CAPÍTULO 21

La primavera siguiente presenció el abandono de Kunnui por parte de Shikata y Ginko, que regresaron con Tomi de nuevo a cuestas por la garganta de la montaña y a través de la llanura de Toshibetsu hasta Setana. Cuando alcanzaron el punto más alto de la garganta y llegaron a un bosquecillo de bambú, los tres se pararon al borde del camino para comer.

—Debes de estar agotada. —Shikata observó a Ginko con preocupación, mientras le daba un mordisco a una bola de arroz—. Pero ya hemos pasado lo peor.

A lo lejos, más allá del mar de árboles, el océano azul centelleaba en la distancia. La cinta blanca de agua que ensartaba los árboles más abajo era el río Toshibetsu, que discurría hasta la pequeña llanura de Setana y luego desembocaba en el océano.

—¿No vas a comer? —Ginko sólo se había comido la mitad de su bola de arroz. Pensaba que tendría más hambre, pero había perdido el apetito. Siempre le pasaba cuando cabalgaba—. ¿Quieres agua? —Shikata le sirvió una taza con su cantimplora de bambú y se la ofreció.

Ginko comprendió perfectamente por qué ahora él estaba tan solícito. Los planes para Emmanuel habían fracasado, y la mina de manganeso también había terminado en fracaso. Shikata al fin empezaba a darse cuenta de que perseguir un sueño tras otro no era un estilo de vida aceptable para un hombre con esposa e hija.

—La casa está cerca del muelle, así que será un lugar animado, y no tendremos de qué preocuparnos. —Shikata hablaba sobre el lugar que alquilarían en Setana, sin duda esperando animar a Ginko. Era una casita que su dueño, el propietario de la tienda de comestibles contigua, alquilaba por un yen al mes. No sería fácil instalar una clínica en un lugar de esas características, pero ya casi se había agotado el dinero que Ginko había ahorrado y llevado consigo a Hokkaido hacía tres años. No estaban en condiciones de mucho pedir.

—Tendremos que buscar una enfermera y personal de limpieza —continuó Shikata.

—No, no necesitamos a nadie. —Ginko no tenía ni escritorio ni camilla ni botiquín, así que contratar a alguien no estaba en su lista de prioridades.

—Me gustaría ayudar, si puedo.

—Pero estarás ocupado con tu trabajo de misionero, ¿no? —respondió Ginko, consciente de que Shikata había perdido seguridad en sí mismo y necesitaba proteger su orgullo. Le esperaba retomar su trabajo misionero en Setana, construir una iglesia y una escuela dominical.

—Tendré tiempo libre entre sermón y sermón. Te ayudaré —dijo Shikata, con el semblante tranquilo. Equilibró en su rodilla a Tomi, ya a punto de cumplir los tres años, y la ayudó a comerse la bola de arroz.

Ahora Setana contaba con una población permanente de casi mil hogares de pescadores, cifra a la que se añadían otros tres mil pescadores que venían cuando había excedente de trabajo. Arropado por montañas forradas de cipreses en el suroeste de Hokkaido, era un importante puerto pesquero, un bullicioso pueblo en pleno auge. Sin embargo, poco después de que llegaran Ginko y su familia, la industria del arenque en que Setana basaba su economía inició un declive gradual.

Ginko abrió su clínica especializada en ginecología, obstetricia y pediatría en el barrio de Aizu, próximo al centro del pueblo. Ya había otras dos clínicas abiertas en Setana, pero supuso que la población era lo bastante numerosa para dar cabida a una más. No obstante, la situación había cambiado mucho respecto a cuando había abierto su clínica en Tokio. En este alejado rincón septentrional del país nadie sabía que ella era la primera mujer médico de Japón y una importante reformadora social. En Tokio, sus logros y actividades le habían dado popularidad; pero en este floreciente pueblo pesquero, la gente no estaba dispuesta a confiar su salud a una mujer médico, y mucho menos si era dogmática.

Ginko se centró en su trabajo de manera positiva y se negó a perder el tiempo con lo que la gente pensara de ella. Sin ahorros, la preocupación era un lujo que no podía permitirse. Durante el primer mes en Setana, la familia se limitó a comprar arroz por tazas. Estaba mal visto que un médico, o incluso un misionero, se rebajara en público a aquel nivel; de manera que le tocaba a Tomi, aún sin edad suficiente para jugar fuera de casa, ir a comprar con el encargo escrito en un trozo de papel.

No conocían a nadie, y Ginko tampoco tenía pacientes habituales. Volvían a empezar de cero. Si le pedían que fuera a hacer una visita a domicilio, no importa lo lejos que estuviera: ella se ponía su haori negra preferida por encima del kimono y salía por la puerta. Shikata la acompañaba con su nueva barba y botas altas de paja, a las riendas del caballo. Nada más salir del pueblo, tomaban un sendero rodeado de bosque, uniola y más bosque. De vez en cuando, veían ciervos o incluso osos. Cuando llegaban a su destino, Ginko desmontaba y Shikata esperaba fuera, sentado en el tocón de un árbol hasta que ella regresaba. La ayudaba a montar de nuevo y volvía a tomar las riendas hasta el pueblo.

Al verlos, nadie hubiera dicho que eran marido y mujer.

Cuando el año 1897 llegaba a su fin, Ginko y Shikata empezaban a adaptarse al pueblo. La clínica de Ginko llevaba unos seis meses abierta y el número de pacientes iba en aumento, así que su situación económica era un poco más estable. Líderes e intelectuales del pueblo también habían descubierto a Ginko, y empezaban a consultarla sobre cuestiones varias. Mientras tanto, aquel pueblo pesquero y las montañas que lo arropaban proporcionaban a la familia cierta sensación de calma.

La primavera siguiente, Ginko fundó una nueva asociación feminista, la Sociedad de Virtudes Femeninas, de la que fue primera presidenta. Ahora que por fin empezaba a echar raíces, se reafirmaba en su deseo innato de mejorar la situación de las mujeres. A las reuniones asistían todas las damas de familia prominente de aquella población rural, desde la esposa del alcalde y la esposa del jefe de policía hasta las esposas del sacerdote jefe que oficiaba en el santuario de Kotohira y de los propietarios de la tienda de comestibles y la de kimonos. Aunque Ginko había concebido este grupo muy en la línea de la Unión Cristiana Femenina, sus objetivos se centraban menos en defender los derechos de las mujeres y mejorar la sociedad que en establecer vínculos de amistad entre sus miembros y enriquecer sus conocimientos generales.

Ginko enseñaba a las mujeres artes como la costura y el arreglo floral, y daba conferencias en torno a la gran variedad de cuestiones que las mujeres modernas necesitaban saber, desde comportamiento femenino hasta fisiología e higiene de la mujer, e incluso tratamiento y vendaje de las heridas. Hacía especial hincapié en la importancia de cómo se debe comportar una dama y en la virtud de la castidad.

Muchos de los hombres que habían huido a esta zona del norte a principios de la era Meiji eran, en su mayoría, incultos, como lo eran las mujeres que habían traído consigo. Sin embargo, estas mujeres tenían sed de conocimiento y escuchaban atentamente lo que Ginko intentaba explicarles.

—¿Qué es una dama? —les preguntaba Ginko.

—La que posee sentimientos altruistas es una dama. No guarda relación con ningún nombre o distinción de rango.

—¿Y qué es una aristócrata?

—Una mujer aristócrata es la que posee belleza interior. No guarda relación con el vestir.

Las mujeres coreaban lo que Ginko les había enseñado. Y los hombres, por su parte, empezaron a notar que últimamente sus esposas aprendían cosas raras, aunque respetaban a Ginko.

A medida que Ginko dedicaba más tiempo a formar y dar charlas a las mujeres de su grupo, tendía a pasar más tiempo fuera de casa. De día solía estar ocupada con sus pacientes, así que el grupo se reunía por la tarde. Shikata siempre acompañaba a Ginko cuando tenía que recorrer distancias considerables. Eso significaba que Tomi pasaba mucho tiempo sola en casa. Al principio, lloraba de soledad, pero Ginko no veía razón para consentirle más compañía.

—La tía tiene cosas importantes que hacer, y no se puede quedar sólo por ti reprendía a Tomi cuando la pequeña protestaba. Luego salía y cerraba la puerta con llave. La pequeña Tomi pensaba que el trabajo de la tía sería algo aterrador.

Para cuando Tomi empezó en la escuela primaria, ya había memorizado los dos alfabetos fonéticos del japonés, sabía sumar y restar. Ginko le había enseñado todo aquello con reprimendas y, en ocasiones, a golpes.

Normalmente, Shikata llegaba a casa antes que Ginko, después de acompañarla a una conferencia o reunión, y pasaba el tiempo libre jugando con Tomi. Muchas veces agarraba a la niña de la mano e iban juntos al muelle o a contemplar la vista de las tres grandes rocas que sobresalían en el puerto; la llevaba a caballo o imitaba el maullido de un gato para entretenerla. De manera que Tomi vivió los momentos más solitarios cuando Shikata se fue.

El primer extranjero apareció en Setana en 1894, cuando el padre Andrés, un misionero de la iglesia episcopaliana, pasaba por allí de camino a Emmanuel. Tres años más tarde, un misionero congregacionalista llamado Roland fue visto paseando por sus calles y, poco después, en 1898, el misionero Takekuma Udagawa instó a los congregacionalistas de la colonia de Emmanuel a construir allí su propia iglesia sin contar con los episcopalianos, lo cual provocó la separación de los dos bandos.

En el año 1900, Roland regresó a Setana invitado por el grupo de Ginko, la Sociedad de Virtudes Femeninas, para dar una charla sobre cristianismo. La sociedad lo organizaba todo, desde preparar la sala hasta acomodar a los asistentes, e incluso Tomi, que empezaría la escuela primaria al año siguiente, ayudaba a fijar carteles donde se anunciaba el acto.

Después, Roland se quedaría a dormir en casa de Ginko y Shikata. Volviéndose hacia Ginko, le comentó:

—Usted sabe leer y escribir inglés. ¿Y qué me dice de aprender a hablarlo? Si hablara inglés, podría ir al extranjero y aprender montones de cosas nuevas. —Como si Shikata ni siquiera estuviera en la estancia, prosiguió con entusiasmo—: Es una lástima tenerla aquí en este pueblo tan atrasado. Si va a ejercer medicina en Hokkaido, ¿por qué no prueba suerte en Sapporo? Es la capital y tiene escuela agrícola, hay gente de su nivel con la que podría hablar. Le presentaría a un amigo mío misionero que vive allí. En un lugar como éste, siempre dará sin recibir nada a cambio.

Mientras escuchaba a Roland, a Ginko la invadían recuerdos de los buenos tiempos en Tokio. Por aquel entonces, todos los ojos estaban puestos en ella, y todo lo que decía o hacía salía en periódicos o artículos de revista. Y cada día les recibían cartas de los lectores, ya fueran los editores o ella misma. Pero aquello era Tokio: el corazón de Japón.

—La Escuela Femenina de Medicina de Japón la ha fundado alguien llamado Yayoi Yoshioka. Y, el año que viene, se abrirá la Universidad Femenina —prosiguió Roland.

—¿Una universidad femenina?

—No cabe duda de que los tiempos cambian. Es absurdo que usted se quede hibernando en un lugar como éste.

Tres años antes, se había formado en Tokio una alianza para el sufragio femenino. Ese año, se había abierto una academia de inglés para mujeres. Se había fundado una escuela de medicina para mujeres, y ahora también habría una universidad para mujeres. Todo aquello parecía un sueño hecho realidad. Ginko pensaba en Tokio, siempre en movimiento. Podría volver a formar parte de aquello, si así lo quisiera.

—En cualquier caso, piénselo bien. Me gustaría ayudarla en lo que pueda.

Roland pasó la noche en Setana, y a primera hora de la mañana siguiente partió rumbo a Emmanuel. Desde allí, tomó el camino de regreso a Hakodate.

—¿Qué te parece la idea de probar suerte en Sapporo? —Era tarde cuando Ginko y Shikata se fueron a dormir. Ginko intentó descifrar la expresión en el semblante de Shikata mientras éste hablaba, pero permanecía oculto en la penumbra—. Tal vez deberías hacer lo que Roland te ha dicho.

—Estoy satisfecha con la vida que llevo aquí —mintió Ginko.

—Deberías ir. —Esta vez Shikata era más terminante.

—Pero ahora la clínica ya va mejor.

—Aquí puedes dejarlo todo como está, y marcharte un año a Sapporo para probar.

—¿Y tú qué harías durante todo ese tiempo? —Ginko no lo podía arrastrar consigo como si fuera su criado, pero dejarlo allí solo era impensable.

—He pensado que podría volver a estudiar.

—¿En Doshisha?

—Sí. No me he llegado a graduar; había pensado que podría volver para terminar.

—¿Te lo permitirían?

—No lo sé con certeza, pero tal vez puedan arreglarlo.

Habían pasado diez años desde que Shikata se había marchado de Kioto, desde que había dejado Doshisha para pedir la mano de Ginko en matrimonio. El joven de hacía diez años, decidido a conseguir el amor de su vida, tenía ahora casi cuarenta. Su tupido pelo negro estaba salpicado de canas, y en la frente le habían salido las primeras arrugas, como los anillos de crecimiento de los árboles.

—Bueno, si estás completamente seguro de que eso es lo que deberíamos hacer…

—Lo estoy. Estoy harto de dejar a medias todo lo que empiezo.

A principios del verano de 1903, Ginko cogió a Tomi y se marchó a Sapporo; pero colgó un cartel de «Cierre temporal» en la clínica y siguió pagando el alquiler. Al mismo tiempo, Shikata ponía rumbo a la Universidad de Doshisha, en Kioto.

Las acacias que custodiaban la estación de Sapporo estaban floridas y, cuando Ginko y Tomi pasaron por debajo, les cayeron pétalos blancos sobre los hombros. Ginko alquiló una casita de tres habitaciones colindante con un manzanar que había detrás de la Escuela de Agricultura. Fueron a la iglesia de Kitaichijo, donde Ginko acordó dar clases de japonés a un misionero y recibir clases de inglés a cambio. Ante ella parecía abrirse un mundo de posibilidades, y una esperanza renovada la invadió como cuando había aprobado el examen de licenciatura médica.

Taro Muya, ex profesor asociado de medicina interna en Kojuin el tiempo que ella pasó allí, era ahora director de planta en el hospital de Sapporo. A la semana de haber llegado, Ginko fue a ver a Muya a su hospital. Ya había oído rumores de que Ginko estaba en Setana y pronto iría a Sapporo. Hablaron un rato sobre Kojuin. Por duros que hubieran sido aquellos tres años para Ginko, vio que, veinte años después, los recordaba con cariño.

Al cabo de dos meses, volvió a visitar a Muya para comunicarle que pensaba abrir una clínica en Sapporo. Había pensado que él la podría ayudar, pero en vez de eso frunció el entrecejo y se sumió en sus pensamientos.

—Sapporo podría resultarte bastante difícil —acabó sugiriendo, de mala gana.

—Sí, cuento con ello.

—¿Así que Setana no tiene lo que buscas?

—Bueno… —Le explicó lo aislada que se sentía allí.

Muya asintió, y luego dijo:

—Espero que no te importe mi sinceridad, pero estudiaste medicina hace veinte años, y te marchaste de Tokio hace diez. En todo ese tiempo se ha progresado tanto que me avergüenza pensar lo que enseñaba antes en Kojuin. Las técnicas médicas que usábamos entonces se han quedado obsoletas, y los médicos jóvenes de hoy en día saben mucho más. He tenido que hacer un gran esfuerzo de estudio continuo para no quedarme rezagado. No quiero ser grosero, pero con todo lo que has pasado estos diez años en la colonia y de un sitio para otro dudo que hayas logrado ponerte al día con los nuevos avances médicos. Tal vez podrías arreglártelas en una zona rural, pero creo que te costaría empezar de cero en Sapporo.

Ginko miró al suelo, sin saber qué decir. Nunca había caído en esto. Muya le hizo ver algo en lo que ella no había pensado. «Me he confiado. Me ha podido mi autocomplacencia.»

—Odio decirlo, pero el hecho de que fueras una excelente estudiante de medicina hace veinte años no va a ser suficiente. —Entonces él había sido uno de sus profesores, y ahora no tenía por qué andarse con rodeos.

—Tiene razón. No he pensado en eso. —Estaba avergonzada de haberle revelado sus planes y haberlo forzado a ser tan franco.

—No, no. No estoy diciendo que no puedas abrir una clínica en Sapporo. Los hay que ejercen siguiendo los métodos de antes. Pero, como es lógico, la gente tiende a evitarlos. Y luego está el inconveniente de ser mujer. La medicina es más ciencia estos días, y en general las mujeres ya no temen ser atendidas por médicos, así que no es tanto una ventaja ser mujer y médico.

Ginko estaba disgustada por lo poco que sabía sobre los cambios que habían tenido lugar mientras ella estaba en la colonia de Emmanuel y en Setana:

—Lo entiendo perfectamente.

—Bueno, es sólo mi opinión profesional. Claro que, si decides seguir adelante con esto, haré lo que pueda en mi círculo por apoyarte.

—Gracias. Aprecio su interés y le estoy muy agradecida por su consejo.

Ginko salió de allí en cuanto pudo, aunque una vez fuera no se sintió mejor. Se sonrojó avergonzada al pensar en su exceso de confianza. «Supongo que levanté los pies del suelo sin darme cuenta.» El viento frío del otoño empezó a soplar en Sapporo cuando caminaba por la ciudad, y se sintió más vieja que nunca.

A finales de septiembre, Ginko dejó su casa alquilada y volvió a Setana. Llevaba tres meses fuera. Su inglés no había alcanzado un nivel satisfactorio, pero decidió dejarlo de lado. Lo que buscaba yendo a Sapporo era, sobre todo, estudiar la posibilidad de abrir allí una clínica; mejorar su inglés oral había sido algo secundario. No tenía razones suficientes para quedarse en Sapporo. Había sido demasiado ambiciosa, y se sentía como una idiota.

Al contemplar por la ventana del tren el atardecer otoñal sobre los campos y los árboles dispersos en las llanuras, no vio casas ni indicios de gente. Parecía como si los campos se extendieran hasta el infinito. Ella y Tomi habían comido lo que habían comprado en Otaru, y ahora Tomi se había quedado dormida a su lado.

«Si no hubiera ido a Sapporo y visto a Muya, seguiría creyéndome capaz de todo. No dejé pasar por alto un consejo de lo más descabellado, que me llegó de casualidad, sólo por mi exceso de confianza y mi orgullo. Pero me he quedado en la retaguardia y seguramente he perdido el tren.»

Ahora veía dónde acababan los campos, cuando se dirigían al oscuro bosque.

Ginko volvió a abrir su clínica de Setana. Puede que el ejercicio de la medicina hubiera cambiado con los años, pero ella no tenía otra manera de ganarse la vida. De momento, se pondría a trabajar y se olvidaría de Tokio y Sapporo.

La primavera siguiente, Shikata se graduó por la Universidad de Doshisha y volvió a Hokkaido con el título de pastor. Sin embargo, tras haber pasado sólo diez días en Hokkaido, fue enviado a ejercer como pastor en una iglesia de Urakawa, cargo que asumió él solo. Ahora que era pastor, él y Ginko estaban destinados a vivir separados; pero se consolaban con la idea de que, al menos esta vez, ambos estaban en Hokkaido.

Ginko y Tomi siguieron en Setana con su vida monótona, pero tranquila. Como siempre, llegaban cartas de Shikata a un ritmo de una al mes, y las respuestas de Ginko eran enviadas aproximadamente al mismo ritmo. La guerra ruso-japonesa había estallado en febrero de 1904 y, una vez más, el país sólo tenía ojos para el conflicto. Sin embargo, la vida de Ginko no se vio nada alterada. Trataba a sus pacientes y, en su tiempo libre, leía la Biblia y estudiaba inglés. También retomó sus actividades con la Sociedad de Virtudes Femeninas.

En julio de 1905, Shikata abandonó su puesto de pastor y regresó para instalarse como pastor independiente en las montañas forradas de cipreses que arropaban a Setana. Desde finales de agosto empezó a visitar remotas colonias, donde predicaba y repartía Biblias.

A mediados de septiembre Shikata volvió a casa quejándose del frío, tras una caminata de diez horas en la zona septentrional de la región, y se fue directo a la cama. En más de diez años de matrimonio, Ginko lo había visto ponerse enfermo sólo una vez, por un resfriado que había cogido aquel invierno en Kunnui.

Ginko le miró la temperatura y vio que tenía un poco de fiebre. Enseguida le preparó la medicación y una almohada fría, luego lo dejó descansar. Al día siguiente, la fiebre le había bajado un poco, pero se sentía falto de energía. Sin embargo, a mediodía tenía una reunión con los congregacionalistas de Emmanuel, y se levantó para ir.

—Deberías quedarte en casa —le dijo Ginko.

—No puedo. Todos me esperan.

—Pero ¿y si te pones peor?

—¡Nunca he pospuesto una reunión por tonterías como ésta! —Shikata se echó a reír, con mucha confianza en su corpulencia, y se marchó.

Entrada la tarde, Yojiro Maruyama lo trajo a casa a caballo, con el rostro rojo y los ojos vidriosos. Ginko vio a primera vista que tenía mucha fiebre. Le preparó la cama y lo acostó sin pérdida de tiempo. Shikata cerró los ojos, exhausto. Tenía la temperatura alta y el pulso acelerado. Ginko le puso una inyección para bajarle la fiebre y aliviarle el dolor, pero la fiebre no remitió. Su respiración era rápida y superficial, y parecía pesada. Cuando le auscultó el pecho, oyó fluido en sus pulmones. Ginko pensó que era neumonía, pero no estaba segura. Ésa no era su especialidad médica y, alarmada ante el hecho de que alguien tan cercano estuviera enfermo, no confiaba en su propio criterio.

Yojiro fue a buscar al doctor Nomura, de la clínica que había frente a la escuela de Tomi. El diagnóstico del doctor Nomura fue neumonía; recetó a Shikata otra inyección y más medicamentos. Ginko puso agua a hervir y calentó el pecho de Shikata con toallas húmedas.

Pasó la noche a su lado, cambiándole las compresas cada hora. Shikata no abrió los ojos y acabó quedándose dormido, pero la respiración seguía siendo acelerada y superficial.

Por la mañana, la fiebre le había bajado ligeramente, pero por la tarde se le volvió a disparar. Shikata estaba muy débil. Tenía los ojos y las mejillas hundidos, y el cabello parecía más cano de lo habitual. De vez en cuando, al toser, expulsaba flemas sanguinolentas. Era como si su cuerpo, que tanto había soportado durante años, se hubiera consumido de una sola vez. Ginko no dejaba de ponerle compresas calientes y administrarle la medicación, siempre rezando.

La tarde del cuarto día, Shikata perdió la conciencia.

Murmuró: «Duele», y levantó un poco las manos, como queriendo coger algo en el aire. Luego llamó: «¿Sensei?» en la oscuridad que lo envolvía.

—¿No podemos hacer nada? —presionó Ginko al doctor Nomura. Pero Nomura no respondió. Sin apartar sus ojos del rostro de Shikata, frunció el entrecejo—. ¡Por favor, haga algo por él! —imploró, olvidando que ella también era médico.

Shikata murió poco después de las ocho de aquella tarde, el 23 de septiembre de 1905. Ginko sacudió el cuerpo súbitamente inerte de su marido, llamándolo por su nombre, pero no logró despertarlo. Tenía cuarenta y un años.

Ginko enterró a Shikata en una colina del norte de Emmanuel. Desde allí podría ver la colonia que tantas penurias le había costado y el blanco resplandeciente del río Toshibetsu.