Capítulo 21

—Podemos incrementar el número de exploradores —propuso Finan.

—Ni siquiera así los veríamos antes de tenerlos delante de las narices. Necesitamos más información. ¡Necesito más información!

—Podríamos ir a las tierras de los venicones —sugirió Conaire—, apresar a un soldado y hacerle hablar.

Eremon se rascó la cabeza.

—Los romanos no se aventuran solos por ahí, hermano. Y no podemos acercarnos directamente a sus líneas.

Volvieron a sumirse en el silencio, que Rhiann interrumpió, saliendo de la penumbra.

—¿Y si atravesamos sus líneas?

Veinte pares de ojos se fijaron en ella: todos expresaban sorpresa, pero ninguno más que los de Eremon. Rhiann jamás se había dirigido a sus hombres tan abiertamente y menos para hablar de cuestiones militares.

Con el cabello suelto, un vestido de lana verde y su actitud modesta, Rhiann parecía muy joven. Eremon la miró directamente a los ojos, pero lo que vio en ellos no fue juventud, sino cálculo.

—Ninguno de vosotros tiene tatuajes azules, así que podéis pasar por britanos del Sur.

Eremon advirtió el interés de sus hombres.

—Tus hombres pueden atravesar las tierras del Sur, y yo también. Pueden hacerse pasar por mi escolta.

—¿Para ir adónde? —preguntó Eremon—. En calidad de viajeros sin destino pasaríamos tan poco desapercibidos como si lleváramos las señales de los albanos en la cara. Tu propuesta no es ninguna aventura, sino una idea muy peligrosa.

Rhiann le miró con fuego en los ojos.

—Una de mis primas vive con los votadinos, en el Castro del Árbol, en la costa Este. No la he visto desde hace muchos años, pero estoy segura de que me acogerá encantada. Los romanos ya han conquistado las tierras de los votadinos, por lo que éstos tendrán más información sobre ellos y quizá conozcan sus intenciones, con cuántas tropas cuentan…

No funcionará. —Eremon sabía que estaba siendo demasiado tajante, pero la princesa le había tratado con la más absoluta indiferencia durante varias lunas, y ahora ahí estaba, metiendo las narices en asuntos de guerra—. Nos acercaremos a sus líneas desde territorio enemigo…, no funcionará-sentenció, y dio media vuelta, dándole la espalda a su esposa.

funcionará —insistió Rhiann, poniéndose delante de Eremon.

Los hombres se miraban entre sí con los ojos muy abiertos. Acto seguido, Rhiann cogió una rama que se había caído del hogar y empezó a trazar rayas en el suelo, a los pies de Eremon. Perplejo, el príncipe la miró por un momento antes de agachar la mirada y fijarse en el tosco mapa que cobraba forma a la luz del fuego.

—Tenemos que bajar en barco desde este lago hasta el mar. A continuación, tenemos que desembarcar aquí, en la costa Oeste, por debajo del río Clutha. Según nuestras informaciones, este punto está al Sur de la línea romana. Una vez aquí, debemos ascender por los valles que discurren hacia el Oeste desde las tierras altas…, por aquí…, y aproximarnos al castro de mi prima por el Sur, desde territorios que los romanos ya han conquistado. —Rhiann soltó el palo, se limpió el hollín de las manos y dirigió a Eremon una mirada desafiante—. Yo puedo pasar por una noble de las tierras bajas que viaja al Norte para visitar a su familia con motivo de la fiesta de Beltane, por ejemplo. Ésa sería una buena excusa —dijo, y miró a todos los presentes—. Con una escolta poco numerosa, podemos conseguirlo.

Eremon guardaba silencio, resuelto a no entablar una discusión absurda con su esposa delante de sus hombres. Y sin embargo, tras escuchar el plan, tenía que admitir que, en efecto, podía funcionar. Era arriesgado…, pero era también el tipo de maniobra capaz de impresionar a los epídeos. Si tenía éxito, él adquiriría más poder y los guerreros recién reclutados le tendrían un enorme respeto. Por otra parte, quedarse sentado brazo sobre brazo era igualmente arriesgado…, no, más arriesgado aún. Ojalá se le hubiera ocurrido a él el plan. Miró a Conaire y le transmitió un mensaje sin palabras.

—Me parece una buena idea —declaró Conaire, como si pretendiera convencerle—. Sabemos que los romanos atravesaron esas tierras muy deprisa, de manera que, en estos momentos, deben de estar en paz. Una escolta reducida sin tatuajes albanos…, como tú has dicho, señora…, despertará pocas sospechas.

—Os olvidáis de algo —dijo Eremon, cruzándose de brazos—. Es cierto que los romanos atravesaron esas tierras muy deprisa, pero eso quiere decir que las tribus simpatizan con ellos. ¿De qué otro modo es posible que las águilas no hayan encontrado mayor resistencia?

—Es posible que sea verdad lo que dices —repuso Rhiann rápidamente—, pero nunca sabremos lo que en realidad ocurrió si no vamos. Tal vez los votadinos cedieran para salvar la vida. Por otro lado, mi prima pertenece a la Hermandad y nos apoyará, sin importar las traiciones que hayan cometido los hombres de su tribu.

Eremon volvió a callar. Pese a sus recelos, lo que proponía su esposa era interesante y suscitaba su curiosidad y su intriga.

Rhiann se dirigió a él directamente.

—¿No te das cuenta? Es el único modo de conseguir la información que necesitas. El plan es perfecto. En lugar de discutir conmigo, deberías darme las gracias.

Eremon se dio cuenta de que Finan y Colum reprimían una sonrisa. Por su parte, Conaire torcía la boca sin disimulo. Rori miraba a Eremon y a Rhiann con los ojos como platos.

—A pesar del peligro, el plan tiene muchas posibilidades, hermano —admitió Conaire; y con mayor seriedad agregó—: Los romanos apenas prestarán atención a un grupo de hombres ligeramente armados y encabezado por una mujer.

—Bueno —dijo Eremon por fin, dejándose convencer por Conaire—. No podemos seguir aquí sentados, esperando a que el cerco se cierre. Debemos entrar en acción. Por el bien de los epídeos, yo digo: adelante —declaró, dedicándole a Rhiann una sonrisa magnánima. Ella frunció el ceño. Cada uno de los poros de su piel transpiraba irritación.

Perfecto, se dijo Eremon. Eso te enseñará quién manda en este ejército, señora.

—Rori, Colum, Fergus y Angus vendrán con nosotros —ordenó—. Finan se quedará aquí y continuará con la instrucción. Sea lo que sea lo que descubramos durante el viaje, quiero que los hombres hayan adquirido alguna disciplina antes de que llegue la estación del sol. Ni siquiera sé si contamos con tanto tiempo.

Rhiann había conseguido imponerse a su marido, pero el Consejo de ancianos reaccionó con horror al conocer su plan. Tharan, el más anciano, lo tachó de locura y Talorc se mostró anormalmente implacable en su negativa a dejarla marchar.

—Señora —adujo Belen, nuestra Ban Cré no debe andar viajando por las montañas y mucho menos integrada en una expedición tan peligrosa. Nuestra Ban Cré debe estar aquí… —se interrumpió, pero Rhiann no dejó de observar cómo miraba su vientre.

En efecto, las murmuraciones ya habían comenzado, y es que llevaba seis lunas casada y aún no había señales de embarazo. Lo cual era para ella otro motivo para formar parte de aquel viaje. La preocupación por los romanos evitaría que el Consejo estuviera demasiado pendiente de ella. Al menos por algún tiempo.

Miró a Eremon, que intervino cordialmente para decir que sus hombres y él podrían cumplir con los objetivos de la misión sin ella y que, en realidad, preferían que no les acompañase. Al oír esto, Rhiann tuvo que hacer grandes esfuerzos para no borrarle de una bofetada su sonrisa de tonto.

Finalmente, obtuvo ayuda en donde menos la esperaba.

La reunión se celebró en el altar porque el día era despejado y el aire insinuaba la calidez de la estación venidera. A la sombra de las columnas, al acecho, se sentaba Gelert. El gran druida defendió su marcha.

—En mi opinión, la Ban Cré está en lo cierto: los romanos no la tocarán. No cuentan con hombres suficientes para mantener la paz por sí solos y confían en la adhesión de los jefes locales, a quienes sobornan con vino y aceite. Cuando se sienten seguros en un territorio, vuelven a avanzar. Por este motivo, el príncipe y su esposa encontrarán pocos soldados romanos en las tierras conquistadas. Y su condición nobiliaria les protegerá entre las tribus. Ella debe ir.

—¿Tú… tú apoyas esta aventura, gran druida? —Belen estaba atónito.

—Desde luego —dijo Gelert, y dio un paso adelante. Su túnica y sus cabellos blancos eran cegadores bajo el sol de la mañana—. Los romanos continuarán avanzando y acabarán por matar a nuestros niños en sus cunas. Debemos hacer algo para evitarlo. —Su voz se elevó hasta adquirir el tono autoritario de un pronunciamiento—. ¡Los dioses exigen sangre romana! ¡Hemos de entregársela o saciarán su ira con nuestra propia sangre!

Esta proclama no tuvo ningún efecto en Rhiann, que, sin embargo, pudo observar que el temor se apoderaba de los ancianos.

—¿Los dioses desean que la dejemos marchar? —preguntó Talorc con aspereza, sin duda para ocultar su inquietud.

Gelert se volvió y abrió los brazos ante el altar. Su túnica se extendió a ambos lados como unas alas y el sol se filtró a través de la fina lana.

—Ellos hablan conmigo —dijo, con tono sibilante—. Hablan conmigo en el fuego. ¡Y me han dicho que este viaje será la salvación de nuestra tribu! —Se volvió otra vez. La túnica ondeó en el aire y cayó inmóvil sobre su cuerpo—. La Ban Cré debe cumplir con su deber y el príncipe ser fiel a su juramento. He dicho.

Las palabras de Gelert acabaron con las resistencias del Consejo, y los ancianos votaron en favor de la expedición cuando el Sol llegó a lo más alto.

Tras dejar el altar, Rhiann se detuvo y miró a Gelert de reojo. El druida esbozaba una sonrisa torva, pero inconfundiblemente triunfal.

Nada había dicho de su seguridad.