Capítulo 74
Rhiann abrió los ojos para encontrarse con el entramado de un tejado bajo y gastado y un muro de enyesado rústico: una visión que creía perdida para siempre. Se apoyó sobre los codos y parpadeó despacio. Tenía hinchados los parpados y se sentía molida, y aun así la energía cantaba en su corazón.
Generaciones de jóvenes habían contemplado ese techo mientras se preguntaban, en el caso de las recién llegadas, qué les ocurriría. Y más tarde, para revivir el prodigio de sus primeros ritos: el fértil Beltane, el embriagador jolgorio de Lughansa, el aroma de las hogueras de Samhain.
Sus propios recuerdos —las carreras de caballos con Fola por la pradera, las danzas al alba en la playa— brotaron entonces y se hundió otra vez en la almohada.
Más tarde irrumpió una imagen de Rhiann y Elavra, su madre adoptiva, mientras vendían alubias a las puertas del broch. Por una vez, los recuerdos se demoraron y ella no los obligó a avanzar…: la sal en el aire, los débiles balidos de las ovejas, la risa de Marda y Talen mientras jugaban en la playa de arenas pálidas hasta el caer de la noche.
Las imágenes pasaron por su mente, una tras otra, y la risa de Fola resonó al otro lado de la cortina de la cama justo cuando se acercaba el tiempo de la sangre y el dolor.
—¡Despierta, dormilona! Quedan dos días para Beltane y tenemos mucho que hacer; ya te has perdido las alabanzas al Sol. ¡Date prisa!
A pleno sol, el grupo de blancas casas, amarilleadas por el aire salino, le pareció más pequeño a Rhiann, pero los rostros que se agolpaban a su alrededor eran los mismos: viejas amigas que preguntaban y exclamaban ante el cambio que había experimentado, en tanto que las novicias la observaban llenas de curiosidad.
Rhiann miró a su alrededor.
—¿Dónde está Brica? —preguntó a Fola—. Esperaba verla.
—¿Brica? Ah, sí. Se volvió con su propia gente en la costa Norte, No quería servir aquí nunca más. —Fola se encogió de hombros—. La verás en Beltane… ¡Toda la isla va a estar presente!
Nerida estaba sentada en un banco apoyado contra un muro del edificio, empapando de sol sus viejos huesos. Cerca se encontraba Setana, la segunda de mayor edad y el mejor canal de la Hermandad para conectar con la Madre. La gente del broch creía que Setana estaba mal de la cabeza porque decía cosas extrañas y reía cuando otros guardaban silencio, pero eso formaba parte de su don: permanecía tan abierta que estaba con un pie en el Otro Mundo y un pie en éste. Eso se reflejaba en sus facciones: ojos videntes y extraños en un rostro infantil, de grandes mejillas y sonrosado por el sol.
Ambas hermanas habían pasado la vida entera al servicio de la Diosa en su propia isla. Muchos festivales se habían celebrado bajo su dirección, muchos niños habían nacido en sus manos firmes, muchas almas habían encontrado consuelo en sus cuidados, durante sus últimas horas en Este Mundo. Eran parte de la misma tierra, enraizadas con tanta fuerza como las Piedras mismas, y la actividad de las hermanas giraba en torno a Nerida y Setana como si fueran rocas gemelas en mitad de una torrentera mientras las otras atendían a sus deberes.
El regreso de Rhiann, aunque trascendental para ella, debía quedar postergado ese día, ya que había mucho que hacer al estar Beltane tan cercano. Pero, en todo caso, eso era lo que la joven quería: aún le resultaba inconcebible el paso que había dado y, tras encontrar alivio, sólo quería sumergirse en los ritmos de su viejo hogar.
Mientras seguía a Fola a la lechería, se detuvo a mirar los monolitos que coronaban lo más alto del cabo, sus superficies, hechas de una piedra extraña, que resplandecía al Sol. Ya los bardos reunían las energías del Otro Mundo mediante sus cánticos, que atraían la Fuente desde el río de poder subyacente.
Más allá de la escena que se desarrollaba delante de ella, de las casas, el ordeño de cabras y la siembra de grano, una opresión crecía en el aire. Rhiann la sentía hormiguear a su alrededor, así como en el batir de la leche y en el prensado del queso; la sentía crecer hasta que golpeteó en sus sienes como sangre latiendo en un día cálido.
La sacerdotisa más vieja no interrumpió sus labores y tan sólo intercambiaron miradas de conocimiento.
Pero las doncellas se miraban de refilón unas a otras y se preguntaban quién sería la enviada para yacer con el Venado en los fuegos de Beltane.
Eremon nunca había visto uno de los famosos broch norteños. Cuando sus hombres y él subieron por el camino hasta la monumental torre de piedra, encaramada a un acantilado sobre una resplandeciente ría, le maravilló que se hubiera construido una morada como aquélla en los límites de Alba.
Aunque, por supuesto, aparte de por la técnica empleada para erigirlo, aquel broch le interesaba por otras razones. Taloneó el caballo que le habían prestado y cuando llegaron a las puertas del muro miró por una angosta cañada hasta el mar, desde donde se obtenía un atisbo de guijarros bajo la marea en alza.
Ahí fue donde empezó la pesadilla de Rhiann. Ahí fue donde presenció la matanza de su familia.
Ese día el Sol se reflejaba sobre las aguas, bañando la colina sobre la que se alzaba el broch, salpicada de brezo y musgo, rozando los techos de paja del poblado disperso por la ladera. Pero, pese a la belleza del día, a Eremon le embargó un sentimiento de completa desolación, ya que, en verdad, era allí donde había perdido a Rhiann. Si no hubiese quedado tan herida por lo ocurrido, puede que su odio hacia los guerreros no se hubiera interpuesto entre ellos al comienzo, y agriado lo que de otra forma pudiera haber llegado a ser algo.
Aún estaba cegado por el arrebol del Sol cuando se inclinó para pasar bajo el ciclópeo dintel y ascender por las escaleras hasta el salón de la primera planta. Pero, cuando se le aclaró la vista, se vio frente a alrededor de una veintena de hombres acomodados en asientos junto al fuego, entregados ya por completo a sus cervezas. Vestían capas de cuadros y pieles de distintas bestias, y sus ornamentos eran conchas, pizarra y cobre.
Dejaron de hablar entre ellos de golpe. El erinés observó los ojos negros fijos en su brillante espada y en las torques de oro que sus hombres aún llevaban, ya que iban tan ceñidas al cuello que ni el mar podía arrebatarlas. Sí, pese a sus ropas maltratadas y manchadas de sal, aún tenían la suficiente prestancia ante los ojos de cualquiera. Y el mensaje de Nectan tenía que haberles servido de presentación. Eso esperaba.
Nectan se colocó a junto a él.
—Señores —dijo—. Éste es Eremon mac Ferdiad de Erín.
Eremon inclinó la cabeza y los reyes de las tribus occidentales asintieron.
—Eres bienvenido —le saludó uno de los hombres al tiempo que se incorporaba. Tendría sólo unos pocos años más que Eremon, pero era más bajo y fornido, de mejillas rubicundas y un bigote negro caído. Una capa de piel de foca le cubría las espaldas—. Soy Brethan, el jefe aquí, ahora que Kell y los suyos se han ido. Nectan dijo que eres el «hombre unido» a Rhiann, la hija adoptiva de Kell y Elavra.
Eremon asintió.
—Vienes de parte de Calgaco la Espada —recalcó otro hombre.
—Sí. Soy el actual caudillo de los epídeos. Ellos y los caledonios se han aliado contra los invasores…, los romanos. —Mientras hablaba, Eremon empujó la piedra de jabalí que llevaba a la garganta y la mostró a la luz—. Éste es un presente del propio Calgaco.
Brethan hizo una seña y un joven druida, que se había mantenido entre las sombras, se acercó para escrutar los símbolos antes de agitar la cabeza en señal de asentimiento.
—Es como él dice.
Se escuchó un murmullo general, pero ya Eremon pudo sentir, por lo lento de sus voces, que llevaría mucho trabajo galvanizar a esos hombres para que acometiesen actos y palabras ardientes.
—Creo que tienes mucho que contarnos —dijo Brethan—, pero los reyes han llegado esta misma mañana y primero tienen que arreglar sus propios asuntos. Luego, escucharemos tu alegación.
Setana golpeteó con su bastón en la jamba de la puerta de Nerida y entró sin esperar respuesta. Nerida se sentaba ante su hogar, como gustaba de hacer tras la salutación del Sol, bebiendo su matutina infusión de madreselva para los dolores de huesos y los achaques de la edad. Veía muchas cosas en el fuego.
—Tengo que hablar con nuestra chica, Rhiann —declaró Setana.
Nerida la miró, parpadeando.
—¿Por qué?
Setana sonrió y palmoteo.
—Porque Ella la quiere, hermana.
Nerida agitó la cabeza y descansó la copa de fresno en la piedra del hogar.
—Mucho es lo que Ella nos exige, hermana, a nosotras y a Rhiann. Aún es frágil.
—¡Sí! —susurró Setana—. ¡Oh, sí! Pero un hombre ha ablandado su corazón.
Nerida dejó escapar sin querer una bocanada de aire.
—Aún le acompaña la pena, puedo sentirla.
Nerida suspiró y miró a sus manos agarrotadas por la edad mientras rememoraba la amargura en los ojos de Rhiann tras la incursión.
Setana sonrió, como si no hablasen de asuntos de igual seriedad.
—¡Tonta! ¿No confías en la Madre? El dolor es la fuerza si ella se entrega.
—Su voluntad es fuerte, hermana. Una vez intenté que entendiera, y sólo conseguí perderla.
Setana rió, despertando ecos entre los muros desnudos, y acarició el rostro de Nerida con la mano.
—Te preocupas demasiado, anciana.
—¡Anciana! ¡Somos casi de la misma edad las dos!
Setana se echó el chal sobre los hombros y se fue de la habitación.
—Aún te preocupas demasiado. ¡De veras!
En el salón, Eremon ensayó otra estrategia contra la ceguera de aquellos hombres.
—¿Por qué tendríamos que preocuparnos de los invasores romanos? —gruñó un jefe, los ojos puestos en una cesta de pan recién horneado que acababan de llevarles—. Estamos a salvo en nuestras islas.
—Ninguna isla estará a salvo si Agrícola conquista Alba y Erín. Tiene una flota; puede estar a vuestras puertas en cuestión de días.
—Entonces nos refugiaremos en las montañas —repuso otro rey.
Eremon se echó atrás en su banco, sosteniendo la mirada de aquellos ojos oscuros.
—Britania occidental, Agrícola ha conquistado las montañas, que son casi tan agrestes como las vuestras, y ha cazado a cada hombre, mujer y niño de los ordovices. En la larga oscuridad. Vuestras montañas no os mantendrán a salvo. Ni vuestros mares. ¿Queréis saber por qué?
—¿Por qué? —preguntó Brethan frunciendo el ceño, las manos agarradas a las rodillas.
—Porque en el Concilio un hombre habla contra Calgaco y contra mí a la menor oportunidad. ¿Es por simpatía hacia el gobierno romano? ¿Quiere gobernar él mismo sobre todos? Porque ha tratado de matarnos a la Ban Cré y a mí hundiendo nuestro bote. Conocéis a ese hombre, tiene poder en los mares del Norte.
—¿Qué hombre es ése?
—Maelchon de las Orcadas.
—Queremos hablar contigo, niña.
Rhiann se sobresaltó, tan absorta había estado en el juego de una nutria en el ocaso broncíneo de la ría que se abría paso entre ondulaciones contra la marea.
Nerida se apoyaba en un báculo de fresno y Setana le aferraba la mano; habían trepado al cabo, sito al norte de las Piedras, sólo para verla. Los reflejos desde la ría rozaban las muchas arrugas que surcaban sus rostros.
—¿Estás bien, hija? —inquirió Nerida.
Rhiann dudó, antes de inclinar la cabeza y asentir.
—Pensé que nunca volvería, que nunca podría, porque no me queríais. Ahora me siento… como una niña de nuevo.
—Pero ya no eres una niña.
Rhiann sacudió la cabeza.
—¡Hija, hija, tienes que entendernos! —Nerida sonrió, aunque la tristeza asomaba al borde de su boca—. No te vamos a expulsar ni puedes alejarte para siempre, pero ahora tienes responsabilidades que una chica no tiene. Aunque yo te hubiera dado más tiempo para manejar esos sentimientos… infantiles…, la Diosa no nos concede ese plazo. Juré seguir a la Madre y eso es lo que debo hacer. Y lo que tú debes hacer.
¿Por qué no puedo hundirme en la alegría, luego de tanta pena?, pensó Rhiann con una punzada de rabia.
Al oírla, Nerida miró en lo más hondo de los ojos de Rhiann.
—Escúchame y confía en mí, aunque luego no vuelvas a hacerlo nunca más. Hemos venido a encomendarte tu misión. Una niña no puede ser el receptáculo para la Diosa. Sólo una mujer puede hacerlo.
La sorpresa estremeció de miedo a Rhiann. El receptáculo para la Diosa.
—Entendemos tu dolor, así como entendemos el regocijo sentido la última noche. Pero la vida no es regocijo o dolor, Rhiann. Es ambas cosas.
Rhiann alzó el mentón.
—¿Queréis devolverme al dolor entonces, después de todo lo que he pasado?
—Parte de esa pena la elegiste tú —le respondió Setana, su mirada intentaba ser amable—. No lo olvides, niña. Elegiste irte, elegiste quedarte fuera.
—¡Pero ahora he elegido otra cosa! —gritó Rhiann, sintiendo remontar su miedo—. ¡Quiero quedarme aquí con vosotras! ¡Dejadme, por favor!
Setana puso una mano sobre la de Rhiann. El apretón era fuerte, aunque no dañaba.
—No —dijo con calma—. El mundo te necesita. Lo he sentido. Todas servimos a la Madre de formas diferentes. Estas orillas no son tu hogar.
Las mujeres se miraron entre ellas y Rhiann supo que lo peor estaba por llegar.
Setana liberó su mano y Nerida estiró la espalda.
—La Diosa te ha elegido para que realices el rito de Beltane.
—¿Qué?
—La Diosa te ha elegido para que lo hagas para su pueblo.
Rhiann miró primero a una y luego a otra de una forma salvaje.
—¡No!
—Te prometo, te lo prometo, Rhiann, que habrá regocijo de nuevo en la unión con la tierra, con el rito del Dios y la Diosa.
Rhiann escudó su corazón con las manos, como para protegerlo de un dolor agudo. Justo cuando encontraba alguna paz, se la arrebataban de nuevo. No podía encontrar refugio ni siquiera allí, entre las que se suponía que la amaban. La desesperación se alzó con frialdad en su garganta.
Y entonces sintió el toque de Setana en su cabeza. ¡No, hija, no es así! Se adelantó y tomó las muñecas de Rhiann antes de levantar su cabeza gacha con el dedo. Los ojos grises de Setana ya no brillaban con la videncia, sino que resplandecían con las lágrimas.
Nerida se acercó para colocarse a su lado.
—El mundo está cambiando, niña, y la Hermandad debe cambiar con él. El pueblo va a necesitar una sacerdotisa diferente en los tiempos venideros, una que no viva en reclusión, como lo hace Linnet, como nosotras, ya que el mensaje que hemos escuchado es éste: «Muestra a las mujeres que la Madre vive en ellas, trabajando codo con codo, compartiendo alegrías, penas y sus dolores del parto. Enséñales que son la Diosa, que vive entre ellas».
Setana cabeceó.
—Para hacer esto necesitas vivir, Rhiann. Experimentar por completo dolor, miedo, amor. Muestra a la gente que la diosa no es algo ajeno, sino que está unida a sus propios hilos tramados, tan atada con sus almas que no pueden separarse.
Setana se detuvo, respirando con pesadez, y Nerida puso una mano amable sobre el hombro de Rhiann.
—Tienes que comenzar ahora por confiar en nosotras, y rendirte al amor, ya que éste será las raíces que te unan a la tierra. El rito de Beltane será una puerta de acceso. Debes saltar, la fe será tus únicas alas, pero nosotras estamos aquí para decirte cómo aterrizar con seguridad.
Rhiann tembló, atrapada por sus palabras, porque caían en su corazón como verdades, como lluvia en un suelo reseco.
Pero aún se debatía, ya que había luchado contra esas cosas durante muchos años. No quería ser parte de la urdimbre de hombres, mujeres y niños; no quería asumir riesgos. No podía ser una verdadera sacerdotisa, y no era, desde luego, una verdadera esposa. ¿Cómo podría ser madre, tía, abuela?
Se detuvo ahora en el borde de un abismo y comprendió que Nerida y Setana le pedían que se adentrase no en una vida, sino en un vacío. Podía dar el paso entonces, movida por el deber, ya que de sobra sabía cuál era su obligación. ¿Pero confiar de nuevo? Eso nunca lo haría.
Más tarde, cuando Nerida y Setana se hubieron marchado, cuando la oscuridad hubo devorado la ría y las colinas y la noche se metió en sus huesos, permaneció en el cabo, incapaz de volver a los fuegos. La calidez de la compañía de abajo la reclamaba, pero en realidad no pertenecía a ese lugar, ya que nadie sabía lo que la orden de Nerida significaba para ella.
Un hombre, un receptáculo para el Dios, se uniría a ella, el receptáculo de la Diosa. Llegaría en forma de Venado, el Gran Consorte, y en la unión de las dos valvas de la concha, macho y hembra, se encontraría el equilibro perfecto y la Fuente fluiría. La energía florecería y se expandiría a la gente, las criaturas y la tierra, empapándolo todo de vida.
Era el más prodigioso acto que podía ejecutar; el mayor de los honores. Pero, a pesar de su entrenamiento, una parte profunda de ella gritaba «¡Eremon!».
Apenas había pensado en él, tan embargada como estaba con las imágenes y sonidos de su regreso. Pero ahora imaginaba cómo la miraría mientras retozaba con otro hombre en el círculo, con la melena cayendo sobre el rostro como fuego oscuro, sus ojos verdes relucientes de dolor. No lo entendería, estaba segura.
¿Y como podría ella soportarlo?
Nadie excepto Linnet sabía de verdad qué le había ocurrido en la incursión. Nadie sabía que sus poderes le habían fallado muchas veces desde entonces. ¿Qué ocurriría si la Diosa no acudía a ella durante el rito? Entonces sería consciente, podría sentir cada embestida, cada toque de los dedos del hombre.
Y las hermanas sabrían… al fin sabrían todas que ya no era una sacerdotisa.