CAPÍTULO 6

Diez días después de llegar a Tokio, Kayo se alegraba de que Gin se hubiera adaptado lo suficiente al hospital; así podría contratar a una mujer que atendiera las necesidades diarias de Gin y volver a Tawarase para ocuparse de la casa. Era un 25 de diciembre, y el año llegaba a su fin. Sin embargo, el Año Nuevo tenía poco significado para los pacientes. Independientemente de la fecha, el Hospital Juntendo estaba atestado de gente que esperaba para ver al gran doctor Shochu Sato. De hecho, Gin había sido admitida con tanta rapidez gracias a la carta de recomendación del doctor Mannen.

En el hospital, el doctor Sato atendía a los pacientes externos por la mañana, y a los internos, por la tarde. Visitaba a diario habitación por habitación. Y, cada tres días, Gin era examinada aparte en la camilla de cuero. Cuando se acercaba el tercer día, estaba muy callada y perdía el apetito. Por muchas vueltas que le diera, no aceptaba el hecho de que una mujer tuviera que mostrarse ante un hombre en aquella posición.

—¡Gin, el vendedor de karinto[3] está aquí! Me encantaría algo dulce. ¿Por qué no vas a comprar algo para las dos? —La propietaria de la tienda de kimonos con la que compartía habitación advertía el taciturno estado de ánimo de Gin y hacía lo que podía para distraerla y animarla—. ¡Deja de preocuparte por esos reconocimientos! El médico sólo intenta tratarte. No lo hace por gusto.

Sin embargo, para Gin no era tan sencillo:

—¿Por qué tengo yo que hacer esto? —¿Por qué ella, y no su ex marido, se había visto arrojada a aquel infierno de humillación? No era justo. Había sufrido un nuevo arrebato de rabia que la rescataba de las profundidades de su tristeza.

—De nada sirve darle demasiada importancia.

—Pero yo lo odio. No puedo soportarlo.

—Tienes razón —se vio obligada a asentir su compañera de habitación—. Facilitaría las cosas que el médico fuera mujer.

—¿Mujer? —Gin levantó la cabeza.

—Quiero decir, que no estaría mal que una mujer médico hiciera los reconocimientos.

—Una mujer médico… —Gin le dio vueltas a aquella frase nueva en la cabeza. «Sí, si el médico fuera mujer y no hombre. ¡Eso es! Si a mí me visitara una mujer, ¡me sometería encantada a cualquier tipo de tratamiento!»

Pero la propietaria de la tienda de kimonos continuó con una carcajada:

—¡Claro que jamás encontrarías a una mujer médico, aunque la buscaras por todo el país!

Gin ya no la escuchaba. «Si hubiera mujeres médico, yo e infinidad de mujeres como yo se ahorrarían esta horrible vergüenza.» Entonces se le ocurrió otra idea. «¿Por qué no me convierto en doctora y ayudo a todas esas mujeres?»

Aquel repentino pensamiento retumbó en lo más hondo de su ser. Llenó el vacío de su corazón, el corazón de una joven de diecinueve años que había fracasado en su matrimonio y perdido la esperanza en el futuro.

Llegó Año Nuevo, y Gin lo pasó en aquella habitación de hospital. Pidió soba[4] para cenar en Nochevieja y sopa zoni[5] para desayunar la mañana del 1 de enero; pero ésa fue toda su celebración. No obstante, el 2 de enero recibió un paquete especial de su madre desde Tawarase: un exquisito osechi[6] de Año Nuevo. A Gin le entraba la nostalgia a cada mordisco. Su compañera de habitación también compartió con ella salmón salado que le había enviado su familia; y, aun estando sola, Gin comió bien.

El hospital permaneció cerrado para consultas externas los primeros días de enero, tiempo durante el cual el doctor Sato también dejó de visitar a los internos. Por entre los árboles desnudos del jardín del hospital y en los caminos circundantes, Gin oía las voces de niños que se divertían con sus juegos de Año Nuevo. Le gustaba escucharlas, aunque sabía que su propia infancia había terminado.

El 4 de enero el hospital retomó su rutina habitual, incluidos los reconocimientos. Entonces, el sueño plantado en la mente de Gin ya había empezado a echar raíces. Para empezar, había aspirado con nostalgia a convertirse en médico, y ahora estaba totalmente resuelta a hacerlo. De hecho, era lo único en lo que pensaba. No tenía ni idea de cómo conseguirlo, y tampoco confiaba en conseguirlo, pero haría todo lo posible. Ya no abrigaba la esperanza de alcanzar la felicidad de una mujer normal, y eso le dejaba vía libre para centrarse por completo en perseguir su sueño.

—Separa las piernas. —La fría voz del médico le dio escalofríos. Gin mantuvo los ojos bien cerrados, y pensó en algo que alejara su mente de lo que estaba pasando. Sintió la mano de un hombre sobre las rodillas y luego en su interior, abriéndola como si ella fuera una máquina.

Previamente, Gin se había repetido a sí misma: «¡Madre, madre, por favor, haz que todo esto acabe lo antes posible!», una y otra vez hasta que finalizó el reconocimiento. No sentía dolor, pero siempre acababa con los ojos anegados en lágrimas. Ahora, pensaba, las cosas habían cambiado. La voz del médico era la misma, pero Gin ya no imploraba mentalmente a su madre que la rescatara. En lugar de ello, nada más sentir aquella mano sobre sus rodillas, gritaba para sus adentros: «¡Voy a ser médico! ¡Te lo demostraré!»

Oyó el sonido del metal contra el metal, notó el líquido usado para desinfectar la zona afectada y sintió que aquella parte de su cuerpo se la limpiaba un hombre. «¡Voy a hacerlo! ¡Y te arrepentirás!»

Su rabia no iba dirigida a nadie en particular; ni siquiera a su marido, que la había contagiado, ni al insensible médico, ni a los vecinos que susurraban a sus espaldas. Tal vez fuera dirigida a la mujer que había en su interior. Pero no estaba en condiciones de analizar con calma sus sentimientos y se limitó a centrarse en su objetivo.

—Intenta relajarte, por favor. —La voz del médico parecía impaciente.

Lo único que seguía vivo era su mente; el resto de ella estaba muerto. Humillada, Gin hacía con su cuerpo lo que le ordenaban, pero su convicción iba en aumento. El reconocimiento parecía llevar una eternidad, aunque en realidad duraba sólo unos minutos.

—Ya está.

En cuanto aquellas palabras fueron pronunciadas, las piernas de Gin se juntaron bruscamente como accionadas por un resorte. Su larga plegaria terminó, al menos de momento. Gin se bajó de la camilla y se puso bien la ropa. Mientras se colocaba la pechera de su atuendo y se volvía a atar el sash[7] a la cintura, sentía que su deseo de ser médico había crecido, como una criatura que esperara en su vientre el alumbramiento.

A mediados de enero el hermano mayor de Gin, Yasuhei, se casó con Yai Takamori, la segunda hija de una rica familia de campesinos en Nibu. Yai tenía veinte años, la edad de Gin.

Por supuesto, Gin no pudo asistir a la boda, y habría dudado de si ir aun teniendo un palanquín que la llevara. Habría sido inapropiado que alguien con una enfermedad como la suya asistiera a algo tan festivo como una boda. Se dijo a sí misma que era mejor para todos que se estuviera en el hospital y no en casa. Sin embargo, no tardó mucho en arrepentirse de su decisión. A finales de enero, mientras la familia seguía de celebración, el padre de Gin murió súbitamente.

La noticia tardó un día entero en llegarle. Era entrada la noche y Gin acababa de quedarse dormida cuando recibió una nota que la informaba de que Ayasaburo había sufrido un ataque al corazón en el transcurso de la madrugada. La salud de Ayasaburo se había ido deteriorando progresivamente en los últimos años. En 1868, el primer año de la era Meiji, había renunciado como jefe de la aldea, un puesto que habían ostentado en su familia durante generaciones. Había pasado buena parte del tiempo en cama, así que nadie esperaba que llegara a viejo, pero tampoco esperaban perderlo tan repentina ni tan rápidamente.

La última vez que Gin había visto a su padre, ella y su madre se despedían de él antes de poner rumbo a Tokio. No es que Gin hubiera mantenido con él más que conversaciones formales, sino que se trataba de su padre y sabía que se había preocupado por ella. Las pocas palabras que decía así lo daban a entender. «¡Ni siquiera estuve a su lado cuando murió!» Gin jamás había sentido tan intensamente lo mucho que aquella enfermedad había afectado a su capacidad para llevar a cabo su obligación filial.

La primavera llegó a Tokio un poco antes que a Tawarase. Gin se sentía mejor a medida que el tiempo mejoraba. En abril su fiebre había remitido, y al fin era capaz de orinar sin dolor. Los reconocimientos que tanto odiaba se redujeron a uno cada cinco días. Todavía no le concedían permiso para visitas nocturnas, pero en días soleados empezó a pasear por las calles cercanas al hospital.

A mediados de abril su compañera de habitación, la propietaria de la tienda de kimonos, fue dada de alta.

—Cuídate. Haz lo posible por recuperarte del todo, ¿vale? —Le dio a Gin una horquilla ornamental hecha de boj para que la recordara, y añadió con firmeza—: Y deja de llorar.

—He decidido hacerme médico. —Gin consideró que aquél era un buen momento para decirle lo que tenía en mente.

—¿Médico? —Se volvió para mirar a Gin mientras acababa de vestirse—. ¿En serio?

—Sí.

La mujer le echó a Gin una larga mirada inquisitiva y luego sonrió:

—Si lo consigues, no olvides hacérmelo saber. Seré tu primera paciente.

El Hospital Juntendo no era más que una colección de casas de madera adosadas. El otro lado de la calle estaba surcado de construcciones similares, todas ellas ocupadas por residentes locales. De día, la calle recibía la visita de vendedores, artistas callejeros y, a veces, también mendigos.

Gin escuchó a un vendedor que pregonaba sus mercancías: «¡Plántulas, plántulas! ¡Campanillas! ¡Maíz! ¡Pepinos!» La mañana empezaba con el vendedor de tofu, y seguía con un vendedor de judías dulces, boniatos al vapor, repuestos de caños de pipa y judías cocidas. Luego estaba el vendedor ambulante de kamaboko o pasta de pescado, y finalmente oyó: «¡Flores! ¡Flores! ¡Flores recién cortadas!» Gin no se podía resistir a comprar flores frescas para decorar su habitación cada pocos días. Había vendedores que no parecían ser conscientes de que pasaban por delante de un hospital y vendían remedios para piel agrietada, sabañones y otras irritaciones. Los carritos de noodles salían de noche. Gin disfrutaba de todo aquello. Se podía hacer una idea de la espiral de actividad en Tokio con sólo asomarse a la ventana.

El siguiente mes de febrero, más de un año y dos meses después de llegar a Juntendo, Gin fue dada de alta para que volviera a Tawarase. Mientras estuvo en el hospital, no fue sometida a cirugía de ningún tipo, pero la infección se le había extendido por la uretra hasta la vejiga y los ovarios.

El doctor Sato había intentado mantener limpia la zona exterior infectada (los remedios chinos no lo hacían) y tratado la infección con algo más avanzado que la medicina herbal. Hoy la estancia de Gin en el hospital parecería extraordinariamente larga, pero en aquella época no era una excesiva cantidad de tiempo para tratar un caso grave de gonorrea.

El doctor Sato era perfectamente consciente de que no había curado la enfermedad de Gin, sino que la había hecho remitir.

—No se sabe cuándo volverán los síntomas. De momento, no dejes de tomar la medicación y procura evitar la fatiga o enfriarte —le dijo con franqueza. Habían pasado dos meses desde la última fiebre, y casi no le dolía al orinar. El único síntoma que persistía era una sensación de pesadez en los lumbares; estaba mucho mejor ahora que cuando había ingresado en diciembre.

—¿Podré tener hijos alguna vez? —Gin quería consultárselo por última vez.

—Siento decir que eso es imposible.

Tal y como había imaginado, aunque Gin ya no lo veía como algo triste. El vacío que eso le había dejado en el corazón enseguida se había visto reemplazado por su meta de hacerse médico.