CAPÍTULO 13
La frustración con las limitaciones de la medicina que había expresado a Yorikuni llevó a Ginko a interesarse en el cristianismo, y empezó a frecuentar una iglesia de Hongo. Allí el pastor era el reverendo Danjo Ebina.
El año anterior, en octubre de 1884, había acudido a una conferencia sobre cristianismo en el auditorio Shintomi de Kyobashi. Hasta entonces, la había considerado una religión misteriosa y bastante desagradable surgida en un país extranjero que muy poco tenía que ver con ella. Había conocido a varias creyentes en la Escuela Normal Superior Femenina de Tokio, pero las demás estudiantes las trataban con desconfianza y las miraban casi como a una raza diferente. Ni la propia Ginko se fiaba de ellas o se les acercaba mucho. Además, sólo se había centrado en obtener buenas notas y alcanzar su meta de ser médico.
Había asistido a la conferencia celebrada en el Shintomi dos semanas después de pasar la primera parte del examen de licenciatura médica. Aún le quedaba otra prueba que superar, pero estaba llena de esperanza y había empezado a relajarse un poco. La impresión que entonces le había causado el cristianismo se reducía a que era todo nuevo y bastante sorprendente. Había llegado treinta minutos antes para encontrar el auditorio abarrotado de gente. El programa empezaba con música de órgano. Nunca había oído nada igual, y le pareció bastante majestuoso. Después, una larga sucesión de cristianos fue saliendo al escenario para hablar sobre el milagro de su fe.
Los temas se acabaron convirtiendo en una crítica mordaz al sistema social japonés. Después de que muchos hablaran, un extranjero de ojos azules se puso en pie. Hablaba japonés. A Ginko le sorprendió oír a alguien de otro país, la clase de persona a la que siempre había temido, hablar en una lengua que ella comprendía. No sólo eso, sino que además se vio a sí misma asintiendo a cada palabra que decía. Ginko se emocionó especialmente con la noción de que todos somos hijos de Dios. Independientemente de que uno sea hombre o mujer, o del trabajo que desempeñe, todos somos iguales ante los ojos de Dios. En aquel evento sólo se hizo una idea del cristianismo, pero se sintió casi ebria con la gran integridad de los ponentes y la reverente atmósfera del auditorio.
—El cristianismo es la única religión que reconoce la condición de la mujer. Difundir el cristianismo ayudaría a mejorar el colectivo de mujeres —dijo emocionada Shizuko Furuichi a Ginko, a la que había invitado a la clausura del acto. Ginko seguía sintiéndose como en un sueño—. ¡Esa religión podría proporcionar a Japón la base del cambio!
Mientras escuchaba a Shizuko, Ginko estrechó la diminuta Biblia que le habían dado. Bajo aquella cubierta negra, estaba segura de que se escondían palabras de sabiduría y coraje. Sin embargo, por inspirada que estuviera, aún tenía que estudiar para la segunda parte del examen de licenciatura médica. Había vuelto a sus libros, preparado y aprobado el examen, y luego enseguida había empezado a ejercer. De vez en cuando, recordaba los discursos que había escuchado y leía la Biblia. Como la letra era diminuta, empezó a copiar todo el texto, para así poder aprendérselo y leerlo más adelante en letra grande. Para cuando el primer verano como doctora pasó y empezó a adaptarse al trabajo, había terminado de copiar la Biblia.
La Iglesia congregacionalista de Japón se había establecido el mismo año, 1885, para facilitar la evangelización por todo el mundo. Esto había requerido una importante reestructuración de la organización, compuesta de treinta y una iglesias congregacionalistas, cuarenta pastores y 3465 miembros. De hecho, la iglesia de Hongo no era una iglesia sino un lugar de culto, a sólo diez minutos a pie desde la clínica de Ginko en Yushima. En el seno de este nuevo sistema y bajo el curato del reverendo Danjo Ebina, un pastor que había sido extremadamente popular en Joshu, surgió la actual prefectura de Gunma.
Por aquél entonces, había tres grupos dentro de 108 protestantes japoneses. Uno salía de la Escuela Evangelista de Yokohama y apoyaba una forma tradicional teología. Otro procedía de la Escuela Occidental de Kumamoto, con cierta tendencia a los clásicos japoneses. El último estaba integrado por titulados de la Escuela Agrícola de Sapporo, de fuerte orientación individualista, que acabó dando lugar al movimiento «anti-Iglesia» de Kanzo Uchimura. Estos grupos tenían algo en común: todos pertenecían a familias samuráis, establecieron una fe que combinaba lo oriental y lo occidental, y formaban a muchos evangelistas.
Danjo Ebina era uno de los grandes talentos de la segunda oleada del grupo Kumamoto, y sólo tenía treinta años cuando llegó por primera vez al lugar de culto de Hongo.
Siempre que Ginko pasaba por delante de aquella iglesia de Hongo, oía cánticos y el misterioso sonido del órgano. Entonces recordaba lo mucho que se había emocionado en el auditorio Shintomi. Bajo la cruz de madera que había a la entrada del lugar de culto, un letrero rezaba: «Entrada libre».
«¿Entro?», se preguntó Ginko un día al pasar por allí. Al día siguiente, después de hacer unas visitas a domicilio, se desvió pasada la iglesia justo cuando los fieles salían, con amables sonrisas en sus rostros. Pero Ginko aún no sabía si acercárseles, y reanudó su camino a toda prisa. Al tercer día, la iglesia estaba en silencio. Tal vez la música ya había terminado. Ginko se preguntaba cómo debía de ser el interior, pero se quedó sin saberlo.
El domingo siguiente, Ginko fue caminando hasta la iglesia y se quedó de pie ante ella. Dos o tres personas hablaban en su interior. La puerta estaba entreabierta. Vio que dentro había gente sentada en largos bancos, de espaldas a ella.
—¿Por qué no entras? —Al oír que alguien se dirigía a ella, Ginko dio media vuelta y se topó cara a cara con un hombre barbudo y corpulento que llevaba unas gafas redondas de montura blanca—: El servicio está a punto de empezar. Vamos. —El hombre posó su mano en la espalda de Ginko, y Ginko avanzó con obediencia. La iglesia no era más grande que una casa normal, pero tenía una entrada más ancha y abierta, y suelo de madera en vez de tatami—. Todo el mundo se alegrará de verte.
Ginko se sintió arrastrada al interior. Estaba nerviosa y confusa, pero notó que la empujaba una fuerza mucho más poderosa. Se quitó las geta y entró. Para crear aquel espacio abierto de una sola pieza habían echado abajo una pared. Largos bancos se alineaban ante un facistol. Las dos únicas cosas que Ginko reconocía eran la cruz en la pared del fondo —símbolo del salvador llamado Jesucristo— y, a la izquierda, el instrumento que emitía aquel misterioso sonido: el órgano.
—Siéntate, por favor. —Aquel hombre hablaba en una voz baja que parecía casi impropia de un corpachón. Poco después, el órgano dejó de sonar y el hombre fue a tomar asiento en la primera fila. Ahí fue cuando Ginko supuso que sería Danjo Ebina, el pastor de la iglesia cuyo nombre figuraba en el letrero de la fachada exterior.
Puede que Ebina hablara de occidentales como Washington y Lincoln, y de los apóstoles Pablo y Juan, y, claro está, de Cristo, pero también era la encarnación del Japón tradicional con su kimono, su hakama y sus geta. Había nacido y crecido en Kyushu, y en su personalidad se reflejaban tanto su educación patria como sus logros académicos.
«Las personas normales y corrientes jamás pueden convertirse en cristianos de primera generación. Tienen que ser extraordinariamente inteligentes, o extraordinariamente corrientes, o extraordinariamente raros para superar los obstáculos y las críticas y conservar su fe». Esta cita de los escritos de Ebina es como el hombre mismo: jactancioso y pagado de sí, pero revelador de una gran verdad. Aquélla no era una época en que los pastores pudieran llevar su atuendo clerical, encerrarse en sus iglesias y dedicarse a dar sermones. Ebina no era tanto un recto hombre de fe como un hombre de acción con ambiciones mundanas. Por esta razón lo criticaba el historiador social Aizan Yamaji: «Su corazón es como la cera caliente y fluida. Nunca se adhiere por mucho tiempo a una idea en concreto. Camina en la dirección que más le conviene en un determinado momento, pasando siempre de una idea a otra. Ebina, es usted un imprudente.»
Pero Ebina veía el cristianismo como una ciencia práctica más que como una mera creencia. También consideraba que los principios japoneses tradicionales de lealtad, patriotismo y devoción filial formaban parte integrante del cristianismo. Esta manera de pensar surtió un extraordinario efecto en su trabajo misionero y el cristianismo, predicado por él, dejó de parecer una religión extranjera. El hecho de que Ebina hubiera estado disponible cuando Ginko se había interesado por vez primera en el cristianismo influyó profundamente en el resto de su vida. En menos de un mes, ya iba a la iglesia con la regularidad del resto de fieles, y empezó a cerrar la clínica los domingos.
Los otros miembros de la iglesia también se interesaban en Ginko, enterados de que ella era la doctora que vivía en el vecindario. Aunque todos los fieles eran considerados iguales, sorprendía que alguien conocido se uniera a la congregación. El reverendo Ebina seguía de cerca la evolución de Ginko, sin presionarla. Sabía que sólo era cuestión de tiempo que ella pidiera ser bautizada.
A primera hora de un domingo de noviembre, Ginko tuvo la oportunidad de charlar largo y tendido con el pastor. Él era cinco años más joven, pero Ginko lo consideraba superior en muchos aspectos. Le habló de la discriminación que había sufrido para ser médico, y de la sensación que tenía de ser la única que había tenido que pasar por ello.
—Pero ahora al fin he comprendido que no era así. En este mundo hay mucha gente con problemas bastante más graves que los míos. Muchos sufren sólo porque han nacido con mala estrella, y la mayoría han desistido de mejorar su suerte. La ciencia médica sola no puede ayudar a estas personas. Se enfrentan a obstáculos fuera de su alcance.
El reverendo Ebina asintió en silencio para animarla a explayarse con él.
—Nunca he pensado en nadie más que yo —prosiguió Ginko—. Sólo quería hacerme médico para poder menospreciar a quienes me habían herido. A primera vista, quería ahorrar a otras mujeres enfermas la humillación que yo había sufrido; pero, en el fondo, buscaba venganza. Buscaba vengarme de todos los hombres que me habían hecho sufrir, y de la gente que me había tratado como a una proscrita: familia y parientes, el lugar donde crecí, e incluso yo misma. Pensaba que saber más y ser más competente que nadie resolvería todos mis problemas. Tendría la categoría social de un respetable médico. Eso demuestra lo poca cosa que soy.
Ahora le tocaba hablar a Ebina:
—Yo era igual. Justo antes de bautizarme, me fascinaba la imponente presencia de oficiales militares en formación. No sabía si enrolarme en el ejército o seguir el camino de Dios. Sin embargo, cuanto más lo intentaba, más arrastrado me veía por la ambición, aspiraciones políticas y sed de conocimiento que me habían sido inculcados como hijo de una familia samurái. Hice lo posible por superarlo, pero el esfuerzo me dejó exhausto. La tuya es una lucha muy común.
Una figura de Jesucristo colgaba de la pared que el reverendo tenía detrás, y Ginko sintió la mirada de Cristo y de Ebina:
—¿Cree que una egocéntrica como yo puede convertirse en una creyente de verdad? ¿No fracasaría en el intento?
—No le des demasiadas vueltas. Encomienda tu alma a Dios. Conviértete en hija suya.
—¿Hija?
—Sí. Yo quería ser su leal servidor. Pero era algo egoísta y temerario. Lo mejor que podía hacer era empezar de cero, como hijo suyo, un niño. Tardé diez años en darme cuenta, y sentí un gran alivio cuando por fin lo hice. Es sencillo y, aunque no exige filosofar ni debatir, se trata de un concepto arraigado en la base de filosofía y teología.
La voz de Ebina estaba ronca de sus días de evangelismo callejero, y eso confería peso a sus palabras. Ginko se podía sincerar con él:
—Nunca he pensado en nadie más que yo hasta que logré mi objetivo. Y, cuando lo hice, sólo descubrí imperfecciones en los demás. Detrás de la desgracia de cada mujer se escondía la tiranía de un hombre, y odiaba a todos esos hombres por ello. Así veía yo a la gente.
Aquello había dejado de ser una conversación; Ginko. estaba confesando sus pecados e implorando salvación. Ebina la consoló:
—Los humanos no nos rebelamos del todo contra Dios. Incluso cuanto más pecamos, más nos aferramos a Él. Es en esos momentos cuando los humanos anhelamos realmente a Dios. El nuestro es un Dios personal, lleno de amor, y podemos trabar con Él una relación de padre e hijo.
Ebina creía que, independientemente de nuestros pecados, siempre podíamos acudir a Dios. Nuestra relación no sería la de señor y vasallo, sino la de un dios y un hijo, la única relación posible. La progresión natural de esta idea era que Jesucristo no era Señor de Ebina, sino hermano. La fe no implicaba dar un gran salto o cambio de vida: simplemente era una etapa de desarrollo que requería comprender la curiosa definición religiosa que a uno le correspondía como ser humano. En esta manera de pensar no había necesidad de expiación. Sólo había que dejarse iluminar e influir por la cruz de Cristo, consciente de que, aun muriendo en pecado, hacerlo llevaría a la vida eterna.
—Entablar una relación con Dios como hija suya te llevará a un misterioso estado en que nos fundimos con Él. —Todas las ideas de Ebina se basaban en su propia experiencia y eran inequívocamente liberales. Básicamente, no concebía una reforma fundamental del hombre basada en el Evangelio, sino el reconocimiento de la realidad y la importancia de la lealtad, el patriotismo y la devoción filial, que él creía conducente a la vinculación emocional y la integración en un estado más profundo de cristianismo. No había nada en esta manera de pensar que sugiriera cambio o enfrentamiento. Era una idea de absorción total, y él sabía usar los conceptos de la época y la lógica de los demás para perfeccionar su propio estilo.
El acercamiento inclusivo de Ebina convenció a Ginko, que tomó la decisión de convertirse al cristianismo. Ebina la bautizó en noviembre de 1885, junto con otros nuevos fieles entre los que se encontraban Ukichi Taguchi, un conocido político y crítico económico del sector privado, y el profesor Hajime Onishi, famoso filósofo de la era Meiji. En esta época, la congregación desbordó el antiguo lugar de culto, y hubo que alquilar un edificio más grande, sólo para trasladarse el mes de marzo a las amplias dependencias de Hongo Kinsuke. La aptitud de Ebina como evangelista era innegable.
A la clínica Ogino, igual que a la Congregación de Hongo, empezó a quedársele pequeño su antiguo emplazamiento. En otoño de 1886, la clínica se trasladó de Yushima a Ueno Nishikuromon. Allí había un espacio mixto de recepción, farmacia, dispensario y sala de espera, y la nueva consulta era lo bastante espaciosa para separar un rincón como vestuario. También había tres habitaciones para uso privado de Ginko. Además, Ginko reservaba una segunda planta con cuatro habitaciones para pacientes que requirieran hospitalización.
Ginko también contrató a otra enfermera, llamada Tomiko Sekiguchi, y un jinrikisha para su uso exclusivo, así que ahora la lista de empleados de la Clínica Ogino incluía una doctora, dos enfermeras a tiempo completo, un hombre de mantenimiento, una criada y un jinrikisha. La clínica siempre estaba llena de pacientes, y Ginko aún se dignaba realizar visitas a domicilio a primera hora de la mañana y a última hora de la tarde. La reputación de Ginko seguía creciendo, y en esa época empezó a interesarse más por el activismo social de cristiana que por el trabajo de médico.
Cada tarde, entre que Ginko volvía a casa después de sus visitas a domicilio, cenaba y se daba un baño, se hacían ya las nueve en punto de la noche. Entonces se retiraba a su habitación y se ponía a leer. Tenía una figura de Cristo y una cruz en el escritorio, junto a su Biblia; había empezado a leer la Biblia en inglés, y buscaba palabras en el diccionario a medida que avanzaba. Nunca se iba a dormir antes de las dos o las tres de la madrugada. Los hábitos nocturnos de Ginko se remontaban a la Escuela Normal Superior Femenina de Tokio, y no habían cambiado ni ahora que rondaba los cuarenta.
Cuando Ginko se cansaba de leer la Biblia, se pasaba a recientes publicaciones japonesas. En sus estanterías había títulos como Learning for Modern Women [Formación para mujeres modernas], de Koka Doi; El sometimiento de las mujeres, de John Stuart Mill, traducido al japonés por Uchiki Fukama; Estadística social, de Herbert Spencer, traducido al japonés por Tsutomu Inoue; Japanese Women and Male and Female Relations [Mujeres japonesas y relaciones hombre-mujer], de Yukichi Fukuzawa, y Women’s Rights in the West [Derechos de las mujeres en Occidente], de Horyu Yunome. Estos libros habían sido escritos durante los veinte primeros años de la era Meiji, y todos habían ejercido una gran influencia en el emergente movimiento feminista.
Ginko ya no necesitaba mirar la cantidad de dinero que gastaba en libros o aceite de lámpara. Podía leer todo el tiempo que quisiera y, aunque solía hacerlo sólo hasta la madrugada, a veces la lectura se alargaba hasta el amanecer. Ya no tenía más pruebas que afrontar, y tampoco tenía la preocupación de ganarse la vida. Podía estudiar lo que quisiera y cuanto quisiera. Cuanto más leía, más interesante le resultaba un tema. Una de las ventajas de ser médico era que también podía aprender de gente de todas las profesiones y condiciones sociales, y conocer tanto lo que daban a conocer como lo que querían ocultar. Ahora que su situación económica era estable, aprovechó para convertirse en una cristiana aún más ferviente y, menos de seis meses después de su bautizo, ya era uno de los principales miembros de la iglesia de Hongo.
La reputación cada vez mayor de la doctora Ginko también influyó en otras mujeres, que siguieron sus pasos. Mujeres que estudiaban medicina viajaban desde lejos y se presentaban en la puerta de Ginko, esperando que ella les pudiera dar clases y alojamiento. Ginko les abría a todas las puertas de su clínica, y las alojaba en habitaciones vacías de la planta de arriba. Aquel otoño de 1886 una segunda mujer aprobó el examen de licenciatura médica, y pronto la siguieron otras.