aparcamiento. Danielle ahogó un grito y Blake la sujetó. Oí que discutían en voz baja y asumí que estaba a diez segundos de desatar una guerra contra Puck.

Por suerte, ya casi habíamos llegado a su moto. Se detuvo, mirándome, pensativo.

—Si no quieres venir, dilo ahora —susurró, y me pregunté si se refería a algo más que un paseo en moto.

¿Qué quería yo? Estaba cansada, me dolían los pies y Puck olía bien. Eché otra mirada a mi mejor amiga, que seguía discutiendo con Blake.

—¡Danielle, no pasa nada! —grité en la distancia, para que me oyera desde el otro lado del aparcamiento—. Puck me lleva. Podéis iros a casa. No os preocupéis.

Al escucharme, dejó de discutir. Él le abrazó y la atrajo hacia su costado. No dijo nada, esperando a que Danielle tomara la decisión de retirarse. Ella se cruzó de brazos, pensativa.

—¡Si le haces algo, iré a por ti, Redhouse! —gritó mi amiga.

Joder. Esa chica era una fiera.

—¡Llévate a tu mujer a casa! —le gritó Puck a Blake.

Danielle balbuceó algo, pero Puck no le hizo caso. Tiró de mí en dirección a la Harley. Se montó y arrancó el motor, yo me quedé ahí parada, dudando. Había cometido un error de cálculo. Por algún motivo, había asumido que iríamos en su furgoneta. Hacía cinco años que no subía en moto.

Habían sido una parte vital de mi infancia. Joder, mi madre tenía una fotografía en la que aparecía yo de bebé en una moto. Por lo que sabía, el hombre que me sostenía era mi padre; ella nunca lo confirmó ni lo desmintió, y la única vez que le pregunté, me hizo callar. ¿Quizás era otro de mi colección de «padres»? Nunca lo supe.

Y ahora Puck quería que me montara en su Harley. Recordaba haberme agarrado a él con fuerza el día que dejamos California, con las manos en su estómago, la cara escondida en su espalda, temblando por el miedo y el dolor. Nos pusimos en marcha y solo nos detuvimos de vez en cuando para poner gasolina y echar un cigarrillo. Yo solo deseaba salir del territorio de los Longnecks.

Tampoco es que los Silver Bastards estuvieran huyendo. Jamás. Pero tenían mejores cosas que hacer que iniciar batalla por culpa de una adolescente que habían encontrado en una fiesta.

—Súbete —dijo Puck, sacándome de mis recuerdos.

Tenía la cara en la sombra, pero los ojos le brillaban. ¿En qué estaba pensando cuando accedí a ir con él? ¿Es que me había vuelto loca?

Seguramente.

Pero quizás solo estaba exagerando. Además, Danielle y Blake se merecían un rato juntos.

—Muy bien —dije, pasando una pierna al otro lado de la moto.

Respiré hondo y le rodeé la cintura con los brazos, intentando no pensar en lo sólido que era: ahí no había ni rastro de barriga cervecera. Puck salió lentamente del aparcamiento y enfilamos la carretera.

Entonces aceleró y echamos a volar en plena noche.


Es gracioso cómo exageramos las cosas que nos dan miedo, convirtiéndolas en obstáculos insalvables en nuestra mente.

Hacía años que me estremecía cada vez que oía el rugido de una moto. Representaban todo lo malo de mi infancia: el dolor, el miedo, mi madre, todos los hombres… Pero a veces también lo bueno: los Silver Bastards, Puck velando por mí… Para lo bueno y para lo malo, existía una realidad que había olvidado: volar por la autopista en una Harley es una experiencia mágica e increíble.

El aire de la noche todavía era cálido, aunque aquello cambiaría en una semana o dos. Puck olía de maravilla y manejaba aquella máquina como un experto. Cerré los ojos y me concentré en la sensación de tener su espalda contra mi pecho, su fuerza ante mí.

Joder, qué sexi era.

Por supuesto, que un potente motor de Harley rugiera entre mis piernas como el vibrador más grande del mundo mejoraba las cosas. Fuera por lo que fuese, tras el primer kilómetro perdí el miedo. Hay algo de liberador en ir montada detrás de un hombre: todo está en sus manos. Yo solo tenía que agarrarme y confiar en que sabía lo que estaba haciendo. En que me llevaría a casa sana y salva.

Ahí es donde la cagué.

Se me olvidó que no debía confiar en Puck.

Cuando nos pusimos en marcha, simplemente me agarré a él como me pareció. Aunque claro, compartir una moto es algo bastante personal, pero eso no excusa lo que hice a continuación. Poco a poco, dejé que mis dedos se abrieran, extendiéndome sobre su estómago. Encontré los bordes de sus músculos, saboreando los pequeños movimientos que sentía bajo su piel cada vez que tomábamos una curva y se inclinaba a un lado.

Mi cuerpo iba con el suyo, siguiendo sus gestos a la perfección.

Aquello me dio una buena razón para sujetarle con más fuerza; una mano se deslizó un poco más arriba, la otra bajó hasta que noté el metal de su hebilla.

«No significa nada —me dije a mí misma—. Cualquiera se sujetaría así. No hay otra manera de ir en moto dos personas.»

Pero no era verdad. Y yo lo sabía.

Solo podía pensar en seguir el curso de mi mano y explorar su miembro a través de los pantalones. ¿Estaría duro? Un escalofrío me recorrió al pensarlo, y mis pezones reaccionaron. Notaba que estaba empezando a humedecerme, pero, de algún modo, no parecía real. No en la oscuridad, no con el viento soplando a nuestro alrededor, no con su rostro prudentemente mirando la carretera. Me limité a cobijarme tras su espalda y fingir que nada de esto estaba ocurriendo.

Cuando llegamos a Callup y disminuyó la velocidad, estaba desesperada. ¿Por qué cojones no podía sentirme así con Joe?

Puck recorrió la calle principal vacía, aflojando la velocidad cuando nos acercamos a la manzana de mi edificio. Dobló la esquina y se metió por el callejón, donde frenó. Apagó el motor, y el silencio repentino me impactó como una bofetada.

¿Qué estaba haciendo? Me había pegado a su espalda, con una mano a medio camino en su pecho y la otra en la hebilla de su cinturón.

—Gracias —dije abruptamente, separándome de su cuerpo.

Sus manos cayeron sobre las mías antes de que pudiera escapar, acusándome en silencio.

—Todavía te gusta ir en moto —dijo sonriendo, lentamente.

Intenté encogerme de hombros, pero no me salió ningún movimiento. Me fije en su nuca, en su piel.

—Supongo que puede ser divertido —admití.

No respondió. Al menos, no con palabras. En vez de eso, empujó mi mano más abajo.

—¿Qué estás haciendo? —susurré.

—Querías tocarme —respondió—, pero te daba miedo.

Mis dedos encontraron el bulto duro de su erección, apretado contra sus jeans. La necesidad y el deseo me llenaron, treparon por mi espalda, se concentraron entre mis piernas.

Puck me deseaba. Y mucho.

Acaricié su sexo. No había planeado hacerlo, pero, joder, no lo pude evitar. Él se puso rígido, echó la cabeza hacia atrás con un suspiro. Mi otra mano exploró los músculos duros y firmes de su pecho. Sus dedos se entrelazaron con los míos, obligándome a apretarle con más fuerza de la que me habría atrevido a exhibir.

Mi cuerpo se había convertido en una masa temblorosa de pura lujuria, y cuando empezó a deslizar mi mano arriba y abajo sobre su miembro, casi me mareé. El vacío entre mis piernas gritaba que le diera algo más, porque pese a que estaba abierta de piernas detrás de él, no había ni una pizca de fricción contra su cuerpo.

Puck se estremeció, y sentí una oleada de poder mezclada con deseo. He aquí un hombre grande y fuerte abandonado a mi merced, simplemente porque le estaba frotando el rabo por encima de los pantalones en un callejón oscuro.

Entonces habló, y recordé que Puck nunca está a merced de nadie.

—Pienso en ti —dijo, con voz agonizante—. Me he corrido un millón de veces pensando en aquella noche. Es más, me he follado a un montón de mujeres pensando en aquella noche. Intenté encontrar a una que te sustituyera. Lo juro por mis cojones, Becca. Si fueras cualquier otra persona, te reclamaría como mía y eso sería todo. Estás metida en mi cerebro como una bala, y me estás envenenando.

Me quedé inmóvil, volviendo a la realidad. Mi mano dejó de moverse, pero Puck apretó mis dedos con más fuerza y me obligó a seguir de nuevo. Estaba más duro, había aumentado de tamaño, y me pregunté si dolería tener aquel monstruo atrapado en los pantalones.

Quería follarme. Con ganas. Yo también le deseaba, pero sus palabras me despertaron como un cubo de agua fría. Me recordó que eso no era ningún juego.

—Así que —continuó Puck, con un tono tan intenso que me dio un poco de miedo—. Creo que ha llegado el momento de aclarar esta mierda. Me gusta tener tu mano en el rabo. Me gustaría más si fuera tu boca. Estoy harto de juegos, Becca. Sabes quién soy y qué soy, y sabes que cuando te monte, no será dulce. Lo mío no es la ternura. Me he mantenido al margen por lo que pasó, porque me sentía culpable, pero eso ya es el pasado. Estoy harto. Tienes treinta segundos para decir que no. Si no, te llevaré a mi casa y no respondo de mí mismo.

Sus palabras me impactaron como un puñetazo. Apreté las manos automáticamente y me estremecí, porque nunca he deseado algo tanto como en aquel momento. Logré atravesar la niebla de necesidad que inundaba mi cerebro y le hice la pregunta del millón.

—¿Qué quieres decir con eso de que no respondes?

Puck soltó una risa áspera, despojada de humor.

—Quiero decir que voy a dejar de andarme con cuidado. Te hice daño, me sentí mal. Pero esta noche has empezado tú, y se me ha acabado la paciencia. Si no tuviéramos la historia que tenemos, ya me tendrías encima, Becca. Y no fingiré ser algo que no soy. Si quiero a una mujer, la tomo. Me la quedo hasta que terminamos. Y el que toma las decisiones soy yo. Nada de juegos. Es tu última oportunidad.

Tensé los muslos y supe lo que quería decir. De repente la voz de mi madre asomó en mi cabeza.

«Zorrilla.»

¿Acaso era esto lo que sentía ella por Teeny? ¿Cuántas veces había permitido que su cuerpo pensara por ella?

«El que toma las decisiones soy yo.»

Puck me soltó la mano y me quedé quieta, sujetándole un momento más. Entonces me aparté y retrocedí.

—Muchas gracias por traerme a casa —conseguí decir, con voz temblorosa—. Y gracias por aclarar las cosas. Tengo que irme a dormir. Ha sido un día muy largo, y mañana tengo clase.

Puck se quedó inmóvil, como una estatua gélida y frustrada.

Bajé de la moto y tuve que apoyarme en su hombro, porque las piernas me temblaban. Eché a andar hacia la puerta. No podía evitar pensar que diría algo, o que me seguiría.

Una parte de mí esperaba que lo hiciera. Quería eliminar la posibilidad de decidir; quería que me obligara a no tener que admitir que le deseaba tanto que me dolía. La vida sería mucho más fácil si uno no fuera responsable de nada… Pero ¿a quién quiero engañar? Mi vida nunca ha sido fácil.

Puck permaneció callado hasta que abrí el portal, y entonces habló una última vez.

—Hace cinco años decidí yo por ti. Hoy no. Estamos en paz.