Capítulo 13
Becca
Una hora más tarde estacioné en el Club de Caballeros Vegas Belles. La adrenalina y la explosión inicial ya se habían desvanecido, y me dejaron agotada, pero decidida. Mi teléfono había estado sonando durante todo el camino. Regina. Earl. Danielle. Blake. Incluso Darcy había intentado ponerse en contacto conmigo. Al parecer, mi berrinche era lo más grave que había ocurrido en Callup desde… Bueno, desde mi pelea en The Breakfast Table la semana pasada.
Vaya por Dios.
Pero no me importaba. Tenía trabajo que hacer. Ya me preocuparía de Callup luego. En cualquier caso, había muchas posibilidades de que no regresara jamás. No podía arriesgarme a convertir a Puck en un cómplice, lo mismo que a Earl y a Regina; él ya había pasado suficiente tiempo en la cárcel. Pensar en abandonar el pueblo me entristecía, pero saber que Teeny estaba vivo me resultaba insoportable.
Tenía que acabar con todo esto. Y con él. Quizá tendría suerte y encontraría las cenizas de mi madre en su casa, pero no lo creía.
Lo importante era liquidarlo.
Para eso necesitaba dinero, el suficiente para llegar a California y, a ser posible, huir nada más cumpliera con mi misión. Podría pedírselo prestado a alguien, claro. Pero cualquiera que me ayudara sería cómplice de un asesinato. No podía permitirlo. Ni hablar. La culpa debía caer sobre mí y sobre nadie más. Quizá no era mucho mejor que mi madre, pero al menos no arrastraría a nadie a mi nivel.
Trabajaría en el Vegas Belles un día, juntaría tanto dinero en efectivo como pudiera y me pondría en marcha. Si me quedaba sin dinero por el camino, me detendría en otro club de estriptis y repetiría el proceso. Era una lástima que no hubiera desechado mi valiosa dignidad a tiempo para salvar a mi madre.
El portero me reconoció. Me arreglé, claro, y me vestí con algo más adecuado. Recordé las palabras de la camarera y me pregunté si lo del sexo oral lo habría dicho en serio.
Probablemente.
En fin, había hecho cosas peores en la vida.
—Bienvenida otra vez —dijo, abriéndome la puerta—. ¿Al fin has decidido que quieres trabajar aquí?
—Sí —dije, adoptando mi expresión más amable y menos loca—. La última vez me eché atrás, pero ahora estoy lista.
—Es tu día de suerte —contestó, guiñándome un ojo. Dios mío, que estúpidos son los hombres—. Tenemos a un pez gordo que ha venido de fuera, y tres chicas se han puesto enfermas. Mientras no te tropieces y te caigas de morros, te contratarán, seguro.
Pues sí que era una suerte. Ya era hora que algo saliera bien.
La misma camarera estaba tras la barra. Frunció el ceño al verme, y me pregunté qué coño le pasaba. Pero no importaba; no había venido a impresionarla a ella. Solo necesitaba convencer al jefe de que me dejara trabajar lo suficiente como para ganarme doscientos dólares.
Y luego no volvería a verlos en la vida.
La camarera vino hacia mí.
—Deberías irte —declaró en voz baja—. Hoy no es un buen día para empezar a trabajar.
—Necesito el dinero. ¿Está el jefe?
Asintió bruscamente y señaló hacia la puerta que daba al pasillo.
—Ve a su despacho —me advirtió—. Viene un pez gordo que llegará pronto. Está ocupado, así que date prisa.
—Gracias.
—No me lo agradezcas —farfulló, pero la oí—. Menuda estupidez, volver a este lugar…
¿Estupidez? Y no sabía ni la mitad. Crucé la sala y me percaté de que solo había una camarera disponible. Dos hombres esperaban sentados cerca del escenario, viendo sin muchas ganas a una muchacha bailar lentamente. Ella tampoco le estaba poniendo demasiada emoción, y no podía culparla. Con dos clientes no se gana mucho dinero.
Mierda.
¿Qué haría si no ganaba lo suficiente? Cruzando los dedos, me acerqué al despacho. Tres hombretones se alzaban en medio del pasillo, con camisetas en las que ponía «seguridad». Más guardas.
—Vengo a hablar con el señor McGraine sobre un trabajo —dije, mirándolos—. La camarera me ha dicho que pase. Ya hablé con él hace unos días, me dijo que volviera si cambiaba de opinión.
Uno de los hombres asintió.
—Está hablando por teléfono. Dame un minuto y le preguntaré.
—De acuerdo.
Nos quedamos allí plantados durante un largo rato, e intenté dar la impresión de saber lo que hacía. Uno de los hombres se pasó el rato inspeccionándome descaradamente. El segundo estaba mirando el teléfono móvil, y el tercero esperaba de pie tan inmóvil como una estatua.
Algo escalofriante.
Sentí una risa nerviosa en el estómago, y la reprimí sin piedad. No podía permitirme que una tontería lo estropeara todo. Finalmente, el hombretón de piedra llamó a la puerta con los nudillos, determinando una señal secreta que solo ellos reconocían.
—¿Sí? —una voz se alzó desde el interior.
—Aquí hay una chica que ha venido a verte, jefe —dijo—. Dice que ya habló contigo hace unos días. Busca trabajo.
—Que pase.
El guarda asintió y abrió del todo la puerta. El momento de la verdad. Respiré hondo y entré. En el despacho había tres hombres: McGraine y dos desconocidos. Todos iban vestidos con traje, y una tensión latente flotaba en el aire.
—Hola —dije, intentando proyectar confianza—. No sé si se acuerda, pero…
McGraine me interrumpió.
—¿Todavía quieres bailar?
—Esto… Sí, así es.
—Perfecto, puedes empezar ahora mismo. La mitad del personal está de baja. Puedes hacer bailes privados. No te quiero en el escenario hasta que haya tenido oportunidad de verte bailar. Dentro de un rato tendremos algunos invitados. Harás lo que te digan, ¿entendido? Te compensaremos al final del día. No te preocupes por el dinero, aquí no se paga por adelantado. Recibirás lo que te debamos y un extra en efectivo. ¿De acuerdo?
Eso sonaba sospechoso. Entorné los ojos.
—¿No tengo que firmar nada…?
—Después —espetó—. Métete en el vestidor y prepárate. Llegarán en veinte minutos.
McGraine se acercó a la puerta y la abrió.
—Crouse, llévatela a los vestidores. Que una de las chicas le explique las normas de la casa.
Me empujó por la puerta y me obligó a cruzar el umbral, encontrándome cara a cara con el guarda que había estado admirándome. Por supuesto, Crouse era el pervertido. Yo siempre con tanta suerte. Me dedicó una sonrisa.
—Sígueme.
El vestuario parecía recién sacado del gimnasio de un instituto. Era obvio que el presupuesto para decoración no se había extendido tanto como para proporcionar a las chicas nada más que lo esencial: una hilera de casilleros metálicos y desgastados contra una pared, dos espejos grandes, y una encimera con un fregadero maltrecho.
Tres muchachas estaban arreglándose. Una de ellas era, claramente, camarera: vestía un corsé negro, una falda corta del mismo color y medias de rejilla. Llevaba tacones de doce centímetros, y me dolían los pies solo con mirarla.
—Tenemos una bailarina nueva —anunció Crouse, echando una mirada neutra a las mujeres.
Una iba vestida con sujetador y tanga, y la otra iba disfrazada de vaquera sexi, con lazo incluido. Las tres dieron un respingo al oír a Crouse, y me dio la sensación de que la moral de los empleados del Vegas Belles no estaba por las nubes.
Me traía sin cuidado. Lo único importante era el dinero. Y pronto.
—Hola, soy Venus —dijo la vaquera—. ¿Cuándo empiezas?
—Ahora mismo —contesté, algo nerviosa—. El señor McGraine acaba de contratarme.
Las dos mujeres intercambiaron una mirada cómplice.
—Qué suerte —dijo la camarera, arrastrando las palabras—. Normalmente no es tan fácil. Pero hoy están jodidos, un montón de gente no ha venido a trabajar.
—Ha dicho que no bailaré en el escenario hasta que no me haya visto actuar —expliqué, casi disculpándome. Si la camarera me dijo la verdad, estas mujeres habían hecho algo más que entregar el currículo para conseguir el trabajo—. Así que de momento solo ofreceré pases individuales.
—Intenta llevártelos a las salas privadas —aconsejó la muchacha que iba medio desnuda. Se inclinó hacia el espejo, aplicándose varias capas de máscara de ojos con cuidado—. Si das con un buen tipo, no importará que no te dejen subir al escenario. Pero, ojo, no se te olvide dejar una propina a la camarera.
—Gracias, Claire —dijo la muchacha del fondo. Se amarró un pequeño delantal a la cintura y me sonrió—. Lo harás muy bien.
Se volvió y salió del vestidor.
—¿Qué vas a ponerte? —preguntó Venus, la vaquera.
—Esto… tengo algo de lencería —dije incómoda, mirando a mi alrededor.
—Elige un casillero —dijo Claire—. El que sea, no importa. Mete tus cosas y quita la llave. Las camareras te la guardarán mientras bailas.
No parecía el sistema más seguro del mundo, pero supuse que no importaba demasiado si alguien me robaba. En cualquier caso, ahí solo estaría un día. Mi bolso y las llaves estaban escondidas en el Subaru; Earl le había instalado un compartimento secreto en el maletero, así que estaban a salvo aunque forzaran la puerta (a no ser que robaran el vehículo entero).
Imaginé que, si eso ocurría, estaría realmente jodida.
—A ver… enséñame qué has traído —dijo la vaquera, con media sonrisa curiosa.
Me quité la camiseta y les mostré el sujetador rojo y negro que me había comprado el otro día en unos grandes almacenes. No era perfecto, pero serviría. Después me desabroché la bragueta y me bajé los pantalones. Llevaba puesto un tanga a juego.
Las chicas intercambiaron miradas poco impresionadas. Al parecer, los estriptis en el Vegas Belles eran más sofisticados que en los clubes de moteros. Tomé nota mentalmente.
—Cuando acabe te llevaré de compras —dijo Claire—. Ganarás más con otro modelito. Por hoy tendrá que bastar.
—Gracias —contesté—. ¿Hasta qué punto os desnudáis para los bailes privados?
—En la pista nunca te quitas el sujetador —explicó Claire—. Aquí está permitido tocar, pero si quieren jugar con tus tetitas, que alquilen una sala privada. Te llevas a una camarera contigo y… Ah, mierda.
—¿Qué pasa? —pregunté, nerviosa.
—No tenemos suficientes camareras —contestó, frunciendo el ceño—. Bueno, las cosas son así: normalmente no vas a una sala privada sin la compañía de una camarera. Además de traer las bebidas, están para echarnos un ojo y asegurarse de que no nos pase nada. A veces los hombres no hacen caso de las normas, ¿sabes? La camarera puede ir a buscar a los de Seguridad… Pero hoy solo tenemos dos camareras, lo cual significa que estarás sola.
—Lo mejor que podemos hacer es pedirles a los de Seguridad que no se vayan muy lejos —dijo Venus—. Si los necesitamos, siempre podemos gritar.
—Echo de menos The Line —se lamentó Claire—. Esto es ridículo, joder. No debería haber cambiado de club. Además, aquí dan todos los turnos buenos a las bailarinas de Las Vegas.
Un hombre asomó la cabeza por la puerta.
—Empezáis en dos minutos —informó y volvió a desaparecer.
—Ese era Trey —explicó Claire—. Se ocupa de la música y presenta a las chicas. De acuerdo, vamos allá. Si tienes dudas, pregunta sin miedo. Ahora mismo no hay mucha gente, pero al mediodía empezarán a llegar. Hay muchos oficinistas que aprovechan el descanso de la comida para pegar un revolcón rápido.
—¿Un revolcón? —pregunté.
—Lo que ocurra en la sala privada depende de ti —dijo Claire, guiñando un ojo—. Pero recuerda que la casa siempre se lleva tajada. Lisa, otra de las bailarinas, intentó estafarlos y se llevó una paliza en el aparcamiento. Saca tus propias conclusiones.
—Joder.
—Exacto. Bueno, en marcha.
Una cosa es decidir valerosamente que financiarás un viaje-asesinato dando bailes privados, y otra es hacerlo. Acababan de entrar unos quince hombres en el club. Sabía que tenían dinero y quería aprovecharme. Ya sabía cómo lograrlo. Pero no estaba segura de cómo empezar.
—Acércate y pregúntale si quiere un baile —me susurró la camarera simpática, acudiendo a mi lado—. Mira a ese tipo que está en la esquina. Lleva media hora ahí sentado. Seguro que te compraría un baile. Ni siquiera está mirando el escenario, lo cual significa que ha venido a por otra cosa. Además, ese deja buenas propinas. Una cualidad encantadora en un hombre.
Hizo un gesto de cabeza hacia una silueta sentada en la penumbra.
—De acuerdo, puedo hacerlo —me dije, y eché a andar hacia él.
Decidí que aquel lugar necesitaba mejor iluminación. Las luces tenues quizás eran las mejores amigas de una stripper, pero este rincón en concreto era un auténtico agujero negro.
Eché un vistazo al techo y comprendí que la bombilla se había fundido. Por eso no pude verle hasta… que fue demasiado tarde.
—Hola, ¿te interesa un bailecito? —pregunté. Una mano surgió imprevisiblemente y me agarró con fuerza por la muñeca—. Oye, eso no está permiti…
Mis palabras se evaporaron cuando se inclinó hacia la zona iluminada. Mierda. Cuando se levantó, asumí que debí de haber cometido algún crimen terrible en otra vida. Era Painter. El mismo Painter que sacó a una mujer a rastras del club la noche anterior.
Más mala suerte, imposible.
—Vamos a la sala privada —dijo con un gruñido grave.
—Esto… Me parece que no es buena idea —repuse, intentando retroceder, mientras buscaba con la mirada a alguna camarera.
No cedió ni un centímetro, en sus ojos había algo oscuro y salvaje. Ya conocía esa mirada en Puck. Painter estaba de caza. Tenía que salir de ahí inmediatamente.
—He cometido un error —balbuceé apresuradamente—. Ya me voy. Oye… Todo esto es un error. Dile a Puck que estaré en casa. Si quiere hablar conmigo, puede venir.
—Demasiado tarde —dijo—. A la sala privada. Ahora mismo. Venga, muévete.
El corazón me dio un vuelco.
—¿Qué vas a hacerme?
—¿Algún problema? —preguntó un hombre a nuestro lado.
Levanté la vista y vi que Crouse se alzaba junto a nosotros. Painter me sujetó con más fuerza, y sopesé decir que sí. Entonces se metería en una pelea con Crouse y tendría ocasión de escapar. Seguro que había un millón de clubes de estriptis de camino a California. Iría a cualquiera de esos.
Eso mismo. La solución perfecta.
Acababa de abrir la boca cuando otro hombre cruzó una mirada conmigo, detrás del guarda de Seguridad.
Demon.
«Joder, joder y joder», pensé. Las piezas encajaron demasiado rápido en mi cabeza: la reunión de anoche; Puck tenía «asuntos que hacer» todo el día. Los clubes se traían algo entre manos, y si dos hermanos estaban aquí ahora mismo, lo más probable es que acabara de aterrizar en medio del berenjenal. Estaba muy jodida.
El Vegas Belles, al fin y al cabo, había abierto justo al lado de The Line… La situación era grave. Grave de verdad.
—No pasa nada —dije, con la voz aguda—. Es un viejo amigo. Solo me ha sorprendido encontrármelo aquí. Ahora mismo nos vamos a la sala privada.
Con eso, lo tomé de la mano y conduje a Painter hacia el pasillo donde estaban los saloncitos. Por el camino vi a uno, dos… tres hombres más que anoche estaban en la fiesta. Ninguno de ellos vestía los colores de su club. Una operación a gran escala, obviamente.
Painter me siguió, con expresión adusta.
Crouse nos abrió la última puerta.
—Necesitas una camarera —me avisó el hombretón.
—Las chicas me han dicho que hoy me las tendría que apañar sola —respondí hábilmente y sonriendo—, puesto que escasea el personal.
Joder. Debían de haber previsto todo eso. Más piezas encajaron: la camarera diciendo que era mal día para empezar; la mitad de las chicas de repente de baja…
—Estaré aquí —dijo Crouse, mirando mal a Painter—. Es nueva y me cae bien. No la jodas o me las pagarás.
Con una risita aguda y nerviosa, cerré la puerta y me volví hacia Painter.
—¿En qué cojones me he metido? —le pregunté.
Dio un paso hacia mí, rodeado de oscuridad.
—Si necesitaras saberlo, te lo habríamos dicho. ¿Ves cómo funciona esto? ¿Qué coño estás haciendo aquí, Becca? Puck cree que estás a salvo, en clase. No me gustan las zorras que mienten a mis hermanos.
Tragué saliva, percatándome de que se había posicionado entre la puerta y yo. Por primera vez comprendí que traerlo aquí no había sido buena idea. No había testigos. Crouse esperaba fuera, pero también había música alta en el club. ¿Me oiría alguien si gritaba?
—Me han dicho que hoy va a venir gente importante. ¿Es por ese motivo que estáis aquí? —pregunté, intentando distraerle.
La sala apenas tenía tres metros cuadrados. Sentí la pared contra la espalda. Painter dio un paso hacia mí, con gesto duro y sin compasión. Entonces se inclinó y me habló al oído.
—¿Te das cuenta de lo que podría hacerte aquí dentro? ¿Del peligro de la situación? Podría violarte, Becca. Matarte. Hacerte chantaje. Joder, podría obligarte a espiar a los Silver Bastards. ¿Sí o no? ¿O acaso eso ya ha ocurrido? ¿Estás trabajando para los Callaghan? Puck querrá saber todos los detalles.
Alargó la mano, tomó un mechón de mi pelo y me lo peinó con los dedos. Entonces me acarició un hombro.
—Solo necesitaba dinero —confesé, aterrorizada—, y esta parecía la mejor manera de conseguirlo rápidamente. Un turno aquí y habré desaparecido. Puck no tiene por qué enterarse.
—Puck y yo no nos mentimos —espetó Painter, dando un paso atrás. Se pasó la mano por el pelo y me miró con odio—. Estuvimos en la cárcel juntos. ¿Tienes idea de lo que eso significa? Mi vida estaba en sus manos cada día. No podría mentirle, aunque quisiera.
—¿Ni siquiera por su propio bien?
Painter sacudió la cabeza.
—Tu opinión no importa, así que cállate la boca. Aquí va a pasar algo gordo. Quiero a mi hermano, y por algún motivo, él se preocupa por ti, lo cual significa que ahora tú eres mi problema. Asumo que tienen cámaras de vigilancia en estas salas, así que fingiremos un rato. Voy a sentarme en esa butaca grande y cómoda, y tú te sentarás en mi regazo y me bailarás un rato. No me agobies y no me cabrees más. Te diré lo que tienes que hacer cuando llegue el momento.
Dicho eso, se volvió y se acomodó en una elegante butaca de cuero en el centro de la habitación. Estaba tan concentrada en él, que apenas me había dado cuenta de su existencia.
—En mi regazo —me indicó él.
Lo hice y sacó el teléfono móvil distraídamente. Empezó a mandar mensajes sin prestarme atención. Me acerqué y situé mi trasero con tanga cerca de su entrepierna, suplicando a Dios que no sintiera una erección bajo mis nalgas.
¡Ah, gracias al cielo! No sucedió nada.
Se me escapó un suspiro de alivio. Me había acostado con hombres para sobrevivir en otros momentos de mi vida, pero no me creía capaz de aguantarlo una vez más. No con el amigo de Puck. Cerré los ojos y empecé a menear el trasero, preocupándome por mantenerme lo más lejos posible.
¿Ha habido momento más incómodo en la historia de la humanidad? No. Quería desaparecer, dejar de existir completamente.
—En breve empezará la fiesta —murmuró Painter—. Supongo que ya lo has deducido. He aquí algo sobre lo que quiero que reflexiones: si nos jodes la operación, no será tu cabeza la que ruede.
—¿Qué quieres decir?
—Eres la dama de Puck. Eso significa que se responsabiliza de lo que tú hagas. Si te cargas lo de hoy, él será quien pague. Mide tus movimientos. Ahora mismo, esto todavía es un asunto privado entre él y tú. No es que el resto de moteros se vaya a quedar muy impresionado con tus gilipolleces, pero castigarte es problema de tu hombre, no nuestro. Pero si tus acciones tienen repercusiones para el club, el castigo pasará a otro nivel.
El estómago me dio un vuelco y sentí ganas de vomitar.
—No tenía ni idea de que estaríais hoy aquí —admití, preguntándome si algún día me creería—. Si lo hubiera sabido, no habría venido. Lo único que quería era dinero… Lo siento. Lo he jodido todo.
—Guárdatelo para Puck. A mí eso me importa una mierda.
Se hizo un silencio horrible e incómodo mientras seguía frotándome absurdamente contra él. Empecé a contar mentalmente, concentrándome en cada número para evitar perder los nervios y empeorar las cosas. Entonces, un grito agudo atravesó la música al otro lado de la puerta, seguido de varios ruidos y golpes sordos.
—Es la hora —exclamó Painter, apartándome de un empujón. Aterricé de rodillas y tuve que arrastrarme—. Quédate aquí, agacha la cabeza y no molestes. Mandaré a Puck a buscarte cuando todo termine. No hables con nadie sobre esto o yo mismo te daré caza y acabaré contigo. ¿Entendido?
Asentí rápidamente, con los ojos cerrados.
—Entendido.
Painter cruzó la sala, pero antes de salir se volvió:
—Mi hermano se merece a alguien mejor que tú.
Asentí. Era verdad.
Puck
Boonie y yo aparcamos la furgoneta detrás del club. Teníamos un aspirante al volante: nos esperaría en el vehículo durante el asalto, listo para arrancar en cuanto saliéramos. En menos de un minuto nos acercaríamos a la parte trasera del Vegas Belles, donde nuestra infiltrada, Maryse, nos abriría la puerta de emergencia que daba a las salas privadas. Habíamos debatido durante un buen rato qué ruta tomaríamos: el resto del club atacaría por delante; la otra salida nos acercaba más al despacho, pero también sería más difícil para Maryse alcanzarla. No solo eso, sino que todas las armas del edificio estarían concentradas en el pasillo.
Otra furgoneta aparcó cerca de la salida, esperando. Por lo que sabíamos, dentro los hombres no sospechaban el asalto. Jamie Callaghan y sus acompañantes habían entrado cinco minutos antes. Si todo iba según el plan, pasaría menos de diez minutos en el interior del local.
Me vibró el teléfono móvil.
Painter: PROBLEMA. BECCA ESTÁ AQUÍ. LA HE METIDO EN SALA PRIVADA. ESTÁ A SALVO, PERO TENEMOS QUE SACARLA ANTES DE IRNOS.
¿Qué cojones…? Por un momento pensé que me estallaba el cerebro.
Se suponía que Becca estaba en clase. Empecé a escribir una respuesta, pero comprendí que era inútil. No teníamos tiempo de hablar, y mucho menos de cambiar los planes. Painter me había salvado la vida más de una vez, un favor que ya le había devuelto. Tendría que confiar nuevamente en él.
—Becca está dentro —comuniqué a Boonie.
Asintió bruscamente y no dijo nada, aunque sabía que debía de sentir curiosidad. Un centenar de escenarios pasaron por mi cabeza, cada uno peor que el anterior.
No importaba por dónde lo mirara, no había excusa para su presencia en el club. Ninguna. Joder. ¿Había estado trabajando para los Callaghan desde el principio? Imposible.
—Es la hora —avisó Boonie.
Nos dirigimos hacia la puerta, que se abrió en el momento justo. Maryse nos dio paso, y salió corriendo hacia la furgoneta. El aspirante la protegería hasta que fuera el momento de marcharnos. Pasé por las salas privadas, preguntándome en cuál estaría Becca. Pero eso no importaba ahora. La mejor manera de protegerla era terminar la operación tan rápida y eficazmente como fuera posible.
Después ya tendría tiempo de estrangularla con tranquilidad.
Dejamos atrás el pasillo y alcanzamos el local principal. Painter y Gage tenían a dos grupos de rehenes, cumpliendo su parte del plan a toda velocidad. Seis de ellos eran clientes, claramente; hombres aterrorizados que habían sido apartados a un rincón, con varias bailarinas y camareras. Todos temblaban.
En el centro de la pista había cuatro hombres más, con las manos en la cabeza. Dos de ellos vestían camisetas de guardias de Seguridad; los otros dos iban en traje. Eran los acompañantes de Jamie Callaghan. Había seis en total.
Si habíamos contado bien, eso significaba que quedaban otros seis hombres en el edificio. La mayor parte de mis hermanos no estaban a la vista. El plan era que irrumpieran en la oficina, a ser posible llevándose a Callaghan y a McGraine con ellos y cargándolos en las furgonetas de la parte de atrás.
—¿Todo bien? —preguntó Boonie.
—Todo bajo control —contestó Painter—. El otro equipo ya va por el otro pasillo.
—De acuerdo, voy con ellos —dijo Boonie—. Puck me guardará las espaldas mientras retrocedo. Volverá haciendo un barrido y os ayudará a haceros cargo de esta gente.
—Perfecto —gruñó Gage.
Uno de los clientes habló, titubeando.
—No queremos problemas —apuntó, nervioso—. Esto… es algo entre ustedes. Nosotros no hemos visto nada. Suéltennos y no le contaremos a nadie lo que ha ocurrido. Lo juro.
—Quedaos sentaditos y no os pasará nada —dijo Boonie—. Tienes razón: no os asunto vuestro. Mantened los picos cerrados y dentro de una hora será como si aquí no hubiera pasado nada. Aunque, claro, si decís algo, moriréis. Os encontraremos, estéis dónde estéis. Hay cientos de nosotros por todo el país, así que el silencio es vuestro mejor aliado.
Una de las camareras empezó a llorar.
—Mala elección, trabajar para la competencia —espetó Boonie, sin una pizca de compasión—. ¡Cállate!
La chica se tapó la boca con un brazo, amortiguando el llanto.
Era hora de ponerse en marcha. Seguí a Boonie por la sala, con la pistola en la mano. La puerta del segundo pasillo estaba abierta, y Ruger y Horse hacían guardia junto a la pared. Había dos guardias más tumbados en el suelo, frente a ellos, con las manos detrás de la cabeza.
—Por aquí está despejado —indicó Ruger, con un ademán hacia Boonie—. Están en el despacho.
Boonie echó un vistazo por el pasillo mientras yo volvía hacia la sala principal.
—¿Cómo de despejado? —pregunté, pasando a la siguiente fase.
—Échale un último vistazo al bar, y luego revisa las salas privadas —sugirió Gage—. Hemos contado. No hay nadie más que Becca en las salas, a no ser que alguien se haya escondido antes de que el club abriera. Comprueba que las salas están despejadas y luego ven para ayudar con los rehenes.
Todo estaba yendo según lo previsto.
Volví al primer pasillo corriendo y empecé a abrir puertas a patadas. Había seis en total, y las cuatro primeras estaban vacías. Entonces abrí la quinta. Al principio casi no me percaté de su presencia: se había acurrucado en el rincón detrás de la puerta.
Cuando me vio, se puso pálida.
—Puedo explicártelo —farfulló, con sollozos temblorosos.
Verla así, medio desnuda, debería haberme enfurecido. Pero en vez de eso, me sentí gélido.
Cinco años. Durante cinco putos años había estado esperando a esta mujer, tratándola como si fuera de porcelana. Reprimiéndome. ¿Y ahora enseñaba las tetas en un club de estriptis? ¡Joder! ¿Desde cuándo trabajaba allí? ¿Acaso todo lo de la escuela era mentira?
No, no podía haber estado trabajando allí durante mucho tiempo. Alguien la habría visto. No tenía sentido, pero ahora no importaba. Tenía que sacarla de ahí y terminar de despejar las salas. Ya averiguaría lo que había ocurrido cuando termináramos.
Puta zorra de los cojones.
—¡Sal de aquí! —dije, agarrándola por el brazo y arrastrándola hacia el pasillo—. Ve por la puerta de atrás. Encontrarás una furgoneta esperando. Métete dentro y espérame.
Asintió rápidamente, tropezando al correr hacia la salida.
Entré en la última puerta.
Fue entonces cuando todo se fue a la mierda.