Capítulo 49
Drust le pidió a Rhiann que montara con él en su carro al volver de su viaje al Sur. Eremon daba vueltas en la casa de invitados como un oso irritado; tras observar su boca tensa y su mirada dura, ella le envió un mensaje aceptando la oferta.
Sin embargo, le dijo a Caitlin que cabalgara a los lomos de su yegua junto a ella para tener la oportunidad de ver más a Drust sin que el cuerpo la traicionase, ya que la piel había revivido desde el beso. Saltaba cuando Eremon la tocaba en la cama de forma accidental, y él la miraba severo durante mucho tiempo hasta que ella cerraba los ojos. Había perdido el sosiego, estaba inquieta incluso cuando su mente vagaba en sueños.
El paseo los llevó a través de una tierra que entraba en la plena madurez de la estación del sol. La cebada dejaba caer sus espigas doradas con el calor y nubes de abejas se cernían sobre los prados. A lo largo del río los robles proyectaban zonas de sombra sobre sus rostros enrojecidos.
Drust las guió en una visita a sus piedras talladas, erigidas en muchos puntos de los principales caminos que unían los castros caledonios. Rhiann y Caitlin murmuraron con aprobación ante las escenas de caza y de guerra y los símbolos del salmón saltando y la lucha de venados. Muchas de las piedras lucían el distintivo del águila, por supuesto, aunque ninguna en bronce como la que habían visto en primer lugar.
—¿Veis? Son los mismos símbolos que dibujo sobre la piel. —Los caballos del carro de Drust eran una pareja de ruanos de igual alzada que al trotar sacudían con jovialidad la cabeza hacia atrás mientras tintineaban las diminutas campanillas de sus arreos. El artista sonreía abiertamente mientras sostenía las riendas con una mano y curvaba la mano libre alrededor de la cintura de Rhiann, que miraba fijamente a Caitlin, pero ésta estaba absorta cabalgando alrededor de un tocón situado más adelante, disparando sus nuevas flechas al tronco nudoso desde todas las direcciones.
—He viajado muy lejos por el Sur en busca de los mojones romanos para estudiar la talla de la piedra e incluso he conocido a alguno de los grabadores.
Rhiann alzó la vista hacia él sorprendida.
—¿Has estado en tierras romanas?
El carro dio otra sacudida y Drust la soltó para aferrar las riendas con ambas manos.
—¡Por supuesto! No está prohibido, ¿verdad?
Rhiann posó la mirada en los tatuajes que se entrelazaban en las suaves mejillas de Drust. Iba marcado como uno de los bárbaros del Norte. No debía de haber sido fácil conseguir un acceso seguro a los pueblos romanos.
—Soy mucho mejor que ellos —agregó—. Graban números y nombres de muertos y los rostros de sus dioses, pero todos parecen iguales.
—Espero que no vayas a grabar las caras de los nuestros —dijo ella—. Sólo se les puede rendir homenaje en madera viva.
—Sí, oh, suma sacerdotisa —entonó él con una sonrisa. Detuvo el carro y agitó los brazos en dirección a Caitlin, que había desmontado para recoger sus flechas del árbol—. Éste es un buen lugar para comer.
Extendieron una piel de venado junto al río. Caitlin ató la montura y se desprendió de la aljaba antes de unirse a ellos con la admiración reflejada en el rostro.
—No es de extrañar, prima. ¡Nunca había visto una tierra tan fértil!
—Por supuesto que no —respondió Drust—. Vienes de las montañas.
—Dunadd también está en una llanura —le atajó Rhiann, que de repente se sintió a la defensiva—. Puede que nuestros valles no sean tan fértiles como los vuestros para el grano, pero criamos magníficas ovejas y ganado.
Pero eso también pareció aburrir a Drust.
Había carne ahumada, pan, queso suave, vino, y un extraño fruto seco, nuez de nogal dijo Drust. Todo estaba servido en platos y copas romanas.
—¡Mirad qué acabado! —Drust alzó una copa de plata engastada con camelias—. Y la cerámica de Samos… Ved, ¡graban en la arcilla!
—Parece que admirases a los romanos —comentó Rhiann.
—Prueba este vino, señora. —Él paseó la bebida por la lengua. El Sol acentuaba el brillo dorado de sus ojos castaños—. ¡Cómo puede alguien no admirar a una civilización que produce esto!
—No te comportas como el hijo de tu padre.
Drust se sacó de entre los dientes un trocito de nuez con su cuchillo de comer.
—Debo encontrar mi propio lugar en el mundo. Sí, debemos defendernos de la expansión romana, pero entretanto, ¿por qué no disfrutamos de lo que nos ofrecen?
La sonrisa de Caitlin se desvaneció hasta convertirse en una mirada furiosa.
—Eremon dice que aceptar la riqueza romana equivale a invitarles a tomar nuestras tierras.
El caledonio se rió de ella y le palmeó la mano.
—Dejemos estos asuntos tan sesudos a nuestros líderes, damita, y disfrutemos del día.
Caitlin acentuó el mal gesto.
—Voy a cruzar el río para ver qué hay al otro lado —dijo, poniéndose en pie de un salto.
La atención de Drust se centró de nuevo en Rhiann una vez que Caitlin se hubo marchado.
—¿Recuerdas el verano en que nos conocimos…? —Exhibió una sonrisa irresistible—. ¿…Tumbados al sol, como ahora, sobre la cálida arena? —Drust cubrió la mano de Rhiann con la suya, acariciándole la piel.
Rhiann asintió.
—¿Pensaste en mí? —Se despreció por preguntarlo; la joven odió la ingenuidad de sus palabras.
—Por supuesto —replicó—. Y ahora que te vuelvo a ver, ¡no sé por qué no galopé de vuelta hacia ti con los brazos llenos de regalos matrimoniales! Pero ¡ay, ya estás casada!, y no estarás aquí por mucho tiempo.
Ella comprendió la pregunta implícita en los ojos del artista, pero desconocía la respuesta. El cuerpo respondía a su toque con la misma avidez que siempre, pero aquella puerta no se abría tan deprisa. ¿Qué esperaba, que el amor le alcanzase como si fuera un rayo caído del cielo?
Ya habían comenzado los preparativos para el festín del día más largo del año cuando regresaron al castro. Drust bajó a Rhiann del carro en el patio delante de los establos. Mientras estaba ocupado desenganchando los caballos del carro, Caitlin susurró:
—Puede que sea un viejo amigo tuyo, pero este príncipe no me gusta.
Drust estaba delante de ellas antes de que Rhiann pudiera responder. Caitlin le dio las gracias con fría formalidad y se marchó con la cabeza alta.
Drust se inclinó sobre la mano de Rhiann para despedirse, dando la vuelta a la palma de su mano para rozarla con sus labios, y dijo cuando se quedaron a solas:
—Esta noche muchos van a honrar a los dioses en los campos. —Alzó la vista con la promesa en sus ojos—. Tal vez entonces volvamos a tener la ocasión, Rhiann.
Conaire y Eremon contemplaron desde lo alto de las murallas cómo el pequeño grupo cruzaba las puertas y desmontaba. Cuando Eremon miró al rostro de su hermano, éste estaba ensombrecido por el mismo sentimiento que desgarraba su corazón.
—Él ha dado un paseo a caballo con Caitlin —musitó Conaire.
—Ha dado un paseo a caballo con Rhiann —dijo Eremon.
—Sólo es un gallito que se pavonea. No engatusará a Caitlin.
Eremon hubiera deseado decir lo mismo de Rhiann, pero antes al contrario, no era ése el caso. Sabía que el miedo y la desesperación hacían que la gente actuara fuera de lo normal. ¿Pero por qué iba ella a sentir miedo o desesperación?
Había bajado la mitad de las escaleras cuando entrevió a Gelert saliendo del castro por la puerta norte en compañía de un mensajero que había llegado a caballo hacía poco. Eremon observó la figura vestida de blanco durante unos momentos con los sentidos súbitamente alerta.
—¡Date prisa! —le gritó Conaire con impaciencia—. Voy a ir a ver a Caitlin ahora mismo, y me voy a enterar de hasta la última palabra que haya dicho ese gallito.
Eremon contempló de nuevo la espalda del druida. ¿Debería seguirle? Entonces descendió irritado a saltos los pocos escalones restantes. ¡Primero Rhiann y ahora Gelert! ¿No tenía nada mejor que hacer que merodear detrás de misteriosos sacerdotes?
—He cambiado de idea —se corrigió Conaire al ver llegar en su camino a Rori y Angus con lanzas de caza—. Olvidemos a las mujeres y en vez de eso, cacemos algún jabalí. Después de todo, aún nos quedan algunas horas de luz.
Los hombros de Eremon se relajaron.
—¡Qué magnífica idea, hermano! Cuanto más lejos esté de aquí, mejor.
Aquella noche, Rhiann apenas supo cómo se las arregló Drust para alejarla de los fuegos, pero después de quemar las sagradas hierbas del sol y de que la muchedumbre enardecida y jubilosa esparciera las cenizas por los campos, la voz se le quedó ronca de cantar y los pies doloridos de bailar, el saor y el hidromiel la sumieron en una agradable bruma que nubló sus sentidos.
Y de repente, mientras la gente bailaba entre las hileras de cebada, Drust apareció detrás de ella y la apartó del camino con los brazos. Riéndose, tropezó con él y de súbito todo se volvió más oscuro y sosegado cuando los músicos y bailarines con teas continuaron adelante sin ellos.
No transcurrió mucho tiempo antes de que se sentaran sobre la capa del caledonio y ella recuperara el aliento, ni antes de que se tumbaran bajo un cielo de color púrpura en busca de las primeras estrellas diseminadas con el brazo debajo del cuerpo de Rhiann…
… y ella saboreó la lengua de Drust, dulce a causa del hidromiel, cuando los labios de éste se encontraron con los de la joven, que se tensó sólo un momento antes de dejarse arrastrar por el creciente ardor de su cuerpo.
Una llamarada perdida de las fogatas cinceló las sombras sobre la faz de Drust; los dedos de la muchacha recorrieron los suaves pómulos de éste mientras respiraba hondamente la mixtura de olores a tierra cálida, hierbas aplastadas bajo sus manos y el sudor del caledonio.
Hundió los dedos en los cabellos de Drust, como tanto había ansiado hacer, que manaron entre sus dedos como si fueran miel silvestre; mientras lo hacía, él recorrió uno de sus pechos con un dedo, acariciándolo a través del suave lino para luego descender hasta sus caderas. Ella cerró los ojos, desgarrada entre el pánico y el deseo vehemente.
Pero él aún sabía exactamente cómo tocarla y las lánguidas caricias en sus piernas se fundieron de algún modo con el saor, sumergiéndola en lo más profundo del aturdimiento que la había engullido durante todos aquellos años. De repente comprendió que la mano de Drust se movía despacio bajo su vestido y abría un camino abrasador sobre la piel desnuda.
Abrió los ojos con la respiración contenida.
—Calma —murmuró él—. Mi hermosa Rhiann. Preciosa mía.
Las palabras fluyeron en el corazón ávido de Rhiann mientras él le levantaba el vestido, dejando al descubierto su vientre y la curva inferior de sus senos. Vergonzosa, hundió la cabeza junto al cuello de Drust. En ese instante se alegró de haber engordado, de ofrecer ahora cierta redondez en sus curvas.
La respiración del hombre se aceleró y Rhiann pudo sentir los latidos de su corazón sobre su piel.
—Mi más hermoso diseño…
Drust colocó su brazo bajo ella y de repente sus labios rastrearon el fuego sobre el vientre de Rhiann, siguiendo los tatuajes azules que hizo con su propia mano. Movió la boca más y más arriba, sobre las costillas, dejando trémulos besos a su paso, hasta que alcanzó los pechos.
La respiración de Rhiann se hizo más entrecortada y veloz.
En su mente surgió la imagen de la mano de un hombre de negros cabellos sobre la blancura de su pecho…
Apartó la imagen y se concentró en Drust… En su boca, en sus manos finas y lisas. ¡Drust! La boca de éste envolvió la de Rhiann, que hundió los dedos en aquellos cabellos de miel y lo atrajo más cerca. ¡Iría bien!
Ascendió besando el cuerpo de la joven hasta alcanzar su cuello y se puso sobre ella.
—Rhiann —gimió.
El peso de un hombre que la aplastaba; la fría punta del cuchillo en su cuello…
Se desbloqueó por pura fuerza de voluntad, se obligó a tranquilizarse. Él no se dio cuenta, ya que, sin cesar de murmurar, lanzó otro aluvión de besos sobre los pechos y el vientre.
Ella se mordió el labio, ¡Es Drust!
Rhiann notó cómo se desabrochaba con torpeza los pantalones y se encaramaba sobre su cuerpo, sintió lo que era suave y duro al mismo tiempo presionando contra su muslo, la espada que se envainaría en su cuerpo.
El peso de un hombre que la aplastaba…
—¡Rhiann! —gimió él de nuevo—. ¡Te necesito!
La fría punta del cuchillo en su cuello…
—¡No! —El grito, que sorprendió a ambos, procedía de ella, que lo apartaba poniendo las manos contra el pecho de Drust—. No puedo…
Él la miró parpadeando como si se acabara de despertar.
¿Qué?
Ella empujó con más fuerza.
—No puedo hacer esto… Lo siento.
Él se alejó girando sobre sí mismo mientras respiraba pesadamente.
—¿Qué quieres decir con que no puedes?
—¡No me preguntes! —Se bajó el vestido, roja de vergüenza.
—Mi señora. —Se inclinó hacia delante para besarla—. No te hagas la tímida conmigo. Creí que ya habías crecido del todo.
Ella se zafó de sus labios.
—¡Quiero decir que no!
Se quedó helado y se echó hacia atrás. En esta ocasión al caledonio le ardían los ojos de ira.
—Por todos los… ¡Lo prometiste!
—¡No prometí nada!
Se subió los pantalones mientras se acuclillaba. Las espigas de cebada le arañaban los hombros.
Rhiann se sentó erguida y se envolvió con su capa.
—Lo siento, Drust. —Le tocó el brazo—. Es demasiado… rápido… para mí. Ha pasado mucho tiempo. —Sus dedos notaron tensos los músculos del hombre.
—Eres una mujer hermosa. No puedes jugar con mis sentimientos.
—No pretendía hacerlo.
Suspiró con un estremecimiento y mantuvo el rostro apartado.
—No sé si podré controlarme, así que no me tientes más de lo que lo has hecho. Vete.
Con el rostro rojo como la grana, Rhiann le dejó.
Entre los juncos soplaba una brisa cálida que la despeinaba. Los dulces gemidos de hombres y mujeres a su alrededor se burlaban de ella. Agachó la cabeza y se dirigió hacia las sombras de la orilla del río, donde podría recuperarse en paz de su vergüenza.