Capítulo 14
A la mañana del día siguiente, de igual modo que el Sol estaba sumido en una masa de nubes provenientes del Oeste, que dejaban el peñasco en una extraña penumbra, Rhiann estaba sumida en una bendita neblina.
Junto a su cama, algunas muchachas de familias nobles a las que Linnet dirigía con mano de hierro se movían a su alrededor como un enjambre de abejas.
Brazos en alto, tiesa como una muñeca de paja, y una fina saya de lino flotó sobre su cabeza. Brazos abajo, y unos dedos afilados bajaron las mangas bordadas y ataron el lazo debajo de los pechos. Brazos arriba, y le pusieron por los hombros la túnica sin mangas; brazos abajo, y la túnica cayó al suelo como una cascada de seda verde. Brazos hacia fuera, y le metieron el pesado vestido bordado de lana carmesí, y se lo cogieron en ambos hombros. Brazos hacia dentro, y revolotearon a su alrededor, cogiendo un pliegue por aquí, alisando una arruga por allá.
Las dos hijas de Talorc se abalanzaron sobre sus cabellos para hacerle finas trenzas y adornarlas con un hilo de oro. Sintió su aliento en la nuca.
—¡Ese mechón es mío, Aiveen!
—¡De eso nada, mocosa! ¡Estás cogiendo mucho pelo!
—¡Niñas! —Linnet apartó a una de ellas. Rhiann sintió sobre su piel los suaves dedos de su tía—. Respira, muchacha, respira.
Rhiann asintió, pero lo cierto es que se había olvidado de respirar. Ya no sabía cómo hacerlo, ya no sabía cómo henchir los pulmones. No tenía cuerpo, no era más que una brizna de aire, unida por un hilo muy fino a Este Mundo.
La sensación se debía sobre todo al saor, la pócima de hierbas sagradas que había liberado a su espíritu de su cuerpo. La tomaba siempre que actuaba en intercesión de la Diosa durante alguna ceremonia ritual. Normalmente, le proporcionaba una sensación de calidez y levedad, como si, cada vez que quería moverse, su cuerpo fuese ligeramente retrasado. En algún rincón oscuro de su mente, sin embargo, sabía que la neblina que ahora la envolvía era distinta; cálida, sí, pero pesada, más relacionada con la huida que con la libertad. Igual le daba. Con tal de que adormeciera al miedo, estaba bien. Había bebido una ración doble de saor para asegurarse de que iba a surtir efecto, pero Linnet no lo sabía.
Se consolaba pensando que aquél era un rito público y no una reunión privada. La boda no se celebraba entre Eremon mac Ferdiad y la epídea Rhiann, sino entre el caudillo de guerra y la tierra. Ella concedía a su esposo la soberanía, siquiera temporalmente, hasta el nacimiento de un nuevo rey y, a cambio, él contraía la sagrada obligación de proteger y servir a su pueblo en la guerra.
Se preguntó si alguien se habría molestado en explicarle esto al príncipe.
Al otro lado de la mampara, las madres de las chicas se alisaban los vestidos y cotilleaban ante el fuego del hogar, eufóricas ya después de unos cuantos tragos de hidromiel. Las mujeres de más alcurnia debían intervenir en los preparativos, vinculándose de ese modo a la Madre, si bien su aportación solía ser muy superficial, limitándose a arreglar algún pliegue aquí o allá antes de seguir bebiendo. No obstante, cuando llegó el momento de ponerse las joyas, todas se acercaron atropelladamente para verla. Aiveen y su madre tenían el semblante iluminado por la codicia.
Le ciñeron a la delgada cintura un ancho cinturón dorado adornado con granates. A continuación, se puso unas pulseras: una en forma de serpiente y la otra adornada con una cabeza de ciervo. Su anillo de sacerdotisa brillaba en el tercer dedo de su mano izquierda, los demás carecían de adornos. En la punta de las trenzas llevaba bolas de oro, que le tiraban del pelo y tintineaban. Brica le echó el manto de sacerdotisa sobre los hombros y lo cerró con el broche real de los epídeos y, por último, Linnet le quitó su torques y la sustituyó por la torques real, que hacía juego con el broche. Los ojos de las yeguas que adornaban esta pieza estaban hechos con fríos y diminutos granates y, al sentir cómo se la abrochaban al cuello, Rhiann se tambaleó un poco, probablemente a causa del saor, y tuvo la sensación de que se hundía bajo el peso de la lana, el lino, el oro y el bronce.
Ojalá llegara a hundirse de veras, se dijo, para así reposar como reposan los muertos, en la gélida tierra.
Pero un cuerno tocaba ya. Las mujeres, que estaban sentadas, se levantaron con prisas y agitación, derramando algunas cuernas. A Rhiann, sus voces le parecieron estridentes.
Por fortuna, no tardó en notar sobre sus hombros la cálida mano de Linnet.
Bajo el cielo encapotado, Rhiann mira la cara del príncipe, en cuya frente refulge una joya verde como una luna pálida por debajo de las nubes. La voz de Gelert es un desagradable zumbido.
La escena cambia y se emborrona, aunque algunos detalles aparecen con gran minuciosidad: los nudos de los troncos del altar de los druidas, de madera ya oscurecida por la edad; la luz que destella en el jabalí que adorna el casco del príncipe; el viento húmedo que mueve sus trenzas; la boca fruncida de Linnet.
Por encima del murmullo de la multitud, las aves que sobrevuelan la marisma graznan, débilmente. Podría salir volando ahora mismo. Podría unirme a ellas.
Cae una gota de lluvia y brilla en la calva de Gelert. El viejo retrocede y la gota resbala hasta su barba. Sus ojos son como dos cortes. Desde ellos, algo acecha; lo que sea, no lo sabe. Hoy no puede tocarla.
Linnet se adelanta con la copa dorada y la coloca en las manos heladas de Rhiann. Linnet bendice al príncipe con agua del manantial sagrado mientras Rhiann se fija en las nubes. Una ha adoptado forma de águila. ¿O es de ganso?
¿Cómo he llegado hasta aquí? Este hombre…, este hombre va a poseerme… Estoy asustada.
El miedo punzante rasga el velo neblinoso del saor por unos momentos cuando el príncipe acepta el pan sagrado de manos de Linnet. A continuación, saca la espada y se vuelve hacia los presentes, cogiéndola con ambas manos. ¡No! Rhiann aparta de sí el dolor, no quiere volver a su cuerpo, que siente como un caparazón.
No se casa conmigo, se casa con la Diosa. La Diosa…, yo soy la Diosa.
Sí…, el manto de confusión vuelve a caer y ella se lo ajusta. El miedo remite. Rhiann mira la copa de la soberanía, que sostiene en las manos. Hay en ella unas gotas de hidromiel, que tiene el color del ámbar y de su pelo. Ahora debe ponerla en los labios del príncipe, para que pueda beber y fundirse con su tierra, con su gente.
Pero no le mira cuando bebe y clava en ella sus ojos verdes. No le mira.
La Diosa. Eres la Diosa.
Sí, y el príncipe tiene también esa impresión. Y tiene que apartar la vista de ella. Sabe que no se une a Rhiann. Y cuando todo termina, el oscuro cabello de Eremon oculta sus ojos.
Linnet une las manos de ambos con una hebra de junco rojo, el color de la sangre. Tienen las palmas húmedas. Linnet habla de la Diosa y del consorte, el defensor de la tierra, ya ligado ritualmente a los huesos de la tierra. Y los presentes arrojan sobre ellos hojas de espino secas, porque no hay flores. No hay flores de Beltane.
Diosa, va a poseerme. Estoy asustada.
—Señor, por favor, déjame cantar.
Eremon oyó la petición de Aedan algo amortiguada, porque se estaba quitando el casco y el anillo y dándoselos a Finan.
—Será mejor que le dejes —dijo el veterano, guiñando un ojo al príncipe—. Al fin y al cabo, quiere presumir de sus preciosos ropajes.
Rori ayudó a Eremon a quitarse la cota. Como nuevo defensor de la tribu, el príncipe había asistido a la ceremonia con toda la panoplia del guerrero, pero no podía pasarse toda la noche así vestido.
—¿Y por qué a Aedan le han dado eso y a mí me han dado esto? —protestó Rori, señalando la vistosa túnica de Aedan, llena de bordados, y la suya, que no tenía ni uno solo y desentonaba con su pelo.
Los erineses habían explicado su falta de ropas de fiesta aduciendo que habían perdido los baúles en que las llevaban durante la tormenta. Amablemente, los epídeos les habían proporcionado prendas adecuadas para asistir a la boda, pero con suerte desigual.
Aedan suspiró.
—En fin, es posible que estas gentes comprendan la verdadera posición de un bardo, que no es otra que la de segundo después de su príncipe. ¿No es verdad, señor?
—En presencia de gente educada, sí.
Eremon estaba fatigado. En el altar, ante todos, había cobrado conciencia de lo que significaba su juramento. Defensor de la tierra, esto lo había hablado con Gelert, pero ¿consorte de la Diosa? ¿A qué venía eso? Le habían cogido desprevenido al pedirle un voto de fidelidad cuando se marchara al cabo de un año. Pero ¿cómo echarse atrás en aquellas circunstancias, delante de todos, en plena ceremonia? De modo que bebió de la copa dorada y confirmó su juramento ante la sacerdotisa de más edad, tía de la novia, pese a que la muchacha ni siquiera había querido mirarle.
Ah. Antes, en Erín, había jurado fidelidad al Jabalí y a Manannán. Les había prometido que volvería. Esta Diosa de los epídeos lo entendería. Se encogió de hombros, con la incómoda sensación de que esa Diosa quizá fuera más exigente de lo que a él le convenía.
Alguien le puso una cuerna con borde de bronce en la mano.
—Aquí tienes, tu primera cerveza como hombre casado. —Era Conaire, que sonrió, antes de dar un sorbo a su propia cerveza—. Por el Jabalí, la pierna empezaba a gruñir de estar tanto tiempo de pie, pero con esto se me pasará el dolor.
Los hombres estaban solos en la Casa del Rey, acompañados únicamente por las sirvientas que daban vueltas a los espetones, cargados con carne de jabalí y de ciervo, y arrimaban a las paredes barriles de cerveza y de hidromiel. La fiesta empezaría muy pronto, pero los erineses todavía disponían de un rato para estar solos. Cù deambulaba junto al hogar, con los ojos clavados en la grasa que caía de las viandas, y se peleaba con los perros del antiguo rey.
—Entonces, ¿puedo cantar, señor? —suplicó Aedan.
—Sí, sí, pero elige tus cuentos con cuidado. Y que eso sirva para todos: aguantad la bebida y no habléis demasiado.
—¡A ver cómo aguantas tú la bebida, hermano! —bromeó Conaire—. Tienes que reservar fuerzas, ¡vas a necesitarlas!
Eremon soltó una risa forzada, mientras los demás iniciaban una competición de bromas de temática sexual mientras una criada les llenaba las cuernas. No, Eremon no había olvidado qué papel tenía que interpretar aquella noche.
Sentía una extraña mezcla de deseo y de aprensión. Por Hawen, llevaba demasiado tiempo sin catar a una mujer. A diferencia de Conaire, desde su llegada a Alba había tenido muchas cosas en que pensar. Y su esposa era guapa, aunque algo delgada para su gusto. Alrededor de las caderas no tenía grandes y excitantes curvas, ni tampoco en el pecho, aunque, desde luego, tenía una cara arrebatadora, de pómulos prominentes y labios generosos. Y un cabello de una belleza poco frecuente.
Mientras Finan relataba la historia de cierta noche de bodas de su juventud, Eremon pensó en aquellos cabellos, dejando que la cerveza le refrescara la reseca garganta. Imaginó que caían sobre su cara y que hundía sus dedos en ellos. Hum… este pensamiento era mucho más interesante. Acto seguido, siguió recorriendo con la imaginación el rostro de la mujer, hasta detenerse en sus ojos… donde abruptamente murió su pequeño arrebato de deseo.
Rhiann también tenía ojos hermosos: grandes, curvados hacia arriba en los bordes; pero le enervaban. En la playa le habían mirado con repulsión; en la Casa del Rey, la mañana anterior, con hostilidad. Y ese mismo día, durante la ceremonia…, ésa había sido la parte más inquietante. Su cuerpo estaba allí, pero ella no. Su mirada ni siquiera era fría, la frialdad requería un ápice de emoción y una presencia; los ojos de la sacerdotisa, por el contrario, estaban completamente vacíos.
Había asistido a muchas ceremonias druídicas y, en su condición de hijo del rey, en numerosas ocasiones se había encontrado muy próximo a los magos cuando entraban en comunión con los dioses. Pero jamás había sospechado que, algún día, vería aquella misma mirada sobrenatural en los ojos de su esposa. La mirada de alguien que estaba en contacto con el Otro Mundo.
Naturalmente, era una sacerdotisa, lo cual debía de ser algo muy parecido a un druida. Por lo demás, se daba cuenta de que todo aquello de la unión con la tierra debía de ser tanto asunto de ella como suyo. Suspiró. La política estaba muy bien, pero, entretanto, el matrimonio podía suponer un agradable interludio.
Había pasado años tratando de impedir que las mujeres se enamorasen de él, porque jamás había deseado tener esposa. Estaba demasiado ocupado, vagando a su aire por Erín en compañía de Conaire, poniendo a prueba su destreza guerrera. Gracias a su físico y posición habían sido muchas las mujeres de alcurnia que se habían fijado en él, pero, por su parte, había preferido decantarse por opciones más seguras: los revolcones habituales con las doncellas, con la hija del herrero y con la preciosa costurera de su madre. Lo que ahora tenía ante sí era muy distinto. Y debía tener cuidado con su esposa, Especialmente aquella noche.
Así pues, por la salud y fortuna de nuestro príncipe, ¡por fin un hombre casado! —dijo Conaire, levantando su copa.
Eremon se fijó en los rostros rubicundos y sonrientes que le rodeaban. Sus hombres tenían sus copas en alto y se regodeaban ya con la promesa de una noche de delicias: comida, bebida y mujeres. Por fin sacaban algo verdaderamente positivo de aquel viaje.
—¡Por el príncipe!
—¡Por el príncipe! ¡Slàinte mhór![8]
Rhiann sabía que iba a ser una de las noches más largas de su vida.
Los efectos del saor habían pasado, sentía un enorme vacío en su interior y unos fuertes escalofríos la hacían temblar. Le daban deseos de tomar más, de volver a sumirse en el aturdimiento, en aquella neblina, y evitar el tiempo en que se vería obligada a contemplar aquel lugar y a la gente que lo abarrotaba bajo la cruda luz de la realidad.
Se fijó en el círculo de bancos que rodeaba el hogar. Algunos sirvientes traían y llevaban bandejas de ramas de sauce repletas de carne de jabalí, salmón con enebro y ganso asado con grosellas, y cestas rebosantes de quesos tiernos y de pan de miel recién hecho. Otros se mezclaban con los nobles llevando copas de cerveza de brezo y de hidromiel. Las peticiones de bebida resonaban en toda la estancia, el murmullo de las conversaciones era cada vez más ensordecedor y los chistes cada vez más groseros. En circunstancias normales, se habría ido a dormir hacía ya un buen rato, pero esa noche…, esa noche tendría que atender a ese hombre, que soportar… eso.
Tras el banquete, aguardaba la choza nupcial. Los hogares siempre estaban llenos de invitados, así que a los recién casados se les regalaba una noche de intimidad completa. Sí, tendría que dormir en la choza, con él. El rito por el que había tenido que pasar a fin de salvaguardar el futuro de su pueblo carecería de significado si aquella noche no desaparecía en la choza nupcial con ese hombre para no volver a aparecer hasta la mañana siguiente.
Se puso la mano en la cintura. El cinturón enjoyado seguía allí y debajo de su saya de lino había atado su bolsilla de sacerdotisa. La apretó por encima de la lana de su vestido. Le daba seguridad. Por su pueblo, debía ir a esa choza, pero, de igual modo que nadie sabía lo que sucedía dentro de su cabeza, nadie sabría tampoco lo que sucedería en el interior de esa cabaña.
Deja de pensar.
Apenas había cruzado una palabra con su esposo. Él la había mirado unas cuantas veces con aquella sonrisa infantil que había rebotado sobre su piel como una flecha de paja sobre un peto de guerra. Seguramente funcionaba con las muchachas insulsas y tontorronas que, al parecer, le encontraban atractivo, pero con ella no daría resultado.
Con la otra mano, Rhiann sostenía su copa de hidromiel con tanta fuerza que los adornos de esmalte se le clavaban en la palma. No tenía la menor intención de ser educada con él. Había hecho ya el sacrificio, ¿qué más querían? El hombre de Erín se había casado con ella por su posición y eso obtendría de ella, una posición, nada más. El Consejo podía entregarla por cuestiones políticas, pero nadie podría iluminar su boca, su mente, su corazón. Eran suyos y de nadie más.
Una de las criadas pasó junto a ella con una bandeja de carne de jabalí y el gigante rubio de Erín la detuvo para hincar todavía más carne en su cuchillo. El príncipe comía con más comedimiento, pero bebía hidromiel con tragos rápidos y nerviosos.
Mejor. Emborráchate y cáete redondo, se dijo, pero advirtió que estaba demasiado pendiente de lo que habría de ocurrir después de la fiesta, y decidió poner coto a sus pensamientos. Permanece aquí, en el presente. A lo que ha de venir no se le puede hacer frente. No se le puede hacer frente.
Al menos no tenía que preocuparse por Gelert. Los druidas habían bendecido el banquete y se habían marchado para tomar una cena más frugal, dejando el palacio en manos de los guerreros y de las mujeres.
Oyó que, cerca de ella, el príncipe y su hermano hablaban de los romanos, especulando acerca de su siguiente maniobra. Guerra, no sabían hablar de otra cosa. Gracias a la Diosa, el príncipe había renunciando a conversar con ella.
—Come algo más, hija —dijo Linnet, apareciendo por el otro lado y cogiendo su mano—. Después de tomar saor, hay que comer.
—No tengo hambre.
Hubo una pausa.
—Hoy has estado magnífica. Me he sentido muy orgullosa de ti.
—No tenía elección.
Linnet suspiró y apoyó la mano, muy levemente, en la espalda de Rhiann, a la altura del corazón. Al poco, Rhiann comenzó a sentir, a través del vestido y de la saya, un cálido cosquilleo en la piel que, poco a poco, fue creciendo hasta convertirse en un pálpito de reconfortante calor que se extendió por todo su pecho. Recordó, con una punzada, que Linnet siempre había estado a su disposición cuando la había necesitado, para acariciar su cara, para colocar sus serenas manos sobre una rodilla lastimada, sobre su frente caliente por la fiebre. Le entraron ganas de llorar. Quizás no fuera gran cosa, pero era cuanto tenía. Estiró el brazo y puso la mano en el regazo de Linnet, y bebió un poco más de hidromiel.
Los bardos afinaban las arpas cerca de la puerta. Uno de los de menor rango llevaba un tiempo tocando una serie de canciones sin acompañarlas de letra, pero había llegado la hora de recitar y de cantar las sagas familiares, que darían testimonio del linaje de los novios y de los vínculos que habían adquirido. Era parte del contrato matrimonial: revelar al príncipe de Erín lo que, a cambio de su dinero, se llevaba.
Meron, el gran bardo de los epídeos, relató la historia de Beli el Audaz, antepasado de Rhiann que, desde el Este, condujo a su pueblo a través del gran mar, enfrentándose a toda suerte de monstruos para, finalmente, desembarcar en las hermosas costas de Alba. La canción era, por supuesto, una de las favoritas del clan real, muchos de cuyos miembros se la sabían de memoria. Rhiann vio a más de uno de los guerreros veteranos mover los labios al compás de la profunda y melodiosa trova de Meron.
En el silencio que se produjo cuando Meron abandonó el lugar reservado a los bardos, cuando los hombres parecían despertar de un trance, guiñando los pesados párpados, una figura esbelta salió de las sombras y se colocó ante el hogar.
Era el bardo de Erín. Parecía muy joven, tanto que, sin duda, ni siquiera debía de haber concluido su aprendizaje. Además, era muy guapo, como Rhiann había advertido ya con anterioridad, con un semblante en forma de corazón enmarcado por un precioso pelo oscuro y rizado. Casi podría pasar por mujer, sobre todo cuando iba tan perfectamente rasurado como esa noche. Desde el fondo, alguien hizo mofa de este detalle y algunos respondieron con una sonora risotada. Rhiann se fijó en Conaire, que taladraba al gracioso con la mirada.
El bardo había tomado prestada una espléndida túnica azul que en aquellos momentos, con un gesto muy teatral, se echó hacia atrás. Calló hasta que, respetuosamente, los presentes también lo hicieron.
Los bardos, y en ello poco importaba su aspecto, eran sagrados. Eran intocables incluso en el campo de batalla. Después de todo, almacenaban en su cabeza la historia de sus pueblos, todos los linajes, los vínculos familiares, las batallas, los matrimonios, los actos de amabilidad y los ultrajes, los nacimientos y las gestas que reportaban a la tribu honor y gloria. Eran capaces de matar con palabras, de empujar a un hombre a quitarse la vida por medio de la sátira y la denuncia. Y también proporcionaban belleza, sobre todo en las largas noches en que el viento ululaba y las gentes no deseaban otra cosa que volver a ver el Sol.
Alguien llevó una banqueta al joven bardo, que se acomodó en ella y afinó su arpa con destreza. A Rhiann le palpitó el corazón al ver la concentración del muchacho. Él no llevaba espada. Y su oficio consistía en crear, en componer bellas canciones, no en destruir.
—Voy a cantar —anunció el bardo con grandilocuencia— la balada de los Hijos de Mil, que relata las hazañas del antepasado más glorioso de mi príncipe, el primer Eremon, que conquistó Erín con sus hermanos y desterró al pueblo feérico, a los Túatha dé Danann[9] Éste, habréis de ver, es su linaje, el más noble de nuestra muy noble isla…
Etcétera, etcétera… Rhiann tomó otro trago de hidromiel. Y el bardo inició el relato.
Había que admitir que tenía una voz clara y bonita. Los Hijos de Mil, entre quienes se contaba el famoso bardo Amergin, llegaron a Erín procedentes de Iberia hacía innumerables generaciones. Rhiann no conocía la balada, y aunque relataba la historia de los ancestros de él, se dejó llevar por la rítmica entonación del muchacho y por las notas del arpa, y extrajo algún consuelo de su belleza. Los presentes se habían sentado y guardaban silencio y permanecían relajados, si bien no siempre prestaban atención; algunos con cuidado de no quemarse los pies en el hogar, todos con las manos sobre sus tripas llenas y las cuernas a buen recaudo.
Luego, mirando a su alrededor, los ojos de Rhiann se detuvieron accidentalmente en el marcado perfil de su marido. Estaba en un banco, erguido, atento al bardo. Había en él algo que no había percibido en toda la noche. Parecía en estado de alerta, con todos los sentidos puestos en el muchacho. Curioso.
Volvió a concentrarse en el relato, que narraba cómo las poderosas palabras de Amergin contribuyeron a que los hermanos expulsaran a los Túatha dé Danann, que se retiraron a sus moradas del subsuelo. A continuación, los hijos de Mil se repartieron Erín.
El bardo prosiguió con orgullo:
Y así los guerreros,
Los grandes guerreros,
Los guerreros de oro,
Reunieron diez mil espaderos cada uno,
Y cada uno diez mil lanceros.
Celebraron un banquete una noche,
En el que devoraron cinco jabalíes,
Y regalaron veinte aros de oro.
Pero, oíd, Eremon mac Mil era el más sagaz
Y el más hermoso.
Y el oro de su palacio,
El oro de sus pendones,
Refulgía en toda Erín.
La voz del bardo cambió y se interrumpió para ejecutar un pasaje difícil con el arpa.
Rhiann se fijó en la mano del príncipe, apoyada en la rodilla. Bajo el resplandor del hogar, brillaba la joya de su anillo, pero tenía el puño cerrado y lo apretaba con fuerza. Acto seguido, vio que decía algo al oído a Conaire, que a su vez habló al oído con otro gael, que desapareció furtivamente hacia el fondo de la sala.
El bardo había bajado el volumen:
Así comenzó la disputa,
La disputa familiar,
La mayor que Erín haya conocido,
Hermano contra hermano…
De pronto, el chico dejó de tocar y su hermosa voz vaciló y se apagó. Miró a su príncipe y Rhiann, que se sentaba muy cerca, observó cómo abría como platos sus bellos ojos grises, que pasaron de expresar el trance y la ensoñación del canto a algo parecido al… ¿miedo? En ese preciso momento, el gael que se había levantado regresó a empellones a la piedra del hogar, tropezando y agarrándose a otro hombre como si estuviera borracho como una cuba. El hombre al que se había agarrado le maldijo y ambos se cayeron sobre el bardo, derribándole.
Los presentes estallaron en carcajadas, el príncipe pidió más cerveza y los sirvientes irrumpieron en la estancia. Rhiann observó cómo, mientras las bromas y los insultos arreciaban sobre el presunto borracho, que se dirigió hacia la puerta tambaleándose, otros hombres de Erín se aproximaban rápidamente al bardo y le ayudaban a levantarse. Cuando se hubo sacudido el polvo y comprobado el estado del arpa, ya nadie le prestaba atención.
Algunos de los sirvientes epídeos tenían flautas y tambores y aprovecharon la oportunidad para iniciar un alegre baile. Casi todos pidieron más cerveza, porque ahora preferían conversar, bailar y acariciar a sus mujeres.
El príncipe se puso en pie y la saludó con una inclinación de cabeza. Estaba muy serio. A continuación, se abrió paso entre los presentes, seguido de su hermano. Muy curioso. Era evidente que en el linaje de aquel hombre había más de lo que él había dado a entender. Tal vez no fuera tan noble como su joven bardo alardeaba.
—Hora de marcharse —dijo Linnet, sacudiéndose las migas de la falda.
—Yo me quedo.
Linnet la miró a los ojos.
—Entonces yo también me quedo. Voy a acompañarte al lecho nupcial —dijo, apretando los labios.
—No, vete. Estás cansada.
—No pienso dejarte aquí.
Rhiann apoyó su mano sobre la de Linnet.
—Con eso no solucionas nada, tía. Hazme caso, por una vez.
Linnet sostuvo la mirada de Rhiann. En torno a ellas giraban, en medio de la estridente música y del griterío, los alborozados bailarines.
—Te quiero-dijo.
—Y yo a ti.
Pero si te vas, podré ocultarme de este miedo que me ahoga. Vete, por favor, vete
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