CAPÍTULO 15

Aquel año la estación de las lluvias se estaba alargando más de lo habitual, y cuando por fin terminó, el calor de julio parecía más intenso que nunca. Los tenderos usaban estores de bambú y rociaban el suelo con agua para refrescar el ambiente.

—¡Compren hielo! ¡Hielo de Hakodate! —La voz del vendedor callejero que ofrecía cuencos de hielo troceado y sazonado parecía sonar con energía renovada ante la perspectiva de hacer su agosto.

Aquella tarde, Ginko, llegó a casa tras sus visitas a domicilio y vio que la enfermera Moto la esperaba a la entrada.

—¡Hay un hombre aquí que quiere verla! —susurró la enfermera con apremio.

—¿Quién sería? —Ginko echó un vistazo al calzado que se alineaba junto a la puerta principal. Había un par de geta el doble de grandes que las de mujer. Los pies de su propietario les habían dejado huellas de suciedad y los ángulos de las suelas estaban gastados.

—Dice que su nombre es Shikata.

—¿Shikata?

—Que estudia en Tokio.

—¡Ah, ya! Es de Doshisha. —Ginko recordó que, hacía tres meses, la señora Okubo le había pedido que lo alojara en su casa.

—¿Lo conoce?

—Nunca lo había visto. Es amigo de los Okubo. —Ginko fue a la cocina a lavarse las manos y los pies, seguida de la enfermera Moto.

—Es muy corpulento, y huele raro.

—¿Huele?

—Sí.

—¿A qué huele?

—No lo sé.

—Prepara la habitación de invitados de la segunda planta. Pasará la noche aquí.

—¿Aquí? Pero si ni siquiera le he ofrecido un té.

—¿Y qué has hecho desde que llegó?

—¡Hum! Pensaba que era un vendedor o algo por el estilo.

—A ver, ¿dónde está?

—En la sala de espera.

—¡Qué tonta eres! Llévalo a mi sala de estar. —Ginko se secó las manos y los pies; luego fue directa a la sala donde recibía a los invitados, no sin pararse a mirar su imagen reflejada en el espejo antes de entrar. Usaba muy poco maquillaje, pero recientemente había empezado a aplicarse polvos de tocador. Su piel perdía firmeza y le habían salido pecas. No quería decepcionar al estudiante que había venido de tan lejos para verla.

Cuando Ginko entró en la sala, Shikata estaba arrodillado con la espalda recta y las manos descansaban ceremoniosamente sobre su regazo. Le echó un primer vistazo desde atrás y le pareció una enorme mole.

—Gracias por esperar —dijo—. Soy Ginko Ogino.

Sobresaltado, Shikata se volvió y la saludó con una profunda reverencia, tanto que se dio en la cabeza contra la mesa de centro. Sin inmutarse, hizo otra reverencia y se presentó.

—Yo soy Yukiyoshi Shikata. —Parecía un soldado en posición de firmes—. Muchas gracias por acogerme, sé que está muy ocupada.

—No hay de qué. Había una habitación vacía, y alguien tenía que usarla.

—¡Gracias!

Ginko miró aquel rostro grande quemado por el sol. Parecía haberse cortado el pelo recientemente, pero en el mentón llevaba barba de tres días. Pese a su tamaño, tenía unos rasgos casi infantiles:

—Por favor, ponte cómodo —le instó.

Shikata asintió, pero se quedó allí bien sentado.

Ginko tuvo que sonreír ante su nerviosismo, y también se fijó en que la frente enrojecía justo donde se había dado el golpe:

—La frente —dijo, señalándosela con mirada compungida.

—No me duele —insistió Shikata. Sus hombros anchos parecían extenderse como alas, y los brazos le sobresalían a ambos lados—. Lo siento mucho.

No había razón por la que tuviera que disculparse ante Ginko, y ella pensó que tenía un carácter un tanto extraño. Por fin la enfermera Moto llegó con el té. Dejó las tazas y los posavasos sobre la mesa, y luego se despidió con una reverencia. Cuando se iba, echó una elocuente mirada al fardo que había al lado de Shikata: Ginko le siguió la mirada, y comprendió que Moto había descubierto de dónde procedía aquel extraño olor. Shikata vio que Ginko miraba el fardo y lo cogió para abrirlo. Moto, que se disponía a salir de la sala, se detuvo para ver qué podía ser.

—Le he traído este detalle —dijo Shikata.

—¿Qué es? —preguntó Ginko.

Ayu[20]. Lo he pescado esta mañana en el río Tama. ¡Había muchos! Casi se podían coger con la mano.

Ahora que el misterio quedaba resuelto, a Ginko le entraron ganas de reírse a carcajadas, pero el semblante serio de Shikata se lo impidió. Aceptó el pescado y le dio las gracias.

Ginko instaló a Shikata en el cuarto de invitados más alejado de las escaleras de la segunda planta, separado por otro dormitorio de la habitación que las enfermeras Moto y Tomiko compartían. Después de haber intercambiado algunas formalidades más con Ginko, Shikata cogió sus escasas posesiones y subió las escaleras.

Para cuando Ginko había dejado de recibir a sus pacientes y guardado los historiales, ya eran las siete y media. Shikata ya había cenado y se había dado un baño. En cuanto Ginko terminó de cenar, le dijo a la enfermera Moto que preguntara a Shikata si quería bajar a charlar un rato. Moto subió las escaleras, pero enseguida volvió a bajar, agarrándose la barriga de tanto reír.

—¡Al abrir la puerta, he visto que sólo llevaba puesto un taparrabos!

—¿Estaba desnudo?

—¡Estaba allí sentado, leyendo la Biblia en alto! —Todas las mujeres que había a la mesa se echaron a reír, cosa rara en la Clínica Ogino.

Ginko se fue a dar un baño. Se puso un kimono veraniego de algodón y luego se reunió con Shikata en la habitación del fondo. Para entonces, él ya se había puesto la misma hakama que llevaba por la tarde. Seguía oliendo a pescado y sudor.

—¿Por qué no dejas que te lave esa hakama?

—No, no podría…

—Esto es una clínica, y siempre hay montones de cosas para lavar. ¿Tienes algo más?

—Sólo el pijama.

—Bueno, entonces cámbiatelo.

—Gracias. —Dicho esto, Shikata se levantó y volvió a subir las escaleras. Bajó con un pijama ligero de algodón varias tallas más pequeño que la suya.

Ginko acabó convenciendo a Shikata de que cruzara las piernas en una posición más cómoda. Las puertas que daban al jardín estaban abiertas, pero la noche aún no había empezado a refrescar. Aunque la estación de las lluvias había terminado, el ambiente era húmedo y bochornoso. Ginko se sentó frente a Shikata a una mesita redonda, donde la lámpara del centro iluminaba el lado izquierdo del rostro de él y el derecho de ella. Se oía a la criada en la habitación de al lado, limpiando y preparándose para el día siguiente.

Antes de que Ginko pudiera decir nada más, Shikata pasó a hacerle una presentación formal:

—Nací en Kutami, en el distrito Yamaga de Kumamoto. Mi padre se llama Yukihiro, y mi madre es la cuarta hija de la familia Umehara. Mi padre pertenecía a una familia samurái, pero murió cuando yo tenía trece años. Fue durante la Rebelión Satsuma. Casi cada noche veíamos llamas en el cielo y oíamos los disparos de cañones.

En la época de la Rebelión Satsuma, Ginko estudiaba en la Escuela Normal Superior Femenina de Tokio. Shikata aún era un niño. Le sorprendía que alguien tan joven estuviera allí sentado manteniendo una conversación con ella. Shikata siguió con su historia, serio como si de un interrogatorio policial se tratara.

—Quería entrar en el ejército. Dejé Kumamoto cuando tenía catorce años y me fui a vivir a Kobe, con mi hermana casada. Allí aprendí inglés. Luego fui a la academia de oficiales de Osaka, aunque me expulsaron al cabo de dos años por problemas estomacales. Un familiar que era capitán del ejército insistió en que fuera a Doshisha, la escuela fundada por Jou Niijima.

—¿Cuándo te bautizaron?

—En otoño de 1886. Un amigo mío me invitó a misa, y ese mismo año me bautizó el profesor Niijima.

—A mí me bautizaron por esas fechas.

—¿Quién la bautizó, doctora Ogino? —preguntó Shikata con respeto.

—El reverendo Ebina.

—Lo conozco bastante. También es de Kumamoto, y ahora ha vuelto a la iglesia de allí.

—Eres como él: querías ser soldado y has decidido dedicar tu vida a la Iglesia.

—Sí, si hubiera entrado en el ejército, a estas alturas llevaría uniforme y sable. Jamás habría cambiado mi destino de no haber sido por el profesor Niijima. Nunca se sabe lo que nos espera o cómo cambiará nuestro destino, ¿no?

Ginko pensaba igual. No tenía sentido intentar entender por qué pasaba lo que pasaba. Lo que ella aún no sabía era lo mucho que pronto cambiaría su propio destino el haber conocido a Shikata.

La atmósfera estaba cargada, oprimida por unos estáticos nubarrones. El móvil de campanillas tintineaba suavemente de vez en cuando. La criada terminó su trabajo en la cocina, sirvió algo de fruta a Ginko y Shikata y subió a su cuarto.

—Admiro mucho su coraje —dijo Shikata—. Ha abierto el camino a las mujeres que quieren ser médico. Y sé que forma parte de la Unión Cristiana Femenina de Japón.

A Ginko no le cabía duda de que Shikata no estaba simplemente tratando de adularla. Se mostraba tan sincero y abierto que le parecía incapaz de hacer algo así. Saltaba a la vista que estaba encantado de conocer en persona a esta gran mujer tan famosa incluso en Kumamoto.

—Llevo mucho tiempo queriendo conocerla y hablar con usted.

A Ginko le hizo gracia el fervor juvenil de aquel hombre y la manera en que la halagaba. Al cabo de un rato, sintió la tentación de provocarlo:

—¿Y qué te parecen las actividades de la JWCTU? —preguntó.

—Estoy de acuerdo en todo con la JWCTU. La prostitución debería haberse prohibido hace años.

—Pero ¿no sería un terrible inconveniente para vosotros, los hombres, no tener prostitutas a vuestra disposición?

—¡Claro que no! El emperador cree en la monogamia, pero la sociedad japonesa ve las relaciones entre hombre y mujer como una mera forma de mantener hogares en una sociedad samurái. Es un sistema discriminatorio que no respeta los derechos de la persona. No hay ninguna razón por la que las mujeres deban ser tratadas de manera diferente a los hombres.

—Si por el gobierno fuera, las mujeres tendríamos prohibido presenciar las actas de la Dieta Imperial, y más aún votar.

—He oído hablar de la petición de la JWCTU. ¡Este gobierno es tan anacrónico! Deberían buscar a mujeres con talento y echar mano de ellas. En Occidente, la cantidad de hombres importantes sigue siendo mayor, pero hay muchos países gobernados por reinas. Catalina, Isabel II, María Teresa, Victoria… y China tiene a Xi Taihou. Hay mujeres economistas, como Harriet Martineau, y filósofas como Madame de Staël. Poetisas y escritoras como Elizabeth Browning. ¿Sabe? Es curioso que antes del siglo XVII, antes de la era industrial, apenas hubiera mujeres destacadas. Durante el siglo XVII, el saber académico se popularizó y las mujeres empezaron a hacerse notar.

Ginko decidió que Shikata había hecho los deberes. Sabía que era vehemente, pero no esperaba que se expresara tan bien.

Shikata prosiguió:

—Por fin le ha llegado el turno a Japón. Y usted, doctora, está a la vanguardia. Shikata gesticuló con las manos al hablar, y Ginko no pudo evitar verle fugazmente unos brazos rollizos por las aberturas de su pijama de algodón.

—Pero las mujeres tenemos un inconveniente, ¿no? Nos quedamos embarazadas y traemos hijos al mundo. —Sintiéndose arrastrada a la conversación, Ginko decidió hacer de abogada del diablo.

—Sí, siempre me he preguntado por qué las mujeres tienen esa importante pero ardua misión. Dice el Antiguo Testamento que Eva comió la manzana prohibida del árbol del conocimiento. Dios la castigó, a ella y a todas las mujeres que vendrían después, encomendándole la misión y el sufrimiento de concebir hijos. Pero incluso antes de que eso ocurriera, hombres y mujeres tenían cuerpos diferentes. Estoy convencido de que la idea del alumbramiento como castigo divino es sólo un mito creado por los antiguos israelitas. Pensar lo contrario es creer que las hembras de todas las especies —animales, insectos, peces, incluso árboles y otras plantas— fueron castigadas por haber cometido el mismo pecado. Me parece una pérdida de tiempo y energía volver a los orígenes de la humanidad para intentar descubrir por qué las mujeres han tenido que soportar semejante carga. Es ridículo privar a las mujeres de su dignidad y sus derechos por ello.

—Estoy de acuerdo con tu conclusión, pero discrepo de que el embarazo y el alumbramiento deban ser considerados una desafortunada carga.

—Por supuesto. Si las mujeres se negaran a propagar la especie, nuestra sociedad habría desaparecido hace mucho tiempo. No habría futuro para la humanidad. Las mujeres tienen un ilustre papel que los hombres jamás podrán desempeñar. El hecho de que ésta sea una idea en la que los hombres se basan para ignorar los derechos de las mujeres y reservarse los puestos más elevados sólo para ellos demuestra lo inmadura que es nuestra sociedad. Incluso en esta época presente, en que la ciencia y el conocimiento nos llevan a realizar asombrosos avances, los hombres insisten en dominar a las mujeres por la fuerza. Seguimos teniendo emociones primitivas. Los hombres del siglo XIX deben admitir que tienen una manera equivocada de pensar y corregirse. —El rostro de Shikata se había encendido, y tenía una pequeña capa de sudor en la frente. A Ginko la había impresionado su vehemencia respecto a cuestiones a las que ella tantas vueltas había dado—. En la sociedad moderna, es inevitable que exista cierto grado de discriminación basado en la aptitud, pero no hay razón alguna para discriminar meramente en función del sexo.

—Entonces ¿estás diciendo —preguntó Ginko— que te parece aceptable que las mujeres salgan a la sociedad y trabajen, en vez de quedarse en casa para educar a sus hijos?

—Por supuesto. Las mujeres deben tener una profesión si quieren ser independientes y pensar por sí mismas. Hay montones de profesiones que serían mejor desempeñadas por mujeres que por hombres.

—¿Por ejemplo?

—Para empezar, la enseñanza. Las profesoras son pacientes, atentas y amables. Son las más capacitadas para ese trabajo. Tengo entendido que, en Occidente, el número de profesoras supera al de profesores. La medicina también es una profesión adecuada. —A Ginko le dio vergüenza que pudiera referirse a ella—. Las mujeres son muy sensibles, son capaces de ver más allá de una persona a primera vista. Y lo recuerdan todo. Están sumamente capacitadas para identificar diferentes tipos de enfermedad. Y, de manera más particular, son las mejor capacitadas para tratar enfermedades únicas en las mujeres. Que es lo que usted hace, doctora Ogino.

—¿Hay más? —le instó.

—Operadora de telégrafos. Y, al parecer, en Escandinavia, las mujeres son superiores en sus puestos de empresas de seguros bancarios.

A Ginko ya no le cabía la menor duda de que había estudiado los derechos humanos y las profesiones de las mujeres antes de reunirse con ella. Tuvo en cuenta sus encantadores esfuerzos. Y, cuanto más hablaba él, más ganas tenía ella de provocarlo:

—Supongo que nunca te habrás planteado casarte con una mujer que tenga una profesión, ¿o sí?

—Casarse implica saberlo todo sobre el cónyuge. Hay que casarse con alguien que encaje con uno, con alguien al que se ame. Lo más importante es saber reconocer las aptitudes de la otra persona, respetar su postura y no sobrepasar los límites. El matrimonio en Japón se encuentra en un estado lamentable. Casar a dos personas jóvenes e inmaduras, que nunca antes se han visto, sirviéndose de un intermediario y hacerles cumplir así una promesa hecha por sus padres es más que anticuado. Eso lo hacían los aristócratas en la antigüedad, pero hoy en día es ridículo.

A Ginko le pareció lamentablemente cierto.

—El matrimonio debería ser la manera en que dos personas se vinculan cuando deciden pasar sus vidas juntos, en lo bueno y en lo malo. Para lograrlo, esas dos personas deben conocerse bien antes de dar el paso. Sin ese reconocimiento mutuo, el matrimonio es como comprar y vender mercancías.

Las contundentes palabras de Shikata fueron una grata sorpresa para Ginko. Tenía opiniones tan revolucionarias para la época que haría dudar a su interlocutor si hablaba en serio. Sin duda, las había forjado en Doshisha, donde tanto tiempo se dedicaba al debate:

—Entonces, ¿debería pensar que haces exactamente lo que predicas?

—Es normal que uno haga lo que dice.

—¿Lo cual significa que tu ideal de mujer sería…?

—Si se lo digo, ¿me promete no tener en cuenta mis deficiencias?

—Claro.

—Alguien con una mente superior, una profesión, y un rostro y un corazón bellos.

—Por lo que veo, la belleza física es importante.

—Le mentiría si le dijera que no. Las mujeres tienen mucho mejor aspecto que los hombres. No es porque tengan una esencia especial. Es una mera cuestión evolutiva. Los hombres eligen a mujeres bellas.

—Supongo que yo habré llegado un poco tarde en el esquema evolutivo de las cosas.

—Por favor, no bromee con estas cosas. —Shikata fue categórico en su negación—. Usted, sensei —dijo, usando la manera familiar de dirigirse a los doctores—, está más evolucionada que nadie.

Ginko tuvo que contener la risa ante aquella forma tan poco habitual de decirle a una mujer que era atractiva. Shikata se había sonrojado y había dejado caer la cabeza por la vergüenza. «¡No puede ser que esté interesado en mí!» Ginko recordó que un joven de veinte años jamás se sentiría atraído por una mujer trece años mayor, y desvió la mirada hacia el exterior.

Para entonces, ya corría una fresca brisa nocturna, y el móvil de campanillas que había bajo el alero del tejado empezaba a sonar débilmente. Justo fuera de la sala había una estrecha cornisa en la que sentarse para disfrutar del diminuto jardín. Un denso follaje junto a la valla, al fondo del jardín, daba a un sendero conducente a la calle. De noche, casi nadie pasaba por aquel sendero, que llegaba a un callejón sin salida dos o tres casas más allá de la clínica de Ginko. Pero, si alguien lo hiciera, podría ver el interior iluminado de aquella sala de estar a través de la valla. Los vecinos estaban impresionados con la vida de Ginko, que tan vacía parecía de hombres, aunque imaginaban que a veces debía de aburrirse. Les asombraría ver aquella escena.

Cuando Ginko volvió a levantar la mirada, vio que Shikata contemplaba el jardín. Cogió un abanico, su brisa arrastró lo que debía de ser el perfume de un hombre y finalmente decidió que con seguridad sería sudor. En la distancia, oyó el grito de un vendedor ambulante de soba.

—¿Tienes hambre? —preguntó.

—No, estoy bien. —Shikata se volvió hacia Ginko, cogió el vaso de agua de la mesa y se lo bebió de un trago.

—¿Trabajarás para la Iglesia cuando te gradúes en la universidad?

—Eso es lo que tengo pensado hacer. Creo que la Iglesia está a punto de entrar en un período complicado.

—Sin duda.

Durante los dos o tres últimos años, empezando por la nueva constitución y el Decreto Imperial sobre Educación, había surgido una violenta reacción nacionalista en contra de la occidentalización del gobierno, recibida con los brazos abiertos los primeros años de la era Meiji. Con esa reacción, la Iglesia sufriría la renovada presión de ser considerada una religión «extranjera».

—El gobierno sólo mira por su propio interés. —Una vez más, Shikata habló con convicción—: Usó la parte educativa de la Iglesia para que ayudara a modernizar el país, y ahora se opone a su influencia.

—Pero hay más que eso —añadió Ginko—. Se supone que los granjeros de las clases media y alta apoyarían la expansión del protestantismo, pero ahora esas personas han alcanzado un nivel de seguridad en el que lo demás les trae sin cuidado.

—Es cierto eso de que la evangelización empieza a resultar más difícil en pueblos agrícolas.

—El principal problema radica en que, hoy en día, la gente se conforma mientras tenga tierras en propiedad.

—Podría ser.

—¿Pasa lo mismo en la zona de Kioto?

—Incluso hay gente que pide a gritos la erradicación de religiones extranjeras.

—Hay mucho prejuicio en contra del cristianismo.

Shikata miró fijamente la lámpara mientras hablaba:

—Hay una cosa que quiero hacer cuando me gradúe.

—¿Qué?

—Abandonar esta sociedad superpoblada.

—¿Marcharte?

—Mi sueño es ir a algún sitio de grandes espacios abiertos. Quiero crear una comunidad cristiana utópica, un paraíso natural para los creyentes. Los cristianos deberían ser capaces de llevar una vida autosuficiente lejos de esta tierra de asfixiante burocracia. Como hicieron los peregrinos que zarparon en el Mayflower rumbo a América. —Shikata extendió los brazos y se meció lentamente, como viendo imágenes de sus sueños al hablar.

—¿Y adónde piensas ir? —quiso saber Ginko.

—A algún sitio con mucho terreno. Pero aún no sé dónde. Habrá que empezar a pensar en ello. Tiene que haber algún lugar, y el sueño puede hacerse realidad si los creyentes deciden unirse. Podremos vivir de acuerdo con nuestras creencias. ¿No le parece posible?

A Ginko no, pero envidiaba los audaces sueños de aquel joven.

—¡Lo haré! —exclamó—. Demostraré a todo el mundo que puede haber un paraíso cristiano terrenal. —Las oscuras pupilas de Shikata eran enormes. Ginko vio su propia cara reflejada en ellas y se sintió como arrastrada.

Dieron las diez en el reloj de pared. Toda la casa estaba en silencio menos la sala de estar. De repente, Ginko oyó el débil sonido de una campana. ¿Había oído cuatro repiques? Pero si la única campana de la zona estaba en Ueno, y sólo repicaba a las seis de la mañana. ¿Qué sería aquello?

Shikata enmudeció al oír la campana. La lámpara creaba un círculo de luz en la sala y proyectaba sombras de los dos sobre el papel del shoji. Era la campana de un templo. Empezó a sonar de nuevo, esta vez a intervalos cortos.

Ginko miró a Shikata, quien por fin dijo:

—Debe de ser un incendio.

Ambos se levantaron y se acercaron a la cornisa para mirar más allá del jardín. Ahora el sonido era inconfundible, pero no había rastro de las llamas.

—Lo podremos ver desde arriba. —Shikata subía las escaleras delante, con Ginko a la zaga.

Shikata descorrió el shoji de la habitación de invitados y la hizo entrar. En la penumbra, Ginko vio el fardo con sus pertenencias junto a la almohada, sobre la ropa de cama que la criada había dejado.

—¡Mira, es allí!

Oían la campana con claridad a través de la ventana abierta, y ahora localizaban el suave resplandor rojo de las llamas en el horizonte.

—¿Qué zona es aquélla? —preguntó Shikata.

—Es al oeste. Seguramente, Ushigome o Koishikawa.

—Tres repiques. —La campana sonó tres veces seguidas, luego descansó para hacer un redoble. Por la forma en que sonaba, los vecinos de la zona sabían lo cerca que estaban las llamas. Si el fuego se acercaba, repicaba sin parar.

Los dos oyeron los pasos de los vecinos que se apresuraban hacia la escena del incendio. Ginko observó el fuego por un momento y se dispuso a salir.

—¿Adónde va? —preguntó Shikata.

—Despertaré a los demás.

—No es para tanto. —En la casa, todo el mundo se había ido a dormir. No parecía que nadie se hubiera despertado. Si aquella campana hubiera sonado un poco más tarde, ni siquiera ellos la habrían oído.

—Espero que no se extienda.

Ginko había descubierto el peligro de los incendios después de trasladarse a Tokio. En el campo, un incendio no implicaba más que la pérdida de una única casa. En la ciudad, en cambio, las casas estaban construidas tan cerca las unas de las otras que un solo incendio podía destruir todo un barrio. Había presenciado el incendio de Kanda en 1880; y en 1881, el de Matsueda, que había quemado diez mil casas. Un incendio en Ushigome o Koishikawa no era demasiado preocupante, pero tampoco estaba tan lejos como para ignorarlo. Y las llamas que veía no daban muestras de ir a menos.

—¿Por qué no esperamos un poco más? —sugirió Shikata.

—¿Crees que deberíamos? —Ginko miró a Shikata.

—El viento sopla en dirección contraria. —Por la tarde no corría ni una brisa, pero se había levantado viento y veían la dirección en que las llamas se desplazaban. No creo que llegue aquí.

—Esperemos que no.

—Ya sabe lo que le interesaría salvar si algo pasara, ¿no?

—Unos cuantos libros y mi equipo médico.

—Lo sacaré todo fuera. No tiene por qué preocuparse. —Shikata habló por encima de la cabeza de Ginko.

«Estaré bien mientras lo tenga a mi lado.» Al pensar aquello, Ginko se relajó.

—¿Qué puede haber provocado un incendio en mitad del verano? —La brigada contra incendios había dejado de hacer rondas durante la estación de las lluvias, y no solía haber incendios en verano.

—¿Un pirómano? —dijo Shikata. A Ginko le inquietaba la idea de que alguien pudiera haber prendido fuego deliberadamente mientras ellos hablaban con tranquilidad.

Se oían voces de gente en la calle, pero nadie corría y tampoco había indicios de que sacaran posesiones de sus casas. Los dos permanecieron en la ventana y miraron el cielo al oeste. Lentamente, las llamas fueron desapareciendo, y poco después, los repiques de campana empezaron a espaciarse. Ginko respiró hondo y miró al alero del tejado de la primera planta. Las tejas negras brillaban con el rocío.

—Todo ha terminado —le aseguró Shikata.

—Me alegro. —Ginko asintió y se volvió para toparse con el amplio pecho de Shikata. Su cara estaba mucho más arriba que la suya, pero diría que la estaba mirando. De repente, le costaba respirar y sentía la necesidad de huir, pero las piernas se negaban a dar un paso. Su cuerpo parecía fuera de control. Se quedó allí, mirándolo fijamente al pecho.

Sensei… —susurró Shikata con voz quebrada.

Ginko vio aquel rostro frente al suyo. Los ojos le brillaban incluso en la oscuridad. La mano de Ginko, que descansaba en el alféizar de la ventana, sintió la de Shikata al lado; casi notaba cómo le corría la sangre por las venas. Por un instante, se preguntó qué le estaba pasando, pero su mente enseguida rechazó la respuesta.

—Yo… —Shikata intentó continuar.

Ginko usó cada gramo de energía que le quedaba para apartarse de él:

—Bien, entonces buenas noches —dijo.

—¡Doctora Ogino!

Demasiado tarde. Ginko había salido corriendo, agarrándose el cuello del kimono con ambas manos. Corrió escaleras abajo hasta la sala de estar, donde cerró la puerta y al fin respiró hondo. El corazón aún le palpitaba. Se llevó las manos al pelo para arreglárselo, y se asomó a la ventana para mirar al exterior. El resplandor rojo ya casi se había desvanecido en el cielo.

Se fue a dormir a su habitación, pero cuanto más lo intentaba, más se desvelaba. Incluso su cama mullida parecía querer mantenerla despierta. Cogió el último número de la revista Women in Academics para que le entrara el sueño y no le sirvió de nada. Los ojos se clavaban en la letra impresa, pero la mente se negaba a asimilarla.

«Tal vez sea por ese incendio», pensó Ginko, mientras miraba fijamente al techo. Aquello no sonaba muy convincente, pero se negó rotundamente a contemplar ninguna otra razón que explicara su vigilia. Probó a cerrar los ojos.

A la mañana siguiente, Ginko se levantó a las siete, inusitadamente temprano para alguien que tendía a trasnochar y luego quedarse más tiempo en cama.

—¡Buenos días! —la saludó el personal de la clínica, sin duda confuso ante el cambio de rutina.

Ginko se lavó la cara y volvió a su habitación para ponerse algo de maquillaje. Pensó que su piel parecía lozana para ser la de alguien que había dormido tan poco. Se empolvó la cara y se preguntó si usar pintalabios. Probó a darse una fina capa y le gustó cómo quedaba.

Sin embargo, algo la inquietó al mirarse a la cara. Llevaba años sin pintarse los labios, y sabía que no era él la única razón. Ya estaba demasiado mayor para aquellas cosas, así que Ginko se limpió el carmín.

Se puso en pie, batió palmas y llamó a Kiyo, la criada.

—Vete a la habitación de nuestro invitado y tráeme el kimono que llevaba puesto ayer. Asegúrate de que no lo despiertas.

Kiyo le hizo una reverencia y abandonó la habitación. Mientras tanto, Ginko sacó el costurero. Kiyo enseguida regresó y Ginko le preguntó si el joven la había visto.

—¡Oh, no! Dormía como una piedra, las dos piernas le asomaban por entre las mantas.

Ginko asintió sin inmutarse. Ayer se había fijado en que llevaba un pequeño rasgón en la manga. Ginko acercó los bordes y empezó a coser. Mientras trabajaba, sonreía pensando en Shikata despatarrado en la cama, profundamente dormido. Debía de estar agotado.

Todo lo ocurrido la noche anterior le parecía increíble cuando lo pensaba ahora, a la luz del día. ¿En verdad había habido un incendio? ¿Habían pasado los dos la noche en vela y lo habían visto juntos? Tuvo que haber sido cierto, porque allí estaba ella, cosiéndole el kimono. Le preocupaba un poco que, después de todo, él pudiera estar durmiendo a pierna suelta sin darle mayor importancia. Ginko cortó el hilo con los dientes y entregó el kimono a Kiyo.

—Devuélvelo a su sitio y no hagas ruido, por favor.

—Sí, señora. —Kiyo esbozaba una sonrisa. No sabía decir qué era más gracioso, si Shikata durmiendo profundamente o Ginko cosiéndole el kimono a un hombre.

Shikata bajó a las diez. Desde la sala de estar, Ginko oyó sus pasos en la escalera. Procuró no perder la calma y siguió leyendo el periódico. Al fin se abrió la puerta y entró Shikata. Cuando se dieron los buenos días, se miraron a los ojos como para confirmar lo ocurrido la noche anterior.

—¿Has dormido bien? —preguntó Ginko.

—Sí, gracias.

Ambos hablaban con formalidad, sin rastro de la intimidad de la noche anterior.

—¿Algún plan para hoy? —quiso saber.

—He prometido al reverendo Kozaki que iría a verlo a la iglesia de Reinanzaka hacia mediodía. Luego iré a Takasaki en el tren de las tres en punto.

Ginko asintió. Se preguntaba si estaría dispuesto a quedarse una noche más si ella se lo pidiera.

—Alguien me ha cosido el kimono —dijo.

—No soy muy buena costurera —dijo—, pero me ha parecido mejor eso que dejarlo como estaba.

—Perdone las molestias. —Shikata se miró la manga y volvió a hacerle una reverencia.

—¿Así que vas a ver al reverendo Okubo a Takasaki?

—Sí, me quedaré allí una noche, luego iré a Nagano, y finalmente a casa.

—¿Cuándo volverás a Tokio?

—No volveré —respondió, y luego añadió—: ¿Le importará que le escriba?

—Al contrario.

—Le escribiré cuando llegue a Kioto.

Volvía la normalidad. Después de todo, decidió Ginko, la noche anterior había sido un sueño. Curiosamente, les habían afectado la acalorada conversación y el incendio; pero habían vuelto a ser los de siempre, y tanto mejor, se dijo Ginko.

La enfermera Moto habló como si de repente recordara algo:

—Anoche hubo un incendio. —Les dijo que había empezado en Ushigome y se había extendido a Kaitai y Yamabuki, pero que allí mismo lo habían apagado los arrozales. En la zona había grandes fincas y mucho espacio abierto, lo cual había evitado que el fuego se extendiera aún más. Sólo unas cien casas habían quedado arrasadas, un incendio insignificante para el Tokio de aquel entonces—. No fue gran cosa —concluyó.

Ginko asentía con la cabeza mientras escuchaba a Moto, pero seguía sin poder apartar a Shikata de su mente.