Capítulo 12
Queremos que te cases con el príncipe de Erín.
Rhiann escuchó estas palabras dentro de su cabeza, rebotaron de un lado a otro como si la sacudiera un torbellino. Estaba hilando en su banqueta, junto al hogar. Al oírlas, miró a Belen y el huso, muy pesado, se le cayó de las manos. Junto al molino de grano, situado junto a la puerta, estaba Brica, que dejó de moler y tuvo que apoyar la espalda en la pared para no caerse.
Rhiann clavó sus ojos en Gelert, que en aquellos momentos se encorvaba para entrar en la choza. En su semblante, la sensación de triunfo pugnaba con la impaciencia —Impaciencia por ver mi dolor, pensó Rhiann—. La sacerdotisa se levantó. Unas hebras de lana cayeron de su regazo.
—¿Y cuándo habéis pensado que se celebre esa boda? —preguntó. Tuvo que aferrarse al telar, porque se tambaleaba, pero su voz apenas la traicionó.
—Dentro de tres días —respondió el anciano. En Rhiann, la noticia produjo devastación. Belen se apresuró a añadir—: Sólo será un matrimonio de quinto grado, señora. Cuando se abran los caminos del mar, alguien tendrá que ir a buscar al padre del príncipe, y al cumplirse un año, daremos por concluida la unión si así lo deseas.
En el corazón de Rhiann, la indignación sustituyó al miedo.
—¿Cuándo pensabais darme la noticia?
Belen palideció ligeramente bajo la hosca mirada de la sacerdotisa. Tragó saliva y miró a Gelert.
—Sé, señora, que eres consciente de que nos urge afianzar nuestra posición —afirmó, suavemente, el gran druida, apoyándose en el báculo rematado en una cabeza de lechuza—. Tu deber es casarte; sabes perfectamente que lo único que hemos debatido es a quién ofrecer tu mano-dijo, y sonrió.
—Pero ni siquiera conocéis bien a ese extranjero, ¡a ese gael!
—Sabemos que es un buen guerrero y un buen jefe, señora —intervino Belen, incómodo, haciendo un gesto con ambas manos, como diciendo: «¿Qué más podíamos hacer?»—. Sabemos que tiene muchas riquezas y el druida asegura que es quien dice ser.
Rhiann se aferró al telar hasta hacerse daño.
—Pero, ¡pero no me habéis consultado! ¡No sé qué clase de hombre es! —exclamó.
Belen la miró sin comprender. A él, como a los demás ancianos, consultar a Rhiann ni siquiera se le había pasado por la cabeza.
—En nuestra opinión, ese hombre es digno de tu alcurnia —respondió, frunciendo el ceño—. Y lo que es más importante, tiene la destreza y los hombres que necesitamos de forma tan acuciante. Como sabes, señora, no tenemos que enfrentarnos tan sólo a los romanos, los otros clanes suspiran ya por el reino. Nuestra situación es desesperada.
Esta apelación a su responsabilidad bastó para que la cólera de Rhiann remitiera. Una vez más, la confusión se apoderó de ella y se debatió entre sus deseos y el interés de sus gentes.
Deber. Miedo. Tristeza.
De inmediato, el instinto de supervivencia se impuso a todo lo demás.
Debes aparentar que estás de acuerdo.
—Iniciaré los preparativos —murmuró, agachando la cabeza. No la levantó hasta que Gelert y Belen se hubieron marchado. En cuanto lo hicieron, buscó aire, apoyando la frente en las afiladas garras del águila tallada que adornaba el poste de la choza.
—¡Mi señora! —exclamó Brica, acercándose—. ¡Si la obligan, la diosa se vengará! Hace muchos años, era la reina quien elegía a su consorte, y luego a otro, si quería…
—En efecto, hace muchos años… —dijo Rhiann, y su voz le pareció muerta y distante…
Sin saber cómo había llegado hasta allí, cobró conciencia de que estaba de camino a los establos y la sanadora que había en ella se dio cuenta de que era presa del aturdimiento, de un grave aturdimiento.
Oyó el llanto y las voces de los niños que jugaban en el patio del curtidor como si estuvieran muy lejos. Desde detrás de la forja le llegó el chillido de un cerdo, que cesó bruscamente. En el taller del tintorero, que olía a orina, tropezó y estuvo a punto de caer. Pero no tardó en llegar a la cuadra de Liath.
No llevaba manto ni pantalones de montar, pero no le importó. Antes de hilvanar un pensamiento coherente, estaba a lomos de su yegua, guiándola a través de las puertas de la ciudad. Nadie la detuvo, aunque, una vez más, fue consciente de que la miraban.
Echando hacia atrás las orejas, Liath inició un trote tranquilo hasta que Rhiann, que cogía sus blancas crines, se vio lejos del castro. El animal debió de sentir la tensión que agarrotaba a su ama porque, en cuanto ésta aflojó las manos, inició un galope que las llevó a través de los campos en dirección Norte, hacia la cañada donde vivía Linnet.
En cuanto Rhiann se vio sola en medio de los helechos marchitos de aquellas colinas sinuosas, el miedo, que tanto tiempo llevaba reprimiendo, salió por fin a la luz. Soltó un gemido de angustia. Era la voz estrangulada de su corazón, de su ser más íntimo. Las patas de Liath retumbaban contra el suelo, cada vez más rápido. En la garganta de Rhiann, el gemido se convirtió en grito, en un grito de rabia y de furia que se elevó por encima de los árboles para rasgar el aire.
Débilmente, como un rumor apagado, Rhiann sintió que el viento helado se le clavaba en los muslos, pero aquel dolor no era nada comparado con la desnuda agonía de su indefensión. Ella, que se enorgullecía de su valor y de su fuerza, no podía hacer nada. Estaba atrapada: por el deber, por la culpa, por la vergüenza. Atrapada en manos de hombres que la consideraban poco más que una yegua de cría.
Liath fue aminorando el paso y se detuvo. Rhiann se fijó en sus manos, que se aferraban a las crines del animal. Estaban empapadas de lágrimas. Con un estremecimiento, desmontó junto a un roble ya marchito y cubierto de musgo, y pisó el barro. Notó el dulce aliento de Liath en el rostro y vio que el animal agachaba la cabeza para lamerle las piernas, que temblaban de frío y de la tensión de la cabalgada.
A continuación, hundió la cara en el cálido cuello de la yegua y, poco a poco, las lágrimas fueron desplazando a la rabia.
Cuando llegó a casa de Linnet, había dejado de llorar, pero la rabia y el llanto habían dado paso a una ira acerada.
—¿Cómo se atreven? —dijo entre dientes, dando vueltas por la choza de Linnet, pequeña y de techo bajo, mientras su tía preparaba una infusión—. ¿Sabías tú algo?
—¡Claro que no! —Linnet sirvió el cocimiento en dos vasos y los puso a enfriar en la piedra del hogar. A continuación, preguntó, con tono vacilante—: ¿Tan malo es ese hombre? Es muy guapo y nada viejo. Es noble. No podría…
Le bastó mirar a Rhiann para saber que era mejor callarse.
—¡Cualquier hombre, cualquier boda, me resultarían odiosos! dijo Rhiann a voces—. ¡Ya lo sabes! Sólo uno podría, y ni siquiera… Se mordió el labio, sorprendida de lo que acababa de decir.
—¿Uno…? ¿Cómo que uno? ¿Es que hay un hombre?
Rhiann apretó los dientes y negó con la cabeza.
—Hay no, lo hubo. Pero no es nada, una fantasía juvenil.
—De eso nada —dijo Linnet, clavando los ojos en su sobrina—. Cuéntame.
Rhiann volvió a negar con la cabeza.
—El hombre que me tatuó cuando tuve mi primera sangre, en la Isla Sagrada. ¡Pero hace muchos años de eso!
Linnet se sentó pesadamente en su silla de mimbre.
—Hija mía, los pintores de piel tienen que excitar a las muchachas, eso es lo que dota de poder a los símbolos sagrados.
—Lo sé, tía, por eso le he olvidado. Y ahora no importa…, no es por eso por lo que me resisto a… —dijo Rhiann, pasándose la mano por los ojos—. El Consejo no me casa con él, me casa con ese… con ese… ¡con ese asesino, ese que empuña un acero!
—No todos los hombres son como aquellos asaltantes, hija.
Rhiann giró sobre sus talones y siguió dando vueltas.
—Pero puedo apelar a la ley. ¡No se puede forzar a ninguna mujer!
—Eso es verdad, y si optas por ese camino, entonces, por la Diosa que me pondré de tu parte. Lo sabes, pero… —dijo Linnet, y se mordió el labio—. Este matrimonio nos beneficia a todos, sobre todo ahora que hemos de hacer frente a los invasores. Sin él, nos dividiremos. Es una decisión difícil y, créeme, me gustaría ahorrártela, pero si dices que no, veo que el caos y la oscuridad se abatirán sobre nosotros. Ésa es la verdad.
Rhiann volvió a dar media vuelta, bruscamente.
—Cuando tú eras joven, tía, ¿a quién elegiste tú para darnos un heredero? ¡Llevas la misma sangre que yo! Te recuerdo que a ti jamás te han vendido a ningún hombre.
Linnet se puso pálida.
—Mi caso era distinto. Tu madre era Ban Cré. El rey tenía muchos herederos. Mi sangre no hizo falta.
Una sombra de pesar cruzó por el semblante de Linnet, pero Rhiann estaba demasiado encolerizada para advertirlo.
—Rhiannon nos lo ha traído, con las olas. Presiento que no nos hará ningún daño…, lo presiento con gran fuerza.
Rhiann apretó los puños. La definición de daño de Linnet era muy distinta a la suya. Oh, su tía no dejaría que un hombre le tocase un solo pelo de la cabeza. Pero ésa no era la cuestión…, su tía no comprendía…
Linnet se levantó y le cogió las manos.
—Hija, hija mía, tranquilízate. Tienes que confiar en lo que Ella te envía, y confiar en mí, y en cosas de las que no puedo hablar. No sé cómo, pero todo saldrá bien.
Todo saldrá bien.
A Rhiann le dieron ganas de estrellar los vasos contra el suelo, de romper las estanterías contra la pared, de tirar las vasijas de hierbas y tinturas, de romper el telar, de rasgar los sacos de raíces secas, de dar patadas a las palas, de destrozar la mesa y hacer añicos las figurillas y los platos de cera. Todo saldrá bien.
Había pasado años aprendiendo a resignarse, a confiar, a estar tranquila. Los años que había permanecido en la Isla Sagrada. Todo resultó fácil mientras fue una niña. Pero todo eso había desaparecido con un solo golpe de espada, el que aquellos asaltantes le habían asestado a su padre adoptivo en el cuello.
Rhiann se resistía a todo consuelo, pero Linnet tiró de ella y la acogió entre sus brazos.
—Quédate aquí esta noche. Te haré una pócima para dormir. Puede que, con el sueño, la Madre te ayude a aclarar las ideas.
Rhiann exhaló un suspiro. En realidad, ya no podía volver, no cuando todas las bansidhes del Otro Mundo le estaban pisando los talones. ¿Por qué no dejar que, por una vez, el Consejo se preocupase por ella?
En la oscuridad de la noche, su orgullo la abandonó y las sombras que se dibujaban sobre las paredes de la choza de Linnet parecían penetrar hasta su interior. Se tapó la cabeza con las pieles de cabra para escapar de ellas, hasta que la pócima hizo efecto.
Y tuvo un sueño, tal vez inspirado por la Madre.
Su visión se remontaba más allá del recuerdo de la matanza. Lo había tenido a menudo desde su primera luna con sangre, Era un sueño secreto, un sueño dorado que más de una vez se atrevió a desear que se hiciera realidad.
En el sueño aparecía rodeada de todos los pueblos de Alba, en mitad de un valle inundado de luz. El peligro acechaba desde las oscuras pendientes que los rodeaban y desde las cumbres se oían los salvajes graznidos de las águilas. Pero Rhiann seguía en el centro, con el caldero de la diosa Ceridwen en las manos, convocando a la Fuente para que hiciera retroceder a las sombras.
A su lado había otra persona, un hombre cuyo rostro no podía ver. El hombre sostenía una espada que nada tenía que ver con la muerte y que, por el contrario, era emblema de protección y verdad. Ambos se habían reunido ya en muchas vidas, y siempre para devolver el equilibrio a la Fuente.
A lo largo de los años, Rhiann había ido dando forma en su imaginación al rostro de aquel hombre de cabellos dorados y ojos marrones. Drust.
Era un muchacho cuando la tatuó en la Isla, pero ahora debía de ser un hombre. Tenía que ser él, porque era un artista de dedos delicados…, no un asesino. Y allí estaba él cuando sangró por vez primera, cuando soñó este sueño por vez primera. La besaba, la tocaba…
En su sueño, ella suspiraba y se volvía, acunando esta dicha en el pecho.
Y entonces, aquella noche, el sueño cambió.
Estaba sola en un claro del bosque. Era de noche y oyó, en la lejanía, un batir de alas. Sintió el miedo del ratón cuando escapa de la sombra de la lechuza, que le acecha desde lo alto. El miedo creció hasta convertirse en pánico. Echó a correr, sin dejar de oír las alas. «¡Socorro!», gritó, y, de repente, en el camino, delante de ella, apareció un animal salvaje de ojos refulgentes, lleno de vigor y de fuerza. Por un momento creyó que la iba a atacar y sintió angustia, pero cuando, sin dejar de correr, llegó a su altura, aquel animal la dejó pasar y se alejó por el camino en busca de lo que la perseguía.
En el horizonte vislumbró las primeras luces del amanecer a través de los árboles. Pero a su espalda oyó un grito espantoso, como de otro mundo. Salía de la garganta de la lechuza.