Capítulo 50

La frustración de Eremon sobre las deliberaciones de los caledonios se le hizo insoportable al día siguiente. Y para empeorar las cosas, Rhiann había desaparecido durante el baile del festejo y llegó tarde a la cama, oliendo a cenizas, a tierra y a lodo de río.

¡Dioses!

Lo único que podía hacer era salir a cazar una vez más; condujo a sus hombres más lejos y con más energía, hasta que acabaron todos empapados en sudor y exhaustos. Un impacto limpio en el ojo de un ciervo no suavizó su humor, ni tampoco que Conaire abriera un jarro de cerveza de los epídeos para brindar por la pieza cobrada. Al caer la tarde, el humor de Eremon fue haciéndose cada vez más sombrío conforme oscurecía el cielo.

Cuando regresaron al castro, Eremon se las arregló para conseguir una breve audiencia con el rey en su salón una vez que sus nobles se hubieron ido.

—No se ha decidido nada —le dijo Calgaco mientras apartaba su espada ceremonial.

—Pero, señor, ¡tú eres el rey! ¡Debes ver lo mismo que yo!

Calgaco le contempló con gravedad.

—Estoy más convencido que mis hombres y menos que tú. ¡No! —Alzó la mano cuando Eremon abrió la boca—. He oído tus espléndidos argumentos, pero estamos bien defendidos y más al norte que vosotros. Nos sentimos a salvo… por el momento.

—Entonces, ¿por qué estuvisteis de acuerdo en reuniros conmigo?

—Quería ver la clase de hombre que eras. La situación puede cambiar, y si lo hace, nos habremos conocido muy bien el uno al otro. Entonces podremos movernos con rapidez.

—Me temo que no lo suficientemente rápido.

Eremon intentó contener su frustración.

—Príncipe, te dije que tuve que luchar por mi trono, pero no sólo hice frente a los rivales de mi propia tribu. Cuando murió el viejo rey, nuestros vecinos aprovecharon el momento e hicieron incursiones contra nosotros desde dos frentes. Lo di todo por restaurar el orden, conservar nuestra tierra y recuperar el ganado.

—Semejante victoria consolidaría tu posición.

—Cierto, pero ya he reinado desde hace muchos años y cuanto más fuertes somos más ávidos están nuestros vecinos de apoderarse de nuestras riquezas, tan duramente conseguidas. La envidia ronda por mis fronteras.

—¿Qué tiene todo esto que ver con los romanos?

—Mis nobles temen que una alianza diera a las otras tribus la ventaja que han estado esperando. Las alianzas requieren la confianza entre las partes, y eso significa tener que bajar nuestras defensas.

—De modo que tus hombres piensan eso… ¿Qué crees ?

Calgaco se acarició la barbilla.

—La cabeza me dice que tienen razón, pero el corazón me susurra que me gustaría creerte, príncipe de Erín, que juntos podríamos hacer algo glorioso y sólido, lo suficiente como para expulsar a los romanos de estas islas por completo. Fuera de Alba, fuera de Britania. —Sonrió con ironía—. Tal vez sólo sean las fantasías de un viejo. Tal vez me tientes con tu juventud y tu audacia.

—Puede que sea audaz, pero te aseguro que soy más racional que impetuoso. Sólo tienes que preguntarle a mi hermano.

—No obstante, es demasiado pronto para hacer lo que pides.

Eremon irguió la cabeza.

—Significa eso que en el futuro, a pesar de tus reservas, ¿bien podrías apoyarme?

—Estoy abierto a hacerlo si cambian las circunstancias.

Las palabras de Calgaco le apaciguaron por el momento, pero aquella noche notó que los nobles le evitaban en la Casa del Rey y el sombrío humor de la tarde volvió con mayor fuerza. Conforme las horas pasaron lentamente, bebió y se sentó solo y rumió el asunto, Todas aquellas ideas y luchas las hacía por ellos, por las tribus de Alba. ¿Y cómo se lo pagaban? Su esposa flirteaba con un imbécil, su druida conspiraba contra él, y esos ricos y bien alimentados guerreros se mofaban de él y despreciaban su ayuda en su cara. Debería dejar que los romanos se ocuparan de todos y encontrar en otra parte ayuda para su propia causa en Erín.

Se terminó el resto de la cerveza de un trago y se limpió la boca, luego extendió la cuerna a una criada para que se la volviera a llenar. Hubo una ráfaga de olor a miel delante de su rostro y Rhiann se dejó caer junto a él en el banco. Eremon se movió para dejarle más espacio.

—He sabido por Conaire que los nobles no están muy abiertos a tus sugerencias.

—Puedes jurarlo.

—Eremon, lo que les pedimos es inusual. Necesitan tiempo para hacerse a la idea. —Se echó hacia atrás la larga melena, que esa noche llevaba suelta, excepto las trenzas terminadas en cuentas azules que llevaba a los lados. Le daban un aspecto muy joven y vulnerable.

Bebió un gran trago de cerveza y otro más al ver que ella fruncía el ceño.

—No creo que el tiempo vaya a cambiar nada —murmuró—. Tengo un druida que me desautoriza a cada paso que doy, y una… —Se detuvo a tiempo de decir: Y una esposa que se exhibe con otro hombre.

La mirada de Rhiann se avivó.

—¿Qué ocurre con Gelert?

—En realidad… nada. Es sólo que no hizo intento alguno de conseguir el apoyo del druida de Calgaco.

—Espero que no hubieras depositado muchas expectativas en él. Te teme, deberías saberlo.

—¿A qué teme? Él atiende su reino y yo el mío.

—No. Él desea controlar todos los reinos. Creo que esperaba controlarte a ti también, y se ha enfadado al no conseguirlo. Te estás volviendo demasiado popular.

La miró entrecerrando los ojos, ya que los contornos estaban borrosos a la luz del fuego. Allí estaba él, todo sudado y cubierto con la grasa de la carne mientras ella seguía fresca y hermosa.

—Gracias por decirme todo eso ahora. Le hubiera dejado en casa de haberlo sabido.

Ella frunció los labios.

—No creo que te hubiera obedecido y además, prefiero tenerlo aquí, a la vista, que tramando, la Diosa sabe qué, en Dunadd.

Ella tenía razón, pero eso le molestaba aún más porque las únicas conversaciones que tenían eran tan racionales. Mira allí a Conaire y Caitlin, soltándose risitas como un par de tontos…

—¿Y dónde está el apuesto Drust? —dijo bruscamente.

Las mejillas de Rhiann se pusieron coloradas.

—Estás borracho.

—Lo intento.

—Bueno, al menos él no me grita como si yo fuera una especie de…

—¿Esposa?

Él alzó las cejas. Rhiann enrojeció aún más y sus ojos chispearon.

—¿Y eso lo dices tú? —susurró furiosa—. ¡Tus conquistas llenarían la Casa del Rey y más!

—¡No recuerdo haber hecho voto de castidad para toda mi vida!

Parecía como si él la hubiera abofeteado, que era lo que Eremon quería hacer, pero…, dioses…, él nunca le haría daño… Era demasiado tarde. Se puso en pie con lágrimas en los ojos… ¡Lágrimas!

—¡Rhiann, espera!

Pero se había ido y la gente le miraba, por lo que no podía correr tras ella.

—¡Chica!

Cuando la sirvienta se aproximó, retiró una jarra de cerveza entera y le entregó la cuerna a cambio.

En el exterior, los pasos pesados de Rhiann sonaron al compás de la letanía en su cabeza. Todos ellos eran rudos, belicosos, hipócritas… ¡Bestias!

Por supuesto, debería regresar a la Casa del Rey y usar su encanto y posición para hacer cambiar de opinión a los nobles, persuadirlos…, pero no iba a hacer nada por el príncipe de Erín después de que la hubiera mortificado.

Comprendió que los pies la habían llevado a la puerta del cobertizo en que trabajaba Drust, donde se dejaba entrever la débil luz de una lámpara tras la cortina. Se detuvo a respirar hondo. Tal vez debiera intentar suavizar las cosas con él. Quizá se limitara a sonreírle otra vez, y puede que entonces fuera fácil…

Las últimas palabras de Eremon aún resonaban en su maltrecho corazón. No recuerdo haber hecho voto de castidad.

No, él no, era ella la dañada. Aun así, quizás lo pudieran intentar de nuevo si Drust fuera paciente. Si él la amase sólo un poco…

Apartó la cortina y se deslizó en silencio. Sobre las mesas de trabajo yacían esparcidas leznas, cinceles y tallas inconclusas y en el aire flotaba el olor a brea de las virutas de madera. Una lámpara de aceite de foca ardía en una esquina. Se acercó a la lámpara, al lecho de paja cubierto con mantas.

Aún no la habían oído.

En realidad, no suponía ninguna sorpresa.

Él gemía mientras su espalda lisa y ancha se bamboleaba adelante y atrás y la chica, con el rostro oculto, le rodeaba la cintura con sus piernas blancas.

No era una sorpresa. Ninguna.

Rhiann los miró sin comprender hasta que la histeria manó a borbotones de su interior y soltó un siseo entre dientes. Drust se sobresaltó y se giró al oírlo, los grandes ojos de la muchacha brillaron bajo él. Aturullado, no se puso de pie de un salto. No parecía apenado ni avergonzado; si hubiera algo en su rostro, sólo el más leve indicio de pesar. En sus ojos había indiferencia.

Rhiann dio media vuelta y los dejó. Se podía haber cortado la lengua de un mordisco o azotado hasta sangrar. ¡Qué estúpida podía llegar a ser cualquier mujer! ¡Y ella por encima de todas! Ella, que ofrecía su corazón más que todas las despreocupadas Aiveen y Garda juntas sólo para que un hombre irresponsable lo tirase, sólo porque una vez, hacía mucho tiempo, la hizo sentir una mujer. Ocultó el rostro entre las manos.

Esta vez, la única opción real era un lecho frío. Cuando yaciera en la casa de invitados, reviviría los recuerdos de la luz de la lumbre sobre su piel que durante tanto tiempo había guardado en el corazón. Él no le podría arrebatar eso, nadie podría. ¿Pero qué sucedía con el otro sueño, el del hombre que blandía la espada? Si sus esperanzas con Drust se habían visto truncadas, ¿significaba eso que la visión no había sido más que una fantasía desde el principio?

En algún instante de esa noche, Eremon dio buena cuenta de la segunda jarra de cerveza. Recordaba vagamente haber retado a duelo a algún joven idiota, pero todo se volvió oscuro cuando salió fuera a trompicones y le dio el aire.

Lo siguiente que supo fue que le rodearon dos brazos musculosos y fuertes.

—Le tengo —musitó la voz de Conaire desde algún lugar encima de su cabeza.

—¿Qué puedo hacer?

Esa era Caitlin, preocupada.

—Nada, yo cuidaré de él. Si quieres, ocúpate tú de ese jovenzuelo.

—Podría llevar la espada…

—¡No! ¡Déjanos solos!

Hubo una pausa.

—Sólo intentaba ayudar. —Caitlin parecía enfadada—. ¡No tienes por qué gritarme!

La respiración de Conaire resopló en la oreja de Eremon.

Parece un caballo, pensó Eremon en sueños. Es Dòrn, quiere que le dé de comer…

—Tesoro —le dijo Conaire con más suavidad—. Yo cuido de él. Ya lo sabes.

—¡Bah!

Caitlin se alejó con pasos pesados.

Eremon hipó.

—Tienes que conseguirlo, hermano…

Intentó permanecer de pie, pero las piernas se le doblaban, negándose a obedecer.

—Cálmate.

Se produjo un tirón y el mundo se volvió del revés cuando Conaire se lo echó al hombro. Avanzaron haciendo eses y Conaire lo tendió sobre el heno cuando Eremon se sentía peor.

—¿Dónde… estamos?

—En un establo. No hay por qué alarmar a las mujeres y lo más probable es que vayas a vomitar encima de alguien. A Rhiann no le gustaría.

Rhiann…

Eremon recordó su hermoso pelo y las lágrimas centelleantes a la luz de la lumbre.

—Hermano, estoy en un lío.

—¿Qué lío?

Eremon se esforzó por abrir los ojos e intentó centrar la mirada en Conaire, pero todo lo que podía ver era un halo borroso.

Cerró los ojos, se rindió.

—Me he enamorado —confesó arrastrando las palabras— de mi mujer.

Todo el grupo epídeo acudió a la Casa del Rey para oír lo que Calgaco y sus nobles habían decidido.

Sólo Rhiann estaba ausente. Eremon no la había visto esa mañana. Se despertó en el establo con la cabeza a punto de estallar, pero un chapuzón en agua fría y una torta de avena frita en grasa de tocino le habían permitido recuperar su habitual carácter vivaz.

Probablemente está viendo de nuevo a Drust, pensó mientras estudiaba los rostros de los nobles en los bancos de su alrededor. ¿Y por qué no iba a hacerlo cuando él se había comportado como un estúpido? Gracias a los dioses que no había pronunciado aquella última confesión delante de ella. Se estremeció. Era sólo la bebida. Tenía que serlo.

Se esforzó en apartar la imagen de Drust y Rhiann. Recorrió con la mirada las paredes de detrás de los bancos. Gelert estaba allí, con su enigmática sonrisa más amplia de lo habitual. Conaire, Rori y los demás se mantenían en las sombras, cerca de la puerta. Caitlin los acompañaba.

Como rey guerrero que era, Calgaco no perdió el tiempo.

—Eremon mac Ferdiad, ¿te levantarás para oír nuestra decisión?

Eremon obedeció al punto, y quedó plantado bajo el chorro de luz matinal que se filtraba por la puerta abierta. Llevaba a Fragarach al cinto, se había puesto su mejor túnica y un aro de oro. Parecería un rey de la cabeza a los pies cuando le rechazaran.

Calgaco se levantó también, lo cual sorprendió a Eremon. Tal acto denotaba cierta igualdad entre ambos y, a juzgar por las miradas taciturnas y los murmullos, no sentó bien entre los hombres del rey. Su corazón se alegró.

—Mis jefes de tribu han considerado el plan que les has expuesto, príncipe de Erín.

Las miradas de Calgaco y Eremon se trabaron hasta el punto de que por un momento pareció como si ellos dos fueran los dos únicos ocupantes de la habitación, pero los ojos moteados de oro albergaban pesar una vez más. A Eremon se le encogió de nuevo el corazón.

—Consideran que el peligro no es suficiente para justificar la alianza que tú recomiendas —añadió Calgaco.

Aunque Eremon lo esperaba, la decepción era aplastante.

—Defenderemos bien nuestras fronteras, como siempre hemos hecho, y vigilaremos los movimientos de los romanos. —EI tono solemne se suavizó—. Sé que no es lo que querías oír.

Eremon tomó aliento para que su voz fuera oída por todos los allí presentes.

—Cometéis un grave error, posiblemente fatal. Pero sé esto —giró despacio, mirando a todos los jefes con mirada penetrante—: seguiré haciendo todos los esfuerzos para afianzar la cooperación de las otras tribus. Puede que ellos vean las cosas de forma diferente.

Calgaco inclinó la cabeza en señal de aceptación. Sus audaces palabras no parecían haberle enojado y Eremon pensó con fiereza: ¡Qué gran aliado serías!, y su desilusión creció.

—¿Y en base a qué autoridad vas a hacer esto?

El desafío sonó cerca del vestíbulo, y todas las cabezas se volvieron hacia quien había hablado.

Gelert se adelantó con su sagrado cayado de roble alzado para que la luz del día incidiera sobre los ojos de azabache del búho. La sorpresa de Eremon fue tal que no pudo pensar en una réplica inmediata.

—Hablas como si fueras un hombre de fortuna para hacer esa demanda —dijo el druida—. Un hombre al que le hubieran jurado lealtad muchas espadas, un hombre que pudiera obtener el respaldo de todas las tribus de Alba.

Eremon entrecerró los ojos.

—¿De qué hablas, señor druida? Soy ese hombre.

Los labios de Gelert se curvaron.

—¿Lo eres? —dijo con voz suave; chasqueó los dedos. La luz de la puerta se apagó cuando un guerrero alto agachó la cabeza para entrar.

El hombre se irguió para encararse audazmente con Eremon.

Era Lorn.