CAPÍTULO 20
Ginko había pensado que estaba preparada para la vida en la colonia, y sin embargo, fue todo un reto. La cabaña que ella y Shikata compartían tenía un recibidor con el suelo de tierra y dos habitaciones diminutas con tablas de madera en el piso. Todo lo demás estaba fuera, incluidos el pozo y el lavabo comunitario.
—Indignada, ¿verdad?
—Para nada. Es exactamente como lo había imaginado. —Ginko hizo lo que pudo por parecer indiferente, pero en el fondo sí que estaba indignada. Jamás habría imaginado semejantes condiciones de vida en comparación con las comodidades de Tokio. Ahora comprendía por qué Shikata se había resistido a llamarla a su lado.
La cama estaba en lo alto de unas balas de paja dispuestas sobre las tablas de madera. Llevaban dos años separados. Todo —el suelo bajo sus pies y todo lo que los rodeaba— era nuevo para Ginko.
—Sólo tendremos que soportar esto durante otros dos o tres años —murmuró Shikata, abrazado a Ginko. La piel le olía a hierba y tierra. Seguramente aquel olor se le había impregnado a lo largo de aquellos tres años. «Con el tiempo, a mí me pasará lo mismo», pensó Ginko. Cerró los ojos y trató de disipar sus dudas centrándose sólo en lo feliz que la hacía volver a estar con Shikata.
La colonia estaba habitada únicamente por cristianos, que se ceñían a los principios recogidos en su carta fundadora. Todos descansaban en sabbat, y contribuían con su trabajo a la construcción de una iglesia.
Sin embargo, este trabajo no siempre era llevadero. La salud de la mayoría de los colonos se había visto mermada por la dureza del trabajo, y muchos sufrían accesos de diarrea, posiblemente a causa del agua que bebían. Lo que más los atormentaba, no obstante, eran los enjambres de mosquitos. El cinturón de paja humeante que había ideado Shikata surtía efecto en algunos, pero los que tenían la piel sensible siempre llevaban el rostro hinchado por las picaduras.
Aun así, se comprometían a seguir trabajando juntos por un objetivo común. Todos ellos, sin excepción, eran agricultores primerizos, pero tenían la suerte de contar con una tierra fértil. En poco más de un año, ya cosechaban cien sacos de patatas, así como algo de mijo y centeno. Y eso era mucho más de lo que habían soñado.
—¡Funcionará!
Los colonos sintieron una renovada confianza y, con ella, un rayo de esperanza en el futuro. Sin embargo, persistían otros problemas además de la divergencia de opiniones entre las diferentes denominaciones cristianas.
Los congregacionalistas de Shikata y los episcopalianos de Amanuma convivían en Emmanuel: las cabañas de los primeros agrupadas en torno a una pequeña colina al este, y las de los segundos, cerca del claro al oeste. Su trabajo compartido de tala de árboles y cultivo de la tierra había ido bien; pero, en los períodos de descanso, cuando la conversación se desviaba hacia cuestiones religiosas o ideológicas, las azadas quedaban arrinconadas y las fervientes discusiones eclipsaban todo lo demás. Había ocasiones en que los enfrentamientos duraban hasta el atardecer, y el trabajo, ya atrasado, se retrasaba aún más.
La vida de Ginko en Emmanuel no podía haber sido más diferente de la vida en Tokio. Se levantaba a las siete de la mañana, se vestía y tomaba el desayuno, y a las ocho empezaba a trabajar con el resto, con el grupo al que había sido asignada. Las mujeres se encargaban de hacer la colada y preparar la comida. A mediodía, se ponían a limpiar hasta después de comer y se tomaban una hora de descanso, para luego seguir trabajando hasta las cuatro de la tarde, momento en que todos los miembros se congregaban para rezar una oración de gracias. El día de sabbat se reunían a las diez de la mañana en la cuesta oriental para la oración, después de lo cual pasaban la tarde libre o procedían al mantenimiento y las reparaciones de sus respectivos hogares.
Hacía veinte años que Ginko había abandonado a su familia de Tawarase. Desde entonces, el día a día había sido muy complicado, y siempre había vivido y trabajado al ritmo que ella misma se imponía. No le estaba resultando nada fácil vivir en grupo.
—Las mujeres no tienen por qué asistir a las reuniones matutinas —dijo Shikata, consciente de que Ginko era una trasnochadora que dormía hasta bien entrada la mañana.
—¡Pero yo no debería estar durmiendo mientras todo el mundo trabaja!
—Las reuniones de la mañana son sólo una manera que se nos ha ocurrido de unificar las denominaciones y suavizar las relaciones entre episcopalianos y congregacionalistas.
—Bueno, en ese caso, tal vez me quede en cama hasta un poco más tarde.
—Así me gusta. Y ahora tenemos bastante aceite de lámpara, así que usa todo el que necesites —añadió Shikata, señalando la aceitera que había en el suelo, junto a la puerta de su cabaña. Cada hogar recibía sus raciones de aceite, pero Shikata había ido a Setana a comprar expresamente más para Ginko, sabiendo lo mucho que le gustaba quedarse leyendo hasta tarde. Aun ahora, seguía repasando la versión inglesa de la Biblia.
Ginko apreciaba el interés de Shikata por su felicidad. Mientras dudaba si tomarle la palabra respecto al favor que le hacía, temía perder la cordura en aquella jungla si dejaba de leer. Se había producido un incidente un mes después de la llegada de Ginko a Emmanuel, cuando la esposa de Yamazaki, uno de los congregacionalistas, de repente había apartado a su bebé, salido de la cabaña y sufrido un colapso cerca del pozo donde las demás mujeres estaban reunidas. Las mujeres habían ido a buscar a Ginko, que enseguida llegó al lugar de los hechos. La mujer yacía en el suelo, con una pierna al descubierto desde el tobillo hasta el muslo.
—¿Es malaria?
—Tiene los ojos en blanco.
—Echa espuma por la boca.
—¿Puede ayudarla?
Ginko se sentó en silencio rodeada de colonos con cara de preocupación, que habían venido corriendo al oír la voz de alarma y presenciaban la agonía de la señora Yamazaki.
—Doctora, haga algo por ella, por favor —le suplicó Yamazaki. Era un orgullo para todos los colonos contar en Emmanuel con una doctora titulada. Aquello los distanciaba aún más de Setana, y era una de las cosas que les ayudaba a hacer sus vidas soportables en aquel inhóspito lugar—. ¿Qué hacemos?
—Llévesela a su casa, por favor.
—Pero ¿y la medicación?
—Tiene que beber un poco de agua hervida con azúcar. Hoy no la deje sola y hágase cargo de ella.
—¿Eso es todo?
—No hay de qué preocuparse. Y el resto, también: échenle una mano, por favor.
Desconfiados pero obedientes, levantaron a la mujer en peso.
Ginko volvió a su cabaña con Shikata a la zaga:
—¿Estás segura de que con eso es suficiente? —preguntó.
—Ella no es creyente, ¿verdad? —replicó Ginko cansinamente.
—Yamazaki sí lo es, pero me parece que ella no.
—No entiende por qué su marido está decidido a seguir la voluntad de Dios en esta gran empresa. Tal vez él no se lo haya explicado lo suficientemente bien. En cualquier caso, salta a la vista que su esposa es incapaz de soportar el aislamiento de este lugar, donde no tiene a quién acudir.
—¿Estás diciendo que eso la ha vuelto loca?
—No puede soportar la soledad y se ha puesto histérica. Se ha desmayado expresamente donde la gente pudiera verla, se estaba arañando el pecho, e incluso al caer eligió un lugar mullido: es un claro caso de histeria.
—Ahora que lo mencionas, he oído a Yamazaki lamentarse de que su esposa se había vuelto melancólica y había descuidado a los niños y el hogar. Él se ha encargado de todo, desde hacer la colada hasta cambiar pañales.
—El llanto y la apariencia de locura son estrategias para que la envíen de vuelta a casa. —Ya no se oía el llanto de la mujer, así que seguramente estaría bebiendo el agua con azúcar que su marido le había preparado. Ahora se oía llorar a un niño en la cabaña de los Yamazaki—. Si no eres creyente, seguir a alguien hasta aquí para colonizar esta tierra probablemente sea mucho pedir.
—Tal vez. —Shikata asintió con la cabeza, mirando más allá de los campos, donde los colonos quemaban rastrojos de un nuevo claro—. No basta con ser la mujer de un creyente.
Entonces Ginko llevaba sólo un mes en Hokkaido y no estaba en condiciones de hablar mal de nadie. Ni ella misma tenía la certeza de que no acabaría como la esposa de Yamazaki, y también había otras mujeres que sufrían de melancolía.
Ahora, seis meses después, la colonia empezaba a quedarse sin fondos. Habían agotado el miso, la salsa de soja y hasta la sal. Yojiro fue a Setana a vender algunas de sus tallas, y volvió con miso comprado con el dinero de las ventas. Había tardado dos días en recorrer los doce kilómetros río abajo en una piragua, chapoteando con el agua hasta las rodillas en ciénagas por donde la canoa no podía pasar. Respecto a las verduras, se las arreglaban con las silvestres. La situación era cada vez más incómoda y, con el paso del verano, hubo quien expresó sus dudas sobre la validez de su misión.
—¿Acaso habéis olvidado lo que nos prometimos en Doshisha? ¿Y que Shikata y Maruyama trabajaron casi hasta la extenuación en 1891? El comandante Fukushima cabalgó en solitario hasta Siberia, ¿no? El lugarteniente Gunji se fue a la isla desierta de Chijima y se convirtió en un santo custodio, ¿verdad? ¿Somos tan débiles que nos desmoralizamos ante la menor dificultad?
Durante las horas libres de la mañana y la tarde, un miembro del grupo llamado Takabayashi intentaba animar a sus compañeros indecisos, aunque a veces incluso a él le entraban ganas de abandonar el proyecto y volver a casa. Con aquellas exhortaciones, no sólo buscaba motivar a los demás, sino que también intentaba recuperar su propia determinación.
La oración del domingo por la mañana era lo que los mantenía unidos. Se turnaban para oficiar la misa cada vez en una cabaña, y allí rezaban, se animaban los unos a los otros y renovaban el compromiso de cooperación mutua. «Todos como uno bajo Dios» reafirmaban su vínculo y su promesa.
Ginko contribuía al trabajo en la medida de lo posible, ahora como esposa de Shikata más que como doctora. No era capaz de derribar aquellos árboles enormes o arrancar sus raíces, pero sí que podía ayudar a cultivar la tierra que despejaban para la labranza. De vez en cuando, algún miembro del grupo también se lesionaba en el trabajo, y entonces Ginko ponía en práctica su experiencia como doctora. Una formación médica general beneficiaba a la colonia en momentos como ésos.
La mayoría de los colonos luchaba por salir adelante, pero algunos caían enfermos o perdían toda esperanza. Empezando por Yamazaki, durante tanto tiempo afectado por la histeria de su esposa, cinco hogares compuestos por un total de doce personas abandonaron la colonia. La población de Emmanuel había crecido durante dos años seguidos, y ésta era la primera baja numérica.
Luego, a principios de octubre, un mes antes de que aquellas doce personas se marcharan, un tifón procedente del mar de Japón arrasó Hokkaido. El río Toshibetsu, normalmente plácido, creció e inundó su cuenca, y anegó las cosechas que los colonos habían trabajado durante un año entero entre rocas y barro. Por si aquello fuera poco, diez días después eran azotados por una helada.
Estos duros reveses minaron el optimismo que había despertado en ellos la perspectiva de una buena cosecha. Ahora las dudas de los indecisos eran aún más acuciantes.
—Esto siempre pasaba en Tawarase. Cuanto más se desborde el río, más riqueza aportará a la tierra de la llanura. —Ginko intentaba animar a los demás colonos, pero sus explicaciones nada pudieron contra los oídos sordos de campesinos inexpertos.
Empezaron los reproches por el retraso respecto a lo planeado. Peor aún, se les venía encima el invierno. Debido a la crecida del río, apenas les quedaban provisiones. La perspectiva de pasar todo el invierno con las escasas raciones del gobierno era funesta. No bastaría con creer en Dios. Ante el primer indicio de nieve a finales de octubre, la mitad del grupo, veintiocho personas en total, decidió abandonar Emmanuel.
—Dios nos pone otra vez a prueba. Si superamos esto, en dos o tres años las cosas irán a mejor.
Shikata intentaba convencerlos de que no se marcharan; pero las familias que habían tomado aquella decisión se habían reunido en una de las cabañas para leer la Biblia y pedir el perdón de Dios. Luego se fueron en silencio. No había nada que Shikata y los demás pudieran hacer para retenerlos. De hecho, si los hubieran convencido de que se quedaran, no habrían podido pasar el invierno con las escasas provisiones de que disponían.
—¿Por qué tenemos que sufrir tanto? —preguntó Shikata, de pie con Ginko a orillas del río Toshibetsu, mientras observaban cómo las figuras de los creyentes que se marchaban se empequeñecían en la distancia. En los tres años que Shikata llevaba en esta colonia, el rostro redondo se le había vuelto angular y todo él aparentaba más edad de la que tenía.
—Cuando nos conocimos, me juraste que éste era tu sueño, y ahora estás luchando por él. Ya has recorrido un largo camino. —Le tocaba a Ginko animar a Shikata, cansado de la colonia y ya casi dispuesto a abandonar.
La nieve cubrió el río y la llanura con un blanco sólido. En lo más crudo del invierno, Shime, la hermana de Shikata, dio a luz a una niña a la que ella y su marido bautizaron con el nombre de Tomi. La criatura era sana; pero el parto difícil, agravado por una inadecuada nutrición y la fatiga del duro trabajo, retrasó la recuperación de Shime. Luego vino una ola de frío y cayó enferma de neumonía. Durante una semana, Ginko y Shikata la cuidaron día y noche; pero, al cabo de dos meses, Shime falleció.
Era la primera muerte que la colonia se cobraba. Tras incinerar a Shime en Setana, enterraron sus restos mortales en el rincón noreste de Emmanuel, donde plantaron una estaca. «¿Vino a Hokkaido sólo para morir?», se preguntaba Ginko, mirando fijamente la estaca blanca.
—¿Y si adoptáramos a Tomi? —sugirió Shikata, mientras analizaba cuidadosamente el semblante de Ginko. Había pasado un mes desde la muerte de Shime—. Un hombre no puede criar solo a una hija con todo el trabajo que está haciendo aquí —añadió. El esposo de Shime, con treinta y un años de edad, recorría a diario largas distancias para llevar a su hija a una nodriza que había encontrado.
—¿Nosotros… el bebé…? —Ginko se quedó momentáneamente confusa ante aquella repentina propuesta.
—Sí. Adoptémosla.
—¿Él lo aceptaría?
—Hablé con él hace cinco días y me dijo que, si nosotros nos ofrecíamos a criarla, él nos la entregaba. —Así que Shikata ya llevaba un tiempo dándole vueltas al asunto—. ¿Qué te parece?
Ginko no sabía qué contestar. Nunca le habían entusiasmado los niños. Le parecían graciosos, pero ella estaba segura de que no era más que una estrategia para ganarse el favor de los adultos, y eso la sacaba de quicio. Eso mismo había dicho a su vieja amiga Ogie, quien con mucho tacto le había respondido que los niños lo hacían de manera instintiva y no se les debería responsabilizar de sus actos. Ginko se vio obligada a aceptarlo, pero eso no despertó en ella el instinto maternal. De repente, se enfrentaba a la posibilidad de adoptar un bebé.
—Yo también ayudaré. Y a lo mejor, cuando tengamos más dinero, le podemos asignar una niñera.
Ginko permanecía en silencio, insegura de si estaba a favor o en contra de esta idea. Jamás habría llegado a ser médico o asumido papeles activistas en la sociedad si hubiera tenido hijos. Pero ¿por eso la idea le parecía tan desagradable? Entonces se le ocurrió que tal vez su esterilidad la había llevado a cerrarse en banda. Finalmente, esa estrategia había arraigado en ella y le había hecho perder tanto el interés en los niños como su identificación con ellos.
—Soy el único familiar directo que tiene aquí.
En eso tenía razón, pensó Ginko.
—Y, de todas formas —prosiguió Shikata—, tampoco parece que nosotros vayamos a tener hijos. —Ginko soltó un grito ahogado al sentirse atravesada por una punzada de dolor—. ¿No es así? —recalcó.
Ginko asintió. Los ojos de Shikata se lo imploraban, aunque no era necesario: ya la había convencido.
El grupo de congregacionalistas se había visto diezmado; pero la primavera trajo refuerzos y, con ellos, llegó la esperanza para Emmanuel. Gracias a los nuevos miembros, todos ellos fuertes y de inquebrantable fe, el trabajo avanzaba sin complicaciones.
En parte para evitar más deserciones en el grupo, Shikata estaba más decidido que nunca a construir una iglesia, y aquel verano levantaron la iglesia de Toshibetsu, con tejado de paja, donde oraban cada domingo. Contribuciones adicionales de dinero y trabajo también les permitieron construir en otoño una pequeña escuela. Era una estructura rudimentaria, pero suficiente para satisfacer sus necesidades. Los ancianos de la comunidad, que no podían realizar grandes esfuerzos físicos, fueron designados profesores de lectura y aritmética. El 25 de diciembre de aquel mismo año, Shikata y Ginko invitaron a la comunidad a su hogar para celebrar las primeras Navidades. Todos los asistentes prometieron acudir cada año.
Donde antes había una jungla densamente arbolada, la colonia se iba transformando poco a poco en una aldea. La oficina del gobierno más cercana, en Setana, tomó nota de ello; sin embargo, se negó a registrarla con el nombre de Emmanuel. Muchos nombres de lugar de aquella zona procedían de la lengua ainu, pero el gobierno de Hokkaido había decretado que se adaptaran a los caracteres kanji, preferidos por los japoneses de la isla más poblada. El nombre de Emmanuel parecía extranjero, y eso iba en contra de la política de hacer que los nombres sonaran lo más japoneses posible.
—Pero este nombre no es ainu: es de la Biblia, y lo hemos elegido nosotros, que somos japoneses —protestaron los colonos.
—No se permiten nombres de origen extranjero. El nombre de la aldea debe ser transcrito en kanji o cambiado. —Ahora los colonos empezaban a saber lo que era ser tratados por los burócratas como extranjeros en su propio país, igual que ocurría con los ainu.
—Pero hemos elegido un nombre simbólico de nuestra fe religiosa. ¡No podemos cambiarlo! —Aunque Shikata y los demás estaban indignados, plantaron cara a la poderosa e inflexible burocracia.
—¿Y si cambiamos el nombre de cara al gobierno, pero seguimos usando Emmanuel? Un cambio superficial bastaría para satisfacerlos —indicó Ginko al furioso Shikata. Viendo que estaba en lo cierto, los colonos eligieron el nombre Kamiga-Oka («La colina de Dios»). El gobierno lo aceptó como el nombre oficial de la zona; sin embargo, a aquella colonia aún hoy se la conoce como Emmanuel.
Nuevas colonias como Emmanuel fueron surgiendo en torno a Setana, cada una registrada en el gobierno local. En otros puntos de Hokkaido, se estaba llevando a cabo un desarrollo similar. Llegaban colonos de todos los rincones de Japón, y los nombres que elegían para sus colonias solían derivar o bien de los nombres de sus líderes, o bien de sus lugares de procedencia, o simplemente eran nombres ainu adaptados al japonés. Muchos eran buscadores de fortuna, y algunos, perdedores de la Restauración Meiji, mientras que en otros casos se trataba de jóvenes sin herencia de familias campesinas. Muy pocos eran como el grupo de Shikata, pioneros por pura motivación religiosa.
Buena parte de estos primeros colonos son reverenciados actualmente en los pueblos que fundaron, pero lo cierto es que la práctica totalidad había sido incapaz de ganarse la vida en la gran isla de Honshu y no tenía otro lugar adónde ir.
En abril de 1895, crecía el optimismo en Tokio tras la firma del tratado que ponía fin a la guerra chino-japonesa de 1894-1895; en cambio, los colonos seguían luchando sin tregua contra la tierra virgen de Hokkaido. Pero un año después, en diciembre de 1896, llegó a la Dieta un nuevo proyecto de ley. Titulado «Disposición sobre las tierras vírgenes de Hokkaido», el nuevo proyecto de ley era una importante revisión del de 1886, «Normativa para la venta de tierras en Hokkaido», que llevaba diez años en vigor.
La aprobación de este proyecto de ley implicaba que todas las extensiones de terreno previamente distribuidas en Hokkaido, incluida la que Tsuyoshi Inukai había cedido a los congregacionalistas de Shikata, debían ser devueltas al gobierno. Todos los colonos tuvieron que dirigirse directamente al gobierno para que éste les concediera el usufructo de la tierra que trabajaban. Esto suponía que toda la tierra sin cultivar por los colonos de Emmanuel volvía a manos del gobierno para ser reasignada a otros pobladores. La perspectiva de que un grupo de no creyentes se instalara en las inmediaciones dio al traste con el sueño de Shikata de formar una próspera comunidad creada única y exclusivamente por y para los cristianos, aislada del resto de la sociedad japonesa.
Además, las fricciones entre los congregacionalistas de Shikata y los episcopalianos de Amanuma iban a peor. Hacía unos dos años que los episcopalianos se habían unido a los colonizadores de Emmanuel. Desde entonces, ambos grupos habían decidido por consenso la carta de la colonia y otras cuestiones de gobierno; aunque los congregacionalistas ostentaban el equilibrio de poder, en parte porque habían sido los primeros y, también porque superaban en número a los episcopalianos.
Sin embargo, muchos congregacionalistas se habían marchado cuando sus cosechas quedaron destruidas por la crecida del río, y los que quedaban eran ahora superados en número por los episcopalianos. La cuestión había quedado en hibernación bajo la nieve de los duros meses de invierno, pero resurgió cuando el deshielo de la primavera trajo actividad a la colonia. Las posturas encontradas y la rivalidad resultaron cada vez más difíciles de capear, lo cual era aún más lamentable teniendo en cuenta que ambos grupos compartían las creencias fundamentales del cristianismo.
Era cuestión de tiempo que el obstinado e impulsivo Shikata, acorralado por este cambio de poder, plantara cara a Amanuma. La gota que colmó el vaso fue que el grupo de Amanuma dejara de celebrar el culto con el grupo de Shikata en su iglesia de Toshibetsu. Las diferencias durante tanto tiempo reprimidas estallaron en un duro enfrentamiento que enseguida quedó fuera de control.
Shikata sabía que estaba en minoría y que seguramente saldría perdiendo. Había sido un error mezclarse con el grupo de Amanuma, pero ya era demasiado tarde para lamentarse.
El verano de 1896 Shikata tomó la decisión de abandonar Emmanuel y trasladarse a Kunnui, unos cincuenta kilómetros al este.
—Allí hay una mina de manganeso. Siempre he querido probar fortuna con eso. —Shikata había sido camelado por un especulador. El negocio minero no era para principiantes, pero le entusiasmaba la idea de aquel nuevo proyecto.
—¿Y qué pasa con tus metas religiosas? No tienen nada que ver en esto, ¿verdad? —preguntó Ginko.
—No tiene sentido que me quede aquí. —Shikata había venido a Hokkaido con la noble ambición de construir una comunidad cristiana utópica, y su sueño había sido lo bastante poderoso para implicar también a otras personas. Como buena cristiana, Ginko lo había comprendido y apoyado. Pero ahora hablaba de explotar una mina recién abierta e invertir en ella el dinero que a Ginko le quedaba de Tokio—. Ese hombre dice que recuperaré toda la inversión en menos de dos años.
—Si tenemos que irnos de aquí —le sugirió ella con mucho tacto—, ¿por qué no volvemos a Tokio?
—Jamás podría volver así. —Shikata tenía su orgullo—. Esta vez lograré que funcione, y con los beneficios que obtenga compraré tierras y construiré otra aldea.
—¿Eso no es demasiado precipitado? Por favor, cálmate y piénsalo detenidamente.
—¡Ya lo he pensado más que suficiente! Lo he pensado del todo, y he tomado una decisión.
—No se triunfa sólo con ganas y voluntad, ¿sabes? —Ginko comprendía el fervor de Shikata. Su propia ambición de hacerse médico había parecido igual de insensata y exagerada. Sin embargo, no entendía la facilidad con que él cambiaba de ambición.
—Lo sé, pero no tiene sentido pasar más tiempo aquí.
—A mí me gustaría empezar de nuevo en algún lugar y abrir una clínica.
—No. Yo voy a ir a Kunnui y no se hable más. —«Yo soy el hombre», parecía decir Shikata—. Sólo te pido que me hagas caso por una vez en tu vida. Te lo estoy pidiendo. —Shikata llevó las manos al suelo y le hizo una gran reverencia.
Ginko no pudo evitar recordar cuando, hacía seis años, Shikata le había pedido que se casara con él. Su postura ahora era exactamente la de aquel entonces. «¡Casarse conmigo no era diferente! Se mueve por impulsos», pensó Ginko.
Ahora entendía por qué todos los que conocían a Shikata se oponían a su matrimonio. Después de todo, aquellos consejos habían sido lógicos y bienintencionados. Pero Ginko no tenía remordimientos. Entonces había sido feliz. Había necesitado a Shikata; no había sido un error. Y aún lo necesitaba, como él a ella.
Shikata se ató a la espalda a su hija Tomi, que ahora tenía dos años, y abandonó la comunidad a caballo, con Ginko detrás a lomos de su propio caballo. Sobre las sillas de montar llevaban sus posesiones: lo básico.
Cuando atravesaban la garganta de Yakumo, se toparon con un oso, y se libraron de ser atacados entrechocando ollas y sartenes. Pasaron por Imakane y continuaron río arriba hasta Yurap, en fila india. La corpulenta figura de Shikata y la menuda de Ginko zigzagueaban a caballo por entre los matorrales y la maleza de la garganta que llevaba a Kunnui. Apenas quedaba rastro de la doctora Ginko Ogino, una de las principales intelectuales de Tokio.
Aquella tarde llegaron sanos y salvos a Kunnui.
La extracción de manganeso en Kunnui había comenzado a finales de la década de 1880, como había ocurrido con muchas de las minas en las montañas circundantes. Shikata llegaba sin experiencia y con poco más que la esperanza de que aquel proyecto fuera un éxito. Con los beneficios que tenía la certeza de obtener, pensaba construir una nueva población para cristianos.
No obstante, como Ginko había profetizado, aquella nueva aventura terminó en fracaso.