Capítulo 4
Las veloces nubes todavía rasgaban el mundo. Bajo el cielo ceniciento del amanecer, Eremon se sentaba, solo, en la proa del barco.
Eremon, hijo de Ferdiad, rey legítimo del pueblo de Dalriada, de la tierra de Erín.
Esbozó una media sonrisa con amargura. Rey de nada, rey de nadie. Se fijó en los hombres que descansaban a popa. Bueno, rey al menos de veinte hombres valientes.
Más allá, entre las cabezas de aquellos guerreros y el horizonte, las olas, que, por fortuna, ahora mecían el casco sólo con golpes leves e insistentes y empujaban la embarcación hacia la costa. Un día y una noche más después de la tormenta. Era evidente que el viento los había arrastrado hacia el Norte, a lo largo de las costas de Alba, y no lejos, hacia los insondables confines del mar Occidental.
El acre olor a sal era más intenso, pero en el aire que anticipaba la salida del Sol, Eremon había advertido fragancias de pino y de tierra mojada. Tierra; buena y sólida tierra.
Acarició perezosamente la cabeza de Cù, aunque el animal estaba demasiado asustado y fatigado para apreciar esta delicia. Acto seguido, le asaltó un nuevo pensamiento, y se irguió un poco. Contra todo pronóstico, habían conseguido sobrevivir a la tormenta y estaban cerca de la costa. De modo que tal vez hubiera sido Manannán quien había enviado la borrasca, tal vez quisiera ponerle a prueba, comprobar si era digno de recuperar el palacio de su padre y gobernar Dalriada. Después de todo, quizás aún estuviera a tiempo de ganarse la bendición de los dioses.
Tenía la mano apoyada en la cálida cabeza de Cù y escudriñaba el horizonte. En tal caso, se dijo, aquella tormenta debía de ser tan sólo la primera prueba. Habría otras, que él pasaría con éxito, hasta regresar a Erín para matar al usurpador, a su tío Donn, el de la Barba Castaña. Se sumió por unos instantes en un sueño. Vio una espada fulgurante y la expresión de su tío en el momento en que esa espada le traspasaba la garganta.
—¡Despierta! —dijo Conaire, agitando la mano ante los ojos de Eremon y sentándose a su lado en cuclillas para darle un trozo de pan de cebada húmedo. Cù meneó el rabo y, tras levantar el hocico un momento para olisquear el aire, volvió a apoyar la cabeza en el casco. Estaba agotado.
Eremon le dio una palmada en el lomo y, al ver el pan, sintió un hambre repentina y voraz. Al fin y al cabo, llevaba dos días sin probar bocado. Partió un trozo y masticó en silencio.
—Así pues, después de todo estamos cerca de la costa —dijo Conaire, e hizo una pausa—. Tenías razón respecto a lo de los remos.
Eremon resopló, quitándose una miga de pan de los dientes. La tormenta no era ya más que un borroso recuerdo protagonizado por la lluvia, el viento y el pavor. Sabía que habían estado a punto de cruzar el umbral del Otro Mundo, y aunque los druidas afirmaban que esa experiencia no debía suscitar ningún temor, Eremon sabía que su cuerpo deseaba permanecer donde estaba. Sin duda, Conaire lo olvidaría todo con rapidez.
Eremon volvió a fijarse en sus hombres, que también masticaban pan. Estaban exhaustos y empapados, con nuevas contusiones y, a causa de los remos, ampollas en las manos. Pero habían conseguido sobrevivir a la furiosa tormenta y debía dar gracias por ello.
—De modo, hermano —dijo, dirigiéndose a Conaire—, que admites que estaba en lo cierto. Sí, puede ser, quizás al romperse, el mástil te haya golpeado en la cabeza y la haya puesto en su sitio.
Conaire respondió con una sonrisa y estiró sus largas piernas sobre las toscas tablas de la embarcación.
Aquellos dos hombres formaban una extraña pareja. Conaire siempre había sido un gigante, también cuando era niño. Sus cabellos brillaban como la cebada en sazón y tenía los ojos grandes y azules tan habituales entre las gentes de Erín. Eremon, por el contrario, siempre se sintió demasiado moreno y delgado. Sus ojos eran de un verdemar cambiante, herencia de su madre galesa junto con su cabello, marrón oscuro como la piel del visón. Ambos rasgos le diferenciaban de los demás cuando él no quería diferenciarse de nadie en nada.
De niño, Conaire era un torbellino, no dejaba de correr, gritar y reír, y poseía una exuberancia de la que Eremon carecía, mucho más cuando se percató de lo que significaba ser príncipe y de que debía aprender a ser rey. El padre de Conaire no era más que un ganadero, así que no le resultaría difícil satisfacer las esperanzas puestas en él y muy pronto estuvo tan dispuesto a bromear cómo a combatir y a hartarse de jabalí y de cerveza. Ah, y se llevó a la cama a una mujer en cuanto físicamente fue capaz, lo cual, en su caso, sucedió antes de rebasar su undécimo cumpleaños.
Y sin embargo, Conaire tenía una sensibilidad que su sencillo padre jamás habría apreciado y siempre sabía cuándo estaba Eremon de ánimo taciturno. Por ello, en ese momento, se limpió de migas los muslos y dio a su hermano adoptivo una palmada en la espalda.
—¿Y qué dices a que pongamos un poco de tierra bajo nuestros pies, hermano? Mis bolas se están poniendo más azules con cada día que pasa, ¡te lo juro!
Eremon se atragantó con el trozo de pan que tenía en la boca y tuvo que dejar pasar unos momentos de toses y risas antes de responder. Para entonces, el dolor de la traición y de la nostalgia había desaparecido. Donn y la venganza podían esperar. Entretanto, había asuntos más urgentes que resolver.
—Puesto que me has despertado —dijo Eremon, después de aclararse la garganta—, has de saber que ahora lo primero es averiguar dónde nos encontramos.
—Eso mismo —dijo Conaire, y saltó a los bancos de los remos. En tres zancadas llegó junto al pescador, que roía sin ganas un pedazo de pan.
Eremon se fijó en la facilidad con que, pese a su tamaño, se movía su hermano. A veces, sólo a veces, deseaba ser como él: seguir las órdenes y lanzarse a la batalla bajo el estandarte de otro, no pensar en la estrategia, limitarse a combatir. Ah, combatir y abandonarse a la sangre y al fragor, y a la gloriosa victoria…
Respiró profundamente. No, eso no era para él, y mucho menos en aquellos momentos. Su deber era actuar como un jefe, sobre todo desde el instante en que pusieran los pies en Alba. Un príncipe y no, no lo permitiera Hawen, un exiliado.
Siguió a Conaire, deteniéndose a comprobar cómo se encontraban Aedan y Rori. Rori era delgado y pálido, y sus pecas destacaban sobre sus blancas mejillas como gotas de sangre. Aedan estaba demacrado y lleno de golpes, y sus ojos grises parecían sumidos en la sombra. Y sin embargo, ambos jóvenes se irguieron con valor cuando su príncipe apoyó la mano en sus hombros.
Eremon se fijó en el cráneo moteado del pescador. Era la quemadura típica de una piel acostumbrada a vivir bajo el sol. Conaire se había colocado junto a él, con los brazos en jarras. Evidentemente, todavía no había comenzado el interrogatorio.
—¿Dónde estamos? —preguntó Eremon.
El pescador le miró con amargura.
—¡Responde al príncipe, hombre! —gruñó Conaire.
El otro agachó la mirada.
—Huele al aire de Alba, sí, pero no al aire de la isla de la Bruma. Nos hallamos más al Norte. ¿Dónde? Eso sólo Manannán lo sabe.
Eremon y Conaire se miraron. Debían desembarcar y pronto, porque se estaban quedando sin agua. En cualquier caso, lo más probable era que acabasen en una isla habitada por humildes pescadores, lo cual les convenía, porque en ella podrían descansar y recuperar fuerzas antes de buscar al caudillo de aquel lugar.
—Seguiremos remando hasta encontrar un lugar adecuado para desembarcar, algún sitio poco poblado. Podemos aguantar un día más —dijo Eremon, y se dirigió al pescador—. Y, como te he prometido, encontraremos un barco en el que puedas regresar a Erín.
—¡Bien! —dijo el hombre, y, enseñando sus dientes podridos, echó un escupitajo—. Los albanos son unos salvajes. Lo más probable es que os devoren en cuanto caiga la noch… —añadió, pero calló en cuanto Conaire le puso su manaza en el hombro. El pescador tragó saliva y guardó un respetuoso silencio.
Eremon sabía que importaba muy poco a quién encontrasen primero. Lo importante era hacer una demostración de fuerza. Entre las islas, las noticias se transmitían a gran velocidad. Cuanto más miedo y asombro fueran capaces de inspirar, mucho mejor. Con cada nuevo narrador, el relato se iría exagerando un poco más y, cuando llegara a sus oídos, el rey local se lo pensaría dos veces antes de atacar.
Al menos, eso esperaba él.
En cualquier caso, no debían aparecer ante nadie como el lastimoso grupo de refugiados que en aquellos momentos parecían. Así pues, mientras remaban hacia la lejana costa y por turnos, los hombres fueron adecentando rostros y armas. Cepillaron y trenzaron sus cabellos, sacaron brillo a sus escudos y los colocaron en línea a ambos costados del barco y, a continuación, bruñeron las puntas de sus lanzas, cascos y cotas de malla.
Eremon comprobó por enésima vez los tres cofres reforzados con hierro que llevaban bien atados al casco. Estaban llenos de las joyas que habían reunido en secreto un puñado de partidarios cuando las aspiraciones de su tío al trono pasaron a ser una seria amenaza, aunque antes de que Donn atacase al príncipe abiertamente. Antes de desembarcar, distribuiría aquellos tesoros entre sus hombres.
En su bolsilla de cuero llevaba la diadema de oro de su padre, que tenía incrustada una piedra preciosa de color verde. La piedra pertenecía a una tierra situada tan hacia el Este que, cuando quiso hacerse con ella, Ferdiad se vio obligado a intercambiarla por un saco de oro y por su concubina favorita. Envuelto en pieles enaceitadas llevaba Eremon su casco de hierro y bronce, con cimera en forma de cabeza de jabalí, el tótem de su clan, con las cerdas erizadas para inspirar más temor.
Cuando estuvieron listos, Eremon saltó a uno de los bancos de los remos y miró a sus hombres con aprobación.
—Os juro que estáis guapos como doncellas —dijo, pero, acto seguido, se puso mucho más serio—. Por desgracia, tenéis que impresionar como hombres, no como doncellas. De lo contrario es posible que perdamos la vida antes de volver a pisar Erín.
—¡No sin luchar! —dijo Finan, con un ruidoso golpe de su espada.
—No sin luchar. Aunque un grupo de hombres tan poco numeroso no puede, por magnífico que sea, hacer frente a un pueblo entero —dijo Eremon, y miró a sus valientes uno por uno—. Conocéis el plan y debéis ceñiros a él, ¡todos! De momento, soy un príncipe en busca de alianzas comerciales. La mentira deshonra, lo sé, pero Hawen el Jabalí nos perdonará porque nos quiere con vida. —Con un súbito ataque de inspiración, Eremon desenvainó la espada de su padre y la esgrimió en el aire—. Mi padre le puso nombre a esta espada. Ahora, yo, junto a las costas de Alba, quiero, en honor de Manannán, señor del mar, darle otro. La llamaré Fragarach, como la espada del propio dios[3], porque responderá a la traición con sangre. ¡Con la sangre de los traidores!
Los hombres bramaron, enseñando los dientes, y sus rostros, ajados por el cansancio, se iluminaron. Algunos se inclinaron por la borda para golpear sus escudos, otros profirieron maldiciones contra Donn, el de la Barba Castaña. Luego, fieros, aunque sin aliento, regresaron a sus bancos para continuar remando.
Pronto, el tremolar de un arpa se acompasó con el golpeteo de los remos. En la proa, Aedan cantó una nueva canción. Para el gusto de Eremon, en sus canciones había demasiada gloria imperecedera, especialmente cuando, en realidad, en la batalla imperaban el miedo y el hedor y la estocada final en las tripas. En cuanto a las doncellas que proliferaban, pavoneándose, en los cuentos que recitaba el bardo, lo mismo les sucedía: demasiado esplendor. Por lo que a Eremon respectaba, las mujeres más parecían cotorras enamoradas del lujo y las joyas, joyas que, con el mayor esfuerzo, les conseguían en realidad los hombres como él.
Pero mientras los hombres se dejaban llevar por el ritmo de la boga, Eremon advirtió que latía en ellos una nueva determinación que ninguna borrasca o traición podrían quebrar. Sonrió. La campaña contra su tío los había convertido en una partida de guerreros digna de tener en cuenta. Por encima de todo, eran absolutamente leales, lo cual quedaba demostrado por su generosa actitud a la hora de acompañarle al exilio.
El exilio.
Volvió a darle vueltas en la boca a aquella palabra amarga e inevitable. De haber contado con más hombres como aquéllos, se dijo, la traición de su tío habría concluido de forma muy distinta. Tocó el filo de su espada con un dedo. Muy distinta. Suspiró, envainó la espada y la dejó en el suelo, sumándose a Conaire en la boga.
En su aún corta vida había aprendido que los corazones de los hombres rara vez son sinceros. En los de las mujeres ni siquiera se había detenido a pensar.