Capítulo 70
Nectan volvió junto a Rhiann y la instó a seguirlos indicando que «el hombre de la espada» se mantuviera junto a él; el resto de sus hombres se desplegaron para rodear al pequeño grupo y los llevaron de vuelta por las dunas hasta llegar a una senda estrecha que discurría hacia el Sur.
En lo alto, el último golpe de viento había dispersado las nubes y la Luna cruzaba ahora el cielo oscuro, alumbrando a su paso la superficie de una ría angosta. Chapotearon en una corriente que surcaba las arenas y treparon a un terreno más elevado de nuevo para llegar a la aldea de Nectan antes de que la Luna hubiese recorrido la mitad del horizonte.
Allí les aguardaba una extraña visión. Un grupo de techos pequeños y puntiagudos surgían sobre la arena entre las dunas, como los yelmos de un ejército enterrado. Nectan se detuvo a las puertas de un pasillo que llevaba, por el interior de la duna, hasta uno de los tejados.
Eremon observó el pequeño cono que sobresalía de la arena y luego el estrecho pasadizo.
—¿Todos? ¿Seguro que no somos muchos para entrar en esta casa?
—No. —La voz de Rhiann sonaba risueña en la oscuridad—. Entre esta gente, no todo es como parece.
Transitaron por un pasaje techado con masivas piedras dinteladas, y entonces Eremon vio a qué se refería Rhiann, ya que se encontraron con una enorme casa, construida de forma acogedora en el seno de un gran pozo de la duna.
El fuego central calentaba los muros exteriores, pero había también un anillo interior de columnas que sostenían un techo plano y con ménsulas. En el centro, donde acababa el techo de piedra, había una abertura cubierta por el techo de juncos que vieran desde el exterior. Resultaba difícil de creer que una casa como ésa resultase invisible desde fuera y aun así estuviese resguardada de los salvajes vientos y lluvia del mar Occidental.
Eremon volvió los ojos, lleno de respeto, hacia Nectan, que le observaba a su vez con un brillo de diversión en los suyos.
—Hijo de Gede, ésta es una casa magnífica en extremo. No he visto nada tan habilidoso, ni siquiera en mi propia tierra.
Nectan sonrió y palmeó a Eremon en la espalda, invitándole a él y sus hombres a sentarse en torno al fuego, y llevó a Rhiann hasta su esposa, que se inclinó y le besó la mano con fervor para luego aposentarlas a ella y Caitlin en cojines bordados, cerca del fuego.
Ricos aromas a capón y algas cocidas aún emergían del caldero de hierro, pero, como la familia ya había comido, no había bastante para alimentar a esos huéspedes inesperados. La esposa de Nectan envió a sus numerosos hijos corriendo a otras casas y pronto volvieron cargados de puerros y pan y queso fresco, en cantidad suficiente para devolverles las fuerzas.
Se lanzaron hambrientos sobre la comida. Nectan se fue hasta un barril en una alacena y volvió con una jarra de madera llena de cerveza, que consumieron con gran rapidez.
Mientras comían y bebían, Eremon vio al hombrecillo observar su torques de oro; aquella mirada alerta y oscura le hizo sentirse incómodo. Rhiann comía con más lentitud, hablando en murmullos todo el tiempo con la esposa de Nectan, y luego con éste mismo, que había ido a sentarse junto a ellas. Pronto Rhiann agitó la cabeza y alzó la voz como si estuviera tratando de explicar algo. Luego Nectan frunció el ceño con un rictus obstinado en los labios. Caitlin parecía preocupada y no dejaba de mirar alternativamente a uno y a otro.
Rhiann lanzó una mirada a Eremon.
—Le he dicho por qué hemos venido. Que se avecina la guerra con los romanos.
—¿Que ha respondido?
—Que la Diosa nos sonríe. Todos los jefes cerenios y carnonaces están viajando hacia la Isla Sagrada, mar adentro. —Una sombra de dolor le cruzó el rostro—. Falta menos de una semana para Beltane, un Beltane más sagrado para la gente de la isla, ya que en el ciclo lunar sólo se produce cada dieciocho años.
—¡Entonces es una oportunidad propicia por los dioses!
—Sí. —Rhiann le miró, sin verle.
—Prima —Caitlin puso una mano pequeña sobre el brazo de Rhiann—. ¿Qué es lo que va mal?
Pero la interpelada no respondió y Eremon vio cómo se debatía contra alguna emoción muy intensa.
—Quisiera hablar ahora con la Ban Cré —dijo el príncipe. Nectan agachó la cabeza mientras indicaba mediante señas a su esposa que trajera capas de badana para los dos.
Fuera, caminaron en silencio por lo alto de las dunas, donde la Luna menguante convertía la arena en bronce.
—Llegar ante esos reyes con sólo la capa sobre los hombros no es la forma más propicia de presentarme. —Eremon corrió los dedos a través de su cabello veteado de sal—. ¡Pero aun así, por el Jabalí, es una oportunidad demasiado buena para perderla!
Rhiann no respondió nada mientras contemplaba el resplandor de la luz sobre el mar. Entonces, Eremon la tomó por el codo y sintió el estremecimiento que le sacudía.
—Sientes desasosiego —dijo—. Se debe a que hemos de regresar a la isla que fue tu hogar, ¿no es así? La que asaltaron los incursores.
—No puedo volver. ¡No puedo!
—Rhiann, sé que los recuerdos son profundos, pero parece que es lo que hemos de hacer. —Se acercó más—. Allí te mantendré a salvo cuando lleguen los sueños.
Aunque el viento no era helado, la sacudió otro estremecimiento.
—¡No lo entiendes! ¡Le dije a la Hermana Mayor, Nerida, que nunca volvería, que nunca vería esos rostros de nuevo! Si voy, no podré ocultarme…, de ellas—dijo, y sacudió la cabeza—. No lo entiendes.
Una trenza nudosa cayó sobre el rostro de la joven y él la pasó por detrás de su oreja.
—¿Qué quieres hacer entonces? Podemos dirigirnos al Sur, aunque será duro. Pero mis hombres y yo lo haremos si así lo deseas.
Ella suspiró y levantó el rostro.
—No, no puedes hacer eso, Eremon. Calgaco nos ha honrado con su confianza y en una sola visita serás capaz de ganar a millares de hombres para vuestra causa. Sería una locura estúpida no acudir…, aunque yo tenga que quedarme en los botes y ocultar el rostro.
Esa noche durmieron en una alcoba de la casa de Nectan, en una cama de musgo y helechos secos, cubiertos con pieles de foca.
Hundido en sueños sobre una costa solitaria, Eremon escuchó un grito quejumbroso, el de una gaviota que giraba en el aire sobre él. Pero el grito disminuyó hasta convertirse en un gemido y comprendió que algo iba mal; una gaviota no gritaba de ese modo.
Se despertó de repente y, cuando escuchó el gemido de nuevo, comprendió que se trataba de Rhiann, enroscada y con el rostro vuelto contra la pared. Puso con gentileza una mano sobre su hombro.
—¿Rhiann?
Ella lanzó un suspiro grande y estremecedor, y luego él sintió que su cuerpo se tensaba al despertarse del todo.
—Calma —le dijo al oído—, soy yo. ¿Es esto el sueño?
Ella asintió mientras intentaba respirar, y Eremon estrechó el cuerpo rígido contra el suyo.
—Eso ocurrió hace mucho, Rhiann. Ahora estás a salvo.
Como si esas palabras suaves liberasen algo dentro de ella, su cuerpo se vio sacudido por espasmos, y hundió el rostro en los brazos de Eremon, que murmuraba palabras sin sentido entretanto la sujetaba, palabras para calmarla y apaciguarla.
Y bajo su dolor y desasosiego, él no pudo reprimir una culpable punzada de júbilo. ¡Ella nunca me había abrazado así!
Rhiann estaba demasiado exhausta para contener las lágrimas. El naufragio tan cerca de la Isla Sagrada, descubrir de repente que podía volver a pisar de nuevo el suelo familiar…, todo junto había abierto una brecha en su corazón a través de la que fluía el dolor.
Y comprendió al fin, con la claridad que otorga la completa desesperación, que el despegarse de las hermanas había sido el más agudo de todos esos dolores que sufriera en la vida. Lo había ocultado bien, pero ahora la llamaban. La reclamaban en casa.
La angustia se alzó, retorció la boca mientras trataba de tragar; su cuerpo se estremecía de pies a cabeza. De forma débil, era consciente de la suave voz de Eremon y, pese a no saber qué le decía, de alguna forma, los significados de seguridad, amor y pertenencia llegaban hasta ella. Y el dolor fue comprender que eso era precisamente lo que había perdido en esos últimos años.
Por último, cuando las lágrimas ya no fueron más que surcos salados en las mejillas de la joven, Eremon habló.
—¿Cuánto tiempo estuviste en la Isla Sagrada, Rhiann?
—Trece años —susurró ella.
—Háblame de esos años entonces. Debieron ser tiempos felices.
Rhiann suspiró. Madre, he hecho las paces contigo. ¿Por qué me has traído de vuelta? ¿No he sufrido bastante?
—Sentí una honda pena por la muerte de mi madre —murmuró Eremon en su oído—, pero recuerdo sus ojos y su olor como a miel y leche. La sensación de su mano al tocar mi cabeza. Se supone que los chicos deben olvidar tales cosas, pero ella fue lo único bueno en mi vida. Nunca lo he olvidado.
Sorprendida, Rhiann pensó en Drust y en cómo había amado sus relatos, su refinamiento, tanto como había odiado siempre a los guerreros, a los tipos rudos con sus espadas.
—Estás a salvo —susurró de nuevo Eremon—. Cuéntame lo que recuerdas.
Y con esas palabras ella se vio volando sobre los mares alborotados bajo la luz de la Luna, hacia una isla baja de roca y césped, una vez tan amada por su corazón. La costa azotada por el viento, los fiordos quebrados, las rocas húmedas de lluvia, todo pasó por su cabeza.
Era ella la que necesitaba recordar, no Eremon el que necesitaba conocer. Era como el mar batiendo contra las arenas, enviándola de forma incansable hacia un lugar en el que guardaba cosas preciosas: el recuerdo de pertenecer a algo, un recuerdo de la luz de la Diosa, las hermanas.
Le apetecía rendirse a eso, sólo por una noche. Podía ser como volver a un tiempo anterior al dolor.
—Te contaré algo entonces —le dijo por fin, con los ojos abiertos en la oscuridad—. Te hablaré del día en que me convertí en mujer.