Capítulo 9
¿Cuánto sabemos? —dijo Linnet dando palmaditas en el hocico a Liath, que olisqueaba con impaciencia sus dedos.
Rhiann estaba apoyada en el establo, con la mano en la mejilla. Negó con la cabeza.
—Todavía no mucho. El último emisario está en la Casa del Rey; he enviado a Brica para que averigüe qué sucede. Yo no podía… —dijo, y se encogió de hombros.
—Lo comprendo —Linnet colocó un mechón extraviado de la melena de Rhiann tras la oreja de ésta.
Toda la ciudad estaba alborotada con la noticia de la llegada de los romanos, y en medio de tanta agitación, Rhiann tenía ganas de vomitar. Sentía, permanentemente, un nudo en la tripa, pero no por miedo a la invasión. La muerte del rey y el pavor que desde entonces la acompañaba habían sofocado todas las señales de alarma a su alrededor. Parecía escondida en un capullo que ella misma hubiera elaborado.
Junto a ella, Linnet suspiró.
—Debería habértelo dicho antes, hija, pero lo cierto es que suponía que algo así iba a ocurrir.
Rhiann se irguió bruscamente.
—¿Sabías que llegaban los romanos y no me lo dijiste?
Linnet vaciló.
—No lo sabía —señaló—, lo oí en los temblores de la tierra, en los graznidos de los pájaros, pero no lo vi en el cuenco de videncia. Tú sabes mejor que nadie que raras veces vemos lo que deseamos ver.
Rhiann miró hacia el sol, que se filtraba a través de la puerta del establo, y parpadeó.
—¿Has visto algo referido a mi destino, tía?
Linnet desvió la mirada.
—No, hija —dijo, y cogió a Rhiann de la mano—. Pero sea lo que sea lo que te aguarda, yo siempre estaré ahí, siempre.
Rhiann percibió una nota de determinación en la voz de su tía y agachó la cabeza para fijarse en los elegantes dedos que se entrelazaban entre los suyos. Linnet tenía las uñas manchadas con tinte de moras y lucía su anillo de oro de sacerdotisa.
Sabe algo. Un destello de dolor llenó el pecho de Rhiann.
Después del asalto y del asesinato de su familia adoptiva, Linnet había consolado a Rhiann durante innumerables noches, acariciando su pelo, sosegando los amargos pensamientos que la acosaban desde el borde del abismo. Pero en cuanto estuvo fuera de peligro, entre su tía y ella se abrió una enorme distancia, agrandada por los secretos y el deber. Y es que, en realidad, no eran madre e hija. Linnet era sacerdotisa y veía cosas que Rhiann no veía, sentía cosas que estaban más allá del amor humano, y, sobre todo, sabía muy bien que la tribu debía encontrar un heredero.
Cuánto habría deseado Rhiann volver a ser niña, seguir a Linnet en sus paseos por los bosques, en los que su tía le enseñaba el nombre de todas las plantas, sus poderes, las enfermedades que podían curar. Ningún hombre oscurecía entonces su horizonte. Ningún hombre…, ni siquiera los romanos, que por aquel entonces no eran más que un cuento para el fuego del hogar y no personas reales.
De pronto, la sombra de Brica cruzó su cara.
—Los hombres del águila están construyendo campamentos —dijo la criada, atropelladamente, abriendo y cerrando los puños.
Rhiann dejó escapar un suspiro y miró a Brica.
—¿Qué?
—Me he acercado a la Casa del Rey y lo he oído todo. Los romanos han avanzado muy deprisa, pero se han detenido con la misma rapidez. Están construyendo un gran campamento con murallas. Quieren quedarse, pero con la nieve no pueden continuar marchando.
—Gracias a la Diosa —dijo Linnet, colocándose en la luz—. Nos han dado un respiro.
Los hombres de Erín gozaban de todas las comodidades que se les ofrecían a los visitantes de alto rango: carne y cerveza en abundancia y mullidas camas de helechos en las estancias del oeste. Pero durante una semana, la reunión comercial de Eremon ocupó, ante la amenaza de los romanos, un interés secundario para los epídeos.
El Consejo envió al Sur a sus propios exploradores a fin de que reunieran más información y comprobaran si en efecto los invasores se habían detenido y estaban construyendo un campamento definitivo. Tras la primera impresión, las tribus de Alba gozaban de un desahogo inesperado.
Los druidas epídeos sacrificaron un toro blanco a los dioses en agradecimiento por conceder a sus tierras la larga oscuridad que duraba muchas lunas. Ningún ejército podía atravesar unas montañas cubiertas de nieve en mitad de una tormenta, ni siquiera a caballo.
Pero aquel desahogo no significaba descanso. Cuando los ríos helados que descendían desde las montañas se deshelaran, el Sol regresaría al Norte, y, con él, los romanos.
Otra tormenta arrancó las últimas hojas de los árboles, dejando una nube de ramas desnudas a lo largo del río. Pero aunque el cielo permanecía encapotado, los días volvieron a aquietarse una vez más. Gelert buscó a Talorc, que estaba revisando su nuevo carro en los prados que había junto al río.
—Quiero que lleves a los gael a cazar a la isla del Ciervo.
Talorc frunció el ceño y ajustó el arnés de un semental negro.
—Pero debo quedarme. Hay que proteger el castro.
—Llévate un pequeño grupo de guerreros. Nuestros exploradores están apostados en círculo frente al campamento romano, si estornudan, lo sabremos, pero esto es tan importante como vigilar a los romanos.
—¿Por qué? —preguntó Talorc, colocando las bridas. El caballo sacudió la cabeza y se relamió—. Tenemos comida de sobra.
Los ojos dorados de Gelert reflejaban la oscuridad de las nubes.
—Tengo una idea para proteger a la tribu, pero es preciso que conozcamos mejor a ese príncipe extranjero. Escucha…
Las dos cabezas, una roja y otra blanca, se aproximaron.
Conaire estaba muy complacido. Por fin iban a poner los pies en la célebre isla del Ciervo. A Cù le gustaba tanto la idea que, al ver a su amo y a los demás preparar nuevas lanzas de caza, se puso a correr en círculo y a ladrar alegremente.
—¡Esto me va a gustar más! ¡Estoy aburrido de tanta charla! —dijo Conaire, guiñando un ojo para comprobar si la lanza de fresno que estaba preparando era lo suficientemente recta. Estaban sentados en unos troncos secos, junto a la orilla del río, bajo un cielo cubierto de nubes. Con el aire de la tarde llegaba la primera punzada de frío del Norte.
—Sí, lo sé —admitió Eremon, quitando la corteza de su propia lanza con un cuchillo—, pero ¿no te parece que es muy raro que nos lleven a cazar a esa isla cuando todavía no saben qué pretenden los romanos?
—No lo creo —respondió Conaire con una sonrisa—. Al fin y al cabo dicen que los invasores van a quedarse donde están. No sé por qué no podemos lanzarles unas cuantas lanzas a los jabalíes y luego volver para, con un poco de suerte, hacer lo mismo con los romanos.
—Combatir a los romanos no formaba parte de mi plan.
—Ah, pero sí me dijiste que querías que les demostrásemos nuestro valor a los albanos, que así ganaríamos aliados. Ése era el plan, ¿no es verdad?
—Bueno, sí.
—Pues no creo que haya mejor forma de demostrarles nuestro valor que matando a unos cuantos romanos delante de sus narices.
Eremon pasó el dedo por la lisa madera de fresno de su lanza.
—Eso lo he pensado también yo, hermano. Y sin embargo, sabemos que los romanos combaten de un modo muy distinto, que son muy difíciles de batir. Tienen disciplina… Consiguen que sus guerreros actúen como un solo animal salvaje. No me gusta la idea de que mis hombres tengan que hacer frente a un peligro como ése, y mucho menos si lo hacen por otros.
—¡Pero si es la oportunidad que nos hacía falta! Y, en cualquier caso, ¿no te apetece verlos luchar? Ya basta de estudiar sus tácticas en viejos pergaminos griegos. ¿No quieres verlos con tus propios ojos?
Eremon suspiró.
—Sí, pero… Quería más tiempo para establecerme, tiempo para hacer las cosas a mi manera. No quería que todo ocurriera tan deprisa. Los romanos…, Conaire, estamos hablando de la guerra.
Conaire apoyó su lanza sobre las rodillas y cogió un palo para tirárselo a Cù.
—No creo que lleguemos a tanto, Eremon. Vendrán, se pasearán por ahí con sus espadas, harán unas cuantas declaraciones y luego se irán.
Eremon se echó a reír.
—¿Y desde cuándo estás tú tan bien informado sobre los romanos?
Cù regresó con el palo entre los dientes. Conaire volvió a tirárselo, esta vez entre unos juncos.
—Es lo que he oído en la ciudad. Mira —dijo, apoyando el brazo en el hombro de su hermano—, por mucho que lo intentes, es imposible tenerlo todo previsto. Tenemos que tomarnos las cosas como vienen. Yo digo que aprovechemos cualquier oportunidad que te acerque a tu palacio, ¿por qué otra razón vinimos a Alba? Hasta ahora hemos tenido suerte, pero lo mismo podríamos morir durante una cacería que en una batalla contra los romanos.
—O a consecuencia de los mareos, la enfermedad del mar.
—O de la soledad —dijo Conaire, y se cogió la entrepierna—. Necesito una mujer, y pronto. De lo contrario, no estaré vivo para luchar contra los romanos.
Guardaron silencio. Cù llevó el palo a Conaire y echó a correr una vez más.
—Sigo pensando que es muy extraño que nos lleven a cazar en estos momentos —dijo Eremon, cogiendo una punta de lanza de hierro y jugueteando con ella entre los dedos.
—Piensas demasiado. Lo único que quieren es perdernos de vista por unos días. Además, les traeremos carne, probablemente la última de la estación. Disfrutemos mientras podamos.
Eremon no respondió y colocó la punta a una nueva lanza. Estaba inquieto, deseaba estar de regreso de la cacería ya, y continuar con el verdadero motivo de su viaje.
Para lo cual, por supuesto, más le valía pensar en uno.