CAPÍTULO 16

Shikata había dicho que escribiría ya de regreso en Kioto, pero lo cierto es que le escribió dos veces de camino: una desde Takasaki y otra desde Nagano.

La primera carta era para agradecerle que le hubiera dejado pasar la noche allí, y la cerraba con: «Siempre recordaré su hospitalidad.» La segunda carta era más larga, y en ella plasmaba algunas de sus impresiones durante el viaje, a lo cual había añadido: «A ratos, entre las tareas de mi misión la recuerdo, sensei, y soy plenamente consciente de lo que me falta.»

¿Qué demonios quería decir con «la recuerdo»? ¿Qué recordaba de ella? Normalmente, aquellas palabras sonarían a confesión de amor, pero Ginko apenas se inclinaba a interpretarlas así. No creía que un hombre trece años más joven pudiera amarla. Era sencillamente imposible; y aunque fuera posible, no era aceptable. Tal vez habían experimentado un malentendido momentáneo, un sueño compartido del que ella ya se había despertado, mientras que él seguía durmiendo.

O tal vez ella leía entre líneas. Shikata, un joven tan franco y directo, simplemente decía que había disfrutado la noche que habían pasado hablando y que aquello era algo que recordaba con mucho gusto. Pero ¿y si, por casualidad, sus palabras fueran una declaración de amor? ¿Cómo le sentaría eso?

Ginko recordaba la corpulenta y retraída figura de Shikata. Todo en él acudía a su mente de inmediato: cómo se le enrojecían y se le llenaban los ojos de lágrimas al hablar de un tema que significaba mucho para él, cómo la mano derecha le temblaba ligeramente…, el pecho amplio, que ella había estado a punto de tocar…, todo aquello ardía vívidamente en la memoria de Ginko. Su presencia la había aliviado incluso cuando miraban el incendio que enrojecía el horizonte. No había tenido ningún miedo. Sabía que era porque Shikata estaba allí, y le sorprendía sentirse así.

Ginko nunca se había fiado de los hombres, menos aún relajado en presencia de ninguno. Muchas veces, los hombres habían sido sus amargos rivales, y durante años se había ido tejiendo una capa de invulnerabilidad. Siempre estaba a la defensiva. Pero aquella noche se había sentido cómoda, totalmente a gusto. Tal vez algún instinto masculino hubiera indicado a Shikata que Ginko había bajado la guardia. «Algo en mí tuvo que darle esperanzas.»

Pero ¿qué sentía ella por él? Ginko se lo preguntó una vez más, buscando la respuesta en su fuero interno. «Nada en especial», se insistía a sí misma. Simplemente era alguien de paso, alguien con el que había pasado una noche hablando: eso era todo. Sin embargo, al mismo tiempo, otra vocecita le decía: «¿No será que me gusta?»

Ginko concluyó que el agotamiento físico y mental hacía que se dejara llevar por la imaginación.

Llegó el mes de agosto. La enfermera Moto roció con agua el patio que había delante de la clínica para asentar el polvo, pero se secaba nada más tocar el suelo. Desde las ventanas de la clínica, Ginko vio que un colorido despliegue de sombrillas y peatones pasaba por delante de la valla, e incluso ellos parecían mustios. Hacía ya varias semanas que no tenía noticias de Shikata. Sin darse cuenta, Ginko se había acostumbrado a esperar carta suya. Lo olvidaba cuando estaba ocupada con la gente o examinando a sus pacientes; pero, entre un paciente y otro y de camino a las visitas a domicilio, Shikata acudía a su mente. Siempre que tenía un momento libre, pensaba en él.

Incluso había ocasiones en que la enfermera reclamaba su atención dos o tres veces, hasta que ella por fin reaccionaba y miraba a su alrededor sorprendida:

—¿Decías algo?

—Piden una visita a domicilio en Matsutomi.

—Vamos allá.

Ginko era consciente de que no había respondido con la rapidez habitual, y sabía que la enfermera la miraba con curiosidad. ¿Se estarían dando cuenta las enfermeras? Había pasado una velada hablando con un invitado, y a la mañana siguiente le había remendado la manga del kimono. Nadie sospecharía que había algo entre ellos sólo por eso, ¿verdad? Estaba segura de que sus empleados nunca pensaban en ella si no era como médico y señora de la casa.

Sin embargo, los empleados habían notado un cambio en Ginko. Últimamente, era más amable y más tolerante con ellos. Antes, cuando la clínica se llenaba de pacientes y se quedaban sin gasas de algodón estéril u otros suministros, arrojaba su pinza pequeña a la batea hecha una furia. O, si la enfermera cometía un error al preparar los medicamentos, le golpeaba la mano con su machacador de mortero, mientras le pedía explicaciones de cómo podía trabajar así y considerarse enfermera.

Ginko no perdía detalle y lo supervisaba todo con la diligencia de siempre; no obstante, aquellos dos últimos meses las reprimendas habían ido a menos. No porque se hubiera ablandado: simplemente, ya no sufría arrebatos de ira.

—A lo mejor es que se está haciendo mayor —susurraban la enfermera Moto y las demás a sus espaldas. Ni Ginko ni ellas imaginaban que lo que sentía por Shikata le estaba suavizando el carácter.

El nuevo curso empezó en septiembre. Para entonces, Shikata ya habría regresado a Doshisha, pero las cartas seguían sin llegar. «Había sido un encaprichamiento pasajero de juventud», decidió Ginko. De noche, a solas en la habitación, reflexionó sobre aquello y cayó en la cuenta de que no sentía ira. Shikata no había hecho nada malo. Ambos habían disfrutado de una estimulante conversación, y él la había mirado con pasión. Era Ginko la que había interpretado aquello como amor.

«A mi edad, ya tendría que haberlo sabido», se reprendió a sí misma.

El calor se alargó hasta septiembre, y el anticipo de un tiempo más frío hacía que pareciera aún más sofocante. Con temperaturas tan altas, tuvieron que atender a un continuo torrente de niños intoxicados con comida en mal estado, y la Clínica Ogino quedó inundada por sus lamentos.

Ginko también estaba muy ocupada fuera de la clínica. Un día, de regreso de una reunión de comisión de la Asociación Sanitaria de Mujeres de Japón, Ginko se pasó por el estanque de Shinobazu para disfrutar del fresco que allí corría. Al cruzar el puente de Mitsubashi y subir la cuesta de vuelta a Ueno, el ruido de Tokio se desvaneció. Los bancos estaban llenos de todo tipo de gente, desde estudiantes a abuelas con niños a la zaga. Alguna vez había ido allí cuando estudiaba en Kojuin, pero era la primera vez desde que había abierto la clínica. Se preguntaba vagamente por qué, pese a su apretada agenda, había sentido la necesidad de ir allí ahora.

Ginko se acomodó en un banco cerca de un puente que llevaba hasta una estatua budista de la diosa sonriente Benten, en un islote en medio del estanque. El islote y la superficie del agua eran dorados bajo la luz del sol. Ginko siguió con la mirada a varias personas que se dirigían al puente, bañado en oro: la esposa de un mercader, luego una anciana y, detrás, un hombre corpulento con su esposa, que llevaba un niño a la espalda. Se movían sin prisa, señalando el agua y hablando de algo.

Ginko les prestó más atención y se fijó bien en ellos. Eran el profesor Yorikuni Inoue y su esposa Chiyo. Se habían detenido casi en la mitad del puente para mirar hacia algo que había en el agua, y se echaron a reír juntos. Mientras los observaba, Yorikuni empezó a caminar despacio hacia donde ella se encontraba; Ginko se levantó y regresó apresuradamente a la clínica.

Pasaron otras dos semanas. Ginko estaba demasiado ocupada para pensar mucho en Shikata. Una tarde, hacia mediados de septiembre, cuando Ginko estaba leyendo en su habitación después de cenar, la enfermera Moto entró corriendo:

—Perdone, pero el señor Shikata…

—¿Qué le pasa al señor Shikata?

—Está fuera, a la puerta.

Ginko se levantó enseguida y salió a la puerta, pensando que aquello era imposible. Sin embargo, Shikata estaba de pie a la entrada. No había cambiado nada, con su corpachón que llegaba casi al dintel, la barba de tres días en su cara de niño y los hombros anchos.

—Lo siento, no le hice saber que vendría. —Seguía allí de pie, con la hakama, los pies ligeramente separados y la cabeza baja a modo de reverencia.

—Pero, como has venido, ¡puedes pasar! —En realidad, no se le ocurría nada más que decir.

Lo hizo pasar a su despacho. En su visita anterior, habían usado la formal sala de estar, al fondo, pero ahora dudó si invitarlo allí por miedo a crear una atmósfera íntima como la de la otra vez.

Mientras se sentaba en el tatami del despacho, Shikata miró a su alrededor maravillado. Había una mesita baja junto a la ventana, pero el resto de las paredes estaban forradas de estanterías. Desde la apertura de la clínica, había ido construyendo su propia biblioteca. Su sueño era amasar una colección comparable a la del despacho de Yorikuni.

—¿Esta vez también vienes por asuntos de la Iglesia?

—No.

—¡Oh! ¿Por tus estudios?

—No. —Shikata movió la cabeza, con el semblante pálido y tenso.

—¿Y entonces?

La enfermera Moto entró con un té helado de cebada y un dulce. Shikata esperó a que ésta saliera del despacho para contestar:

—¿Puedo quedarme aquí esta noche?

—Claro. Pero ¿la universidad…?

—La he dejado.

A Ginko le pareció que Shikata había perdido peso, y que tenía los pómulos hundidos.

—¿Por qué?

Shikata entrecerró los ojos.

—¿Por qué? —repitió Ginko.

Sensei… —Shikata bajó la cabeza sin separar las manos del tatami y continuó—: ¿Se quiere casar conmigo?

—¿Casarme contigo?

—¡Sí! ¡Por favor, cásese conmigo! —Shikata levantó la voz. Luego la fuerza pareció abandonarlo y volvió a bajar la cabeza. Ginko aún no se había recuperado del impacto de aquellas palabras. No tenía idea de qué responder, y ni siquiera estaba segura de que aquello le estuviera pasando de verdad—: Por favor —insistió Shikata—. He venido aquí a proponerle matrimonio.

—Pero…

—Si me rechaza, no tengo adónde ir. He dejado la escuela y el lugar donde me alojaba y me he deshecho de todo antes de venir aquí. Por favor.

¡Aquello era un escándalo! Ginko había oído hablar de la mujer que se arroja a los brazos de un hombre, implorándole que se case con ella, pero nunca lo contrario.

—Bueno, de momento… —Ni siquiera la imperturbable Ginko sabía qué hacer. La dulce visión fugaz de hacía dos meses se había hecho realidad—. Dejemos esta conversación para más tarde. Ahora debes de estar agotado. —Ginko necesitaba la soledad más que nunca para recobrar la compostura—. Por favor, ve a descansar a la habitación de arriba.

—¿Eso significa que acepta?

Ginko no respondió, y Shikata empezó:

—Desde Takasaki hasta Nagano, y luego de regreso a Kioto, no podía dejar de pensar en usted. Ocupaba mis pensamientos. No podía concentrarme en los estudios ni centrarme en mi trabajo misionero. Me golpeé la cabeza, corrí hasta quedar exhausto, bebí cuando nunca antes lo había hecho: lo hice todo para olvidarla. Quise buscar consuelo en la Biblia e intenté leerla con toda mi alma. Pero nada funcionaba. Ésa es la única respuesta.

Procuraba convencerla de que se lo había pensado mucho antes de tomar aquella decisión, pero a Ginko le pareció impulsiva e irreflexiva:

—Pensémoslo cuando se nos haya enfriado un poco la cabeza.

—¡Yo ya la tengo fría! ¡Me he decidido después de pensarlo con calma!

—¿Pero qué tengo yo que pueda…?

—Amo su mente, y la manera en que ha buscado el conocimiento. Amo su elegancia. Siempre he soñado con estar con una mujer inteligente, y ahora por fin he encontrado a mi pareja ideal. —Shikata siempre había sentido debilidad por las mujeres inteligentes, ya desde los doce años, cuando se había enamorado perdidamente de una profesora.

—Soy trece años mayor que tú.

—Eso no importa, mientras estemos enamorados.

—Pero ¿qué pensará la gente? —A Ginko le pasaron por la cabeza los rostros de amigos y familiares. Ginko tembló, pensando en qué dirían si se casaba con un estudiante.

—Lo más importante es que dos personas decidan casarse, ¿no? Mutuo acuerdo y mutua comprensión. ¿No es eso lo máximo, lo único?

Tenía razón. Anteriormente, ambos habían coincidido en que el matrimonio debería ser un acuerdo mutuo, y sus ojos parecían interrogarla, preguntarle si ahora iría a dar marcha atrás.

«Esos ojos», pensó Ginko. Aquellos ojos habían sido los que, con su férrea convicción, la habían arrastrado a él la última vez. Y ella sabía que pronto la volverían a hechizar.

—¿Podría llegar a quererme? —Insistía en aquello, lo más importante para él.

—Yo… Por favor, deja que lo piense.

—Entonces esperaré su respuesta arriba. —Shikata la miró unos instantes lleno de pasión, antes de abandonar el despacho.

Aquel reencuentro no había durado más de unos minutos, pero dejó a Ginko como si una ola la hubiera azotado. A solas, no se sintió más tranquila ni menos confusa sobre nada.

Recordó su primer encuentro en julio, a petición de la señora Okubo. Ella y Shikata habían hablado hasta bien entrada la noche, luego habían observado el fuego que ardía en un distrito cercano. A ella le había parecido un joven simpático y agradable; compartían opinión sobre muchas cosas: los derechos de las mujeres, el amor y el matrimonio, el futuro del cristianismo… Ginko se había sentido completamente a gusto con él, y su presencia la había tranquilizado. La sorprendió con la guardia baja y, cuando él se fue, se sintió sola. Día tras día había esperado y deseado recibir carta suya.

En retrospectiva, se percató de que aquéllas habían sido cartas de amor, y de que ella le había correspondido sin reservas en sus respuestas. Pero no estaba preparada para dar el siguiente paso, y su repentina proposición era un inconveniente no deseado. ¡Qué atrevido por parte de Shikata presentarse sin avisar y pedirle una respuesta inmediata! Era un inconsciente que no tenía en cuenta los sentimientos de una mujer.

«Así que debo rechazarlo.»

Pero, aunque eso le decía su mente, la voz de la conciencia insistía en lo contrario. «Es sincero.» Cuando Shikata elegía un camino, lo seguía de manera incondicional, sin cálculos ni malicia. La hacía feliz saber que estaba tan enamorado de ella. Y era raro en un hombre hablar con tanta franqueza. Eso también le gustaba de él. Una parte de su ser que ella había reprimido y escondido empezaba a poner en duda su decisión. «¿Debo rechazarlo?»

Lo mirara por donde lo mirara, aquella proposición no tenía futuro. Serían el hazmerreír. Pero rechazarlo sólo por eso… ¿No sería cobardía? Y no sólo cobardía: si lo hacía, rechazaría a su propio corazón.

Pensamientos encontrados compitieron por dominar su mente y llevarse el gato al agua. Debía reconocer que también ella quería ver de nuevo a Shikata. Esperaba que Shikata se le declarara, y ahora sus deseos se habían hecho realidad. ¿No sería egoísta rechazarlo sólo porque tenía miedo?

Kiyo descorrió ligeramente la puerta y preguntó:

—¿Su invitado se quedará aquí esta noche?

—Sí —respondió Ginko—. ¿Por qué no le prepara algo de comer?

Kiyo esperó un poco más, por si había otras órdenes; como no recibió ninguna más, se marchó.

«Pero —pensó Ginko mientras oía cómo se alejaban los pasos de Kiyo— ¿me exigirá el contacto físico?» Se apoderó de ella un miedo que casi había olvidado. No había pensado en aquello hasta este momento, pero saltaba a la vista.

«Shikata no conoce mi secreto. No sabe que la mujer de sus sueños tiene gonorrea. La mujer médico, la devota cristiana, la líder de la Unión Cristiana Femenina tiene una enfermedad venérea.» En aquellos momentos, la enfermedad de Ginko estaba latente, pero quién sabe cuándo se reactivaría y lo contagiaría a él. «Tendría que prevenirlo. Amarse el uno al otro implica decir la verdad.» ¿Y qué ganaba diciéndoselo? ¿No lo entristecería e incomodaría?

«¡No, no puedo casarme con él!» Ginko intentó convencer a la parte indecisa de su ser que insistía en que había esperanza.

Tres días después, Ginko aceptó la proposición de Shikata. Hasta entonces, él había permanecido en la habitación de invitados de la segunda planta, esperando su respuesta. Ambos se habían paseado en silencio por toda la casa, con ansiedad.

—Seguiré el camino del Señor contigo —fueron las palabras que Ginko había elegido cuidadosamente. Ponían de manifiesto que su decisión era firme y también reflejaban su timidez.

Shikata arqueó las espesas cejas, y sus ojos ardieron en llamas cuando la abrazó. Enterrada en aquel enorme pecho, sentía sus manos en la espalda y en el cuello: él era todo lo que Ginko podía ver u oler. La invadió la calma. «Esto es lo que siempre había deseado.»

Ahora que habían decidido casarse, no veían ninguna razón para esperar. Al cabo de unos días, Ginko dio la noticia al personal de la clínica y a la congregación de la iglesia. Sus enfermeras escuchaban con los ojos bien abiertos, y ni siquiera intentaron asentir en señal de entendimiento. Pero no fueron las únicas: todo el mundo se oponía. Era como si todos hubieran discutido el asunto en su ausencia y se hubieran puesto de acuerdo en su respuesta.

Tomoko, la hermana de Ginko, escribió: «Claro que me opongo, pero si tu decisión es firme, no puedo impedírtelo.» Tomoko comprendía a Ginko mejor que nadie y sabía que, en cuanto tomaba una decisión, nunca daba marcha atrás; así que hizo aquella objeción sin la menor esperanza de que su hermana cambiara de opinión.

Su hermano mayor, Yasuhei, y la esposa Yai, sus hermanas Sonoe y Masa, por supuesto, los demás familiares, no daban crédito: «¿Una mujer de casi cuarenta con un estudiante de dudosos orígenes y trece años más joven?» Los amigos de Ginko, incluida Ogie, midieron más sus palabras: «Tú y Shikata no hacéis muy buena pareja: ¿vale la pena?»

Sin embargo, desde que se había marchado de Tawarase, Ginko apenas había mantenido contacto con nadie que no fuera Tomoko. Puede que los uniera la sangre, pero como ella había sido prácticamente repudiada al trasladarse a Tokio, no se sentía obligada a escuchar sus quejas. Estaba preparada para sus críticas, y no temía que ignorarlas tuviera mayores consecuencias.

Los padres de Shikata habían fallecido, pero sus hermanas mayores y sus cuñados también se oponían con vehemencia, aunque sus objeciones eran precisamente por lo contrario que la parte de Ginko: «Es demasiado mayor; y su categoría, demasiado elevada para una mujer.»

Pero ahora los dos estaban tan enamorados que nada los podía parar. En cualquier caso, la oposición de todo su entorno no hacía sino reforzar la decisión que habían tomado.

—¿Pedimos a los Okubo que vengan de testigos?

Como se habían conocido gracias al pastor y su esposa, aquello les pareció lo más apropiado. Shikata no vio ningún inconveniente y se contentó con apoyar la propuesta de Ginko. Sin embargo, para su desgracia, los Okubo escribieron diciendo que no podían hacerlo:

Shikata aún es un estudiante que no sabe nada del mundo. Su manera de ver las cosas es precipitada y, aunque tiene nobles ideales, no creemos que la pasión del momento baste para compartir toda una vida. Por otro lado, tú también tienes demasiada categoría para él, y creemos que la diferencia de edad es tan grande que seguir adelante con esto sería un error y mancharía vuestra futura felicidad. Lamentamos comunicaros que no podemos asumir la responsabilidad.

Shikata y Ginko no esperaban ser rechazados de mañera tan rotunda.

—Todo el mundo cree que, para alguien con tu talento, es un desperdicio estar conmigo.

—Pero si sólo saben hablar del estatus. Eso es algo por lo que no debemos preocuparnos. —Ginko tenía la impresión de que el hecho de que nadie estuviera dispuesto a aceptar a la persona que ella había elegido se debía a que no la tomaban en serio, y ella quería proteger a Shikata de aquello.

—¿Te arrepientes de haber aceptado casarte con alguien como yo?

—¿Por qué me iba a arrepentir? ¡Qué cosas dices!

—No me importa lo que la gente diga mientras pueda estar contigo.

A Ginko le encantaba la determinación de Shikata. A su parecer, los hombres eran animales básicamente egoístas y tiranos, y Shikata parecía pertenecer a otra especie completamente diferente. Era corpulento, dulce y de trato fácil, y llenaba sus años de soledad sin herir el orgullo que ella se había forjado con el tiempo.

—Pero nadie tomará partido por nosotros, y sólo por mi culpa.

—No tenemos por qué llevar a nadie de categoría como testigo. Nos vamos a casar ante Dios, y con eso basta. —Ginko trató de pensar en otros conocidos cristianos a los que se lo pudiera pedir, pero sabía que de nada serviría. Todo el mundo se oponía a su matrimonio.

—Me gustaría casarme en Kumamoto —se aventuró a decir Shikata.

—Eso haremos —accedió Ginko de inmediato.

El lugar donde Shikata había nacido era Kutami, cerca de la ciudad de Kumamoto. Allí se había criado y convertido al cristianismo, y aún tenía muchos familiares. Al casarse, normalmente la novia era borrada del registro de su propia familia e incluida en el de su esposo, así que era normal que la boda tuviera lugar donde estaban las raíces del novio. Aunque el matrimonio sólo suscitara desaprobación, se esperaba que la pareja fuera a visitar a la familia del novio para presentarles sus respetos. En Tokio, Shikata tampoco tenía contactos ni categoría social, y Ginko vio avergonzada que había pasado por alto aquella cuestión fundamental.

—¿En verdad irías? —preguntó Shikata.

—Claro que iré. Además, allí está el reverendo Ebina.

—Te lo agradezco. —La respuesta de Shikata era humilde, pero normal dadas las circunstancias. Oficialmente, Ginko se casaría con su familia; aunque la realidad era que él se alojaba en su casa y ella asumiría todos los gastos derivados de viajar al sur, hasta Kumamoto, y de la boda en sí.

Enseguida escribieron al reverendo Ebina para pedirle que oficiara él la ceremonia, bastante confiados de que aceptaría. Sin embargo, para su sorpresa, la respuesta fue la misma que la de los Okubo: «Quisiera felicitaros con motivo de vuestra boda, pero lamento decir que no puedo acceder a lo que me pedís.» El rechazo del reverendo Ebina los hirió profundamente, sobre todo porque venía escrito con su elegante caligrafía.

—¡Tanto hablar de modernización, y el concepto japonés del matrimonio sigue igual de anticuado! —Shikata arrojó la carta a la mesa con desesperación—. Todos me toman por tonto.

—No, es porque yo soy demasiado mayor.

—Eso no es cierto. Nadie quiere verte casada con un don nadie como yo. —Los nudillos de los puños cerrados de Shikata se habían puesto blancos. Era la primera vez que Ginko lo veía enfadado.

—No lo creo —discrepó Ginko—. Sólo quieren lo mejor para nosotros y nos dan su consejo con toda la buena intención.

—¡Es más un sabotaje! —replicó Shikata.

—Bueno, no tenemos que preocuparnos por ellos.

—¡Pero así no vamos a ninguna parte!

—Pidamos a un pastor extranjero que nos case —sugirió Ginko—. Un extranjero no nos llenará la cabeza de objeciones como los japoneses. Fueron los extranjeros quienes trajeron el cristianismo a Japón, de manera que ¿no te parece lo mejor?

Y así, el 25 de noviembre de 1890, Ginko Ogino y Yukiyoshi Shikata se casaron en Kutami, prefectura de Kumamoto, con la bendición del reverendo O. H. Gulick.