CAPÍTULO 9

En noviembre de 1875 la Escuela Normal Superior Femenina de Tokio (actualmente, Universidad Femenina de Ochanomizu) abrió sus puertas en Ochanomizu Hongo, Tokio.

En la primera clase del curso había setenta y cuatro mujeres, incluida Gin. A la ceremonia de apertura asistió la emperatriz viuda, que compuso un poema para la ocasión:

Espejos y bolas de cristal

de nada sirven sin pulir.

A nuestra mente lo debemos aplicar.

Antes había habido otra institución para mujeres, la Escuela Femenina de Tokio, fundada en Takebashi el año 1872, en una época en que el gobierno Meiji había centralizado la educación nacional.

La directriz que regulaba la educación decía que «salvo en centros de enseñanza primaria, hombres y mujeres debían ser educados por separado». Era una vuelta a la ley que el gobierno Tokugawa había dictado en su día: «niños y niñas separados después de los siete años»; una medida que seguía sometiendo a la mujer al poder del hombre, y que la nueva política del gobierno Meiji adoptaba casi sin cambios. Permaneció en vigor hasta que la actual constitución japonesa quedó instaurada después de la Segunda Guerra Mundial.

En una atmósfera tan hostil para la educación de las mujeres, era casi un milagro que se pudiera fundar una Escuela Normal, o lo que ahora se llamaba Escuela de Capacitación Docente Femenina. Pero la escuela abrió sus puertas, aunque no hubiera aún uniformes ni insignias para las alumnas y la mayoría asistiera cada día a clase con ropa de algodón o seda común, y los efectos personales envueltos en tela.

Gin y todas las mujeres de aquellos primeros años, sin excepción, tuvieron que hacer frente a cierto grado de oposición por parte de sus familias. La época se consideraba paradigma de la civilización y la ilustración, pero lo era sólo en determinados sectores de la sociedad de Tokio y Yokohama. En el resto de Japón, las viejas maneras de pensar seguían aún muy arraigadas.

La actitud dominante hacia la educación de la mujer era evidente en refranes populares como «Hija estudiosa, vergüenza de la familia» y «Las mujeres, en casa». Una escuela que formase a mujeres educadoras generaría, sin lugar a dudas, un tipo de mujer que entonces era impensable.

Por estas y otras razones, todas aquellas chicas iban en contra de la voluntad de sus padres y, en consecuencia, algunas incluso habían llegado a ser repudiadas por sus familias. Tenían su orgullo y mucha fuerza de voluntad. Eran enérgicas pioneras con la firme convicción de que en sus manos estaba el futuro de la educación femenina japonesa. También se las podía describir como un exigente puñado de mujeres jóvenes: todas compartían un fuerte espíritu competitivo y gran motivación. De más está decir que Gin se encontraba a gusto entre ellas.

Al empezar el curso, Gin aprovechó para cambiarse el nombre y así se convirtió en Ginko Ogino. Llevaba un tiempo disconforme con el hecho de que a las mujeres les pusieran nombres cortos y fáciles de pronunciar, casi como si de un perro se tratara. No compartía la idea de que la mujer tuviera nombre sólo para que el esposo o la suegra la pudieran llamar cuando necesitaban darles órdenes.

—Los nombres de mujer deberían escribirse con los elegantes caracteres chinos con que se escriben los de los hombres.

Su opinión sobre esto se había reafirmado al ver el listado de alumnas en la Escuela Femenina de Kofu. Era lamentable que todas tuvieran nombres tan simples como Yai o Sei. Un ejemplo más de la idea dominante de la época: cuidar de los hombres y despreciar a las mujeres. Cuantas más vueltas le daba Gin, más furiosa se ponía. El nombre de Gin no impresionaba; no era el nombre de una mujer destinada a abrir un nuevo camino para la sociedad. Así que, a los diez días de empezar el semestre, y después de mucho pensarlo, pasó a escribir su nombre como Ginko.

—Entonces, ¿cuál? —le preguntó el profesor, perplejo, cuando ella trató de corregirlo.

—En el libro de familia consta Gin, pero ahora Ginko me queda mucho mejor. Voy a pasar una página de mi vida y quiero convertirme en una nueva mujer.

—Ya.

La Escuela Normal Superior Femenina de Tokio tenía un plan de estudios de cinco años, y los cursos estaban divididos en diez niveles que abarcaban muchas asignaturas, entre ellas: geografía, historia, física, química, ética, comprensión lectora, caligrafía, dictado, redacción, matemáticas (aritmética, álgebra y geometría), economía, historia natural, teoría educativa, contabilidad, salud, artesanía, canto, gimnasia, métodos de enseñanza y formación práctica.

El elevado número de asignaturas implicaba que había mucho que memorizar, típico en los planes de estudio de la época. Además, los profesores eran todos esforzados eruditos deseosos de llenar a sus alumnas de conocimientos, así que la carga de información era considerable. No era raro que el profesor de matemáticas asignara a las alumnas doscientos problemas de álgebra como deberes, pero ellas perseveraban con paciencia. La inteligencia natural y el esfuerzo superior de Ginko pronto la hicieron aventajar a las demás y ser la mejor de la clase. Sin embargo, independientemente de la dedicación con que todas trabajaran, siempre faltaba tiempo.

En la residencia dormían cinco mujeres por habitación. Las camas estaban alineadas a ambos lados; y sus escritorios, en el centro, colocados en hileras frente a frente. Como iluminación, sólo tenían una lámpara con una vela que ardía en aceite de colza. Ginko se enfrentaba continuamente a la competitividad de sus compañeras de clase, y pronto descubrió que el tiempo de estudio asignado antes del «¡apaguen las luces!» no bastaba para que ella pudiera mantener su liderato. A la cabecera de la cama de cada alumna había un armario de casi un metro para guardar la ropa de cama durante el día. Así que, entrada la noche, Ginko se levantaba y se metía a escondidas en su armario con sólo una vela por luz ante la cual se encogía, acurrucada sobre un libro, mientras sus compañeras de habitación dormían profundamente. Su cuerpo menudo se perfilaba sobre la pared del armario, y la única parte de Ginko claramente visible eran aquellos ojos brillantes que reflejaban la luz.

Una sola vela duraba dos horas. Ginko hacía esto sólo cada quince días para evitar que sus compañeras de habitación empezaran a darse cuenta y la imitaran. El hábito enseguida se impuso en otras habitaciones, y en menos de un mes Ginko tuvo que ir a ver a la directora de la residencia.

—Es usted la que ha empezado, ¿verdad? No me quejo de que estudie, pero debe recordar que la noche es para dormir. Y lo que es más, ¿qué pasaría si se quedara usted dormida con esa vela encendida en un espacio cerrado tan pequeño y provocara un incendio?

—Lo siento.

—Entiendo que quiera estudiar, pero debo pedirle que deje de hacer esto. —Más que regañar a Ginko, la directora parecía pedirle su colaboración.

—Le prometo que no volverá a ocurrir —se disculpó Ginko, alarmada ante la competitividad entre compañeras de clase que su inocente hábito sin importancia había desatado.

Durante un tiempo, Ginko no hizo nada de noche que hubiera que lamentar; se limitó a dormir. Pero muchas veces se desvelaba después de una pesadilla, incapaz de conciliar el sueño. Cuanto más lo intentaba, más despierta estaba, así que discurrió un nuevo plan. Cuando se despertaba por la noche, cogía el libro que había dejado junto a la almohada y se iba al cuarto de baño. A aquellas horas estaba totalmente en silencio, y en el centro de la estancia ardía una lámpara. Aunque no olía muy bien, Ginko se ponía a leer su libro en pie bajo la lámpara y esperaba que así le volviera a entrar el sueño.

A principios de 1876, cuando Ginko ya se había adaptado a la vida de la escuela, fue a hacer una visita de Año Nuevo a Yorikuni Inoue. Aunque se habían separado de manera un tanto desagradable, ella sabía que era de buena educación ponerlo al corriente de sus actividades.

Esperó hasta pasados los diez primeros días del nuevo año, en que la afluencia de visitas fuera a menos, luego compró algunos de los monaka[15] favoritos de Yorikuni en la pastelería Eisendo de Shitaya y se dirigió a su casa.

Los setos habían perdido su verde radiante con el frío del invierno; sin embargo, ni el jardín ni la casa de Yorikuni habían cambiado. Ginko abrió la puerta principal y llamó: «¿Hola?» No recibió respuesta, y la inquietud se apoderó de ella cuando volvió a llamar.

Esta vez respondió una voz de mujer:

—¿Sí? —Apareció la vieja criada—: ¡Ah, pero si es la señorita Ogino!

—Siento haber estado tanto tiempo desaparecida.

—Me dijeron que estaba en Kofu.

—Sí, es verdad. ¿Y el profesor Inoue?

—¡Ah, sí!, está aquí. Le diré que has venido. Se alegrará de verla. —Se alejó rápidamente, presa de los nervios, y desapareció en la oscuridad. El silencio volvió a reinar en la entrada.

En la espaciosa entrada, Ginko vio que había sólo un par de geta: las grandes que usaba Yorikuni. No había rastro de nada bonito que pudiera pertenecer a una mujer. Debía de seguir soltero. Ginko sintió una ligera sensación de alivio.

Yorikuni conservaba su tamaño habitual. Aunque llevaba un vistoso kimono, el cuello le colgaba como siempre.

—¿Así que estás en la Escuela Normal Superior Femenina?

—¿Ya lo sabía?

Yorikuni asintió con la cabeza:

—El mundo académico es pequeño —rió, tomándole el pelo.

Ginko se sonrojó. Aunque ya no era su profesor, lo había sido en el pasado. Debería haber venido antes para ponerlo al corriente. Pero él no parecía ofendido.

Yorikuni llamó a la criada:

—Tenemos galletas de las que tanto gustan a la señorita Ogino, ¿verdad?

—Por favor, no se moleste…

—No es molestia. Compramos algunas karinto esta mañana. No es que me entusiasmen, pero cuando el vendedor ambulante pasa por aquí siempre acabo comprándoselas muy a mi pesar —se rió.

Yorikuni sólo le había preguntado una vez qué le gustaba, y en todo este tiempo no había olvidado su respuesta: las karinto. Igual que Gin había recordado la del profesor y le había traído monaka de la pastelería Eisendo.

—Apuesto a que te tienen ocupada.

—Hay muchas asignaturas.

—Pero estoy seguro de que te las apañas bien. Perdóname un momento: voy al lavabo. —Se levantó, y las escaleras crujieron al bajar. Nada había cambiado en aquella casa ni en la gente que la habitaba.

—Aquí tiene —dijo la anciana criada, que traía las galletas en una bandeja y le puso un platillo delante.

—¿El profesor Inoue aún no se ha vuelto a casar? —le preguntó Ginko. Quiso asegurarse.

—No, aún no.

—¿Y hay alguna candidata a la vista?

—Bueno, ha habido varias, pero él dice que no le gusta ninguna o que más bien le traen sin cuidado. No parece nada interesado.

—¿En serio? Pues sería mejor que se apresurara a buscar a alguien, ¿no? También debe de ser una presión para usted. —Ginko dijo aquello con aire de preocupación, pero en su fuero interno se alegraba de que siguiera soltero.

Aunque sus estudios representaban todo un reto, las alumnas de la Escuela Normal Superior Femenina de Tokio hallaban tiempo para otras actividades. Después de cenar, o en días de poca carga académica y tardes de domingo, las compañeras de clase se reunían y debatían sobre las últimas actividades del movimiento Meiji o el papel de la mujer en la sociedad. A diferencia de las conversaciones de la mayoría de las mujeres, rara vez tocaban temas como la moda o los hombres.

Una de las compañeras de habitación de Ginko, una mujer menuda de nombre Shizuko Furuichi, era callada y reservada en comparación con las demás alumnas, por lo general directas. A sus veinticinco años, Ginko era una de las alumnas mayores de la clase y, como Shizuko tenía veintitrés, se sentía un poco más unida a ella que a las más jóvenes. A veces Ginko intentaba hablar con ella, pero Shizuko nunca respondía con más de lo imprescindible. Su rostro siempre estaba pálido, y en su mirada normalmente gacha había vestigios de una angustia vital.

Una tarde de domingo, Ginko había ido a ver a Ogie para pedirle prestado el primer volumen del nuevo y polémico An Encouragement of Learning [Fomento del aprendizaje], de Yukichi Fukuzawa. Luego regresó a su habitación y encontró a Shizuko allí sola, sentada a su escritorio.

—¡Qué trabajadora! —Ginko se acercó para ver qué estudiaba un domingo, y Shizuko levantó rápidamente la cabeza, sorprendida. Tenía ojeras, y regueros de lágrimas le resbalaban por la cara—. ¿Qué pasa?

A Ginko le, preocupaba que hubiera ocurrido algo mientras las demás estaban fuera, pero Shizuko se limitó a negar con la cabeza y se volvió para mirar por la ventana. La zelkova, de follaje verde a primeros de otoño, parecía desnuda y encogida bajo el tenue sol de invierno.

—Me preocupas. Dime qué te pasa. —Al bajar la mirada a la delgada nuca de Shizuko, de repente Ginko se sintió como su hermana mayor—: Si hay algo que yo pueda hacer, estaré encantada de ayudar.

—Imposible.

—¿Cómo puedes decir eso sin siquiera haberme dado una oportunidad? Su rechazo hizo que Ginko pusiera todo su empeño en descubrir qué se escondía tras la angustia de aquella joven. Además de su resuelta devoción por el estudio, Ginko tenía un lado humano que casi había caído en el olvido.

Convencida por la preocupación de su compañera, Shizuko empezó a explicarse. Arinori Mori, un ex enviado de Japón en Estados Unidos, había regresado a su país; más tarde se convertiría en ministro de Educación, pero en esos momentos era un político con mucho futuro. Tenía opiniones progresistas e ideas que había traído consigo del extranjero, y recientemente había sorprendido a muchos con su decisión de romper con la arraigada tradición japonesa del matrimonio para firmar un contrato matrimonial con una mujer llamada Tsuneko Hirose. El contrato decía lo siguiente:

Tsuneko Hirose, de la prefectura de Shizuoka y diecinueve años y ocho meses de edad, por la presente pacta un contrato de matrimonio con Arinori Mori, de la prefectura de Kagoshima y veintisiete años y ocho meses de edad. Con autorización paterna de ambas partes, hoy, 6 de marzo del año 2535 después de la subida al trono del emperador Jinmu, en presencia del gobernador de Tokio Ichio Okubo y de amigos y familiares, las dos partes juran estar casadas. Las condiciones del contrato matrimonial son las siguientes:

Artículo 1. Arinori Mori tomará a Tsuneko Hirose por esposa, y Tsuneko Hirose tomará a Arinori Mori por esposo.
Artículo 2. Mientras las dos partes del contrato vivan y no renuncien a las condiciones aquí expuestas, se amarán y respetarán como marido y mujer.
Artículo 3. De los bienes del señor y la señora Mori, nada debe ser prestado o vendido a terceros sin consentimiento del cónyuge.

Si una de las partes incumple alguna de las condiciones de este contrato, la otra será libre para solicitar la separación legal.

Tokio, a 6 de marzo de 1875

Arinori Mori y Tsuneko Hirose

Testigo: Yukichi Fukuzawa

No era muy diferente del juramento matrimonial de hoy en día, pero en aquella época representaba una impresionante innovación, y el hecho de que tuvieran un testigo —nada menos que Yukichi Fukuzawa— lo hacía aún más interesante.

Ese matrimonio se había celebrado la primavera del año anterior, así que Ginko ya había oído hablar de aquello. Por lo general, la mayoría de los fracasos matrimoniales en Japón se debía a infidelidad, tiranía o egoísmo por parte del hombre, y Ginko, a quien le habían sido robados el idealismo y la pasión de su propia juventud, bien lo sabía. Apoyaba incondicionalmente los sentimientos del contrato, y también la fascinaban la integridad y la valiente postura de Arinori Mori. Sin embargo, de fondo había algo bastante diferente.

—Me avergüenza decir esto, pero en su día él y yo estuvimos prometidos y mantuvimos relaciones físicas.

—¿Es eso cierto?

Ginko se sorprendió, aunque no podía creer que Shizuko dijera algo así si no era cierto. ¿Quién iba a pensar que a la sombra de este polémico acontecimiento hubiera una mujer que había sido despreciada y, resignada a permanecer soltera, ahora estudiaba para ganarse la vida como profesora? Aquello desconcertó a Ginko, que había considerado a Arinori Mori el hombre de Estado de la nueva era.

—No importa lo alto que pueda ser el cargo que ocupa en el gobierno, es imperdonable que trate así a alguien. ¿Su nueva esposa, Tsuneko, está al corriente?

—Creo que sí.

—Entonces es igual de horrible. —Ginko pronunció estas palabras con tal vehemencia que parecía ella la ultrajada. Había llevado su propio divorcio en silencio, convencida de que no le quedaba más remedio y de que era la cruz que debía soportar como mujer; pero las cosas habían cambiado. Seis años habían dado a Ginko seguridad en sí misma y coraje.

—Venga. Iré contigo.

—¿Adónde?

—A ver a Mori.

Shizuko enmudeció. ¿Con qué propósito? Él ya estaba casado a ojos de todo el mundo.

—No tienes por qué tolerar lo que ha pasado y sufrirlo sola. Nos reuniremos con él en persona y negociaremos unas condiciones.

—Pero ¿no es demasiado tarde?

—Bueno, ahora él está comprometido con Tsuneko, así que seguramente no hay manera de recuperar su cariño. Pero, aun así, deberíamos pedirle algo para poner a prueba su buena fe.

—¿Buena fe?

—Si eso no funciona, al menos debería darte dinero a modo de disculpa. En Occidente, lo hacen por norma.

—Pero eso… —Shizuko aún no veía la situación con la claridad de Ginko. Seguía enamorada de él y no lograba odiarlo, después de todo lo que le había hecho.

—Si no te ves capaz de ir tú, entonces déjamelo a mí. Te prometo que no empeoraré la situación.

Ginko estaba tan motivada que, una vez decidida cuál sería su manera de actuar, ya no podía parar. Hizo dos visitas fallidas a la residencia oficial de Arinori Mori, pero a la tercera fue la vencida. Al principio, cuando se había presentado como una estudiante de la Escuela Normal Superior Femenina de Tokio que quería hablar con el señor Mori sobre un asunto personal, la secretaria la había ignorado; pero, en la tercera visita, ésta se vio obligada a ceder y anunciarla a Arinori.

—Me pregunto de qué se trata. Bueno, hágala pasar.

La secretaria había mencionado que su visitante era guapa y menuda, y eso había despertado el interés de Arinori. Con un kimono nuevo de seda y una hakama marrón rojizo atada al pecho, atuendo comprado con el dinero que había ganado en Kofu, Ginko se presentó ante Arinori.

—Bueno, tome asiento —dijo Arinori, bastante dandi en traje azul marino y pajarita.

Tras pronunciar su nombre, Ginko lo miró a los ojos y fue al grano:

—No he venido a verlo para hablar de mí, sino de una amiga con la que comparto habitación.

—¿Su amiga? —Arinori preguntó cautelosamente, mientras sacaba un cigarrillo al estilo occidental.

—Shizuko Furuichi.

—¿Shizuko? —Arinori se estremeció.

—No necesita que alguien como yo le hable de ella, porque seguramente usted, señor, la conoce mejor.

—¿Y de qué se trata?

—Ella no deja de pensar en usted, señor, y de llorar. Le dio todo lo que una mujer puede ofrecer, y ahora se marchita. Pasará sola el resto de su vida. Se marchita por usted, señor. —Ginko olvidó por completo el cargo del hombre que tenía delante. Censuraba a su propio ex marido y a los hombres como él.

—Shizuko ha decidido que jamás se casará con ningún otro. Sólo piensa en ganarse la vida como profesora, una mujer soltera y solitaria. Le ha destrozado la vida. Y en cambio usted, señor, apenas ha reparado en construir y mantener un nido de amor con otra mujer, ocultando la mentira tras su contrato matrimonial.

Arinori miró con asombro a aquella bola de fuego que le soltaba un sermón incendiario. Ginko nunca le dio la oportunidad de réplica.

—Es usted un maldito hipócrita. Un enemigo de las mujeres. —Habiendo dicho esto, Ginko hizo una pausa para respirar.

Las mejillas se le encendieron de la emoción, y Arinori se quedó prendado. Ginko era la clase de mujer que a él le gustaba: se habría sentido atraído por ella con sólo mirarla a la cara. «Si la pudiera ver desnuda, sería aún más atractiva», pensó. Pese a aquel ataque visceral, no se sentía nada ofendido. Al contrario, admiraba su coraje y entusiasmo. Si fuera un hombre, ya la habría puesto de patitas en la calle, o metido entre rejas por insultarlo así. Con él, las bellezas tenían ciertos privilegios.

—¿Y qué quiere que haga yo al respecto? —preguntó Arinori, entrando en razón.

—Que ayude a Shizuko, por favor.

—¿Que la ayude?

—Cásese con ella.

—No puedo hacerlo, y usted lo sabe perfectamente.

—Entonces, al menos ofrézcale apoyo económico.

—Ya… Dinero de consolación. —Ahora Arinori no tenía ninguna relación con Shizuko, y mucho menos de tipo sentimental, y no había ley que lo obligara a cumplir un acuerdo verbal.

—Al menos, espero que acepte usted mantenerla hasta que se licencie por la Escuela Normal Superior Femenina.

Puede que Gin hubiera sido cruel, pero en realidad no había pedido gran cosa. Arinori Mori estaba en la cumbre de su carrera, y Shizuko, una insignificante alumna, tenía más bien poca categoría en comparación. Aun así, debía reconocerle a Ginko su valor.

—De acuerdo. Acepto. —Arinori se encogió de hombros al exagerado estilo norteamericano y le dedicó una sonrisita, con la que delataba su juventud. «Es agradable tener delante algo bonito y no a un acartonado burócrata con un informe aburrido», pensaba mientras se arrancaba un pelo de la nariz. Ginko llegó a la conclusión de que, en el fondo, lo habían marcado sus viajes a Occidente.

—En ese caso, me marcho. Le ruego que acepte mis disculpas por el lenguaje subido de tono.

No tenía sentido quedarse ahora que la conversación había llegado a su fin. Ginko se levantó y se despidió con una educada reverencia.

Ginko se aseguró de que su amiga Shizuko tuviera pagados los estudios, y a partir de entonces fueron como hermanas. Sin embargo, la propia Ginko pasaba apuros económicos. Solicitar que a su amiga le fuera pagada la matrícula durante los cursos siguientes se le había ocurrido tan rápido porque tenía sus propios gastos en mente.

Ginko se había ganado el sustento trabajando en la Escuela Naito de Kofu. Su sueldo no daba para mucho, pero como supervisora de la residencia conseguía ahorrar de dos a cuatro yenes al mes. Cuando retomó sus estudios, se gastó más de la mitad de sus ahorros en un nuevo kimono y en libros. Se le había pasado por la cabeza buscar algún tipo de trabajo que pudiera hacer en casa, pero la escuela no le dejaba tiempo para eso. Con una beca se pagaba la matrícula, y sólo necesitaba dos yenes al mes para vivir en la residencia; eso no le daba margen para comprar ropa nueva o libros caros. Ahora, al sexto mes de su primer curso allí, ya casi no le quedaba nada.

Si pedía dinero a su familia de Tawarase, podía contar con que le enviarían tres o cuatro yenes al mes. Pero Ginko se había ido de casa desheredada. Odiaba pensar en su hermano y la esposa lamentándose: «¿No dijimos ya que esto iba a pasar?» El orgullo no le permitiría pedirles ayuda, aunque tampoco tuviera ningún otro sitio al que acudir.

Finalmente, decidió escribir y pedir a su hermana Tomoko, afincada en Kumagaya, que le enviara tres yenes al mes durante los tres años siguientes. Como Tomoko se había casado con la familia de un sacerdote shinto, se lo podría permitir. Tomoko enseguida envió una respuesta de aceptación, en la que decía a Ginko que a finales de cada mes fuera a recoger el dinero a casa de los Kino, una familia con la que tenían trato en el distrito Monzen-Nakacho.

Tomoko concluía la carta con un «¡Nunca renuncies a tu sueño!». Ginko sintió una opresión en el pecho. Su hermana nunca la había abandonado, e incluso ahora cuidaba de ella, la protegía.

El excesivo volumen de trabajo tuvo como resultado una tasa de abandono escolar de unas diez alumnas al año. La mayoría había obtenido el certificado de estudios primarios y luego había estudiado los clásicos chinos en casa con sus padres o hermanos mayores. No todas querían ser profesoras; muchas se habían matriculado simplemente porque no había ningún otro lugar donde las mujeres pudieran estudiar. Venían de hogares ricos, y no tenían la acuciante necesidad de graduarse o de obtener una licencia para impartir clases. Dejar la carrera a medias afectaba muy poco a sus vidas; de hecho, los padres solían aprovechar para casarlas lo antes posible.

Ser profesora tampoco era el objetivo de Ginko. Estaba más decidida que nunca a licenciarse en medicina, y de momento se limitaba a sentar la base académica. Esto la diferenciaba de las mujeres menos aplicadas de la escuela, cuyo posible recurso al matrimonio no entraba en sus planes. A Ginko no le quedaba otra alternativa que seguir adelante.

En febrero de 1879, Ginko se licenció con honores por la Escuela Normal Superior Femenina de Tokio. La clase había empezado con setenta y cuatro alumnas, pero sólo quince habían llegado a graduarse.

En la ceremonia de graduación el director, profesor Nagai, les preguntó una por una a qué aspiraban en el futuro.

—Quiero ser médico.

A Ginko le daba demasiada vergüenza decir aquello en voz alta cuando estudiaba con Yorikuni, pero ahora ya le traía sin cuidado. En parte, porque se había hecho más fuerte; y en parte, porque los tiempos habían cambiado lo bastante para que una mujer pudiera tener ambiciones y no ser tratada con desprecio.

—¿Es eso cierto? ¿Una mujer médico? —dijo el profesor Nagai, mesándose pensativamente el bigote—. ¿Y cómo piensa usted lograrlo?

—Quiero ir a la escuela de medicina.

—Ya.

Entonces se empezaban a abrir las primeras universidades públicas, y las pocas escuelas privadas de medicina no aceptaban mujeres.

—Todos mis estudios van encaminados a convertirme en médico.

—Pero piense que corre usted el riesgo de ser repudiada por su familia.

—Demasiado tarde.

—Ya.

—¿No hay manera de lograrlo? —Ginko tenía claro que sus estudios no terminaban aquí… para nada. Pero tenía casi veintiocho años, y el tiempo apremiaba.

—El problema está en el gobierno, así que un profesor de universidad como yo no le servirá de gran cosa. Sin embargo, conozco a una persona que podría ayudarla. Le prepararé una recomendación: ¿iría a verla si lo hago?

—¿De verdad haría eso por mí?

—Mañana tendré una carta de recomendación lista para usted. Aunque no sé si servirá de mucho.

—Le estoy muy agradecida, gracias. Lo intentaré.

—Con un cerebro como el suyo, probablemente llegue a médico. Es una lástima que sea mujer. —El profesor Nagai miró el inteligente rostro de Ginko y suspiró.

La recomendación del profesor Nagai iba dirigida a Tadanori Ishiguro, director del Hospital Quirúrgico del Ejército y persona influyente en el mundo médico de aquel entonces. Ginko dudaba si visitarlo a su despacho, en el Ministerio de Defensa y seguramente concurrido por militares que iban y venían. Prefirió ir a verlo a su residencia particular; la segunda vez que lo intentó estaba en casa, así que al fin tuvo la oportunidad de conocerlo.

Ishiguro era un hombre de mandíbula prominente y aspecto sobrio. Leyó la carta de recomendación del profesor Nagai, murmuró: «Ya» y asintió con la cabeza.

—¿Así que es usted Ginko Ogino? —Como correspondía a un hombre que había sobrevivido al levantamiento de la Restauración Meiji y salido bien parado, su voz profunda retumbó en toda la casa—. Encantado de conocerla.

Su imponente presencia hacía que Ginko se sintiera incómoda. Era bastante distinto de los profesores que había en la Escuela Normal Superior Femenina de Tokio.

—Tengo que darle la razón. En términos generales, las mujeres son tímidas y bastante reacias a cualquier reconocimiento ginecológico. Ni yo mismo sé manejar la situación. Sería tremendamente beneficioso contar con una mujer médico para esta clase de problemas. En la escuela de medicina no se enseña nada que una mujer no sea capaz de aprender, así que no veo por qué las mujeres no pueden licenciarse en medicina.

Ginko comprendió con alivio que aquel hombre, un estudioso del moderno campo de la medicina occidental, estaba abierto a ideas nuevas.

—Por cierto, ¿a qué escuela quieres ir?

—Me matricularía encantada en cualquier escuela de medicina que me ofreciera una plaza.

—Como sabes, de momento en ninguna de las escuelas se aceptan mujeres. Desconozco si pronto podré conseguirte una plaza, pero lo comprobaré.

—¿Cree que podría haber una?

—No lo sé. Y, como no lo sé, tendré que ponerme a buscar.

Ginko, que tanto apreciaba aquella actitud abierta, le dio las gracias y se marchó.

Una semana más tarde, a principios de marzo, Ginko volvió a tener noticias suyas. Fue a verlo enseguida, y con su retumbante voz él le dijo:

—He probado en muchas escuelas, pero ninguna, estaba dispuesta a aceptar a una mujer como alumna.

Ginko asimiló aquello con un decepcionado silencio.

—Sólo Kojuin, en Shitaya, dijo que te concedería una plaza.

Ginko se levantó de un brinco:

—¿En serio?

—Estés de pie o sentada, ésa es la noticia que tengo que darte; así que ¡haz el favor de sentarte!

Ginko volvió a tomar asiento rápidamente.

—Al principio se negaron, alegando la disciplina moral masculina y otros inconvenientes para la mujer; pero dijeron que, como la petición venía de mí, no les quedaba más remedio que aceptar. —Saltaba a la vista que Ishiguro estaba satisfecho consigo mismo, y no era para menos.

—Muchísimas gracias.

—Conozco bien al director de esa escuela. Tsunenori Takashina: un hombre excepcional. Aunque un poco difícil de complacer.

Al fin Ginko daba un paso más hacia el título de médico. Medio mareada, miró a Ishiguro con ojos brillantes.

—Deberías ir a verlo uno de estos días.

—Iré cuanto antes. —Ginko hizo una gran reverencia.

Ginko fue a ver a su antiguo profesor, Yorikuni, para hacerle saber que entraría en Kojuin. Sería cuestión de poco tiempo que él se enterara, ya que el director también era médico de la corte imperial y Yorikuni solía tratar con él. Pero ella no iba a verlo sólo para intercambiar saludos cordiales y decirle que pronto empezaría su formación médica; también quería saber cómo estaba.

—¿De verdad? ¿Vas a estudiar medicina occidental? —Aquélla era la primera vez que revelaba a Yorikuni su aspiración de ser médico, y él la escuchaba con el semblante serio y los brazos cruzados. Incluso un defensor de la medicina china como Yorikuni debía aceptar que la medicina occidental se adecuaba a los tiempos que corrían—. Pero te llevará mucho tiempo —murmuró.

—¿Cómo?

—Quiero decir, que todavía te quedan años de estudio por delante. —Una vez Ginko se graduara por la Escuela Normal Superior Femenina, Yorikuni tenía intención de volver a proponerle matrimonio, de insistir hasta que ella aceptara; sin embargo, ahora sabía que estaba más lejos que nunca de conseguirlo.

—Sí, pero ya me hecho a la idea —dijo Ginko.

—Vale —farfulló Yorikuni.

Ginko nunca había visto a Yorikuni tan preocupado. «Creo que es por mí.» Eso le hizo sentir una mezcla de arrepentimiento y placer: era un gran hombre, pero sólo la quería a ella.

La Escuela de Medicina de Kojuin estaba en Shitaya-Neribei, no lejos de Juntendo, donde había sido hospitalizada, así que a Ginko aquella zona le traía muchos recuerdos.

El director había accedido a aceptarla, pero no realizó ningún acondicionamiento especial para la única alumna de la escuela: nada en materia de instalaciones, normas o equipamiento. Si Ginko quería asistir a las clases, su presencia sería tolerada, pero eso era todo. Desde el primer día, recibió sólo malas impresiones.

En las escuelas de medicina las plazas solían estar reservadas a los hijos de conocidas familias con pasado samurái y a quienes venían recomendados por personas de reconocido prestigio. Los estudiantes tenían edades comprendidas entre casi los veinte y los cuarenta años, y muchos eran tipos duros que habían participado en el reciente levantamiento de la Restauración Meiji. Aunque tuvieran prohibido llevar espada, la atmósfera de la escuela solía ser la de una panda de rufianes, todos ellos resentidos.

El primer día, tras haber rellenado los impresos de la matrícula, Ginko miró a su alrededor preguntándose qué hacer luego, pero ni una sola persona se ofreció a ayudarla. Cuando quiso informarse en secretaría de adónde debía dirigirse, la respuesta fue un frío: «¡Hum!, ni idea.» Aquel comportamiento dejaba claro que, para aquella gente, su mera presencia manchaba la reputación de la escuela. A Ginko no le quedó más remedio que arreglárselas sola. La escuela era sólo una casa de teja y paredes blancas con un puñado de clases y laboratorios alineados frente a la entrada. Se asomó a la puerta de una clase, donde había reunido un gran número de estudiantes.

De repente, alguien gritó: «¡Una muñeca!» Toda la clase se levantó, aplaudiendo y pataleando con sus geta de madera. Ginko se vio rodeada de diez o quince hombres desastrados con barba de varios días. Parecían proscritos. Ella se asustó y salió corriendo de la clase, pero los estudiantes la persiguieron entre silbidos. Niños y niñas eran educados por separado desde los siete años, así que ni siquiera los hombres adultos sabían comportarse en presencia de una mujer. El rastro de una joven casadera en las proximidades bastaba para armar revuelo.

—Es guapa, ¿no?

—¡Mmm!, y va a tomar el pulso a los hombres.

—¡Y a verlos desnudos!

Mofas e insultos envolvieron a Ginko. Hubiera querido salir corriendo, pero si volvía a casa ahora habría tirado todos sus esfuerzos por la borda. La asaltó el recuerdo de la cegadora sala de reconocimiento en el Hospital Juntendo, con su cuerpo pálido sobre la mesa y las piernas separadas por la fuerza. A Ginko le ardían las mejillas. La humillación que ahora sentía no era nada comparada a lo que entonces había tenido que soportar. Levantó la cabeza con orgullo.

Ginko ignoró a los hombres y se dirigió al fondo de la clase. Cuando se movía, ellos la seguían de cerca como una manada de lobos hambrientos que sigue a un cordero solitario. Los asientos eran bancos con capacidad para cuatro o cinco alumnos, y delante tenían una mesa qué hacía de pupitre. En cuanto Ginko se sentó, los estudiantes se apiñaron a su alrededor. Luego, de repente, un hombre alto y moreno con el cabello alborotado saltó a la tarima del profesor y, puño en alto, empezó a despotricar.

—Caballeros, es intolerable, insoportable, que nuestra gloriosa escuela de medicina, a cargo del médico designado nada menos que por la corte imperial, haya admitido hoy a una mujer en sus aulas. ¿Por qué? Nuestra honorable profesión se pone a la altura de mujeres y niños. No basta con que las mujeres cultas rompan la unidad del hogar: ahora se proponen corromper la profesión médica. ¡Es indignante!

Los demás estudiantes enseguida empezaron a aplaudir y manifestar su aprobación a voz en grito. Ginko quería taparse las orejas. Luego se subió un hombre barbudo:

—Caballeros, hoy tenemos a una alumna en clase. Habrá que estudiar medicina, asistir a clases magistrales y hacer experimentos acompañados de mujeres. En otras palabras, se nos ha rebajado a la categoría de mujer. ¿Quién es el culpable?

Dicho aquello, el tipo peludo dio un violento puñetazo en su pupitre.

—¡Eso! ¡Eso!

Casi cincuenta estudiantes alzaron juntos sus puños en el aire, gritando con él. Ginko se sentó con las manos en las rodillas y los ojos cerrados, esperando a que aquello pasara.

A partir del día siguiente, Ginko abandonaba su casa en Honjo a las seis de la mañana porque así llegaba lo bastante temprano para encontrar sitio en la sala de conferencias casi en primera fila. Se había replanteado su atuendo y, en vez del informal kimono, se puso la hakama marrón rojizo sobre un kimono y geta en los pies desnudos: un estilo similar al de sus compañeros de clase. Naturalmente, evitaba maquillaje, polvos de tocador o lápiz de labios, y llevaba el cuello del kimono bien abrochado y los puños de las mangas cerrados. Quería borrar de su apariencia todo signo de feminidad.

Sin embargo, por mucho que lo intentó no lo consiguió. Sus finos rasgos y su tez trigueña la hacían parecer varios años más joven, y la inteligencia que irradiaba su rostro la hacía aún más atractiva. Además, con la hakama bien atada, su cinturilla destacaba y su figura llamaba aún más la atención de los hombres.

Cada vez que Ginko aparecía, los estudiantes golpeaban sus pupitres con los puños y pataleaban para hostigarla. También se oían murmullos dispersos de: «Mujer, vete a casa.» Otra táctica muy recurrida era moverle la mesa, o alejársela tanto del banco que incluso a los hombres les resultaba difícil llegar. En esos casos, Ginko se limitaba a apilar sus libros en el regazo y tomar apuntes sobre ellos. Los profesores no eran tan abiertamente hostiles a su presencia como los estudiantes, pero tampoco aprobaban que una mujer quisiera ser médico. Aunque se tratara hombres con ideas progresistas, no toleraban que una mujer ejerciera la profesión médica exclusivamente masculina.

Ginko había sido aceptada en la escuela gracias a la reticente autorización personal del director: sólo porque la petición venía de Tadanori Ishiguro, quien estaba francamente disgustado por la tensión que aquello creaba en los demás estudiantes. Parecía peligroso querer acabar con la segregación en una escuela médica de estudiantes separados por razón de sexo desde su infancia.

«Nadie me va a ayudar.»

Fuera de la sala de conferencias, Ginko soportaba todo aquello en soledad. Y la única causa de su aislamiento era su condición de mujer. Jamás había sido tan pesimista sobre su pasado. Aquélla era una época en que las mujeres esperaban para comer cuando los hombres habían terminado, caminaban a unos pasos de los hombres y se dirigían respetuosamente a ellos. Cuando un hombre tenía algo que decir, se esperaba que la respuesta de la mujer fuera «Sí, entendido». También se suponía que las inquietudes de una mujer se reducían a las labores de casa y la educación de los hijos.

En este contexto Ginko, una mujer, había aparecido de repente en una clase llena de hombres. No sólo eso, sino que además se trataba de una clase de medicina, donde se aceptaban exclusivamente hombres. Mucha gente habría tomado partido por los rabiosos e indignados estudiantes, a los que siempre habían enseñado que las mujeres estaban muy por debajo de ellos.

La enfermedad de Ginko permaneció relativamente controlada durante ese período y, aunque no sufrió accesos de fiebre, tenía calambres y frecuente necesidad de orinar. Siempre iba al lavabo en los descansos entre clase y clase. Sin embargo, en Kojuin no había instalaciones para mujeres. El único inodoro que había estaba dentro de un compartimiento individual en el lavabo de hombres, justo al lado de la hilera de urinarios. Los hombres se alineaban en los urinarios, hablando y riendo. Para Ginko, aquél era el peor momento del día. Intentaba pasar junto a los hombres con toda la discreción posible. Al principio, éstos se mostraron confusos, y simplemente se volvían y miraban con curiosidad cuando ella entraba en el lavabo; pero, a medida que se fueron acostumbrando a su presencia, empezó el acoso.

A mediados de mayo, un mes y medio después de que Ginko hubiera llegado a la escuela, fue corriendo como siempre al lavabo al terminar la clase de medio día. Delante de ella había unos diez hombres, alineados y hablando en voz alta. Ginko apuró el paso para adelantarlos y meterse en el servicio, cuando de pronto uno de ellos se volvió hacia ella. Al notar el movimiento, Ginko levantó la vista y lo vio desnudo haciendo exhibicionismo.

—¡Ah! —soltó un grito ahogado sin querer, y se tapó los ojos con las dos manos, agazapándose allí mismo.

—¡No, mira! ¡Soy un hombre!

La grosera risa de los hombres invadió el lavabo.

—¡Ay!, me parece que eso ha ofendido a la señorita Alumna. —Dicho lo cual, meneó su pene ante la cara y los ojos sellados de Ginko.

Revelar su horror sólo había motivado a los hombres, así que su vergonzoso comportamiento iba a más. Cayó en la cuenta de que tendría que mantener la calma y limitarse a sortear la hilera sin importar lo que hicieran. Decidido esto, al día siguiente pasó tranquilamente por entre la multitud de hombres y se dirigió al servicio.

Sin embargo, cuando fue a abrir la puerta, vio recién pintadas las palabras: «La honorable Ginko Ogino». Mantuvo la calma y entró. Pero los hombres la esperaban fuera, de brazos cruzados. Cuando Ginko terminó de hacer sus necesidades y salió, todos ellos aplaudieron y silbaron.

Había quien pegaba la oreja a la puerta del servicio para escuchar. O, peor aún, quien lo ocupaba hasta que se terminaba el descanso, sólo por despecho. Y, cuando ella salía, algunos incluso iban corriendo a colgar un letrero en la puerta que decía: «La señorita Ginko tiene la regla».

Ginko no tenía a quién quejarse. Ella había elegido aquel camino. Pero era duro. Cuando volvía a casa por la tarde, era incapaz de comer y no hacía otra cosa que apoyar la cabeza en el escritorio y llorar toda la noche. Mal sabía ella que lo peor estaba por llegar.

Detrás de Kojuin se alzaba un largo muro de piedra donde antes había habido un parque de bomberos, y más allá se extendía un campo de moreras ahora abandonado. Corrían rumores de que, hacía mucho tiempo, un hombre se había ahorcado en uno de los árboles, y casi todo el mundo tenía demasiado miedo para pasar por allí de noche. Pero aquél era un atajo que Ginko conocía para volver a casa, y lo usaba a menudo.

A principios de julio, hacia las seis y media de la tarde, Ginko atravesaba el campo de moreras a toda prisa, por entre hierbas casi tan altas como ella. Regresaba a casa y, a medio camino, cuando se acercaba a un bosquecillo de altas zelkovas, tres hombres le salieron al paso; los tres de hombros anchos y barba, como los estudiantes que conocía.

Ginko se paró en seco y, al cabo de un instante, intentó pasar de largo como si no los hubiera visto. El hombre del centro extendió los brazos y le cerró el paso.

—¿Quién te crees que eres? —gritó Ginko con todas sus fuerzas, pero los hombres se limitaron a sonreír despectivamente en silencio. El del centro tenía bigote de morsa y en la mano derecha llevaba una palmeta. Anochecía y la sombra de los árboles dificultaba aún más la visión, pero ella ya había visto aquel rostro en algún lugar. En la penumbra, Ginko identificó a los hombres como estudiantes de Kojuin.

—¿Qué queréis? —Ginko sabía que no debía dar muestras de debilidad, así que miró directamente a la cara al que tenía delante.

—¿Tú qué crees que queremos? —la hostigó Bigote de Morsa, con la mano izquierda metida en el kimono.

—Lo que todos los hombres quieren de las mujeres —añadió el de su derecha, esbozando una sonrisa. Era desmesuradamente alto, y encorvado: Ginko apenas le llegaba a los hombros. Sabían que ella usaba aquel atajo y habían ido a esperarla.

—Tú bien lo sabes, ¿verdad, señorita Alumna? —Ginko oía su respiración entrecortada.

—Entonces ¿qué dices?

—¿Sobre qué? —Pensaban asaltarla como vulgares matones. Si rompía a llorar, todo se habría acabado para ella. Recobró desesperadamente la compostura y volvió a mirarlos.

—Te estamos pidiendo turno, ¿lo captas?

Ginko dio media vuelta, pero ellos la tenían acorralada.

—No se lo diremos a nadie, así que no te hagas la estrecha.

Por mucho que mirara, no había nadie a la vista.

—¡Quítate la ropa! —bramó Bigote de Morsa, los ojos inyectados en sangre. Iban a violarla en grupo.

—¡De prisa!

Entonces Ginko se agachó, hizo un amago de salir corriendo a la derecha y luego se lanzó como una flecha a la izquierda, por debajo del brazo del que tenía delante.

—¡Ayuda! —corrió todo lo rápido que pudo, con el fardo de libros bajo el brazo. Pero sus piernas no podían competir con las de los estudiantes. Enseguida la atraparon y la arrastraron del cuello hasta donde estaban antes.

—¡NO! —gritó, mientras tiraban de ella.

Los hombres se habían convertido en animales, y forcejeaban para inmovilizarle las piernas que se agitaban en el aire.

—¡Esperad! ¡Sólo un minuto, por favor! —A Ginko se le había ocurrido una idea.

—¿Qué? —Sorprendidos ante su vehemencia, los hombres la soltaron por un momento. Ella enseguida se subió el cuello y la pechera del kimono y se los cerró con ambas manos.

—No puedes huir.

—Esperad… —Ginko respiró hondo y miró fijamente a los tres hombres mientras se armaba de valor.

¿Qué? —preguntó impaciente uno de los agresores.

—¿Seguro que queréis mi cuerpo?

—Lo has captado.

Ginko respiró hondo otra vez y dijo:

—Bien. Entonces haced lo que queráis.

Los hombres se desconcertaron.

—Bueno, tienes agallas —dijo el de la derecha mientras se le acercaba.

—Pero…

El hombre retiró la mano.

—Tengo gonorrea.

—¿Qué dices?

—Mi marido me contagió la gonorrea y luego se divorció de mí. Quiero ser médico para curarla.

Los hombres enmudecieron.

—Sigue siendo contagiosa; pero, si queréis este cuerpo, es todo vuestro.

El sol se había puesto, y el anochecer los envolvía rápidamente. El pequeño y pálido rostro de Ginko flotaba como un adorno en la oscuridad. Permanecía con los ojos cerrados y la mente en blanco. No podía salir corriendo ni enfrentarse a ellos. Pero los tres hombres habían perdido su bravura y se miraban los unos a los otros sin saber qué hacer.

—¿Es eso cierto? —preguntó Bigote de Morsa, rompiendo el silencio. Parecía el líder—. ¿Estás segura?

Ginko movió la cabeza afirmativamente en respuesta a la segunda pregunta.

Bigote de Morsa hizo señas a los otros dos con la mirada:

—Entonces esta vez te perdonamos —dijo con un gruñido apenas audible.

Poco a poco, Ginko fue abriendo los ojos. Los tres la miraban como si nunca antes la hubieran visto. La noche los arropaba en su seno y traía consigo el perfume de las moreras.

—Puta —escupió cuando emprendía la retirada. Los otros dos lo siguieron, y sus siluetas desaparecieron tambaleándose por el camino.

Las piernas de Ginko cedieron y ella se desplomó en el suelo. El resplandor de la luna amarilla que brillaba al oeste fue creciendo cada vez más. Sentada en un silencio casi desconcertante, no sentía ni odio ni rabia mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

Ginko no contó nada de lo ocurrido ni al director de la escuela ni a la policía. Ella había decidido estudiar con hombres, lo cual podría considerarse arriesgado desde el principio, y tampoco se podía decir que no había sido un error tomar aquel camino solitario al atardecer. Se suponía que las mujeres debían quedarse en casa; el mundo exterior era cosa de hombres. Cualquier intento de castigar a los matones no haría sino manchar su propio nombre, e incluso podría poner en peligro aquella oportunidad de estudiar medicina que con tanto esfuerzo se había ganado.

Los miedos de Ginko estaban bien fundados. Unos años después, hacia 1887, las escuelas privadas de medicina empezaron a permitir que las mujeres asistieran a clase de manera informal, sin exponerlas a todos los problemas por los que Ginko había pasado. Aun así, no había más de una o dos alumnas matriculadas. Además, aunque se trataba de escuelas de medicina, los tempestuosos días de la Restauración Meiji no habían terminado, y el ambiente en las clases seguía siendo amenazador. A no ser que tuvieran una extraordinaria fuerza de voluntad y nervios de acero, muchas mujeres abandonaban; padecían trastornos nerviosos y dejaban a medias sus estudios.

Incluso en la Academia Saisei, que contaba con el número más elevado de alumnas en 1895, se sucedían los problemas con la disciplina moral. Cuando uno de los incidentes acabó en caso criminal, todas las alumnas se vieron obligadas a abandonar la escuela. La enconada lucha en favor de las mujeres estudiantes de medicina continuó hasta el año 1900, cuando Yayoi Yoshioka fundó en Tokio la Escuela Femenina de Medicina. Pero Ginko, que se enfrentaba en solitario a todos aquellos hombres veinte años antes, lo tenía todo en su contra.

Permaneció dos días en casa hasta que se armó del valor suficiente para volver a clase. El terror que había sentido y la oscuridad se habían aliado para dejar en su mente una vaga imagen de sus agresores, y no estaba segura de poder reconocerlos en la escuela. Le parecía que debían de pertenecer a un grupo de exaltados que siempre se sentaba a la derecha de la clase y dedicaba los descansos a criticar e injuriar al nuevo gobierno. Tenía la sensación de que la observaban. Cuando se sentó, les echó unas cuantas miradas, pero al que mejor recordaba de los tres, el del bigote de morsa, no estaba allí. Le constaba que cada año entre un veinte y un treinta por ciento de los estudiantes dejaba los estudios, y se preguntaba si él se habría despedido con su agresión.

Ginko redobló sus esfuerzos por mostrarse imperturbable. Cada vez que recordaba el incidente, enrojecía de ira y vergüenza; pero, independientemente de los rumores que los hombres hicieran correr sobre ella, estaba segura de que su actitud impertérrita sembraría dudas sobre todo lo que dijeran. Sabía que debía ignorarlos.

Hizo lo que pudo por pensar en aquel episodio como una catástrofe natural, un torbellino que la había atrapado, e intentaba convencerse a sí misma de que ella no lo había provocado. El cuerpo que un hombre había despreciado otros lo querían usar. Por lo que a Ginko respectaba, los hombres no eran mejores que los animales, y no valía la pena perder el tiempo pensando en todas y cada una de las cosas que hacían los animales. Como si de una arena entre los dientes se tratara, lo repulsivo de los hombres era algo que quería escupirles de vuelta, pero debía contenerse.

Ginko recordó su época en el Hospital Juntendo como quien reexamina meticulosamente un libro ilustrado desplegable. La vergüenza que había sentido entonces era mucho más vívida de la que hubiera podido sentir en ningún otro momento de su vida. En comparación, cualquier otro problema que hubiera tenido parecía liviano y común, igual que la cuenta de cristal cuyos colores se apagan y palidecen en la insignificancia.

Diez días después, Ginko fue a ver a Yorikuni. Siempre que tenía alguna preocupación, la cara redonda y amable de Yorikuni acudía a su mente. Él no la abandonaba. De hecho, si Ginko cambiara de opinión y dijera que se casaba con él, tenía presente que la tomaría como esposa al momento.

Ginko no tenía la menor intención de casarse con Yorikuni. Era su profesor, y ella sólo pensaba en él como un buen padre, o un hermano mayor. Aun así, si las cosas se ponían muy feas, sabía que podría arrojarse en sus brazos en busca de protección, y contaba con ello. No tenía intención de hacerlo, pero era un consuelo pensar que podía. Para Ginko, Yorikuni era un puerto seguro en el que buscar cobijo durante la tempestad.

Al subir la pendiente que llevaba a su casa, vio el brezo que rodeaba su jardín. Era tupido y estaba muy cuidado. «Eso no es normal», pensó, recordando con una sonrisa la poca atención que Yorikuni solía prestar al aspecto de su jardín. Siguió los peldaños, casi bailando.

—¿Hola? ¿Hay alguien en casa?

Asomaría la cabeza por la puerta y lo sorprendería. Aquella cara de luna llena suya se desintegraría con una sonrisa.

—¿Hola? —Ginko volvió a llamar, y sus pies se detuvieron ante la entrada. En el suelo, donde siempre estaban las enormes geta de Yorikuni había un par de bonitas sandalias con tiras de un rojo fuerte.

Ginko contuvo la respiración y miró alrededor. En la caja de zapatos había un arreglo de narcisos estivales. En el paragüero de al lado, vio una elegante sombrilla de papel. Bastaba un vistazo para saber que era de mujer.

—¡Voy!

Antes de que Ginko pudiera decidir qué hacer, oyó unos pasos en el interior de la casa.

—¡Anda! ¡Hola, señorita Ginko! ¡Cuánto tiempo!

Ginko había estado a punto de escabullirse y salir corriendo, pero se detuvo en cuanto reconoció a la vieja criada.

—¡Pase! El profesor Inoue está en la Agencia de la Casa Imperial, pero supongo que no tardará en volver.

—Señorita Ise —quiso saber Ginko—, ¿tienen algún invitado? —Bajó la mirada a las bonitas sandalias.

—No, no. ¡Ah!, ¿no lo sabe? Ha encontrado una segunda esposa.

—¿Se ha vuelto a casar?

—¡Hace tres meses! Es quince años más joven y parece una muñeca.

Atónita, Ginko enmudeció.

—Ahora mismo la llamo. ¡Qué bien! ¡Al fin tendrán la oportunidad de conocerse!

—¡Espere! —gritó Ginko a la espalda de Ise, que rápidamente se retiraba—. No se moleste.

—Pero usted ha venido hasta aquí…

—Ya volveré más tarde.

—Si sólo será un momento.

—No, está bien.

Bajo la mirada perpleja de la nerviosa criada, Ginko cerró con premura la puerta y salió prácticamente corriendo. Sin darse ni un respiro, se dirigió a la casa de Ogie en Takemachi.

—¿Qué haces aquí, en pleno día?

Sin molestarse en responder, Ginko se puso a despotricar sobre el comportamiento inmaduro y grosero de Yorikuni Inoue.

La sala de conferencias más grande de Kojuin podía albergar a un máximo de cincuenta personas, cuando había casi cien estudiantes en la escuela. A veces, los estudiantes se ausentaban, o se dividían en dos grupos para asistir a las clases magistrales; en cambio, los seminarios prácticos escaseaban, por eso los estudiantes acudían en masa y se apiñaban en la sala.

En estos seminarios, los estudiantes se turnaban para resumir las afecciones de los pacientes que a cada uno le había tocado examinar. Era casi a finales de septiembre cuando le llegó el turno a Gin. El paciente que le había sido asignado, un hombre compacto de cincuenta y dos años de edad, se decía que había sido ayudante del juez en el shogunato. En el brazo derecho tenía una herida abierta del tamaño de una granada, y el pus empapaba tres vendajes al día. El brazo le colgaba cuando se le quitaba el cabestrillo. Parecía como si el hueso se hubiera roto y empezara a pudrirse.

Hacía ya quince años desde que había causado baja; pero, por las heridas en las caras anterior y posterior del brazo, estaba claro que le habían disparado y que la bala lo había atravesado. Se negaba rotundamente a dar una explicación sincera y detallada de lo ocurrido; él insistía: «Me caí del tejado.» A aquellas alturas, aunque corriera peligro por lo que antes se consideraba actividad política ilícita, no podía ser castigado ni censurado; sin embargo, él seguía empeñándose en alterar su versión de los hechos. Aunque la infección de la herida había pasado por un período de remisión, recientemente había empeorado.

Ginko conocía al hombre de los reconocimientos que hacía el profesor. Días antes de su práctica clínica, estudió el brazo, haciendo referencia al libro de Stromeyer sobre anatomía humana y al de Celsius sobre cirugía. Bastante confiada porque ya estaba familiarizada con el caso, fue a verlo a su habitación la tarde anterior a la visita oficial.

—Me llamo Ginko Ogino y soy estudiante de medicina. Volveré mañana para atenderlo como parte de mi formación práctica, así que he venido hoy a hacerle un reconocimiento. —Aunque Ginko le habló en el tono más educado posible, el hombre permanecía con la cabeza vuelta hacia la pared y se negaba a dirigirle la palabra—. Tengo que examinarlo ahora si quiere que le prepare el tratamiento para mañana. Por favor, permítame…

Esto requería una respuesta, y el hombre masculló:

—No necesito a una mujer.

Los demás pacientes de aquella espaciosa habitación miraron a Ginko desconfiados.

—Sí, puede que sea una mujer, pero tengo una sólida formación, y he estudiado lo mismo que todo el mundo. Pero eso no tiene que ver con su reconocimiento médico y me gustaría proceder, si me lo permite.

Ginko inclinó la cabeza al tiempo que volvía a hacerle la petición, y el hombre no parecía dispuesto a transigir. Entonces Ginko jugó su baza:

—Estoy aquí para examinarlo por orden del director de esta escuela. Me ha ordenado que le haga un reconocimiento y lo informe. —Su voz era clara y agradable.

El hombre meneó la cabeza, con su moño de samurái, y chasqueó la lengua en señal de desaprobación:

—Me importa un comino que lo ordene el director de la escuela o quien sea. Hay cosas que una mujer no debería ver.

—Pero usted es paciente de este hospital.

—Puede que ahora tenga mal aspecto, pero vengo de una familia samurái. Si resulta que me examina una mujer médico, jamás podré dejar que mis antepasados me miren a la cara. Si me obliga, tendré que rajarme el estómago. Entonces podrá examinarme todo lo que quiera.

Hizo como si fuera a sacar una daga de algún escondrijo debajo de su cama. Ginko suspiró. No había manera de examinarlo. Pensó en llamar directamente al director de la escuela, pero eso equivaldría a admitir que, por naturaleza, las mujeres no eran aptas para la profesión médica. Eso podría ser aprovechado como una oportunidad para prohibirle asistir a las clases, y entonces lo perdería todo. Sin embargo, veía que no ganaba nada forzando el asunto con el hombre furioso como estaba, así que abandonó la habitación.

Carente de más ideas, Ginko miró por la ventana, preguntándose qué hacer. Se le ocurrió que podría aplacarlo con un regalo. Al salir del hospital, caminó media manzana al este hasta una pastelería. Allí compró algunos pasteles tipo monaka y volvió a la habitación del hombre.

—Me gustaría pedirle una vez más su colaboración. Estoy segura de que existen muchas cosas que no aprueba, pero yo haré mi trabajo lo mejor que pueda. Así que, por favor, permita que lo examine.

Ginko inclinó la cabeza y ofreció a aquel hombre el paquete de pasteles recién hechos. Eso suponía un cambio total de papeles en la relación médico-paciente. Pero ni se avergonzaba ni se daba aires por ello. «Aunque podría parecer algo indigno, carece de la menor importancia», se decía a sí misma mientras mantenía la cabeza inclinada.

—Por favor, eso es todo lo que pido —volvió a inclinar la cabeza.

—¡Déjeme solo, maldita mujer! —gritó el hombre, arrojándole los pasteles a los pies—. He dicho que no me mostraré ante usted y no lo haré. ¡Y ahora déjeme solo!

Su rostro estaba pálido de ira, pero el de Ginko lo estaba aún más. Vio los pasteles en el suelo y, casi incapaz de contener su frustración, abandonó la habitación.

Después de la última clase de la tarde, Ginko fue a la habitación de hospital por tercera vez. El hombre cenaba con la mano buena.

—He vuelto.

La práctica era a la mañana siguiente. Si no se ganaba la confianza del hombre aquella tarde, no tendría tiempo para prepararla. El hombre la miró y, sin mediar palabra, le volvió la espalda.

—Se lo ruego. Deje que lo examine.

No hubo respuesta.

—Esto no lo hago sólo por mí. También lo hago por el progreso de la medicina occidental. Dejemos el género a un lado y permítame estudiar su caso.

Los demás pacientes de la habitación observaban la escena con cara de disgusto.

—En el pasado, yo también sufrí una grave enfermedad y fui hospitalizada en el Hospital Juntendo. Allí conocí el sufrimiento de un paciente y me prometí a mí misma que me haría médico. Le juro que no le pido esto sólo por mí. Creo que hay campos de la medicina a los que las mujeres médico también podemos contribuir.

Ginko se inclinó, con las dos manos apoyadas en la cama, y casi tocó la colcha con la frente al hacerle una reverencia:

—Un examen en el nombre de la medicina es el mismo, ya sea llevado a cabo por un hombre que por una mujer. Por favor, deje que lo examine.

Si ahora el paciente no soltaba un gruñido de aceptación, Ginko tenía la intención de pasar toda la noche sentada junto a su cama. Esperó, con la cabeza gacha. El hombre siguió comiendo en silencio, de espaldas a ella. Los demás también guardaban silencio. Parecía que había pasado mucho tiempo cuando Ginko vio por el rabillo del ojo que el hombre se movía.

—Se lo enseñaré. —El paciente se sentó en la cama con las piernas cruzadas y miró a Ginko a los ojos.

—¿En serio?

El hombre asintió lentamente con la cabeza:

—Sí, no se lo puedo negar a alguien con tanta determinación.

—¡Muchísimas gracias!

—Pero —el hombre volvió a cruzar las piernas y alzó la mirada al techo mientras continuaba— no dejaré que una mujer lo toque, y no obedeceré más órdenes suyas. Es mi última oferta.

Limitándose a mirar, Ginko sería incapaz de evaluar la profundidad de la herida o el alcance de la infección, y mucho menos determinar si podía mover las articulaciones. Sin embargo, tratándose de un ex samurái, seguramente sería la mayor concesión que podría esperar de él.

—Ya. Bueno, tendré que arreglármelas con eso.

El hombre, adusto, empezó a quitarse los vendajes.

Ginko tuvo que soportar muchas malas experiencias en Kojuin, pero poco a poco empezó a acostumbrarse a la vida allí e incluso a disfrutarla.

Zarandeada por los hombres, ataviada con su habitual sencillez y el cabello recogido en un moño, sus ganas de triunfar iban en aumento. A veces se preguntaba si estaría perdiendo su feminidad. «Sin embargo, con la vida y los amores de otros, no lograría lo que otros no pueden tener. Lo que yo intento hacer y lo que las mujeres normales quieren es tan distinto como el cielo y la tierra. Así debería ser siempre.» No obstante, a veces, la soledad se apoderaba de ella como un viento frío que se filtra por las grietas de una pared.

Pasó un año. Durante el segundo curso en Kojuin, los estudiantes de medicina se dedicaban a realizar estudios clínicos, incluso de medicina interna y cirugía. La anatomía humana formaba parte de esos estudios, aunque en su mayoría se reducía a clases magistrales basadas en diagramas, sin practicar la disección de ningún cuerpo humano real. Incluso escaseaban los libros de anatomía. Las escuelas más importantes tenían un par de ejemplares de los libros extranjeros más conocidos; Kojuin sólo tenía uno, copiado a mano por un artista experto.

Ginko intentaba imaginarse el interior de un humano siguiendo las líneas roja-amarilla-y-azul de los diagramas de órganos que había bajo la piel.

En las proximidades del plexo solar, el estómago cuelga en forma de gancho, se curva suavemente hacia arriba y conecta con el duodeno, que se extiende en una anchura de doce dedos. Éste empalma con el intestino delgado, que se extiende entre seis y nueve metros o más en multitud de capas dobladas, y luego con el intestino grueso y sus dramáticas constricciones, que se ondula arriba y abajo hasta llegar al recto, y se abre en el ano.

Resultaba medio desconcertante, medio interesante mirar sólo las ilustraciones; pero, como estudiante de medicina, Ginko tenía que confiar cada mínimo detalle a la memoria. En mitad de la noche examinaba furtivamente su propia imagen en el espejo, usando el dedo para dibujar líneas imaginarias donde debían de estar los órganos.

A izquierda y derecha de la tráquea están los dos pulmones tapados por las costillas y, como escondido bajo el pulmón izquierdo, el corazón, del tamaño de un puño. A la derecha se encuentra el hígado con forma de sombrilla; y, en el abdomen izquierdo, bordeado por el diafragma, está el bazo. En la parte de abajo del estómago se halla el páncreas, luego los riñones del tamaño de un huevo a izquierda y derecha, detrás de los cuales serpentea el intestino delgado. En el centro del bajo vientre, con la forma de una uñeta de samisen[16], la mujer tiene el útero. Del útero, como estirándolo a izquierda y derecha, salen las trompas de Falopio, que se extienden hasta los ovarios. Al frente del útero se encuentra la vejiga, que conecta con la uretra y luego con el exterior.

Con tinta negra, Ginko marcaba en su propio cuerpo el tamaño y la localización de cada órgano. En poco tiempo, su figura pálida y desnuda estuvo cubierta de tinta. Cualquiera que la viera habría dado por sentado que estaba loca.

«Estómago, hígado, riñones.» Iba diciendo las palabras en voz alta mientras miraba en el espejo los lugares que les correspondían. Imaginaba las ilustraciones de los libros que había leído durante el día superpuestas sobre su cuerpo desnudo, y se sentía como si pudiera ver a través de su piel y en su interior.

«Útero, vejiga, uretra», continuaba la voz de Ginko. «Y esta membrana interna…» Seria, se miraba las marcas de tinta en el bajo vientre. «Y las trompas de Falopio inflamadas, bloqueadas por la acumulación de material infectado en su interior, no permitirán el paso de un óvulo desde los ovarios a través de las trompas. Eso tiene como resultado la infertilidad.»

Las imágenes de eso acudían a su mente: la inflamación latiendo de manera poco habitual en rojo, el azul para el pus que se acumulaba y obstruía el interior de las trompas. «Las bacterias se desarrollan y se multiplican a sus anchas.» Sin pensarlo, Ginko levantaba el pincel con la mano derecha y se pintaba de negro todo el bajo vientre.

«¡Sucio! ¡Sucio! ¡Sucio!»

Sacudiendo la cabeza adelante y atrás como una posesa, Ginko se cubrió de tinta. Si pudiera, se habría arrancado la piel y los órganos infectados con sus propias manos, les quitaría la sangre y los tiraría por la ventana.

«¡Puf!» Se desplomó ante el espejo, sin energía.

Poco a poco, Ginko se calmaba y recuperaba el juicio. Reflejado en el espejo estaba el cuerpo de mujer que un hombre había tocado durante tres años después de cumplidos los dieciséis. Ahora estaba todo marcado con dibujos negros.

Pese a la locura que Ginko experimentaba cada vez que visualizaba anatomía, ansiaba ver una disección anatómica humana. Sin embargo, rara vez se practicaban, y de manera muy espaciada, incluso en las principales escuelas de medicina. Siempre que se anunciaba una disección, los médicos más famosos de la época se apiñaban en la sala, así que era casi imposible que los estudiantes de medicina de una escuela como Kojuin presenciaran una alguna vez.

—En Tokio mueren cien personas al día, pero nosotros no tenemos ni un cuerpo para diseccionar —Ginko había invitado a Ogie a la inauguración de una lechería recién abierta en Ueno. Le gustaba el olor «occidental» de la leche, pero lo que más la atraía del lugar eran las paredes blancas y el ambiente chic—. La gente suele ser tratada de mala manera, como perros o gatos; y, en cambio, cuando el cuerpo está muerto, de repente despierta un gran respeto: ¡gran contradicción!

—Pero eso es porque todo el mundo se puede convertir en Buda una vez muerto, ¿no?

—¡Qué manera más extraña de pensar! ¿No sería mejor tratar bien a la gente en vida? Es ridículo.

—Está muy bien que digas todo eso ahora, pero si tú te murieras y tu cuerpo fuera decapitado, la cosa cambiaría, ¿verdad? —Ogie no estaba dispuesta a darle a Ginko la razón.

—Pero yo no estoy hablando de cortar cabezas o brazos y piernas. ¡Simplemente quiero saber cómo somos por dentro! Después de mirar el interior del tórax y sacar los órganos, volveríamos a coserlo todo cuidadosamente para no alterar el aspecto exterior.

—Entonces ¿habría que vaciar el cuerpo?

—Como en la taxidermia.

—No me entusiasma la idea de disecar humanos.

—Pero así los cuerpos durarían más tiempo. De todas formas, al cabo de dos o tres días se incineran. Disecado o no, del cuerpo siempre quedan los huesos.

Tal vez fuera como Ginko decía, pero Ogie no podía aceptar su pragmático punto de vista. Cuando hablaba así, parecía una persona completamente distinta.

—Necesitas un permiso del gobierno para tocar un solo dedo de los difuntos, y más aún para diseccionarlos —prosiguió Ginko, mientras levantaba delicadamente su taza de leche con el meñique doblado.

—Pero los médicos sí que pueden practicar disecciones —replicó Ogie con seguridad.

—Eso es cierto. Aunque ellos también necesitan autorización de la familia y la policía para tocar el cuerpo sin vida hasta de la persona más normal y corriente.

—Por supuesto.

—¿Crees que alguna familia accedería a la disección de un ser querido?

—No, no lo creo.

—¡Así jamás tendremos la oportunidad!

De alguna manera, a Ogie le repugnaba la penetrante visión que Ginko tenía de otros seres humanos, y le hubiera gustado convencer a su amiga de que la suya era una causa perdida.

Sin embargo, Ginko apartó a un lado la taza ya vacía y continuó:

—Ahora en serio: la medicina occidental lleva la delantera a la oriental porque acepta disecciones humanas. Es una pérdida de tiempo memorizar términos anticuados que los libros asignan a los órganos internos, cuando sólo abrir a alguien y verlo con tus propios ojos te dirá todo lo que necesitas saber. Ésa es la base del desarrollo científico de la medicina occidental.

Ginko gesticulaba para dar énfasis a sus palabras, como siempre que se entusiasmaba, y ahora dejaba la mano sobre la mesa para no llamar la atención. El cabello bien recogido en un moño y vestidas con una hakama, quien viera a las dos amigas enzarzadas en esa acalorada discusión en una lechería sabría con sólo echar una ojeada que se trataba de mujeres eruditas. Eso no les parecería especialmente raro, pero nadie habría imaginado que el tema de conversación fuera la disección humana.

—Pero entonces ¿hay cuerpos que nadie reclama?

—Exacto. Pero ¿sabes? Eso tampoco está bien. Cuando nadie reclama un cuerpo, tampoco hay quien dé la autorización.

—Ya, así que es esa clase de lógica…

—¡Los funcionarios se empeñan en ceñirse a las reglas!

—Supongo que tienes razón, pero… —Ogie no podía evitar pensar lo triste que sería para alguien fallecido en un accidente de coche, y cuya familia no se hubiera podido localizar, ser puesto de repente en las manos de unos estudiantes de medicina. La propia Ogie, soltera y sin hijos, no tenía claro que no acabaría así. En realidad, Ginko estaba en la misma situación: pero, a juzgar por su actitud indiferente, no le podía importar menos qué sería de su cuerpo una vez muerta.

—Así que nuestra única esperanza es que alguien done su cuerpo a la medicina cuando aún está vivo —prosiguió Ginko.

—¿Como en «Por favor, diseccióname»?

—Sí, para el progreso de la ciencia médica.

—¿Alguien hace estas cosas?

—Pues, de momento, sólo una persona.

—¿Un ex samurái?

—¡No, no sirven para nada! Tienen que conservar su honor y su nombre, y siempre encuentran alguna excusa.

—Entonces ¿quién?

—Una prostituta.

—¿Una mujer?

—Sí. Estaba en el Sanatorio Koitogawa y murió de tuberculosis. Al parecer, tres días antes de morir dijo que, como nunca había hecho nada útil por el mundo, donaría su cuerpo para que lo diseccionaran.

—¡Pobre! —dijo Ogie, muy emocionada.

—Bueno, era la excepción.

—Sí, supongo. —Ogie estaba segura de que ella nunca tendría coraje para hacerlo.

—Pues, a este paso, probablemente jamás llegue a ver una disección en Kojuin.

—He oído que, a veces, las hacen en Daigaku Higashiko. ¿Cómo consiguen los cuerpos?

—¡Ah!, son de ejecuciones.

—¿De gente condenada a pena de muerte?

—Sí. Si nadie reclama el cuerpo, las autoridades lo venden para deshacerse de él. Así es como la universidad los consigue.

—¿Deshacerse de él?

Ginko hablaba con mucha naturalidad; antes de entrar en Kojuin, no era así. ¿Tanto se notaba un año de estudios médicos? Para Ogie, aquel cambio en su amiga era desconcertante.

—¿Sabes? Eso me da una idea… pero es un secreto.

—¿Qué tienes en mente?

—¿No se lo dirás a nadie?

—Claro que no.

Ginko se inclinó tanto hacia Ogie que sus frentes estuvieron a punto de chocar.

—Quiero huesos humanos. —Ginko miró rápidamente alrededor antes de continuar—: Estoy pensando en coger algunos de los campos de ejecución de Kozukkapara.

—¿Kozukkapara?

—¡Chis! ¡No levantes la voz! —Ginko sellaba los labios con el dedo, pero sus ojos sonreían mientras continuaba—: Dicen que allí hay huesos humanos a la vista. Los huesos hacen que mucha gente se estremezca, pero para nosotros son más valiosos que el mismísimo oro, así que me parece un auténtico desperdicio.

Ogie miró fijamente a Ginko, estupefacta.

—Preguntamos en el Templo Ekoin si compartirían con nosotros algunos de los huesos; pero nos rechazaron de plano, así que sólo podemos…

—¿Hablas en serio? —La voz de Ogie era ronca.

—¡Claro! ¿Por qué no iba a hacerlo?

En Kozukkapara se habían llevado a cabo ejecuciones durante el período Edo. El nuevo gobierno Meiji había abolido la decapitación, y Kozukkapara ya no se usaba; pero los huesos de los ejecutados seguían allí y la gente reaccionaba con horror al oír aquel nombre.

En un terreno rodeado por una valla alta de madera, había un jizo de ejecución, la figura tallada en piedra de un guardián budista, para consolar las almas de los presos que habían muerto allí. El Templo Ekoin estaba justo a la derecha. El principal sacerdote residente rezaba cada día por los muertos, pero tenía el terreno descuidado e invadido por las malas hierbas. La zona se solía evitar de noche, y muy pocos eran lo bastante valientes para visitarla incluso a plena luz del día.

Ginko parecía tomarle el pelo a Ogie con su plan de ir allí a recoger huesos, pero lo cierto es que hablaba en serio. Un mes después, hacia finales de octubre, invitó a cuatro compañeros de Kojuin a que se unieran a ella. Por supuesto, los estudiantes eran hombres. Ginko los había elegido porque, al igual que ella, eran unos apasionados de sus estudios, llegaban temprano a todas las clases y ocupaban los asientos de primera fila.

Al principio, la proposición de Ginko les desconcertó; pero, tras pensárselo mejor, accedieron. Hubiera sido arriesgado implicar a demasiados estudiantes, así que los cuatro quedaron con Ginko en el campo de moreras que había detrás de la escuela para ultimar detalles.

—¿Qué pasará si nos sorprenden? —preguntó uno de ellos, presa de los nervios.

—Lo primero que debemos hacer es ganarnos la confianza del sumo sacerdote. Luego, si nos ve, podría hacer la vista gorda. —Ginko los miró uno a uno mientras continuaba—: Mañana iremos a ofrecer oraciones al templo. No olvidéis llevar encima unas monedas para hacer alguna ofrenda.

—Pero ¿no levantará sospechas? Me refiero a que no tenemos ninguna conexión con el lugar.

—Podemos inventarnos una excusa. Por ejemplo: Podríamos decir que un cuerpo donado a la ciencia está enterrado allí, y que hemos venido a ofrecer oraciones por su alma. Entonces podríamos aprovechar la oportunidad para hacer un donativo al templo.

—Bien pensado. —Los cuatro hombres asintieron con la cabeza. Ginko era el cerebro de la operación, así que ellos la seguirían.

—Y también podemos estudiar el terreno de día.

—Vale. ¿Entonces qué?

—Nos reunimos delante del mercado Ryusenji mañana a las ocho de la tarde. Tendremos que llevar los huesos en sacos equilibrados con palos sobre nuestros hombros. Como no podremos hacer así todo el camino de regreso, alquilaremos un bote que nos lleve desde Imado hasta el puente de Izumibashi, en Shitaya.

Ginko extendió un mapa que había traído consigo y señaló las calles. Los hombres parecían un poco inexpertos, ya que primero miraron a Ginko y luego, al mapa.

—Una vez en el campo de ejecución, uno de vosotros monta guardia en la entrada principal. Yo vigilaré el templo. El resto, cavad. Si alguien se acerca, echad a correr. Nos reuniremos luego en el muelle de Imado.

Los hombres se miraron los unos a los otros y asintieron en silencio. Eran como una banda de ladrones, con Ginko como cabecilla.

—¿Y si nos sorprenden?

Esto lo dijo el más alto, que no parecía demasiado seguro de sí mismo. Eran todos jóvenes, y estaba claro que nunca habían hecho nada parecido. La verdad es que Ginko, tampoco.

—¿Qué nos puede pasar?

Nadie sabía cuál era, si es que la había, la pena por robar huesos. Sin embargo, aunque la justicia no los castigara, seguramente serían expulsados del país.

—Demasiado arriesgado.

—No deberíamos preocuparnos por eso ahora. Si nos cogen, nos cogen; ya nos encargaremos entonces de ello —replicó Ginko con brío—. Si eso ocurre, les diremos la verdad: que somos estudiantes de medicina y que sólo queríamos examinar unos huesos. Tal vez nos suelten un sermón, pero seguro que no nos matan.

—Claro que no —el estudiante alto se apresuró a respaldar.

—Y, en cualquier caso, si nos sorprenden, a la primera que cogerán será a mí, así que tenéis poco que temer.

Al oír esto, los hombres se relajaron, liberaron la respiración contenida y se rieron entre dientes.

Al día siguiente, los cinco se reunieron y pusieron rumbo al Templo Ekoin. Delegaron al más serio y de aspecto aplicado, un estudiante llamado Hashimoto, para que los presentara al sumo sacerdote. El sacerdote no pareció sospechar cuando los llevó a ver el gran monumento de piedra que había detrás del templo.

—Los huesos de los presos que nadie vino a recoger están enterrados todos juntos aquí mismo —les dijo, explicando además que, si bien unos eran criminales, otros eran sólo víctimas de su tiempo. Había ladrones brutales y despiadados, asesinos, pirómanos y maltratadores de mujeres. Al otro extremo del espectro, estaban los fervientes patriotas que también habían muerto allí por encontrarse en el lado equivocado de las autoridades del momento. No obstante, reducidos a huesos, todos tenían el mismo valor.

Tal vez de buen humor por el donativo de los estudiantes al templo, el sacerdote hizo ante aquel monumento una lectura del sutra[17] más extensa de lo habitual. De pie a sus espaldas y con las cabezas inclinadas, los cinco vigilaban disimuladamente la zona. El monumento era una enorme piedra grabada sólo con la frase: «La Tumba de los Sin nombre». La tierra negra alrededor de la piedra estaba cubierta de hierbajos, y el terreno, tal vez ablandado con la lluvia, se había encharcado en algunos lugares. Seguramente no habría que cavar mucho para dar con una buena pila de huesos.

Entrada aquella tarde, el grupo se volvió a reunir a las ocho en punto delante del santuario Otori. Cargados con rastrillos, azadas y palos, se dirigieron a Imado. Podrían parecer un grupo de campesinos, pero se sentían más como un leal samurái que se embarca en una incursión. Llegados a este punto, ya no había marcha atrás, y los cinco caminaban en silencio. El cielo estaba completamente encapotado; pero, a medida que se acercaban a Imado, un frío viento otoñal empezó a desplazar las nubes. Para cuando llegaron a Kozukkapara, la luna iluminaba el terreno del templo con un resplandor blanco azulado.

Los cinco se agacharon mientras avanzaban por entre las tupidas hierbas de otoño. Tras la zona de ejecución había una descuidada cerca baja, a través de la cual se veían dentro las hileras de ramas que marcaban las tumbas, blancas bajo la luz de la luna como árboles marchitos. Más allá, una luz solitaria brillaba en el interior del Templo Ekoin. Se había levantado viento y la maleza crujía débilmente bajo sus pisadas. Los insectos zumbaban y chirriaban a su alrededor, y en la distancia oían aullidos de perro.

Los cinco intrusos se miraron los unos a los otros, el semblante pálido y congelado, antes de proceder. El primero trepó por la cerca, seguido de Ginko y los otros tres. Ante ellos se extendía el campo de ejecución, pero estaba igual de abandonado que el resto del terreno. Previamente, habían identificado una zelkova como el lugar donde girar a la derecha para llegar al monumento. La luz del templo oscilaba, medio escondida entre los árboles bajos. Los cinco avanzaban por el sendero en fila india. Se vieron rodeados de placas conmemorativas de todos los tamaños, blanquecinos bajo la luz de la luna. Parecía una escena del fin del mundo.

Se acercaban a la zelkova cuando, de repente, se oyó un gruñido, y luego unos ladridos desgarraron el aire.

—¡Oh, oh! ¡Perros! —El delegado retrocedió alarmado y cayó al suelo.

La quietud anterior desapareció, y la noche se llenó de aullidos y ladridos. Era como si los perros los hubieran estado esperando.

—¡Corred!

El grupo se dispersó y ¡sálvese quien pueda! Más tarde, todo lo que Ginko logró recordar de su huida fue la silueta de un perro enorme, la mitad de grande que ella, que corría como el viento a la luz de la luna.

Para cuando los cinco se reagruparon en el embalse que había al sur de Kozukkapara, estaban demasiado agotados para hablar. Las hakamas de dos de los estudiantes habían quedado hechas trizas, mientras que a un tercero un perro lo había mordido en el trasero. Aunque Ginko y otro más salieron ilesos, todos quedaron completamente cubiertos de rocío nocturno y barro de cintura para abajo.

Emprendieron una apresurada retirada, pero Ginko no se iba a rendir. En cuanto a los estudiantes, ya habían visto más que suficiente del campo de ejecución; sin embargo, no podían dejar que una mujer los superara.

—Llevaremos pescado para entretener a los perros. Mientras no ladren, no tendremos ningún problema. Ayer nadie salió de Ekoin a ver qué pasaba, ¿no?

Los huesos habían estado tentadoramente al alcance, y Ginko no podía desistir. Animado por su entusiasmo, el equipo urdió un nuevo plan. Además de un vigía y cavadores, designaron a uno de ellos para que se encargara de los perros y le proporcionaron la comida que debía arrojarles.

La noche encapotada amenazaba con descargar lluvia de un momento a otro. Esta vez lograron distraer a los perros, y durante esos momentos comprados cavaron sin descanso. Con cada golpe de azada, la tierra vomitaba algo, y así fue como extrajeron una redonda calavera y los huesos de un brazo o una pierna uno tras otro, blancos hasta en la oscuridad. Tras su exitosa incursión, juntaron dos sacos llenos de huesos y emprendieron el camino de regreso de Imado al puente de Izumibashi. Para cuando el cielo empezó a clarear a las cuatro de la madrugada, ya estaban todos de vuelta en sus respectivas casas.

Al día siguiente lavaron los huesos, sólo para descubrir que muchos estaban en avanzado estado de descomposición y muy pocos se podían aprovechar. Pero, al menos, eran de verdad. Ginko encajó fragmentos de hueso en su escritorio, comparándolos meticulosamente de arriba abajo, dibujándolos y, por primera vez, sintiendo la forma y el peso de los huesos humanos.

«Aprender medicina es mucho más que estudiar», decía años después con un dejo de orgullo.

Al haber tocado con sus manos huesos humanos, Ginko ardía más que nunca en deseos de aprender; pero se topaba con el problema de siempre: el dinero. En Kojuin se cobraba por todo. Sólo la matrícula costaba seis veces lo que había pagado en la Escuela Normal Superior Femenina de Tokio. Como mujer que era, no tenía derecho a alojarse en la residencia de la escuela, así que tampoco se podía beneficiar de su bajo alquiler. Por otra parte, no había becas disponibles para las escuelas privadas y el precio de los libros de texto médicos era exorbitante.

Las obras de referencia más apreciadas de la época estaban escritas en lenguas extranjeras, como Science de Handenburg, Chemistry de Wagener, Anatomy and Anatomical Diagrams de Bock y Surgery de Stromeyer (esta última redactada originalmente en alemán y traducido después al holandés). Además, los estudiantes necesitaban diccionarios cuadrilingües de inglés, francés, alemán y holandés, así como el Dictionary of Technical Terms de Kramer.

Puede que la situación en que se encontraba Ginko se aprecie mejor a través de la historia de Guntaro Kimura, un erudito de estudios occidentales. Cuando el hogar de Kimura quedó destrozado por un terremoto, lo único que le quedaba por vender era su ejemplar del Dictionary of Technical Terms de Kramer, pero el dinero que recibió a cambio de este volumen le permitió construir una casa nueva. Por supuesto, libros como ése quedaban muy fuera del alcance de Ginko, por lo que esperaba pacientemente su turno para copiar los volúmenes en la biblioteca de la escuela.

Aunque ya hacía tiempo que Ginko se había graduado por la Escuela Normal Superior Femenina de Tokio, seguía dependiendo de su hermana mayor Tomoko que le pasaba tres yenes al mes. Tomoko nunca se quejó o insinuó siquiera que su promesa original tuviera validez durante un período de tiempo mucho más corto; sin embargo, desafortunadamente, con esos tres yenes Ginko seguía sin tener lo suficiente para vivir. La matrícula del primer semestre en Kojuin costaba un yen y treinta sen; la del segundo, un yen y cincuenta sen, y también había tasas que ascendían a cincuenta sen al mes por microscopios y experimentos. Teniendo en cuenta que además Ginko pagaba tres o cuatro yenes al mes en materia de alquiler, los gastos del primer semestre venían a ser unos siete u ocho yenes al mes, cantidad que en el segundo alcanzaba los diez yenes mensuales.

A este ritmo, Ginko jamás podría acabar sus estudios de medicina. Después de mucho pensar, fue a ver a Ogie para pedirle que la avisara si veía alguna plaza de profesor particular. No estaba segura de poder compaginar clases y estudio, pero ya era demasiado tarde para preocuparse por ello.

En menos de un mes, Ogie había encontrado tres estudiantes para Ginko. «Cada uno de ellos pertenece a una respetable familia, y están muy bien situados para recibir clases a domicilio.» Dos visitas a cada uno de los tres hogares le proporcionaría a Ginko el dinero que necesitaba.

—El cabeza de la familia Maeda es un secretario del Ministerio de Agricultura y Comercio, el señor Takashima es el principal importador-exportador de Japón y el señor Arakawa es profesor en la Escuela Naval.

—¿De verdad crees que aceptarán a alguien como yo en sus hogares? —preguntó Ginko, intimidada por tan ilustres nombres.

—Les impartirás asignaturas académicas. No te mueven el afán de lucro ni el belicismo. En asignaturas académicas no hay quien te supere, así que procura confiar más en ti misma. —Ogie y su vitalidad—. También tienes suerte de pertenecer a la familia más importante de Tawarase.

—¿A qué te refieres con eso?

—Me refiero a que tus orígenes ayudarán a que ellos se sientan más cómodos contigo.

—¡No puede ser! —Sus orígenes no tenían nada que ver con su formación académica. Ginko odiaba Tawarase, y creía que era cosa del pasado.

—Así funciona la sociedad, al menos de momento. Pertenecer a una buena familia puede ser ventajoso, y no tiene nada de malo aprovecharse de ello. —Ogie le decía esto en confianza, y Ginko no estaba en posición de quejarse.

—Estos trabajos me ayudarán mucho.

—¿Tu salud lo resistirá? Uno de los estudiantes vive en Hongo; el otro, en Honjo; y el otro, en Azabu.

—No te preocupes. Me gusta caminar.

—Pero son más de tres kilómetros, y tendrás que recorrerlos independientemente del tiempo que haga.

—Tú déjame a mí: quiero probar. —Ante la idea de que se las podría arreglar ella sola, enseguida recobró el optimismo.

De los tres hogares que Ginko empezó a visitar, el de Takashima era el más grande, como correspondía a un rico mercader. Takashima había tomado parte en muchos negocios y era famoso; pero, cuando Ginko lo conoció, tenía casi cincuenta años y estaba a punto de traspasar el negocio a su hijo, mientras él se dedicaba a estudiar la tradición adivinatoria del clásico conocido como Donsho.

Ginko hacía sus rondas en kimono y geta de madera, calzado nada cómodo para recorrer grandes distancias. No había hecho caso a la preocupación que Ogie había mostrado respecto al mal tiempo, pero los días de lluvia hacían los desplazamientos diarios aún más difíciles.

Muchas veces cuando llegaba a casa estaba demasiado cansada para repasar su trabajo escolar y se quedaba dormida. Pese a ello, se levantaba en mitad de la noche; era un hábito que persistía desde sus días en la Escuela Normal Superior Femenina de Tokio, cuando estudiaba en el armario a la luz de una vela. Sin embargo, ahora que había cumplido los veinticinco, empezaba a notar un cambio físico. Su motivación era la que tenía a los veinte; pero, a veces, se proponía pasar toda la noche estudiando y caía rendida en el escritorio antes de que amaneciera.

Cuando copiaba un libro de texto médico que debía ser devuelto enseguida, se abofeteaba para mantenerse despierta. Si eso no surtía efecto, empapaba una toallita en agua fría, se la aplicaba al rostro y luego volvía al libro.

Otro problema con su nuevo trabajo como profesora particular era encontrar un lugar donde cambiarse de ropa. Cuando asistía a clase en Kojuin, Ginko se vestía con toda la sencillez posible para evitar despertar el interés de sus compañeros: nada de maquillaje, el cabello recogido en un moño y hakama por encima del kimono. No obstante, cada casa de las que visitaba como profesora era respetable, y no era propio de una mujer ir así vestida. El atuendo de las estudiantes se consideraba descaradamente occidental, y habría resultado escandaloso llevarlo en la alta sociedad; peor aún, ofendería a sus patrones, que se preguntarían a quién habían encomendado la educación de sus hijos.

Así, cuando Ginko salía de la escuela para dar clases particulares, tenía que buscar algún lugar en el camino donde se pudiera quitar la hakama. En la escuela, los ojos curiosos de los hombres la seguían a todas partes, y no podía quitarse aquella falda pantalón en la calle. Un lavabo público habría servido, pero no existían dichas instalaciones. Tras mucho pensar, Ginko acabó decidiéndose por el matorral que había detrás del Templo Yushima, donde nadie la vería. Iba corriendo a esconderse entre arbustos y maleza, se quitaba la hakama sin pérdida de tiempo y rápidamente la envolvía en el fardo de tela que llevaba consigo. Luego se ponía bien la ropa, se soltaba el cabello y salía corriendo de detrás del templo. Aquello pronto pasó a formar parte de su rutina diaria.

Pero, justo cuando sus dificultades económicas empezaban a desaparecer, surgió un nuevo problema. El verano del año en que Ginko había empezado las clases en Kojuin, había notado un ligero dolor en el bajo vientre alguna que otra vez. A principios del segundo curso el dolor era más intenso, y también más frecuente: una o dos veces al mes. El verano de su segundo año ya pasaba varios días al mes en cama, cuando el dolor se hacía insoportable al acercarse la menstruación. El flujo vaginal también había aumentado, así como la sensación de pesadez y letargo general. La enfermedad, que durante tanto tiempo se había mantenido en remisión, volvía a empeorar.

Ginko se analizó su propia orina; con aquel aspecto turbio y la presencia de depósitos proteicos, los resultados eran inequívocos: su cuerpo se había debilitado. Pero ella seguía su calendario habitual de clases y trabajo, mientras que en secreto se preparaba y tomaba una medicina china a base de aceite de sándalo y gayuba.

Fue el otoño de su segundo curso cuando Ginko finalmente sufrió un acceso de fiebre y se desmayó. Pasó tres días y tres noches en cama, con delirio febril; volvió al calor, el dolor y los calambres del pasado. Sabía que, en aquellas condiciones, no bastaba con tomar medicamentos para recuperarse por completo.

«Ojalá pudiera volver a Tawarase.» En el crudo frío del invierno, sola en su habitación, Ginko soñaba que se encontraba con su madre a orillas del río Tone.

La mañana del tercer día despertó en un baño de sudor; la fiebre había remitido y, al cabo de tres días más de convalecencia, volvió a la escuela. Había faltado a clase seis días seguidos. Gin había perdido peso, y parecía como si de repente hubiera envejecido. Decidió dejar a uno de sus tres alumnos de clases particulares.

El plan de estudio de Kojuin era de tres años, aunque algunos alumnos preferían completarlo en cuatro o cinco. Ginko había entrado en Kojuin en 1882 y, pese a todas las dificultades que había tenido, se licenció tres años después. Las dificultades no habían afectado a sus notas: como siempre, era la primera de la clase. Sus principales problemas estaban en mantenerse y ser la única mujer en la escuela.

Mantenerse no había sido excesivamente duro: economizar, vivir con frugalidad y dar clases particulares en familias que habían sido muy amables con ella. Incluso el señor Takashima, que al principio parecía frío y distante, se había mostrado agradable con Ginko y la había animado a luchar por su ambición de ser médico.

Los principales problemas de Ginko tenían que ver con su género. Había sido la primera mujer en una escuela masculina. Si bien la influencia europea había afectado a ciertas clases sociales, no tenía relevancia alguna en la vida de la gente normal y corriente. Llevaría muchos años cambiar tres siglos de pensamiento conservador cultivado durante el shogunato Tokugawa. Las dificultades que Ginko había experimentado eran las mismas a las que se enfrentaban todas las mujeres pioneras de la modernidad; aunque, en su caso, la discriminación se podría describir como persecución activa.

«Fui capaz de soportarlo porque tenía presente aquella humillación.»

Al caminar por la ahora familiar zona de Neribei, con el título de Kojuin en la mano, Ginko recordaba la vergüenza de los reconocimientos físicos que había pasado en el Hospital Juntendo. Aquel recuerdo, lejos de disiparse con el tiempo, acudía a su mente con más nitidez que nunca. Ya no miraba aquella época con odio, pero tampoco es que la hubiera olvidado. Era un hecho, y Ginko quería asegurarse de que quedaba firmemente grabado en su corazón. En cierta manera, esa humillación se había convertido en el estímulo que la animaba a seguir adelante.

Estaba orgullosa de sí misma y de lo que había conseguido. Pero sus batallas no habían terminado; acababan de comenzar.