Capítulo 12
Becca
Demasiados pensamientos recorrían mi cabeza de regreso a la fiesta. Estaba en guardia, esperando volver a sentir miedo. Me preocupaba que Puck quisiera compartirme (¿con quién me mandaría a continuación?), que me obligara a beber o a consumir drogas.
Pero en vez de miedo, lo único que sentí fue que los pantalones me picaban un poco. Tenía un par de rasguños en el estómago. Y alguna astilla también, seguramente. Aparte de eso, me encontraba bien.
Perfectamente.
Feliz.
No dejaba de estallar en risitas tontas cada vez que recordaba lo que acabábamos de hacer. Puck debió de pensar que iba borrachísima, pero no era cierto; apenas iba contentilla. No, en lo único que podía pensar era que había ganado.
Becca Jones había crecido y se había convertido en alguien que se divertía en una fiesta con su novio adorable (de acuerdo, quizás aquel no era el adjetivo más adecuado para Puck). No solo eso, sino que nadie se molestó en mirarme, pese a que llevaba la camiseta arrugada y era obvio que acababa de echar un polvo. Todos estaban demasiado ocupados contemplando a un par de chicas que se besaban medio desnudas. Eso es: a nadie le importaba lo más mínimo qué había estado haciendo en la oscuridad. Y era una sensación de lo más liberadora.
Entonces vi la mesa de la comida y el hambre me atacó. El ejercicio me había abierto el apetito, claramente.
—Vamos a por algo de comer —dije—. Creo que antes he interrumpido tu cena.
—Te doy permiso para interrumpirme así tantas veces como quieras, que conste —respondió Puck—. Moriré feliz.
—Un poco melodramático, ¿no?
Me dio una palmada afectuosa en el trasero (algo que le gustaba hacer, obviamente), tomamos un par de platos de papel y empezamos a servirnos. Encontramos un lugar para sentarnos en otra mesa, cerca del fuego.
—Puck —exclamó un hombre—, cuéntanos algo sobre tu chica.
Los hermanos que casi parecían gemelos, Demon y Deep, vinieron a sentarse frente a nosotros. Les había visto por el pueblo y les había servido de camarera, pero nunca había hablado mucho con ellos.
—Ya conocéis a Becca —dijo Puck—. Trabaja en el Moose, ¿os acordáis?
—Hola —dije, esperando no tener nada entre los dientes.
—He oído que tuviste problemas la otra noche —dijo Demon—. ¿Estás bien?
¿Problemas? Ah, sí, el tipo con las manos largas. ¡Uf!
—No fue nada del otro mundo. Uno de los imbéciles de la academia intentó meterme mano. Pero me libré de él.
El recuerdo del alumno gritando y revolcándose por el suelo me puso una sonrisa en la cara. Puck hizo una mueca de frustración y Deep estalló en carcajadas.
—Darcy dice que casi le arrancaste los huevos —dijo—. Más vale que vigiles los tuyos, Puck. Sería terrible si sufrieran un accidente desafortunado.
—Me parto de risa con vosotros —dijo Puck—. Pero, en serio, si el tipo vuelve a asomar por el bar, llámame. Acabaré con él.
Puck no bromeaba.
—Teresa le ha prohibido la entrada permanentemente —dije—. Y aunque no lo hubiera hecho, no creo que tenga de qué preocuparme. Había otro estudiante aquella noche, un tipo con el pelo oscuro. Creo que lo conoces. —Puck se tensó—. Parecía bastante cabreado por lo ocurrido. Incluso se disculpó por el comportamiento de su amigo. Le pidió perdón a Darcy. ¿No es curioso?
—Fascinante —gruñó Puck.
—Es una suerte que tu mujer tenga a alguien que la proteja —dijo Deep, afectuoso—. No te preocupes, no le pasará nada. Puede que el Moose sea un lugar duro, y que a los clientes les gusten las peleas, pero… Nada. No hay nada más que añadir. ¿Tienes pistola, Becca?
—Iros a la mierda —dijo Puck, levantándose de golpe—. Becca, ¿quieres otra bebida?
—Sí.
Me pregunté si me metería en problemas si le daba una patada a Deep por debajo de la mesa. Quizá valdría la pena.
—Enseguida vuelvo —dijo Puck—. Deep y Demon se asegurarán de que estés estupendamente aquí fuera, ¿a que sí?
Demon asintió, sonriendo con descaro mientras Puck se alejaba.
—Lo has asustado —lo acusé.
—Lo sé —contestó Deep—. Quería preguntarte por Carlie.
Sacudí la cabeza.
—No tengo nada que contarte.
—Sabes que solía acostarse con Puck, ¿verdad?
—No necesito saber nada sobre eso.
—Yo creo que sí —replicó—. Porque he oído que ahora sois muy amigas, y eso es raro. No es propio de las mujeres. ¿Qué cojones os traéis entre manos?
¿Estaba escuchando esto de verdad? Se me había olvidado lo rápido que vuelan los rumores en los clubes… ¿Y desde cuándo los moteros hablaban sobre lo que hacen las chicas? Los estereotipos dictan que son las mujeres las que cotillean, pero mi experiencia me demuestra que los hombres son peores.
He aquí un ejemplo.
—¿Tan raro es que dos chicas intercambien un abrazo amistoso?
—Sí. Sobre todo cuando una de ellas está acostándose con el tipo que se solía beneficiar la otra.
—¿Y a ti qué te importa?
—Carlie es mía. Quiero saber qué le pasa por la cabeza. Quizá me lo puedas contar tú.
Eso me hizo callarme y fruncir el ceño.
—¿Cómo has dicho? —pregunté.
—Es mía.
—Pero si se estaba acostando con Puck.
—Y yo me he follado a la mitad de las chicas de aquí, incluyendo a unas cuantas damas. Eso no cambia que Carlie sea mía. Quiero saber si ya se ha olvidado de Puck. ¿Qué te ha dicho?
Esta era, posiblemente, la conversación más rara que he tenido en la vida. Pero había una cosa que sabía con certeza: compartir lo que me había dicho Carlie sería una violación del código entre hermanas.
—Nada. Solo quería saludarme.
Deep me miró fijamente y le mantuve la mirada sin mostrar ninguna duda. Ninguno de los dos parpadeó. Entonces Demon estalló en carcajadas:
—Estás jodido, hermano. Supéralo —concluyó.
El momento había terminado, y decidí fijar mi atención en mi comida. Esta conversación tenía que terminar. Por suerte, otro hombre vino y se sentó en la mesa, junto a los hermanos. No se molestó en hablar conmigo, lo cual me encantaba. Mis patatas fritas no se iban a comer solas. Era momento de concentrarse.
—¿Has oído las noticias? —preguntó el tipo nuevo.
—¿El qué?
—Lo que ha ocurrido en la división de Bozeman. La mujer del presidente lo ha echado de casa. Lo pilló poniéndole los cuernos.
—Es una zorra —dijo Demon—. Siempre lo ha sido. Estará mejor sin ella. Ni siquiera sé por qué seguían juntos.
—Por el dinero —intervino Deep—. Su familia es rica, ¿no? Tendría que haberla dejado hace tiempo… La tipa lleva años intentando controlarle los huevos. Un hombre no puede vivir así.
Perfecto.
Puck no solo me había abandonado, sino que me había dejado en medio de un nido de machistas. Aunque claro, allí la mayoría de los hombres entraban en la misma categoría.
—Las mujeres tendrían que quedarse en casa —declaró el desconocido—. El dinero les da muchas ideas y después quieren volar alto. Si una zorra tiene su propio dinero, empieza a hablar demasiado. Se cree que es la jefa.
—Perdonadme —dije abruptamente, poniéndome de pie—. Voy al baño.
—Puck ha dicho que te esperes —dijo Deep, agarrándome por el brazo. Su tono de voz era serio y, aunque no me estaba apretando con fuerza, tampoco bromeaba—. Así que te esperas.
El miedo que creía haber superado cayó sobre mí. De repente me vi rodeada de hombretones. Hombretones temerosos. Podrían hacer lo que quisieran, y yo no podía detenerles. Puck no estaba aquí.
—De acuerdo —susurré, tragando saliva.
—Joder, no hace falta que seas tan burro —dijo Demon a su hermano. Se volvió hacia mí, hablando seriamente—. Todavía hay gente que no sabe quién eres, Becca. Puck solo quiere que estés a salvo. Por eso te ha pedido que te quedes con nosotros. Deep está enfurruñado porque no le has contado lo que te ha dicho Carlie.
Tragué más saliva, intentando convencerme de que Deep podía ser alto y duro, pero en cierto sentido no era más que un niño quejica que quería su juguete. Aunque eso no cambiaba nada. Los niños rompían juguetes cada día.
—Aquí tienes tu cerveza —dijo Puck, sentándose a mi lado—. ¿Va todo bien?
Mirando fijamente a Deep, asentí.
—Estupendamente —confirmó Deep.
Antes no estaba borracha, pero ahora sí. La habitación me daba vueltas alrededor. Me encontraba en un baño ridículamente pequeño, lavándome las manos con furia. Había cometido el craso error de tocar el asiento del inodoro, y aunque estaba segura de que los baños habían empezado la noche limpios (Darcy no parecía alguien que tolerara la suciedad), en esos momentos deseé haber ido al bosque. Por lo visto, algunos de los moteros no tenían demasiada puntería.
Puck me esperaba en el pasillo. Acababa de secarme las manos en los pantalones (no quedaban toallitas de papel) cuando oí gritos y voces. Abrí la puerta y con cautela eché un vistazo al exterior. Puck ya no estaba. Más gritos que provenían del salón principal, y el ruido de algo que se rompió.
Mierda.
Me escabullí, intentando pasar inadvertida. No quería meterme en una pelea, pero si él había desaparecido, sería por algo importante. Esconderme en el baño no era una buena opción.
Unas cuantas chicas estaban agrupadas al final del pasillo, mirando y charlando, emocionadas.
—¿Qué pasa? —pregunté, antes de percatarme de que una de las mujeres era Bridget. Por suerte, estaba demasiado alborotada como para acordarse de mí.
—Uno de los Reapers se está peleando con Clay Allen. Es un conocido del club. Ha aparecido con una chica, y el tipo se ha vuelto loco.
—¿Está Puck en medio?
—Oh, sí… —contestó, dándole a la frase un tono sexual.
Perfecto.
—Perdonadme —dije, abriéndome camino.
Un muro de espaldas anchas y musculosas me tapaba la vista, así que corrí a la barra y trepé encima para ver si mi hombre estaba peleándose. Esperaba que no. No sabía dónde guardaban las cafeteras, si tenía que rescatarle.
Enseguida lo distinguí. No estaba metido en la pelea. Miraba desde el corro de moteros, contemplando a Painter mientras este le daba una paliza al desafortunado Clay Allen, cuyo nombre era la primera vez que oía. No, no era de Callup.
Una mujer gritó, y me di cuenta de que el presidente de los Reapers sujetaba a alguien entre sus enormes brazos. La chica se quejaba y daba patadas, claramente enfurecida.
—¡Serás hijo de puta! —vociferó ella.
No sabía si el insulto iba dirigido a Painter, a Picnic o al tipo que yacía en el suelo. El hombretón se limitó a aferrarla con más fuerza, con una expresión neutra.
Painter seguía golpeando a Allen con rabia, y cada puñetazo emitía un ruido seco y pastoso que resonaba por la sala. Tras lo que pareció una eternidad, Puck intervino, agarró a Painter y tiró de él. Este se soltó, listo para volver al ataque, pero Puck le dijo algo y el hombre rubio se detuvo, jadeando.
—¡Sacadlo de aquí! —ordenó Painter. Nadie se movió—. ¡Que saquéis de aquí a este cabronazo antes de que lo mate!
—Mierda —masculló Horse, dando un paso al frente para agarrar a Allen por las axilas.
La multitud se apartó para dejarle paso. Painter se volvió hacia la chica, andando hacia ella con zancadas decididas y aire amenazante. Picnic la situó detrás de él y se encaró a Painter con los brazos cruzados.
—Ni se te ocurra, hijo.
—No es asunto tuyo —espetó Painter—. Ella ha venido aquí.
—¡No sabía a dónde veíamos! —gritó la chica desde atrás—. ¡No era más que una cita, imbécil!
—Es un puto motero. Has roto las reglas, Mel. Mueve el trasero y ven aquí.
—Ni se te ocurra —repitió Picnic en tono firme—. No pienso ocuparme de esta mierda hoy. Painter, ya puedes irte a casa. Melanie, tú te quedas conmigo.
Painter gruñó, y la muchacha apartó a Picnic de un empujón, lo cual me sorprendió. ¿Cómo cojones había podido moverlo? En un instante estaba cara a cara con Painter, gritando tan fuerte que incluso a mí me dolían los oídos.
—¡Desaparece de mi vida de una puta vez! —gritó ella—. ¡Lo que haga yo no te incumbe! ¿Me oyes?
—¡A la mierda! —anunció Picnic—. ¡Estoy harto de los dos!
Dicho eso, se volvió y se alejó. La chica tardó un instante en asimilarlo, y entonces adoptó una expresión extraña. Painter empezó a sonreír… Y no era una sonrisa agradable.
—Te llevo a casa, Mel —dijo, con voz amenazante—. Podemos hablar cuando lleguemos. Con intimidad… ¿entiendes?
La desafortunada Melanie miró alrededor, y comprendió que esos hombres seguían el ejemplo del presidente de los Reapers.
—Joder…
—Puede que eso también lo hagamos —añadió Painter.
La agarró por los brazos y la arrastró hacia la puerta.
Volvió a gritar, pero esta vez de miedo. Vi que Darcy se lanzaba hacia ella con una expresión determinada, pero Boonie la frenó. Melanie empezó a golpear a Painter, que se reía. La agarró como un saco, sobre un hombro, y salió a la calle con ella.
El silencio inundó la sala. Tras una eternidad, Darcy se volvió de golpe y miró a Boonie con furia hasta que Painter la dejó en el suelo. Nos miró al resto con desdén.
—La cocina está cerrada —anunció—. Me voy a mi puta casa.
Salió por la puerta sin mirar atrás.
Boonie sacudió la cabeza y varios hombres se rieron.
—Becca —dijo Puck a mis pies, con expresión seria—. ¿Necesitas ayuda para bajar?
—No —contesté rápidamente. Lo que necesitaba era largarme de la sede. No tenía ni idea de quién era esa mujer, ni por qué se peleó con Painter, pero yo era capaz de reconocer una mala situación. Desde la barra me deslicé hasta el suelo—. ¿Podemos irnos a casa?
—Sí —respondió Puck—. La noche no ha salido como esperaba.
¿No me digas?
Me tomó de la mano y se detuvo un momento para despedirse de Boonie, Picnic y un par de moteros más. No miré a nadie. Estaba ocupada intentando no sufrir un ataque de nervios. Pronto nos encontramos en la moto de Puck. Arrancó el motor y nos incorporamos a la carretera con un rugido. Me aferré a él con fuerza, escondiendo la cara en su espalda y cavilando qué le diría cuando llegáramos a casa.
Puck
—Creo que esta noche deberías dormir en tu apartamento —me soltó Becca. Estábamos frente al portal de su casa y, deliberadamente, no había abierto todavía. Mensaje recibido—. Necesito pensar en lo que ha ocurrido hoy en la fiesta.
—Hablemos —contesté, consciente de estar jodido.
Becca tenía muchos traumas acumulados. Era obvio que el espectáculo de Painter y Melanie la había alterado.
—Creo que lo he visto todo claramente —espetó.
Se había cerrado en banda. Ni siquiera quería mirarme a la cara.
—No. Creo que has presenciado algo tan fuera de contexto que es imposible que lo hayas comprendido —repliqué—. Dime solo una cosa: antes de la pelea, ¿te lo estabas pasando bien?
Bajó la vista y asintió.
—Sabes que sí.
—Pues entonces, no juzgues algo que no entiendes. Lo que ha ocurrido es un asunto privado entre los dos. Créeme, solo les incumbe a ellos. No te corresponde a ti meterte en medio, ni a mí, ni al club.
—¿Y no te preocupa que se la haya llevado a rastras contra su voluntad? ¡Eso es un secuestro!
Becca se volvió hacia mí con furia. Perfecto, sus enfados ya me los conocía de sobra. Esa indiferencia silenciosa y escalofriante de antes era mil veces peor.
—Picnic Hayes es prácticamente el padrastro de esa mujer.
Se puso rígida. Mierda. Los padrastros no eran precisamente los tipos buenos en su vida.
—O más bien su padre de acogida —maticé—. Como Earl y tú. Joder. Está casado con la mujer que la crió, London. Mira, me estoy explicando fatal. Tú créeme cuando te digo que jamás permitiría que le hicieran daño. Es solo que está harto de verse en medio de esos dos, porque están decididos a pelearse a toda costa. Tienen un montón de mierda que aclarar… Una montaña entera de mierda. Quizás ahora por fin arreglen lo suyo. Eso es lo que ha ocurrido esta noche. Painter se mataría antes de hacerle daño.
—Pues no le ha costado hacerle daño al tipo con el que estaba Melanie. ¿A qué ha venido eso?
—Ya te lo he dicho. Es complicado —contesté, pasándome una mano por el pelo—. Mira, vamos dentro.
—No —dijo Becca, pero ya no sonaba enfadada, solo cansada—. Necesito tiempo para pensar. Esto… está avanzando demasiado rápido.
Y una mierda. ¿Y qué, si nos habíamos juntado rápido? Teníamos cinco años de historia detrás, el tipo de pasado que acelera las cosas.
—¿Estás diciendo que me dejas?
—No —contestó, moviendo la cabeza—. O sea, en cierta manera. Solo por esta noche. Me hace falta una pausa, Puck. Piensa en todo lo que ha cambiado mi vida en una semana. Necesito estar sola.
Más mierda. Quería agarrarla igual que Painter había hecho con Mel, subirla sobre los hombros y enseñarle a quién pertenecía. A mí. Ahora y para siempre. Pero ella no era Mel, y necesitaba espacio. Se lo concedería, pero solo por una noche. Después le dejaría las cosas claras.
—Supongo que no te veré hasta que salgas de trabajar mañana por la noche —dije, pensando en nuestro asalto al Vegas Belles—. Tengo cosas que hacer durante el día.
Hizo una mueca y por un momento creí que iba a estallar en lágrimas. Entonces volvió a sacudir la cabeza, se apoyó en mí y me envolvió con los brazos.
—Estoy hecha polvo —se lamentó—. Quiero dormir sola. ¿Por qué no cenamos juntos el viernes? Podemos hablar entonces. O quizá… Si no estás ocupado mañana por la noche, podrías pasarte por el Moose.
La abracé y le di un beso en la cabeza.
—Vete a la cama —dije, odiando mis palabras—. Si no puedo ir al Moose, ya hablaremos el viernes.
Había otro problema. Tarde o temprano tendríamos que ocuparnos de su horario. Entre el trabajo y las clases, apenas tenía tiempo para verme. ¿Sería posible que me dejara ayudarla un poco? Becca asintió, se volvió y sacó las llaves. Decidí que tendría que instalar un cerrojo seguro. La mierda que tenía ahora era demasiado fácil de forzar.
—Buenas noches —dijo en voz baja.
Se escabulló al interior del edificio y cerró la puerta.
Maldita sea.
Tendría que liquidar a Painter. Quizá mañana tendría tiempo de hacerlo después del asalto, porque esto era una puta mierda.
Becca
Curiosamente, dormí como un tronco. No podía atribuirlo a un estado de paz mental, o a sentirme aliviada por haber arreglado las cosas. En absoluto. Pero lo cierto es que la mezcla de alcohol, el sexo, más el subidón de adrenalina fueron suficientes para dejarme fuera de combate, lo cual era de agradecer.
Me desperté temprano, con suficiente tiempo para ducharme y coser un poco antes de ir a clase. Coser siempre ha sido una terapia para mí: me tranquiliza. Por desgracia, a esa hora no podía hablar con Danielle acerca de lo de Puck. Mi amiga todavía estaría durmiendo.
Respecto a él, probablemente ya se hubiera ido. ¿Volvería íntegro de lo que fuera que el club estaba perpetrando para hoy? Era una pregunta lógica, lo cual decía bastante de nuestra relación. ¿Qué pasaría si seguíamos juntos, si nos convertíamos en una pareja como Boonie y Darcy? ¿De verdad querría conocer los detalles de sus actividades? ¿Cómo podría estar con alguien, si no era capaz de enfrentarme a quién era en realidad?
Le di vueltas a estos pensamientos mientras guiaba cuidadosamente un retal de seda roja bajo la aguja de la Singer. La tensión era incorrecta, y no lograba ajustarla: la máquina no dejaba de retorcer la delicada tela.
Una puta metáfora que representaba mi vida.
Diez minutos más tarde logré arreglar la tensión, justo cuando empezó a sonar el teléfono. Aparté el pie del pedal y estiré los músculos del cuello mientras me acercaba al aparato. Eso era lo único malo que tenía la costura: a veces me concentraba tanto que se me olvidaba cambiar de posición.
Respondí al teléfono y mi mundo se partió en dos.
—¿Becca?
Teeny.
Hacía años que no oía su voz, pero con una sola palabra (mi nombre, además) me estampó en el pasado. Me encorvé y empequeñecí. Dios mío, cuánto odiaba a este hombre. No. Me negaba a permitir que me afectara. No volvería a pasar por lo mismo. Jamás.
—¿Qué coño quieres? —le dije.
«Espectacular». Nunca había tenido el valor de hablarle así. Me di una palmadita en el hombro mentalmente.
—Tengo malas noticias, tesoro —contestó, con un tono de voz que pretendía dar pena pero sonaba engreído. Engreído y orgulloso. Casi podía ver la expresión a juego con su cara de hurón—. Se trata de tu madre.
—¿Qué pasa con mi madre?
—Me abandonó —dijo, y su voz se endureció—, y tuvo un accidente. Hace dos noches. Se precipitó con el automóvil por un barranco. Había bebido, claro, y ahora… la hemos perdido. Es muy triste.
Sus palabras me impactaron como puñetazos. No, como cuchilladas. Cuchilladas rasgándome el estómago, dejando que mis intestinos cayeran al suelo de la cocina en una pila temblorosa y sangrienta.
—Es mentira.
—No, tesoro. Me temo que es verdad. Llevaba tiempo actuando de manera más salvaje e irracional, contando historias inverosímiles… ¿Te lo imaginas? Intenté detenerla, pero no quiso escucharme. Ya sabes cómo se pone cuando bebe. La policía se plantó en mi casa y yo tampoco me lo creí, al principio. Tuve que ir a identificar su cuerpo ayer por la mañana. Es ella, no hay duda.
—Vete a la mierda —gruñí—. Me dijo que la estabas destrozando a palizas. ¿Qué le has hecho?
—Nada, Becca. Se lo ha hecho ella sola.
Colgué el teléfono, mirando alrededor de mi apartamento. Se me inundaron los ojos de lágrimas. No quería creerle. ¿Podría mentirme? Oh, Dios mío, por favor, que fuera mentira. El teléfono volvió a sonar. Teeny.
—No me cuelgues.
—Eres un mentiroso —dije, en tono neutro—. Estás mintiendo, como haces siempre. ¿Qué pretendes, Teeny?
—Te niegas a aceptar la realidad. Pero no te preocupes, saqué una fotografía de tu madre en la morgue, para que puedas verla con tus propios ojos. Aunque quizá sería mejor que no veas el archivo, es una imagen impactante… Haz lo que creas conveniente.
Entonces rio y supe que era verdad. Estaba muerta. Teeny estaba demasiado orgulloso de sí mismo, y en ese instante comprendí que la había matado.
La había asesinado, tal como mi madre temía.
Y yo lo había permitido.
Una visión apareció en mi cabeza. Yo tenía cinco años, quizá seis. Era Halloween, y mi madre me vistió de princesita. Ella iba de reina, y pasamos horas pidiendo caramelos. A la vuelta dormimos juntas en el salón, celebrando nuestra fiesta de pijamas particular.
No recordaba en qué ciudad había sido, ni dónde vivíamos… Pero seguía recordando perfectamente las coronas que habíamos hecho juntas. Mi madre usó alambre para construir la base, las forramos de papel de aluminio y pegamos purpurina encima.
Era la mujer más bella del mundo.
—Está muerta de verdad, ¿no? —susurré, con un hilo de voz.
—Sí —contestó—. Está muerta. De verdad. La realidad es la que es, encanto: era una mala esposa y se ha llevado su merecido.
Lancé el teléfono al otro lado de la habitación.
Maldito. Hijo de puta.
Volvió a sonar. Esta vez el teléfono de mi cuarto. Ahí estaba, esperándome, como una especie de monstruo decidido a destruir todo lo que amaba. No debía contestar. Sabía que no debía contestar.
—Hola —dije, apagada.
—Lo de tu madre es muy triste. —Fingió llorar—. Estoy destrozado, naturalmente. Perder a una esposa es algo terrible. Por suerte, he encontrado a otra persona, y ahora que tu madre ya no está, mi vida es más simple. Por eso he pensado que lo mejor sería dejar esta última decisión en tus manos.
—¿Decisión?
—Ya ha sido incinerada, claro. No se puede dejar un cadáver por los rincones. Lo que pase a continuación depende de ti, Becca. Hay gastos… Estas cosas no son baratas.
Me quedé atontada. Miré al otro lado de la habitación, intentando aceptar una realidad en la que mi madre estaba muerta. Entonces reaccioné a sus palabras: «Estas cosas no son baratas».
Y en un segundo lo entendí. Lo comprendí absolutamente todo.
—¿Qué quieres? —pregunté, firme.
Las emociones desaparecieron de mi voz, porque ya conocía la respuesta. Teeny quería dinero. Él siempre quería dinero.
Sentí su triunfo a través del teléfono. Puto sapo odioso.
—Tres mil dólares. Si me los mandas, te mandaré las cenizas de tu madre. En cuanto colguemos te mandaré la foto de su cuerpo y una del Certificado de Defunción. Tienes tres días para mandarme el dinero. Si no, dejaré sus cenizas por cualquier lado.
Colgó.
Joder, ¿cómo podía Teeny ser así de malvado? Claro que podía. Era capaz de cualquier cosa, y ambos lo sabíamos.
Volví a la cocina y me dejé caer en una silla, dando un golpe en la mesa. El jarrón con las flores que había recogido el fin de semana pasado volcó, derramando agua por todos lados. «Maldita sea.» Lo arrojé contra la pared con todas mis fuerzas.
El estruendo al estallar fue como música para mis oídos. Crujiente. Limpio. Liberador.
Tremendamente liberador.
Recorrí el apartamento con la mirada, buscando otra cosa que lanzar. Lo que vi me asqueó, era tan patético: mil pequeños detalles a lo largo de los años habían convertido mi casa en un hogar. Algunos eran creaciones propias: cojines, cortinas, mantas. Me había hecho con una serie de láminas que representaban obras de arte y colgaban por las paredes, como si aquello pudiera darme un toque de sofisticación.
¿A quién coño creía que estaba engañando?
Daba igual lo que hiciera o dónde viviera, había una cosa que nunca cambiaría: Becca Jones era escoria. Mi madre había sido escoria. Ahora estaba muerta y el mismo hijo de la grandísima puta seguía dirigiendo la orquesta, como una araña venenosa de la que jamás lograría escapar. ¡Despierta, Becca! Esta es tu vida.
Todo lo que había hecho era falso. Era una impostora.
Había llegado el momento de destruirlo. Todo.
Me levanté con tanta rabia que la silla cayó hacia atrás. Entré en la cocina dando zancadas y agarré el cuchillo profesional que Regina me regaló cuando me mudé. Estaba afilado. Quizá demasiado. Ya me había cortado unas cuantas veces. Y nunca perdía el filo, porque Earl me había regalado una piedra de afilar, y el muy lunático de vez en cuando me visitaba por sorpresa para asegurarse de que mantenía mis herramientas en buen estado, y no solo las de la cocina.
Alzando el cuchillo, probé su eficacia con un dedo. Una línea de color rojo apareció en mi piel.
El dolor me gustó. Estaba enfurecida.
¿La había matado a golpes? ¿Le había pegado un tiro? Quizá solo la había emborrachado para después empujar su vehículo precipicio abajo. Eso sería fácil de hacer.
«¿Por qué mierdas no encontré la manera de conseguir dinero?»
Agarré el cojín que había confeccionado con camisas viejas de Earl y hundí el cuchillo hasta el fondo, imaginando que era la cara de Teeny. Lo desgarré, saqué el relleno y lo esparcí por el suelo. Lo siguiente fue el tapiz con retales alargados haciendo la forma de un sol. No tardé mucho. Cuando acabé, fui a por los pósteres. Fue demasiado fácil romperlos, y hacían un ruido precioso. No me dejó del todo satisfecha. Necesitaba más.
Las cortinas. Desgarrarlas sería mejor… Me costaría más, y eso era lo que quería. La tela roja era pesada y tuve que arrastrar una silla para descolgarlas, porque cuando intenté tirar de ellas no fui capaz de desmontarlas.
Earl había colgado las barras, y él no hacía las cosas a medias.
Primero las corté a jirones, disfrutando el sonido del cuchillo. Entonces descolgué las barras y las arrojé por el salón, cada una en una dirección. En mi imaginación eran jabalinas haciendo agujeros en el pecho de Teeny.
Pedazos de tela se acumulaban en el suelo, como un charco.
Mi mirada encontró el sofá. Quería cargármelo. Quería matarlo todo. Me enfilé hacia el mueble, pensando que podía empezar por los cojines antes de atacar la estructura. El martillo me iría bien para eso.
«¡Que te den, Teeny!»
Un destello de sol directamente en mi cara me llamó la atención.
Mi Singer.
Reposaba ahí, tranquila, silenciosa, en la ventana de la torreta, bañada por la luz, llamándome. Era una auténtica obra de arte. Me contemplaba, elegante. Perfectamente engrasada, lista y a la espera de crear algo bello. La habían decorado con pan de oro, y ni siquiera el motor eléctrico mancillaba su gloria.
La Singer era pura belleza. Algo aparte.
Pero ¿qué importaba eso ahora? Era una lástima que la belleza fuera una puta mentira.
Regina me la había regalado. Regina me la confió. Pobre idiota. Me dijo que la usara para crear, para «diseñarme una nueva vida». Esas fueron precisamente sus palabras. Es el tipo de máquina que una madre entregaría a su hija como vínculo de amor, pero esas cosas solo suceden en una familia de verdad. A una familia normal, y no a la tuya, Becca. Despierta.
Estaba allí, imponente, colocada bajo el sol, mostrándome todas las mentiras que me había tragado. Poniéndome en mi lugar. Riendo irónicamente.
A la mierda. ¡A la mierda todo! Esquivé el sofá con un propósito siniestro. Había tomado una decisión. Por supuesto, fastidié mi gran gesto tropezando con la cesta donde guardaba las telas y cayéndome de morros. El cuchillo salió volando. Una neurona de algún rincón del cerebro me comunicó que me dolía la nariz.
Me pasé la mano por la cara y contemplé mi piel, hipnotizada por mi sangre. La sangre de mi entrepierna era roja cuando Teeny me atrapó por primera vez. Recuerdo que mi madre me llevó al baño y me lavó en la ducha. Recuerdo contemplar el agua manchada arremolinándose, dando vueltas y vueltas antes de desaparecer por el desagüe. No sé qué esperaba después aquello.
No. Eso es mentira.
Claro que esperaba. Esperaba que mi madre me salvara. Esperaba que me metiera en el automóvil, lo arrancara de una vez y nos largáramos a un lugar lejano. Ella y yo, solas.
En vez de eso, lloró y lloró, pero después de todo, nada cambió, excepto el hecho de que Teeny comenzó a visitarme por las noches. Más tarde empezó a compartirme con sus amigos…
Me aferré al borde de madera de la Singer y me concentré. Las patas eran de hierro forjado, espectacularmente bellas por sí solas. Aquella puta máquina entera era una obra de arte. Era perfecta y creativa, y por eso no tenía lugar en mi vida. El corazón me iba a mil.
Me incorporé trastabillando y levanté la estructura entera. Pesaba, pero no demasiado para mí. No era una niñita delicada a la que habían mimado y malcriado. Ni hablar. Era fuerte. Había sobrevivido a las violaciones, había sobrevivido a Teeny y sobreviviría a la muerte de mi madre, ¡joder!
Necesité dos intentos para alzarla a la altura adecuada, pero lo logré. Me volví hacia la ventana. El sol brillaba sobre las montañas, bañándome en luz, igual que había iluminado la máquina de coser un momento antes.
Mi madre no volvería a ver el sol.
Levantando la máquina, la lancé contra el cristal con un aullido. El ruido de vidrio roto llenó el aire, y fue más bello de lo que podría haber imaginado. Me percaté distraídamente de que saltaron trocitos de cristal a mi ropa, a mi pelo. Pero me importaba una mierda.
No.
Todavía no había terminado.
Me lancé a por la cesta de las telas. Asomaban los cuadrados que había empezado a cortar para el edredón de patchwork. ¡Malditos, malditos trozos de mierda! Vacié el recipiente de plástico por la ventana, y luego lo arrojé para que le hiciera compañía a la máquina que yacía destrozada en la calle, como un cadáver de hierro y oro.
—¿Qué cojones estás haciendo? —gritó alguien desde abajo.
Bajé la vista y vi a tres personas contemplándome.
Una de ellas era mi anterior jefa, Eva. Tenía los ojos y la boca abiertos de par en par. Su expresión, mezclada con dos toneladas de maquillaje y el pelo rojo chillón, la hacía parecer un payaso. Un payaso de mierda lleno de odio. Le enseñé el dedo a la muy zorra, y fui a por el recipiente de plástico que contenía las canillas y otros accesorios de costura. La tapa se soltó cuando lo lancé, y los hilos y lazos salieron volando: una explosión de fuegos artificiales textiles.
De repente, mi estómago se rebeló.
Demasiado dolor, demasiada rabia, demasiada adrenalina. El desayuno rugía por salir, y no había tiempo que perder. Eché a correr hacia el baño, pero me estrellé contra la mesa de la cocina. Ahí fue donde vomité por primera vez. La segunda, logré vomitar en el fregadero.
Me quedé allí de pie, jadeando y llorando. La gente rumoreaba y vociferaba en la calle, y alguien empezó a aporrear mi puerta con urgencia. Ruidos y pasos en el rellano.
Ese sonido me devolvió a la realidad y entendí la gravedad de lo que acabada de hacer.
Había destruido la máquina de coser de Regina. La misma que no había querido vender para salvar la vida de mi madre. ¿Acaso estaba mal de la cabeza? ¿Cómo fui capaz de darle la espalda a mi madre por proteger una puta máquina de coser?
Dios mío, ¿cómo se lo iba a explicar a Regina?
Me incorporé lentamente, sin hacer caso de los golpes en la puerta, y la realidad chocó contra mí: Teeny había asesinado a mi madre, y nadie le haría pagar por ello. Ni siquiera podía quedarme con las cenizas de mamá, a no ser que le pagara.
No.
!No, no y no! Punto.
Continuaban los porrazos en la puerta, y seguí sin prestar atención. De repente vi las cosas increíblemente claras. ¿Cómo era posible que no lo hubiera pensado antes? Sentí una risa histérica brotando de mi interior mientras corría a mi habitación y agarraba una mochila. Tenía que ser rápida. En cualquier momento alguien avisaría a Regina y a Earl y les dirían que me había vuelto loca, que estaba lanzando la casa por la ventana.
¿Me perdonarían algún día? Probablemente. Así eran ellos.
Pero ahora no era el momento de descubrirlo. Tenía demasiado que hacer, no podía arriesgarme a que me frenaran; lo último que necesitaba era convertirlos en mis cómplices.
Empecé a guardar ropa y unos cuantos enseres en la bolsa a toda prisa. Me incliné sobre la cama, saqué la caja de puros de mi mesita de noche y la metí en la mochila.
El baño.
Mientras me cepillaba los dientes con una mano, guardé lo que necesitaba con la otra. Champú, acondicionador, cuchilla de afeitar, maquillaje. Todo a la mochila, que me colgué del hombro. Mi bolso todavía colgaba del gancho junto a la puerta. Todo mi dinero estaba ahí: catorce dólares. Patético. Ni siquiera me llegaría para llenar el depósito de gasolina.
Pero sabía dónde podía conseguir más dinero. Y allí iba.
Abrí la puerta de golpe y casi atropellé a Eva al salir corriendo. Me gritó algo, pero no le podía hacer caso. Eva ya no me importaba. Nada me importaba. Ni siquiera Puck me importaba.
Mi pequeño Subaru azul me esperaba en el callejón. Se había portado bien conmigo, y necesitaba que se portara aún mejor: teníamos un largo viaje por delante.
Hasta California.
¿Y qué pasaría cuando llegáramos? Pues bien, usaría la otra reliquia familiar de Regina y Earl para matar a Teeny Patchel. Acabaría con toda esta mierda de una vez.
Me moría de ganas.