CAPÍTULO 18
En mayo de 1891 Shikata zarpó rumbo a Hokkaido con Yojiro Maruyama, el hermano pequeño de un antiguo compañero de Doshisha.
El 10 de mayo el verano se anticipó cuando Ginko fue al puerto de Yokohama para despedirse de él. Shikata estaba de pie en el muelle con la ropa nueva que Ginko había encargado que le hicieran. Su equipaje constaba de un único baúl de mimbre y un enorme fardo de tela similar al que había llevado a Tokio.
Además de la Biblia, contenían un juego de ropa interior de lana, dos de algodón, dos mudas de ropa de invierno, una capa, calcetines con dedos, botas, los monaka y las galletas preferidas de Shikata, y paquetes de medicamentos cuidadosamente etiquetados para tratar vómitos, dolor de estómago, fiebre, infecciones y heridas, más vendas y algodón.
—Ha llegado el momento —dijo Shikata, cuando un gong dio el último aviso de embarque a los pasajeros.
—Cuídate mucho.
—Estaré bien. —La radiante expresión de Shikata no denotaba inquietud por abandonar a su esposa y zarpar rumbo a tierras desconocidas. Ginko observó su espalda ancha y las bamboleantes zancadas que lo conducían a la rampa. Llegó a cubierta y se volvió una vez más para despedirse con la mano—: ¡Cuídate por mí!
Ginko quería decir lo mismo, pero en lugar de ello se arropó con el chal y siguió a Shikata con la mirada. El gong del barco sonó una vez más antes de zarpar lentamente del muelle.
—¡Cuídate! —volvió a gritar Shikata, y el agua llevó su voz a tierra. El barco dio un giro amplio a la izquierda y se dirigió a la salida del puerto. La figura de Shikata en cubierta se fue haciendo cada vez más pequeña, hasta acabar convirtiéndose en un punto negro sobre la claridad de principios del verano.
«Aquí estoy yo sola en Tokio, una esposa sin su marido», pensó Ginko, mientras veía cómo la silueta del barco de vapor se perdía en el horizonte.
El barco alejó a Shikata y Yojiro de la península de Boso, siguió la línea de costa oriental de Tohoku hacia el norte y se desvió a la altura de la península de Shimokita, antes de atracar en el muelle de Hakodate. Allí descansaron un día; luego recorrieron la costa oeste de Hokkaido rumbo al norte, vía Kumaishi y Ota, y fondearon en el puerto de Setana. Habían transcurrido exactamente diez días desde que habían abandonado Yokohama. Durante la travesía, el mal tiempo los había sorprendido en dos ocasiones: primero, cuando dejaban atrás la península de Shimokita, y después, en las inmediaciones de Kumaishi. La segunda vez entró agua en el barco por popa y a punto estuvieron de naufragar.
La población de Setana era uno de los puertos pesqueros de arenque que salpicaban la costa occidental de Hokkaido. Fundada en 1593, cuando Toyotomi Hideyoshi concedió a Yoshihiro, cabeza de familia de la quinta generación de los Matsumae, jurisdicción sobre la provincia de Ezo. Inicialmente habitada por la tribu de los ainu, Setana estaba ahora llena de pescadores procedentes del pueblo de Matsumae y de la zona de Tohoku, atraídos por la industria del arenque que prosperaba desde la década de 1790. Sin embargo, un poco más al interior de todo este alboroto de gente, la llanura de Toshibetsu era una auténtica jungla sin explotar, sin rastro de presencia humana. Más allá, la colonia de Setana oriental contaba con más de cien personas, que vivían en un total de ochenta y dos casas desperdigadas por la zona arbolada de la gran cuenca del río Toshibetsu.
El nombre de Setana derivaba de la palabra ainu setanai («el río de los perros») y hacía referencia a los perros, posteriormente considerados lobos, a los que la tribu había visto nadar río abajo por el Baba, que cruzaba la población.
Shikata y Yojiro descansaron un día en el puerto, y aprovecharon para preguntar a algunos de los colonos, procedentes de Tokushima, sobre las condiciones de las tierras que había en el curso superior del río Toshibetsu.
—Nadie vive allí. El año pasado, unos cinco tipos de Tokushima subieron hasta allí y trataron de avanzar hacia el interior, pero los árboles eran tan grandes y el bosque tan denso que estaba oscuro incluso en pleno día. Diez jornadas y volvieron corriendo a sus casas.
—¿Cómo es la tierra allí?
—Dicen que no pinta mal.
Shikata asintió, con los ojos puestos en la superficie del río, crecido por la nieve derretida. Si la tierra era fértil, se las podrían arreglar, pensó.
—¿Habla en serio? ¿Irán allí?
—A Nakayakeno.
—Más vale que no lo intenten.
Los colonos trataron de disuadirlos; pero, ya que habían llegado hasta allí, Shikata y Yojiro no arrojarían la toalla. Habían venido mentalizados de que las cosas serían difíciles. Luego Shikata anotó sus impresiones sobre el viaje de dos días acompañando el río desde Setana:
Tomamos el camino sugerido por nuestros guías, remontamos el río Toshibetsu con tres embarcaciones ligeras. Aquella noche dormimos al raso. Y, por fin, llegamos a Nakayakeno, la zona donde la llanura de Toshibetsu iba a ser explotada, hacia las tres de la tarde del día siguiente. Invertimos dos días en viajar río arriba desde Setana, aunque había una distancia de doce kilómetros por carretera. En el río vimos salmones, truchas, lampreas, salmón cereza y otros. Creo que nunca antes había habido humanos. Unos inmensos árboles caídos obstaculizaban el curso del río. No fue tarea fácil cortar ramas para deslizarlos por debajo y pasar las barcas por encima cuando por debajo no se podía. El fondo del río estaba lleno de enormes mejillones de agua dulce. En tierra, no había indicios de presencia humana; estaba tan tupida de árboles que nadie podía haber pasado por allí. La vegetación de las llanuras, bosques y praderas es tan rica que la tierra debe de ser fértil.
Habían llegado a su destino; pero ahora, armados sólo con sierras y machetes, se topaban con un denso bosque primaveral de árboles enormes y uniola que les llegaba hasta la cintura. Tardaron un día entero en derribar un solo árbol, retirar el tocón y despejar la zona. No les faltaba pescado, tan abundante que casi podían cogerlo con las manos; sin embargo, pronto se les acabarían las provisiones de arroz, sal y miso.
Durante el día, la luz del sol se filtraba a través de la claraboya abierta por el claro que habían practicado en el bosque; sin embargo, cuando el sol empezaba a descender y caía la noche, aquella jungla volvía a estar oscura como la boca de un lobo. Había un viaje de dos días hasta Setana para reponer el suministro de cerillas, velas y lámparas de aceite, y no estaban dispuestos a perder todo ese tiempo. Por lo tanto, no podían leer de noche. Lo primero que hacían por las mañanas, a medida que la luz iba invadiendo el bosque, era dedicar un rato a leer la Biblia; lo único que podían hacer de noche era oír las llamadas de pájaros desconocidos y los aullidos de perros salvajes. Aquél era un estilo de vida primitivo.
Tampoco es que tuvieran tiempo de ocio. Con manos inexpertas, los dos hombres cogían las palas, empuñaban las sierras y daban los primeros pasos para construir su futura carretera.
Llegó el verano. El sur de Hokkaido era frío durante las noches incluso en pleno verano, pero las temperaturas diurnas eran equiparables a las de Tokio. Con el calor llegaron los mosquitos. Eran grandes y negros, una especie nunca vista en la isla de Honshu, y el ruido que hacían sus alas cuando se disponían a atacar era diferente del de otros mosquitos. Matarlos de poco servía, ya que al momento volvían a tener la cara llena. Debía de ser la primera vez que aquellos mosquitos habían olido sangre humana, y parecía ponerlos frenéticos.
Incapaz de soportarlo, Shikata sumergió un haz de paja en el agua, se lo colgó a la cintura y lo encendió para hacer que humeara. Yojiro nunca lo perdía de vista en la espesura del bosque por el rastro de humo que iba dejando. Esto mantuvo alejados a los mosquitos, pero dentro de la nube de humo Shikata tenía los ojos rojos e hinchados.
—Creo que yo haré lo mismo —anunció Yojiro un par de días después, y también adoptó la paja humeante repelente de mosquitos.
Así se internaban las dos figuras penosamente en la jungla, despidiendo humo. Sus columnas de humo se juntaban cuando movían los enormes árboles caídos, y se separaban cuando se ponían a talarlos.
Shikata tenía la costumbre de mascullar entre dientes «¡Toma! ¡Y eso! ¡Y eso!» cuando usaba el hacha o quitaba tierra con la pala. Alguna que otra vez, al ponerse derecho para enjugarse el sudor y estirarse, esbozaba una sonrisa.
—¿Qué ocurre? —preguntaba el ojo de lince de Yojiro.
—¿Qué? ¡Ah…! Nada —respondía Shikata.
—Piensas en tu mujer, ¿verdad?
—¿Eh? No, no, para nada —negaba, nervioso porque fuera tan evidente. A veces, mientras pensaba en Ginko, levantaba la mirada para darse cuenta de que casi había talado un árbol y corría el peligro de que se le cayera encima.
Cuando el sol se ponía, ambos se embutían en sus sacos de dormir, fuera del alcance de los mosquitos, y Shikata pensaba en Ginko y deseaba verla y abrazarla.
Cada día era igual: Shikata y Yojiro se peleaban con aquellos árboles enormes, limpiaban las raíces y la uniola sin darse ni un respiro. Llegó septiembre y con él se fue el verano, pero sólo habían logrado despejar media hectárea de tierra. Además, el terreno aún era agreste y quedaba mucho para poder cultivarlo.
—Acabaremos muriéndonos de hambre —dijo Shikata a Yojiro casi a finales de septiembre. Una gélida brisa de otoño soplaba en el claro, y las mañanas allí eran frías. Ya no podrían plantar nada hasta el año siguiente.
—Cuando la nieve empiece a caer, nos quedaremos incomunicados —admitió Yojiro, levantando la mirada al lejano horizonte otoñal.
—Parecemos espantajos —observó Shikata en voz alta.
Sólo se les distinguían los ojos en medio de la barba poblada. Si los vieran así en Tokio, los tomarían por vagabundos o mendigos.
—Me pregunto cuándo empezará a nevar.
—Tengo entendido que en noviembre, y hasta finales de abril.
—¿Y hasta dónde debe de llegar la nieve?
—Dicen que aquí alcanza la estatura de un hombre, pero no es mucho comparado con el resto de Hokkaido.
Yojiro guardó silencio. Se encontraban entre el cielo y la tierra. Nada más los rodeaba. Y ya tenían pocos temas de conversación.
—Queda mucho…
—¿Eh?
—¡Oh!, nada. —Shikata miró al cielo. Se preguntaba cómo estaría Ginko. Le había enviado una carta en cada viaje mensual que hacían a Setana, pero se preguntaba cuántas le habrían llegado. Sólo había recibido una respuesta suya en agosto a una carta que él le había escrito en mayo. Aquélla era la última carta de Ginko que había recibido.
—¿Qué hacemos? —preguntó Yojiro.
—¡Hum! —Shikata sabía a qué se refería—: Seguramente será imposible avanzar en invierno.
—Entonces ¿volvemos a casa?
—Sí, ya regresaremos en primavera.
Esto supondría un importante contratiempo en sus planes, que eran establecer los cimientos de la autosuficiencia en menos de un año y estar preparados para recibir a los veinte o treinta fieles que se les unirían al siguiente.
—Entonces tendremos que regresar antes de mediados de octubre. Más tarde y viajar por mar resultaría ya demasiado peligroso. —La ruta había sido arriesgada incluso en mayo, cuando el océano estaba en calma.
—Eso nos da un mes de margen.
—Yo me quedo —dijo Yojiro de repente—. Prefiero eso a tener que hacer de nuevo ese viaje. No sé cuánto nevará, pero seguramente seré capaz de arreglármelas si bajo a Setana contigo y compro provisiones para pasar el invierno.
—Pero aquí solo…
—Me entretendré con mis tallas de madera. Aquí hay material de sobra.
Yojiro había sido aprendiz en un taller de grabado, en Kioto. Había conocido a Shikata casi por casualidad, cuando éste visitaba a su hermano Dentaro en Doshisha, pero había decidido acompañarlo después de haber escuchado sus planes. Durante el tiempo que llevaban allí, él había aprovechado los pocos descansos para hacer tallas, que había vendido en Setana a cambio de dinero.
—Bueno, entonces yo también me quedo.
—No, tú vete. Por favor, vete y reúnete con los que esperan para venir; cuéntales cómo es Hokkaido y explícales la clase de preparativos que deben hacer. Además… —hizo una pausa y terminó la frase—, tu esposa te espera.
—Pero ¿y si te pasa algo estando solo?
—Será igual que si estuviéramos los dos. Si el frío y la nieve son lo bastante intensos para matar, dos personas se congelarán lo mismo que una. En realidad, será más fácil sobrevivir con sólo una boca que alimentar. Si me quedo acampado, seguramente nada me podrá matar. Pero tampoco me preocupa. Lo cierto es que me preocupa más tu viaje por mar.
Shikata permaneció en silencio, pensando en aquello.
—En un invierno entero, apuesto a que puedo hacer una buena colección de tallas. —Yojiro soltó una carcajada apenas perceptible, pero ambos sabían que era un silbido en la oscuridad.
A finales de octubre, Shikata dejó a Yojiro Maruyama en Hokkaido y regresó a Tokio. Ginko cerró la clínica ese día y fue a recibirlo al puerto de Yokohama.
Sólo habían pasado seis meses desde la última vez que se vieron, pero para Ginko habían sido más de seis años. Shikata, más alto que el resto de pasajeros, desembarcó y se le acercó a zancadas. Ginko corrió a su lado.
—Sensei.
—¡Bienvenido a casa!
Shikata le puso aquellas manos enormes en los hombros, y Ginko añadió:
—Has vuelto sano y salvo. —Lo miró a la cara quemada por el sol, estudiando en qué había cambiado. La constitución era corpulenta como siempre, pero era como si lo hubieran descarnado. El viejo Shikata se había ido, y en lugar del joven soñador tenía delante a un hombre que había adelgazado con la adversidad.
Descansó unos días en casa de Ginko, pero en menos de una semana volvía a andar de un lado para otro. Primero fue a las iglesias, a presentar sus respetos y recaudar donaciones. Luego, poco después de que el Año Nuevo diera comienzo, partió rumbo a Kioto para reunirse con Dentaro Maruyama, el hermano de Yojiro, y los que planeaban unirse a ellos en Hokkaido aquella primavera.
—Bienvenido. —La treintena de fieles reunida en casa de Dentaro observaba detenidamente los rasgos afilados de Shikata.
—¿En qué fase se encuentra ahora la colonia?
—Bueno, está más o menos habitable.
—¿Qué quieres decir? ¿Cómo es la tierra?
—Cuesta describir aquello con unas pocas palabras. —Había tantas cosas que les quería contar, que no sabía por dónde empezar.
—¿Cómo es el clima?
—De día es bastante parecido al de aquí, pero enfría rápidamente por la noche. Los veranos son más suaves.
—¿Hay comida y agua cerca?
—¡Claro! El río Toshibetsu tiene un kilómetro y medio de ancho. Agua fresca, pura, cristalina. Está lleno de ayus y salmones cereza, y en otoño los salmones remontan el río a contracorriente. Si golpeas el agua con un palo, puedes coger los que quieras: es tan fácil que parece un juego. Y puedes prepararte udon[21] con todos los fukinotou[22] que quieras; sólo tienes que agacharte y recogerlos del suelo. También hay artemisas y helechos en flor, y montones de hierbas silvestres que no conocemos pero que no escasean, al contrario.
—¿Qué tipo de casas tenéis?
—Bueno, hay toneladas de madera, y juncos que podemos usar para el tejado. Sólo los árboles que hemos talado para hacer el claro nos darían para construir unas cabañas con relativa rapidez.
—¿Y los animales?
—Al parecer, hay osos y ciervos, pero sólo hemos visto las huellas de un oso con el que nunca nos hemos topado. En cierta ocasión divisé un ciervo a la carrera. Y, a veces, alguna liebre entra en nuestro claro. Dan una buena sopa.
Al escuchar a Shikata, aquellos hombres se imaginaron una vida tranquila, rodeados de belleza pastoril. Él se había limitado a responder a sus preguntas. La belleza pastoril estaba ahí, pero no tuvo el valor de hablarles sobre la otra cara de la moneda: su amarga lucha en tierra virgen.
—¿Qué fue lo más duro?
—Los mosquitos. Debíamos de ser los primeros humanos que probaron, y venían en enjambres.
—¿Eso fue lo peor?
—Sí.
Los demás se miraron los unos a los otros, algo abatidos. Si lo más duro de abrir nuevos caminos en aquella jungla eran los mosquitos, entonces ¿dónde estaba la aventura? No supieron la verdad del asunto hasta que no lo vieron con sus propios ojos.
—¿Y cuánto terreno despejasteis estos seis últimos meses?
—Bueno, creo que una hectárea. —Shikata no se atrevía a decirles que media: demasiado poco para seis meses de trabajo.
—Entonces ya habréis empezado a sembrar, ¿no?
—Sí, unas patatas. —Esto tampoco era cierto. Shikata titubeó, y luego añadió con más seguridad—: Tenemos una gran extensión de terreno.
—Sí. Casi cien mil hectáreas, ¿no? —puntualizó alguien. Todos ellos se imaginaban una llanura que se extendía hasta donde el ojo alcanzaba a ver. Sin embargo, lo cierto era que allí no había vistas. Se mirara adonde se mirara, sólo había bosque tupido y un remiendo de cielo sobre el claro.
—¿Qué deberíamos llevar nosotros? —preguntó Yamazaki, que tenía pensado zarpar con su esposa rumbo a la colonia el próximo mes de abril.
—¡Hum! —Shikata se puso a pensar con la mano en el mentón. Toda la ropa de cama que se pudieran llevar, sierras y azadas, y otras herramientas y utensilios. Medicina, arroz… Advirtió que la lista era interminable.
—En realidad, el dinero es lo principal. —Al menos, si tenían dinero, podrían comprar en Setana casi todo lo necesario.
—¿Y qué es lo necesario?
—Bueno, la verdad es que no necesitáis nada.
—¿Cómo?
—Sólo necesitáis una buena dosis de voluntad y energía para establecer un nuevo territorio, vuestro cuerpo y el deseo de trabajar como siervos de Dios. El resto vendrá solo.
Las palabras de Shikata fueron recibidas con sorprendido silencio.
—Mirad mis manos, del machete y la sierra. —Shikata extendió las palmas de las manos ante sus oyentes. Una hilera de callos blancos y duros le atravesaba cada mano. Shikata pasó a dar por concluida la reunión con optimismo—: Entonces juntemos en abril a toda la gente que podamos para ir a esa tierra virgen ¡y empezar una nueva vida!
Cuando los allí reunidos se despidieron y se marcharon cada uno por su lado, Dentaro se acercó a Shikata para decirle en privado:
—Shikata, ¿a que no todo lo que nos has dicho es verdad?
—¿Que no es verdad?
Dentaro miró a Shikata a los ojos y asintió:
—No es lo que le he oído decir a mi hermano.
—¡Ah!, bueno, podría ser… Yo sólo he dado mi punto de vista.
—Pero les has hecho creer en un sueño.
—No es sólo un sueño. ¡Puede hacerse realidad! De hecho poco a poco se va haciendo realidad.
—Eso espero.
Dentaro no dijo nada más, pero Shikata se sintió muy mal durante el resto de la visita.
Después de pasar por Kioto, Shikata se acercó a Kumamoto para recoger a su hermana mayor Shime y su marido, que también querían acompañarlo a Hokkaido en primavera. De regreso en Tokio, se reunió con unos patrocinadores en potencia para pedirles su apoyo, y fue de visita a la sucursal en Tokio de la Comisión de Desarrollo de Hokkaido, al Ministerio de Defensa, al Ministerio del Interior y demás para solicitar maquinaria, herramientas y raciones de alimento.
Para cuando todo estuvo dispuesto ya era el mes de febrero, y Shikata tenía planeado zarpar rumbo a Hokkaido en abril.
—Si quieres, voy contigo —le dijo Ginko un día, a finales de febrero, una de las pocas veces en que aprovechaban para relajarse juntos en casa. Sentía que debía decírselo ya hacía algún tiempo, pero siempre lo había ido posponiendo, día tras día. En parte, porque no habían tenido la oportunidad de hablar con calma mientras Shikata hacía sus visitas, pero también porque no quería pronunciarse hasta que estuviera plenamente convencida. Aunque lo cierto es que aún no había decidido cerrar la clínica. Shikata la creyó.
—Quédate aquí, por favor.
—Pero si hasta va tu hermana. No hay razón para que yo, tu esposa, me quede aquí.
—Mi hermana no tendría nada que hacer si se quedara en Kumamoto. Tu caso y el suyo son muy distintos.
—Yo no me siento vinculada a Tokio, y tampoco me importa dejar de ejercer la medicina. Si me dices que vaya contigo, iré. Sabes que también soy creyente. —Ginko se sorprendió de haber sido capaz de dar voz a esas declaraciones pese a sus pensamientos todavía encontrados.
—Entiendo cómo te sientes —respondió Shikata—, pero es demasiado pronto. Quiero hacerlo un poco más habitable. Luego ya haré que te vengan a buscar.
—Pero yo puedo ayudar a despejar la zona. Sé manejar la azada y la sierra.
—No, aún no está preparado para ti. Sería absurdo: te pondrías enferma.
—Pero tú vas a ir.
—Yo soy un hombre. Y sabes que soy más fuerte que tú. Además, soy el organizador y lo tengo todo planeado.
Ginko sabía lo compasivo que era Shikata y eso le dio valor para intentarlo una vez más. Aún no tenía la sensación de urgencia que tendría si realmente estuviera decidida a ir allí dentro de muy poco:
—¿Tan horrible es el lugar?
—Setana es una cosa, pero no puedes venir adonde nosotros trabajamos.
—Entonces ¿por qué reclutar a todo el mundo con tanto entusiasmo?
—Es mi misión.
Ginko procuró imaginarse los enormes árboles y la nieve; sin embargo, todo lo que llegó a evocar en su mente fueron las vagas imágenes de una enorme e inhóspita extensión de terreno.
—A decir verdad, me sorprendió verlo con mis propios ojos. No puedo decir esto a los demás, pero aún ahora no tengo claro que aquello vaya a funcionar. ¿Sabes? Todos los que me acompañan esta vez podrían optar por el regreso nada más llegar. En cambio, yo soy el que lo empezó, así que debo seguir hasta el final.
—En ese caso, tienes que hacerlo lo mejor que puedas. —No obstante, Ginko deseaba en secreto que se diera por vencido.
—Si abandono ahora, significará que todo el trabajo que hicimos el año pasado no habrá servido de nada. Y tampoco sería justo para Yojiro, que está allí solo. Vamos a formar una comunidad en la que se pueda rendir culto a Dios, y lo lograremos pese a las dificultades.
—Claro que sí.
—En cualquier caso, quiero que vengas. Pero no ahora; de momento, no, por favor. —Shikata titubeó, luego pareció tomar una decisión y añadió—: Me gustaría que te quedaras en Tokio un par de años más y siguieras trabajando a fin de ahorrar todo el dinero que puedas para los dos.
—¿Yo?
—Sí. Si tuviéramos un poco más de dinero, las cosas allí serían más fáciles. Podríamos conseguir mejores herramientas, comer arroz y usar lámparas de aceite por la noche…
—¿Quieres decir que no habéis tenido arroz ni luz?
—Exacto.
Ginko volvió a examinarle el rostro, y reparó en lo mucho que aquel año lo había envejecido.
—Las herramientas que la Comisión de Desarrollo de Hokkaido nos presta y las raciones de arroz no son suficientes. No cabe duda de que, si dispusiéramos de más fondos, podríamos despejar la zona más rápido y esperar ya la primera cosecha.
—En ese caso, haré lo que pueda.
—Te lo agradezco.
—No tienes por qué. —Ginko comprendió que ahora ella era la única que podía ayudar a su marido. Al mismo tiempo, no podía evitar recordar que dos días antes la habían recomendado como candidata a la presidencia de la Unión Cristiana Femenina de Japón.
En abril de 1892, la época del deshielo, Shikata regresó a Hokkaido, esta vez acompañado de cinco personas, entre ellas su hermana mayor y el marido. El otoño anterior se había dado por concluida la vía férrea entre Tokio y Aomori, en el punto más septentrional de la isla de Honshu, así que viajaron en tren. Desde Aomori, tomaron un barco hasta Hakodate, en Hokkaido, y de allí viajaron por tierra a Nakayakeno. Shikata tomó anotaciones con todo lujo de detalles sobre este trayecto del viaje, que les llevó cuatro días, en una guía para uso de futuros colonos.
Yojiro Maruyama seguía vivo y los esperaba cuando llegaron a Nakayakeno. En sus casi seis meses de solitaria privación, había esculpido más de veinte tallas de Daikokuten y otras deidades budistas.
—Si no me gustara tanto la talla en madera, seguramente me habría vuelto loco y ahora estaría muerto —dijo alegremente, aunque con los pómulos hundidos. Aquel rostro, que a finales del verano casi era negro de tan quemado por el sol, tras los meses de invierno se había vuelto gris.
—El peor problema ha sido la falta de alimento —prosiguió—. En otoño, pasé cuarenta días comiendo sólo fukinotou hervidos en sal. Luego, a partir de enero, me mantuve durante dos semanas seguidas con una taza de arroz aguado. —Devoró los dulces que le habían traído de Tokio mientras les explicaba aquello.
Ahora eran siete y enseguida se pusieron manos a la obra para seguir despejando la zona. En la misma época, un grupo de setenta familias de la remota prefectura de Tokushima empezó a establecer una colonia cerca de Osabuchi, a medio camino entre Setana y Nakayakeno. Poco después, en mayo de 1892, doce personas de la prefectura de Fukushima se asentaron un poco más arriba de Osabuchi, aún más cerca de ellos.
Tupido de árboles como estaba, el suelo de la cuenca del río Toshibetsu era tan fértil que incluso novatos como Shikata y su grupo obtuvieron aquel otoño una cosecha de centeno y patatas. El cultivo del arroz seguía estando fuera de su alcance, pero al menos de momento su grupo no moriría de hambre; los siete podrían pasar allí el invierno.
Llegó el Año Nuevo de 1893, y en primavera acogieron a otros tres compañeros de Shikata, incluido Dentaro, el hermano de Yojiro. En menos de tres meses, cada uno de ellos ya había llamado a su lado a su familia.
En junio de aquel mismo año, un grupo de episcopalianos de Kumagaya, Saitama, vinieron a explorar la posibilidad de desplazar a un grupo de pioneros de su iglesia hasta Hokkaido. Su líder, Kozaburo Amanuma, ya había oído hablar al profesor de Doshisha, Inukai, sobre la colonia de Shikata, y ahora les proponía aunar esfuerzos.
Shikata y sus seguidores atravesaban un momento en que cualquier ayuda era bien recibida, así que Shikata enseguida hizo llegar la propuesta a los demás miembros del grupo:
—Al parecer, son más de una docena. Pero pertenecen a la Iglesia episcopaliana. ¿Qué opináis? —El grupo de Shikata pertenecía a la Iglesia congregacionalista. Y, aunque compartían la misma religión, su doctrina y sus ritos eran diferentes. Sin embargo, en esta jungla desierta, no creían poder permitirse el lujo de objetar.
—Congregacionalistas o episcopalianos, los cristianos no dejan de ser cristianos. Y, si los dos grupos trabajamos con el mismo empeño para explotar esta tierra, ya es mucho, ¿verdad? —Yojiro asintió, y enseguida todo el mundo lo secundó. Todos necesitaban ayuda. Como resultado, en junio, el grupo de Amanuma, que constaba de un total de catorce hogares, abandonó sus alojamientos improvisados cerca de Datemonbetsu y se unió a ellos.
Al mismo tiempo, el grupo de congregacionalistas de Shikata crecía poco a poco. En agosto de aquel año llegaron más de la prefectura de Hyogo, y luego, en 1894, algunos de Setana, seguidos por otra tanda de Hyogo. A finales de año se contaban cincuenta familias en la colonia de Nakayakeno.
Además, en verano se abrió una carretera del este de Setana a Kunnui. Era una carretera humilde, con la anchura justa para un solo carro, pero ya no tenían que temer perderse en el camino interior desde Hakodate.
Ahora que su población sobrepasaba los cincuenta hogares, el nombre provisional de Nakayakeno ya no parecía muy apropiado. El grupo de Shikata dialogó con los episcopalianos de Amanuma y acordaron rebautizar la colonia con el nombre bíblico de Emmanuel, que significa «Dios con nosotros». También establecieron los principios para la carta de la colonia:
Cualquier persona de fe cristiana, independientemente de su denominación, tendrá derecho a formar parte de nuestra colonia y a disponer de 15 000 tsubo[23] de tierra cultivable, de cuya cosecha deberá ceder el diezmo correspondiente a la Iglesia.
Todos los colonos se abstendrán de consumir alcohol y respetarán los demás preceptos morales del cristianismo. El incumplimiento de estos preceptos resultará en la disolución de su contrato para con la colonia.
Todos los festivos y domingos serán días de descanso y tiempo dedicado a la oración y el fortalecimiento de nuestra fe.
En caso de desgracia continuada, nos esforzaremos por ayudar y asistirnos los unos a los otros.
El crédito y la deuda quedan prohibidos.
Todos los colonos harán lo posible por ser económicamente independientes.
La comunidad cristiana utópica de Shikata al fin parecía existir.
Habían pasado dos años desde que Shikata había estado en Tokio por última vez. Ginko había recibido carta suya cada mes, y se hacía una idea bastante aproximada de cómo se desarrollaba la comunidad. Las cartas de Shikata terminaban invariablemente con un «Todo va según lo planeado». Sabiendo lo idealista que era y también que era demasiado considerado para preocuparla, Ginko no se fiaba de sus palabras. A veces, se preguntaba si debería permitir que Shikata viviera solo en aquellas condiciones y, por su parte, concluía cada carta que le escribía con un «Por favor, no trabajes demasiado. No hay prisa, y sé que haces todo lo que puedes. Cada día rezo por ti».
Durante estos dos años, el entorno de Ginko había sufrido algunos cambios. Japón estaba a punto de declarar la guerra a China y, como Shikata había predicho, la obra misionera cristiana de los japoneses en el interior había empezado a perder empuje debido a la inminente crisis nacional.
Casi a finales de 1893, el hermano mayor de Ginko, Yasuhei, falleció a los cuarenta y siete años de edad debido a una hemorragia cerebral. Ante la insistencia de Tomoko, Ginko decidió ir a Tawarase con el pretexto de presentar sus respetos en el funeral de Yasuhei, pero también para hacer una visita a las tumbas de sus padres que tenía pendiente desde hacía mucho tiempo. Si se iba a reunir con Shikata en Hokkaido, aquélla sería su última oportunidad en muchos años —posiblemente para siempre— de visitar el hogar de su familia.
La carretera que había recorrido a toda prisa en un jinrikisha diez años atrás era ahora una vía férrea. Cuando el tren la acercaba a Tawarase, acudieron a su mente recuerdos de la última visita, y el corazón se le encogió más y más al recordar la pena que había sentido a la muerte de su madre, y las frías miradas de vecinos y familiares.
Pero Tawarase había cambiado. Ya nadie la miraba con frialdad, sino todo lo contrario: la trataban con respeto y curiosidad. Docenas de personas se acercaron adonde estaba sentada en el velatorio por Yasuhei para saludarla y hablar con ella. Unos eran parientes lejanos cuyas caras aún recordaba, mientras que otros eran gente a la que había olvidado por completo. Incluso la recién enviudada Yai se mostraba amable con Ginko.
Tomoko susurró:
—Nadie te quita los ojos de encima.
—¿Y eso por qué?
—Dicen que eres la mujer médico, y la famosa cristiana.
—¡Oh, por el amor de Dios!
—Te respetan. Seguramente también sienten un poco de curiosidad.
—Sólo juegan conmigo.
—Lo cierto es que ha habido un cambio radical desde la última vez, cuando mamá murió y te trataron como a una especie de loca. Nuestro pobre y difunto Yasuhei incluido.
Ginko revivió la deprimente escena de aquel día. Todos, sin excepción, la habían mirado como a la hija indigna, desobediente y repudiada.
—Ahora eres rica y famosa, por eso el mundo te ve con otros ojos.
—¡Menuda tontería!
Ginko no estaba dispuesta a escuchar aquello, aunque sabía que Tomoko decía una gran verdad.
La mayoría de los invitados se marchó a las ocho en punto y dejó a solas a la familia Ogino, sus parientes y los vecinos que ayudaban con los preparativos del funeral.
—¿Shikata aún no ha vuelto de Hokkaido? —le preguntó Tomoko a Ginko cuando finalmente encontraron unos momentos de intimidad.
—No, aún no. Se niega a abandonar su proyecto.
—¿Tú también vas a ir?
—Seguramente tendré que hacerlo en algún momento.
—¡No lo hagas! —El tono de Tomoko era inusitadamente fuerte—. ¿A quién beneficia que vayas?
—¿Beneficiar?
—Hokkaido es para la gente que no se ha podido ganar la vida aquí, o que tiene alguna otra razón para marcharse. Todos ellos se han visto arrastrados allí. Que seas creyente no quiere decir que tengas que ir. Ahora estás haciendo multitud de cosas grandiosas, trabajando como doctora en Tokio.
Ginko guardó silencio.
—No tienes necesidad de tratar con hombres groseros, talar árboles, abrir claros en el bosque y vivir en una cabaña sobre el lodo. Lo único que conseguirás yendo a semejante lugar será acortar tu vida.
—Pero yo soy la…
—¿Esposa de Shikata? ¿Y qué te ha aportado Shikata como marido? Lo has pagado todo tú, desde los gastos de la boda hasta las facturas y los consumos, y él no ha hecho otra cosa que vivir a tu costa. Luego decide irse a Hokkaido, ¿y ahora pretende obligarte a que tú también vayas?
—Él sólo quería construir una comunidad cristiana utópica, eso es todo.
—Es absurdo. Tendrá la cabeza llena de ideas sobre una comunidad utópica, pero lo único que esa comunidad hace es abrir un claro en el bosque.
—Me dijo antes de casarnos que ése era su sueño. Ahora lo está haciendo realidad, poco a poco.
—Pues es su sueño y puede irse allí e intentar hacerlo realidad. Pero tú has trabajado mucho y muy duro para ser médico. ¿Por qué ibas a tener que abandonar tu sueño para seguir el suyo?
—Bueno, es algo que hemos decidido como pareja —le espetó fríamente Ginko. Tomoko enmudeció y Ginko sintió una repentina aprensión.
Sanzo, el hijo de Yasuhei, sucedió a su padre como cabeza de la familia Ogino, aunque había muy poco que heredar, ya que la tierra y la importancia de la familia se habían desvanecido hacía bastante tiempo. Incluso el funeral de Yasuhei fue una ocasión mucho menos concurrida de lo que cabría esperar. Había sido una persona débil de carácter y había dejado que la fortuna de la familia le resbalara entre los dedos, por lo que podría decirse que ahora tenía su justo merecido. Sin embargo, Ginko no lo recordaba como una mala persona, y con esto en mente dejó que su hermano descansara en paz.
—Habría sido diferente si mamá aún viviera —dijo Tomoko, mirando al altar montado para Yasuhei, increíblemente pobre y austero en comparación con el de su padre hacía todos aquellos—. Esto bien podría marcar el final de la familia Ogino.
Sanzo, el principal doliente y nuevo cabeza de familia, tenía ahora veintitrés años, pero siempre había sido un niño enfermizo sin interés por la agricultura.
—Bueno, tal vez ya no sea necesario conservar la finca —dijo Ginko, recordando haberle oído decir a Sanzo que quería trasladarse a Tokio y encontrar trabajo allí.
—Pero el sucesor de una familia tiene la obligación de proteger y mantener la casa de la familia lo mejor que pueda.
Puede que Tomoko tuviera razón, pero Ginko no se sentía inclinada a imponer al joven Sanzo aquella idea. El hecho de que ella y Tomoko discreparan en esto le hacía pensar que quizá se estaban distanciando cada vez más.
—¡Ah!, ¿y has visto eso? —Tomoko cambió repentinamente de tema.
—¿Verlo? ¿A qué te refieres?
—¿No lo sabes? Kanichiro ha estado aquí.
Ginko miró a Tomoko con dureza por haber mencionado a su ex marido.
—Ha venido a saludarme, y pensé que tú también habrías hablado con él.
Kanichiro y Ginko llevaban mucho tiempo divorciados, pero como las familias Inamura y Ogino habían compartido posiciones destacadas y ostentosas fincas al norte de Saitama, se habían conservado las relaciones formales entre familias. Era de esperar que Kanichiro viniera a presentar sus respetos al funeral del cabeza de familia de los Ogino, aunque estuviera en decadencia. Después de todo, era un ex pariente político, y propietario de una finca a menos de cuarenta kilómetros de la suya.
—Entonces supongo que habrá venido y se habrá ido sin acercarse a ti.
—Yo no lo he visto.
—En cambio, estoy segura de que él a ti sí.
Durante el velatorio, Ginko había estado sentada cerca del grupo de parientes. Quizá por eso no lo había visto. O tal vez lo había visto dirigirse al frente para ofrecer incienso y no lo había reconocido por detrás. Hacía casi veinticinco años que no lo veía.
—Es director de un banco, ¿sabes?
Ginko no se imaginaba a aquel joven pálido y callado al que ella había conocido como director de un banco.
—Se sorprendió cuando le dije que te habías casado con un estudiante trece años más joven que tú.
—¡Tomoko, no quiero que hables así! —Ginko se puso en pie de repente.
Yai se acercó y trató de llevar a Ginko a la habitación de al lado donde los hombres comían y bebían:
—¿Vienes a tomar un poco de sake con nosotros? Hay mucha gente que quiere hablar contigo. Eres el orgullo de la familia Ogino.
—¡Ah!, entonces vamos un rato —interrumpió Tomoko.
—Me alegra, y no quisiera perdérmelo por nada del mundo, pero mañana tengo que madrugar. —Ginko dio media vuelta con una abrumadora sensación de enfado. «El campo nunca cambia —pensó—. Insoportable como siempre.»