Capítulo 3

El funeral será dentro de dos días, al amanecer.

Rhiann se dio cuenta de que Linnet, que se encontraba a su lado, se ponía muy rígida al escuchar las secas palabras del gran druida. El tejado del santuario de los druidas estaba abierto al cielo encapotado y la sombría mañana iluminaba el paisaje, empapado por la lluvia, que se divisaba desde las enormes columnas de roble. Pero el rostro de Gelert, el gran druida, permanecía en penumbra.

Acababa de realizar un sacrificio por el alma del rey Brude. La sangre goteaba todavía de una de sus nudosas manos y manchaba su manto de color claro. Detrás del semicírculo que formaban otros druidas, un carnero de un año reposaba sobre el altar de piedra. En la base de cada columna de roble, los ídolos de madera de los dioses miraban hacia abajo con ojos vacuos, manchados de ocre, adornados con flores marchitas. A sus pies, el suelo estaba cubierto de pétalos secos.

—Necesitaremos algún tiempo para prepararnos —repuso Linnet, con la misma frialdad con que había hablado el gran druida.

Gelert metió las manos en un cuenco de bronce que sostenía un joven novicio.

—Todo está preparado. Los nobles viajarán a la isla del Ciervo antes de la primera luz dentro de dos días. Lo quemaremos al amanecer.

—Veo que la tristeza no ha entorpecido tu habitual diligencia, Gelert.

El druida despidió al novicio con un ademán y se adelantó, apareciendo bajo la luz del día. Rhiann contuvo la respiración, como solía hacer cuando Gelert estaba cerca. Las arrugas que surcaban la piel del anciano distorsionaban los tatuajes casi borrados de sus mejillas. La nariz parecía tener la carne separada del hueso y cortaba su cara como una proa contra las olas. El pelo, completamente blanco y lacio, le llegaba por los hombros. Pero eran sus ojos los que repugnaban a Rhiann, sobre todo cuando estaban fijos en ella. Habían perdido casi todas las pestañas y tenían el iris amarillo y plano, como los de una lechuza.

—¿Qué sentido tiene apenarse? —Gelert se encogió de hombros—. Ya sabíamos que se estaba muriendo. Yo, al menos, lo veía. Y al contrario que tú, he tenido poco tiempo para dejarme arrastrar por la tristeza, tan propia de mujeres. —Otro novicio apareció con un manto de piel de lobo que Gelert se echó sobre sus huesudos hombros—. Perdonadme, pero otros asuntos requieren mi atención.

Linnet juntó las manos.

—¿Te refieres a esos rumores de que hay soldados romanos en el Sur? Todos sabemos que no entrarán en Alba.

Rhiann se sobresaltó. Sumida en las profundidades de la desgracia, no había oído rumor alguno sobre los romanos. Los invasores llevaban en las islas de Britania cerca de cuarenta años —eso decía la tradición de las sacerdotisas—, y aunque avanzaban hacia el Norte a intervalos, al parecer, se habían detenido, satisfechos con asentarse y exprimir a la nueva provincia. Pero ¿Alba? Alba era demasiado fría y accidentada para ellos, y sus tribus demasiado fieras. Esto era lo que Rhiann había oído en las cocinas desde que era niña. Todo el mundo lo sabía.

Gelert sonrió con suficiencia.

—En fin, yo no esperaría de las mujeres una valoración acertada de tales asuntos. Por eso están mucho más seguros en otras manos.

Rhiann sabía que Linnet no respondería al comentario, ya que Gelert siempre se dirigía a su tía de ese modo. La joven sacerdotisa no recordaba un solo momento en que el gran druida no sintiera un odio profundo hacia la Hermandad, es decir, hacia las sacerdotisas que adoraban a la Diosa. Los druidas se decantaban cada vez más por la espada, el trueno y los dioses del cielo, si bien, al menos, la mayoría de ellos todavía conservaban un gran respeto por el lado femenino de la Fuente. Pero Gelert no. Gelert borraría a la Hermandad de la faz de Alba si pudiera. Para él, Rhiannon, la Gran Madre, a quien Rhiann debía su nombre, no era más que la esposa meramente decorativa de un dios varón.

Razón de más para que Rhiann dejase de asistir a aquella conversación boquiabierta como una niña. Era una sacerdotisa, y como tal tenía que actuar.

—¿Y qué hay de los símbolos de la barca en la que el rey ha de emprender su viaje? —intervino, volviendo al asunto que se estaba tratando. Los romanos continuarían siendo poco más que un rumor, y más valía no ocupar en exceso la mente con rumores.

Gelert se dirigió a ella. El brillo de sus ojos era tan intenso como la llama amarilla de dos lámparas de aceite.

—Todo está listo. Mientras tú estabas fuera trayendo al mundo al cachorro de ese pescador, mis hermanos preparaban el viaje del rey. Ahora, basta con que nos concedas el honor de estar presente. A no ser, claro está, que tengas alguna objeción.

Rhiann no respondió. Se limitó a levantar la barbilla con gesto altivo.

—Ah, sí, nuestra orgullosa Ban Cré —dijo Gelert con una sonrisa—, nuestra Madre de la Tierra, nuestra Diosa encarnada, nuestra sacerdotisa real. —Siempre conseguía investir los títulos de Rhiann de un enorme desprecio—. Si llegases a fallar a tu tío y rey, el pueblo se llevaría una gran decepción.

—Allí estaremos, por supuesto —espetó Linnet—. Al contrario que tú, nosotras respetamos a los muertos.

En el caso de Rhiann, esta afirmación estaba peligrosamente cerca de no ser cierta. Ahora bien, si ella había hecho cuanto estaba en su mano por salvar la vida de su tío, Gelert no. En cuanto el rey cayó enfermo, el druida había iniciado la organización de su funeral sin disimulo, sin esperar siquiera a que el espíritu del monarca abandonase su cuerpo.

En esto pensaba Rhiann cuando abandonaron el altar. No esperaba de Gelert lágrimas de pesar, pero sí mayor respeto.

Linnet la cogió por la cintura.

—No te dejes impresionar, hija. Sus palabras no provienen de la verdadera Fuente.

—No me impresiona —dijo Rhiann. Era mentira. El recuerdo de aquellos ojos de lechuza la acompañó durante el resto del día.

El redoble de los bodhram[2] comenzó al anochecer y descendió como el trueno del risco de Dunadd, acompañado del ulular de las flautas de hueso y de los estridentes cuernos.

Los druidas llevaban a cabo sus propios rituales con el cuerpo del monarca. Además, el rey había venerado a los dioses de la espada sin apenas prestar atención a la Diosa. Linnet y Rhiann se mantendrían a distancia hasta la última etapa de esas ceremonias. A ésta le desagradaba profundamente el olor que despedían los rituales de los druidas, pero tal vez eso sólo se debiera a que asociaba ese olor a la forma de ser de Gelert.

Comió en su casa acompañada de Linnet mientras los aullidos y las salmodias se propagaban por la ciudad. La larga noche se aproximaba, los corderos habían sido sacrificados y el caldo de oveja calentaba su vientre, aunque no más que las cenizas que se acumulaban en su lengua.

Precisamente ese día, Brica había sustituido los juncos del suelo del hogar, de modo que, al menos, estaba rodeada de fragancias cotidianas: plantas frescas, cocimiento de hierbas y humo de carbón.

Pensó en la Casa del Rey, con el olor a carne medio cruda y las manchas de sangre, los chillones estandartes y los muros repletos de lanzas y escudos. Las paredes curvadas de su propio hogar, una choza redonda y diáfana, estaban adornadas por colgaduras tejidas por su madre y en sus vigas tan sólo había haces de hierba y ristras de tubérculos.

Sobre la piedra del hogar había un zurrón de piel de ciervo que necesitaba algún remiendo y, junto a la puerta, varios palos de cavar manchados de barro. Encima de los palos, colgados en la pared, había cuchillos de cortar hierba y lanzaderas del telar que habían sido bendecidas en los pozos sagrados. En una estantería baja reposaban varias figuras de madera: estatuillas de la Diosa Madre decoradas con ocre.

Rhiann no tenía lanzas de caza, ni escudos, ni arneses aguardando a ser reparados, ni tampoco bracae pantalones largos, sobre el telar, junto a la puerta, a medio tejer.

¿Por cuánto tiempo? Muy pronto, un hombre invadiría su casa.

Y también su cuerpo.