Capítulo 48
A la mañana siguiente, en un hermoso amanecer cargado de rocío, los nobles salieron de sus chozas a lo largo de un camino de madera que terminaba en una cañada al norte del castro. Eremon cabalgó con Conaire al final de la comitiva, detrás de Drust.
—Hermano —dijo Conaire en voz baja—. He averiguado lo que querías saber.
—¿Sí? —Eremon contempló fijamente la espalda del hombre de melena dorada que tenía delante.
—El hijo del rey pinta tatuajes, a mujeres en su mayoría. En la primera luna después de la regla. En cierto modo, son tatuajes sagrados.
Eremon aferró su lanza con más fuerza.
—Continúa.
—Se llevan a los artistas a una edad muy temprana, en cuanto muestran su talento, para que reciban algún tipo de adiestramiento con los druidas, aunque sean el hijo del rey, como en este caso. Es probable que sea lo mejor que le pudo ocurrir, ya que no puede reinar.
Y supongo que eso duele, pensó Eremon.
No veía nada sagrado en ese hombre. En verdad, parecía poco más que un urogallo que se pavoneaba —todo brillante plumaje y gritos estridentes— mientras le contemplaba cabalgar a lomos de un semental cuidadosamente cepillado, vestido con ropas de brillantes colores.
Cuando Drust reapareció junto al fuego al final de la noche anterior, permaneció al lado de su padre, pero Eremon le vigilaba de cerca y le vio prestar más atención a las hermosas mujeres allí presentes que a lo que decía Calgaco. Rhiann también reapareció muy poco después. Se dio cuenta de lo encendidas que estaban sus mejillas cuando se sentó en un banco al lado de Caitlin.
Una vez más, el recuerdo le hacía sentirse mal.
No podía comprender el interés de Rhiann. Ella no toleraba a los idiotas. ¿Cómo no podía ver lo que a él le resultaba tan evidente? Entonces pensó en Samana y en cómo le había deslumbrado.
Pero aquello se debió a las exigencias de mi cuerpo.
Azuzó a su montura con brusquedad. ¿Significaba eso que Rhiann había sucumbido a Drust? ¡No, seguramente no! Era imposible. Pero… ¿y si había sucedido? Había creído que ella no quería a ningún hombre cuando tal vez sólo era que no le quería a él.
Su corazón sobrecogido estableció la conexión de repente. Rhiann había dicho que lo conoció en la Isla Sagrada. Allí, él debió de haberla pintado cuando tuvo la primera regla, lo cual significaba que ese hombre la había visto desnuda, que había puesto sus manos sobre sus pechos, sobre su vientre. Tal vez incluso había encendido en ella una pasión cuando todo lo que había ganado Eremon era su aversión.
Taloneó a Dòrn y el semental emprendió el trote. Su hermano adoptivo lo miró con el rabillo del ojo cuando Eremon estuvo a su altura, pero Conaire sabía cerrar la boca y dejarle en paz.
No mucho después, los sabuesos persiguieron al jabalí hasta acorralarlo en un denso y sombreado avellanedo. Los nobles permanecieron a una distancia prudencial a lomos de sus monturas, sin aliento después de la caza, mientras dos príncipes caledonios avanzaron hacia el animal con las lanzas en alto.
La bestia era enorme; le chorreaba saliva por sus fauces abiertas, delimitadas por colmillos curvos, sucios y amarillentos. Sus diminutos ojos negros estaban llenos de rabia. Eremon deseó haber sido él quien lo derribara para poder hundir una lanza en algo. Entonces se percató de que el tal Drust había conducido su caballo muy cerca de él.
—Príncipe —dijo Drust como saludo. Eremon asintió mientras contemplaba al jabalí y a las figuras que se aproximaban al mismo—. Espero que disfrutéis de vuestra estancia entre los epídeos —prosiguió Drust, que entretanto limpiaba el barro seco del adornado arnés de su caballo.
—Mi matrimonio me ha proporcionado mucho gozo, sí.
—Ah, vuestra esposa. Es la más hermosa. He hablado con ella. Sois un hombre muy afortunado.
—Eso creo. —Eremon respiró por la nariz, esforzándose por mantener la calma. ¡Has hecho algo más que hablar con ella!
El caledonio calló un momento.
—Mi padre dice que habéis conocido al propio Agrícola y que os ofreció una alianza.
—Una oferta que rehusé.
—Pero ¿no pensasteis en uniros a él, ni siquiera por un momento? Quiero decir… debió haber sido una decisión difícil para vos.
¿Qué le estaba diciendo? ¿El hijo de Calgaco intrigando a favor de los romanos? ¿O tal vez le estaba tendiendo una trampa? Eremon se dio cuenta de que, a diferencia de él mismo, Drust nunca había tenido que aprender el arte de hacer política: le era innato al haber nacido con todos los privilegios de un príncipe, aunque no tuviera ninguna posibilidad de acceder al trono de su padre.
Uno de los nobles caledonios arrojó su lanza, que traspasó el ojo del jabalí. La llama de ira animal se apagó hasta la negrura de la muerte. Eremon hizo volver grupas a su caballo para regresar al castro y Drust mantuvo el paso a su lado.
—¿Difícil? —dijo al fin—. Al contrario. No desearía ser un esclavo romano. —Finalmente, miró a los ojos a Drust, quien pronto rehuyó la mirada fija de Eremon—. Valoro mi libertad mucho más que mi vida.
Todos los nobles caledonios habían llegado y Eremon tuvo al fin la oportunidad de exponer su caso. Gelert abandonó las deliberaciones con sus hermanos druidas por primera vez en muchos días y se presentó en el Concilio con el gran druida de Calgaco, un hombre alto, cargado de espaldas, de pelo gris y oscuros ojos penetrantes.
Eremon contó lo que sabía del avance romano ante un corro de asientos en el salón de Calgaco, pero vio con el corazón entristecido que las hileras de rostros permanecían imperturbables mientras hablaba. Las objeciones, cuando llegaron, le fueron familiares.
—Los romanos controlan el Sur, con él tienen para generaciones —dijo un guerrero rudo—. No vienen al Norte.
—He visto vastas hileras de tiendas, tal y como crece la cebada —replicó Eremon extendiendo las manos—. He visto espadas y lanzas para todos los hombres de aquellas tiendas. Agrícola ha reunido un ejército como nunca habéis visto. ¿No habéis oído lo que dice? Quiere Alba.
Otro noble se encogió de hombros, su torques resonaba al entrechocar con los broches del hombro.
—Lo que dice y lo que hace son cosas diferentes. Es lógico que fanfarroneara ante ti… Sabía que difundirías sus palabras, palabras que pretenden anular nuestro coraje.
Eremon se mordió el labio con frustración.
—Ya se ha acercado al Norte más que nunca. Eso lo sabéis.
—Eso es cierto —terció otro—, pero tenemos la fuerza necesaria para resistirle. Las montañas son nuestra primera defensa y nuestros guerreros la segunda. Vela por tus propias tierras, que nosotros lo haremos por las nuestras.
—¿Habéis visto alguna vez veinte mil hombres en un mismo sitio? —les espetó Eremon—. Cuando lo hagáis, sabréis que no hay montañas que puedan detenerlos. Se desparramarán sobre vuestra llanura como una gran ola marina.
—No se van a quedar —declaró el primer hombre con rotundidad.
Era como si no le hubiera oído.
—He visto los fuertes que ha erigido —dijo Eremon, esforzándose por ser paciente—. Algunos son tan grandes como sus campamentos. Esos romanos no se van a retirar al Sur en la estación de la larga oscuridad como hasta ahora. Agrícola construye bases permanentes. Se van a quedar.
Entonces hubo un arrastrar de pies y un murmurar que aumentó de intensidad como el rumor de un arroyo en una pendiente. En ese instante, Calgaco alzó la mano.
—He obtenido mi propia información —manifestó mientras se inclinaba hacia delante en su sitial tallado. Su capa estaba ribeteada con pieles de nutria marina y lucía un aro de oro en la cabeza—. El líder romano avanzó con rapidez, pero luego se detuvo. Por ahora, cumple mis expectativas.
Eremon se volvió hacia Calgaco.
—Tu información es correcta, señor, pero he hablado con alguien cercano a Agrícola y esa persona me reveló que la única razón por la que se detuvo el avance fue la muerte del emperador. Tito, su sucesor, está ocupado en Oriente. Agrícola tiene órdenes de permanecer en sus posiciones, pero es sólo cuestión de tiempo. Cuando Tito asegure sus fronteras, volverá a centrar su atención en nosotros. Estoy seguro.
Los dorados ojos del rey miraron a Eremon por largo tiempo.
—En ese caso, sólo contamos con tu palabra.
Eremon alzó el mentón.
—Sí.
¡Y con vuestros cerebros!, quiso gritar. ¿Cómo podía la gente estar tan ciega a lo que para él resultaba tan evidente? Aun así, en lo más hondo de los ojos de Calgaco había un poso de pesar. Tal vez él sí lo viera.
—Mi rey. —El druida encorvado intervino en ese momento—. Hemos sacrificado un cordero para leer sus entrañas. Hemos estudiado el vuelo de los pájaros que vienen desde el Sur. El hombre habla de lo que sabe, pero los dioses saben más. No están alarmados.
Eremon miró a Gelert profundamente herido. Agudos y duros, sus ojos amarillos estaban fijos en él. Evidentemente, el druida no había hecho el menor esfuerzo por apoyar el caso de Eremon.
—¿Qué es lo que nos pides, príncipe? —inquirió el rudo guerrero.
—Creo que deberíamos agrupar nuestras fuerzas ahora que aún tenemos tiempo. Si forjamos una alianza de tribus, podemos entrenar a nuestros guerreros para pelear como un solo hombre. Es la única forma de crear un ejército equiparable al suyo.
La mayoría de los nobles resoplaron.
—Lo que pides es imposible —dijo alguien—. Nosotros no peleamos así. Nuestros guerreros son los mejores y los más valientes de Alba. Solos somos lo bastante fuertes. ¡Una alianza! —Sacudió la greñuda cabeza—. Es el pretexto para dejar que esos malditos decantes y vacomagos invadan nuestras tierras.
—Si no nos aliamos, Agrícola nos irá eliminando uno a uno. ¡Así es como operan los romanos!
Eremon dejó que la frustración se reflejara en su voz y Calgaco se puso en pie.
—Consideraremos tus noticias entre nosotros, príncipe de Erín, y te daremos nuestra respuesta en dos días.
Eremon mantuvo el rostro impasible, pero por dentro estaba abatido. Alcanzó a Gelert cuando regresaba a sus aposentos.
—¿Por qué no convenciste a los druidas caledonios de las ventajas de mi plan?
Gelert extendió las manos en un gesto de impotencia.
—Lo intenté, pero, como él dijo, las señales del Otro Mundo no acompañaron.
—¡Pero tú sabías lo importante que es esto!
Gelert le miró de soslayo.
—Has hecho un trabajo notable al fortalecer a nuestros guerreros, y aun así, tu éxito ha residido en ataques temerarios que han puesto en peligro a nuestros hombres y no en la defensa de nuestras tierras. Tal vez deberías atenerte al papel que te encomendamos, príncipe, y dejar el resto de los asuntos a quienes los conocemos mejor.
Eremon contempló su retirada con un rechinar de dientes.
Entonces comprendió que el druida jamás le había apoyado en público. Gelert no se había opuesto al ataque contra el fuerte…, pero tampoco lo había respaldado. Fue Declan quien convenció al Consejo de que le permitiera recurrir a Calgaco. Eremon había tomado el silencio de Gelert como un signo de que el druida se desinteresaba de los asuntos militares, pero de repente se preguntó acerca de ese brillo de triunfo en aquellos ojos amarillos y cuándo averiguaría lo que presagiaban.
Los vendavales azotaban las costas del mar Occidental incluso en la estación del sol. A Agrícola le gustaba cómo caía el pelo trenzado de Samana, pero las trenzas negras, sacudidas por el viento, se cruzaban delante de sus ojos, dificultándole la visión. Las apartó del rostro.
Desde la silla de montar podía ver a los legionarios marchar contra los miembros de la tribu de los damnones y arrojarlos de rodillas sobre el suelo. Arrastraban del pelo a las mujeres, que gritaban, y a los niños por la extremidad que tuvieran más a mano. Detrás de las rojas filas de escudos, nubes de humo negro se alzaban desde las casas en llamas hacia el cielo azul.
Samana tragó saliva y desvió la vista hacia el mar. Le encantaba la emoción de conspirar, de manejar el poder sobre las vidas de la gente, y, sobre todo, le gustaba soñar con convertirse en reina de toda Alba, pero le parecía una imposición vil e innecesaria tener que ver cómo se ponían en práctica los planes y contemplar in situ aquellas acciones.
El mar la atraía desde su atalaya al borde del cabo. Erín, la tierra de la que él había venido, estaba en algún lugar más allá de ese horizonte. Él. El hombre que seguía perturbando sus sueños.
Samana nunca se había visto atrapada por uno de sus propios sortilegios, y eso debía de haber sucedido, ya que no lograba odiarlo por más que lo intentase. ¿O era porque la había burlado y el perenne fuego abrasador de su rabia los ligaba incluso después de transcurridas varias lunas? Samana no hallaba escondite ante el recuerdo de los labios ni de los músculos suaves de Eremon bajo sus manos. ¡Maldito!
—Pronto vas a ver el motivo de nuestro viaje. —Agrícola le sonrió, alzando la voz por encima del batir del oleaje sobre las rocas que había debajo.
Ella se guardó sus pensamientos y admiró sus uñas, fingiendo aburrimiento.
—¿De modo que la matanza de esos rebeldes no era nuestro objetivo?
—No del todo, aunque encontrar los estandartes de los regimientos perdidos ha sido un premio inesperado. Al parecer, estos perros tomaron parte en la incursión contra mi fuerte.
El caballo se agitó y Samana lo palmeó con cautela.
—Entonces, ¿qué estamos esperando aquí?
—¡Observa! —la urgió Agrícola.
Algo llamó su atención más allá de las rocas. Alas blancas que se movían sobre el mar iluminado por el Sol. ¿Pájaros? Pero entonces las alas se convirtieron en velas y doblando el cabo al sur de la posición que ocupaban se deslizó una flotilla de naves de dos velas; sus remos se tensaban igual que las patas de algún insecto exótico.
Samana aplaudió.
—¡Botes!
—Naves —rectificó Agrícola—. Las primeras líneas de mi nueva flota.
Contemplaron los puntiagudos espolones de proa en la bahía, donde la cortina de humo pendía densa sobre el poblado destruido.
—¿Quieres verlas? —Los ojos de Agrícola reflejaban una gran complacencia.
—¡Oh, sí!
Una vuelta por la nave capitana hizo que Samana olvidase las escenas que tenían lugar en la orilla. Su propio pueblo construía curraghs y naves mercantes, pero nada tan sobrio, rápido y elegante como aquellos barcos… ni tan letal. Sus ojos devoraron las catapultas alineadas sobre la cubierta y las torres de asalto desde las que los soldados podían saltar a la orilla.
—Las quillas están revestidas de bronce —añadió Agrícola para poder embestir.
Lo más excitante de todo era cuántos hombres podía transportar cada nave.
—¡Puedes desembarcar soldados en cualquier lugar a lo largo de la costa de Alba! —se maravilló Samana.
—Y con rapidez —comentó Agrícola mientras inspeccionaba la lista de la tropa con el capitán de la nave.
—En tal caso, ¿qué te retiene?
Agrícola despidió a su oficial y se reunió con ella en la popa.
—No estoy preparado para una invasión a gran escala, aún no.
—Eres todo precaución —se mofó ella—. Nuestros guerreros ni se lo pensarían. Si pudieran gobernar una flota como ésta, la lanzarían contra todos los pueblos de la costa de Alba.
—Por eso es por lo que yo ganaré y ellos perderán.
—Pero hay un tiempo para entrar en acción, ¿o lo has olvidado?
Él no replicó mientras les llevaron en bote hasta la orilla. Entonces, una vez que estuvieron solos en la arena, Agrícola aferró la muñeca de Samana.
—¿Has cambiado de parecer sobre tu alianza conmigo, Samana? ¿Sería menos cauteloso tu turbulento príncipe de Erín?
Las mejillas de Samana enrojecieron a su pesar.
—No seas ridículo.
Pero la princesa desvió de nuevo la mirada hacia el Oeste mientras subía por la playa detrás de Agrícola. ¿Dejaría de sonar la voz del maldito príncipe en su cabeza si éste moría?
Uno de los centuriones de Agrícola se acercó a ellos con grandes zancadas y anunció:
—Señor, hemos conseguido la información solicitada.
—¿Y?
—El príncipe exiliado de Erín organizó el ataque, como pensabais. Trajo a sus hombres desde el Norte y se alió con el jefe de la tribu. Es todo lo que sabía ese hombre. No tomó parte en la incursión.
—Bien, ya te puedes deshacer de él.
—Sí, señor.
Agrícola continuó andando, pero esta vez Samana no pudo contener la lengua. Corrió hasta llegar a su altura y le tiró del brazo.
—No estás lejos de Dunadd por mar, mi señor. Dunadd. Podrías atrapar a la zorra en su madriguera.
Agrícola se detuvo y la miró con el ceño fruncido.
—Está bien defendida, como tú habías dicho, y tampoco está exactamente en la costa.
—No, pero si muy cerca. Y contarías con el elemento sorpresa.
Él se acarició la mandíbula, lo cual significaba que estaba pensando. Ella contuvo el aliento. ¡Voy a arrancarte de mi corazón, príncipe!
—Un ataque marítimo contra un fuerte bien defendido sería demasiado peligroso.
—¡Pero podrías atrapar a Eremon en la cama!
—Samana, no voy a arriesgar a mis tropas por un solo hombre. Olvidas mis palabras sobre la venganza, aunque…
Ella estaba de puntillas, presionándole. ¡Di que sí!
Agrícola pensó en voz alta:
—Necesito probar mis nuevos barcos. Se podría hacer algo rápido y a pequeña escala que no requiera una lucha prolongada. —Asintió, hablando consigo mismo—. Un aviso a nuestro príncipe. Sí…, podría ser simplemente eso.
Ella sonrió y restregó los pechos contra el brazo del romano con lentitud.
—¿Han terminado las inspecciones por hoy?
—Casi seguro. —Los ojos se nublaron por el deseo—. Y espero que sepas agradecer mi indulgencia.
Más tarde, mientras yacían en la cama del campamento entre mantas arrugadas, dijo:
—Me llevarás contigo, ¿verdad?
Se dio la vuelta y colocó el mentón sobre las costillas de Agrícola.
—¿Quién ha dicho que planee unirme a esa expedición?
Samana le acarició el pelo del pecho.
—No creo que seas tan paciente como aparentas.
Él rió con suavidad.
—No de corazón, pero sí de mente. Uno de los oficiales de mayor confianza conducirá la incursión. Cuando ponga un pie sobre el suelo de las tierras altas, me propongo hacerlo con veinte mil hombres a mis espaldas. Y sin intención de retirarme.