CAPÍTULO 5
Gin ingresó en el Hospital Juntendo de Tokio a mediados de diciembre de 1870, acompañada de Kayo. Habría sido más conveniente, en todos los sentidos, haber iniciado el tratamiento tras las festividades de Año Nuevo, pero las dos habían partido nada más oír que había una cama disponible.
El director del hospital era el doctor Shochu Sato, un cirujano conocido y respetado en toda la zona de Kanto. Hijo de un médico de la corte, Shochu había nacido en 1827 y contaba cuarenta y tres años cuando Gin acudió a él.
Había llegado a Edo (actualmente, Tokio) a los diez años de edad para estudiar medicina y los clásicos chinos, y a los dieciséis había empezado a formarse en medicina occidental con Daizen Sato. Cuando, en 1843, Daizen Sato se trasladó a su ciudad natal de Sakura para crear el Hospital Juntendo, Shochu lo acompañó. Daizen llegó a apreciar el extraordinario talento de su pupilo, y diez años después lo nombró su sucesor y lo acogió en la familia Sato, pese a tener ya cinco hijos. Shochu se convirtió en cabeza legal de la familia Sato, y en 1864 el clan le ordenó que fuera a Nagasaki a estudiar con el célebre médico holandés Johannes Lidius Catharinus Pompe van Meer der Voort, familiarmente conocido por los japoneses como Pompe. Allí estudió día y noche junto con otros aprendices. Su talento se notaba incluso entre tan distinguidos compañeros. Dicen que, cuando Shochu se despidió para regresar a Sakura, Pompe le regaló a él, y a nadie más que él, varios libros escritos por el doctor Georg Stromeyer, uno de los médicos más progresistas de la época.
De regreso en Sakura, Shochu reformó el sistema médico del clan, con la construcción de un hospital y la fundación de un departamento de sanidad. Sin embargo, su logro más significativo fue el abandono de los remedios a base de hierbas en favor de la medicina occidental: un paso revolucionario.
Incluso el shogunato Tokugawa había oído hablar del doctor Shochu Sato, y le ordenó que se pusiera a su servicio; orden que el clan familiar del médico denegó cortés pero categóricamente. El nuevo gobierno Meiji también ofreció al doctor Sato una serie de títulos, incluido el de médico imperial. Sin embargo, al año siguiente, renunció a sus cargos de elite tras un roce con un funcionario del gobierno, y dedicó sus esfuerzos a crear en Hongo su propio Hospital Juntendo.
Gin conoció al doctor Sato su segundo día en Juntendo. Era un hombre bajo de rostro serio y mirada penetrante, con el cabello casi totalmente cano. Tras haber leído la carta de recomendación del doctor Mannen, estudió el historial de los exámenes previos realizados por su equipo médico antes de volverse hacia Gin. Detrás tenía a una decena de estudiantes de medicina que estaban bajo su tutela. Nerviosa ante tantos hombres, Gin bajó la mirada al suelo.
—¿Cómo está el doctor Mannen? —preguntó el doctor Sato.
—Bien —acabó tartamudeando Gin.
—Me alegra oír eso. —Hechos los cumplidos, el doctor Sato asintió con la cabeza, dejó que los estudiantes examinaran el historial de Gin y empezó a hablar en una lengua que parecía extranjera y que ella no podía seguir, si bien tenía la certeza de que hablaban sobre sus síntomas. Permanecía tensa en el elevado sillón de reconocimiento.
Cuando el doctor Sato terminó su explicación, se volvió hacia Gin:
—Echemos un vistazo.
Gin no tenía idea de a qué se refería con eso. Vio que un hombre se le acercaba con la camisa remangada y le hacía señas en silencio para que se le acercara. Gin lo siguió hasta una salita separada con una cortina blanca.
—Súbete aquí —le dijo.
Gin soltó un grito ahogado al ver la camilla con estribos de cuero negro.
—El médico va a examinarte —dijo aquel hombre monótonamente—. Venga.
No muy convencida, Gin se subió a la camilla y se encorvó en actitud defensiva. Oyó que los pasos del médico se acercaban y se detenían ante ella:
—Deja que te examine la zona infectada.
Gin cerró los ojos y se mordió el labio hasta notar el sabor a sangre. Prefería morir a verse expuesta a aquellos hombres. ¿Los médicos podían hacer algo así? Si el doctor Sato hubiera sido mujer, habría sido diferente; le parecía impensable que una mujer tuviera que mostrarse de aquella manera a ningún hombre.
—Sólo quiero ver qué te pasa. —El doctor Sato se cruzó de brazos y esperó. Gin iba a tener que prestarse a hacer aquello. Miró al hombre que la había traído hasta allí, implorándole con la mirada que acudiera en su ayuda.
—Deja que el médico te examine —habló más alto—. Quieres ponerte mejor, ¿verdad?
Gin sintió que la última gota de energía abandonaba su cuerpo. Los brazos y las piernas se le descruzaron lentamente como si estuvieran bajo alguna especie de hechizo. Las rodillas se separaron y dejaron al descubierto sus pálidos muslos.
—Un poco más, por favor. —Las piernas de Gin se negaban a moverse un centímetro más—. Entonces, tendrás que perdonarme.
Mientras el médico hablaba, Gin sentía las frías palmas de sus manos sobre las rodillas. Automáticamente intentó juntar las piernas e incorporarse, aunque para entonces ya la retenían varios hombres fuertes, y era incapaz de moverse.
Los siguientes minutos fueron completamente borrados de la memoria de Gin, ya que su mente se quedó en blanco de la impresión y la humillación. Pasado el mal trago, el primer hombre le dio golpecitos en los pies para hacerla reaccionar, pero ella siguió allí con los ojos cerrados. Estaba temblando cuando por fin logró ponerse bien la ropa y bajarse de la camilla. El asistente del médico la ayudó a bajar y a volver a la silla de reconocimiento. El rostro de Gin había perdido el color.
—Lo has pasado muy mal, ¿verdad? —El médico que momentos antes había parecido tan cruel ahora hablaba con voz amable—. Me temo que el tratamiento va a llevar su tiempo. Tendrás que resignarte si quieres ponerte mejor.
Entonces el doctor Sato se volvió hacia el grupo de estudiantes y habló de nuevo en aquella lengua incomprensible. Los estudiantes lo escucharon con atención, mirándolo a él y a Gin alternativamente. Ahora Gin se daba cuenta de que todos aquellos jóvenes, más o menos de su edad, seguramente habían presenciado el reconocimiento desde detrás del doctor Sato. Ya no le importaba que la trataran; sólo quería volver a su habitación. «¿Por qué yo? —gritó para sus adentros—. ¿Por qué tengo yo que soportar este calvario?» Estaba segura de que la muerte no podía ser mucho peor de lo que acababa de pasar.
De vuelta en su habitación, Gin rompió a llorar al ver el rostro de su madre.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Kayo—. El médico te ha examinado, ¿no? ¿Qué dice?
Gin sólo sollozaba y se envolvía con la ropa de cama.
—¿Te ha regañado? ¿Qué te ha hecho? —Kayo estaba confusa, porque Gin se negaba a responder a sus preguntas. Se volvió hacia una de las mujeres que compartían habitación con Gin—: Siento mucho todo este escándalo.
Aquella mujer de unos treinta y cinco años era la esposa del propietario de una tienda de kimonos en Nihonbashi.
—Es su primera visita a un hospital, ¿verdad? Debe de haberle causado impresión —sugirió, con conocimiento de causa.
—Hemos recorrido un largo camino para ingresarla en este magnífico hospital y la acababa de visitar el famoso médico, así que no entiendo por qué diablos llora ahora. —Kayo, ajena a lo mal que lo había pasado su hija, estaba enojada con ella por aquel comportamiento.
—No lo sé con certeza —prosiguió la compañera de habitación de Gin—, pero puede que llore porque nunca le habían hecho un reconocimiento tan angustioso. Por mucho que se quiera curar, no abundan las mujeres que soporten ser tratadas así. Tiene que haber sido muy violento. Después de mi primera vez, yo no pude comer en dos días.
La mujer se recuperaba de un parto difícil, y la habían hospitalizado con fiebre persistente. Como también se había visto sometida a semejante reconocimiento, poco le costó adivinar qué era lo que angustiaba a Gin.
—¿Es eso cierto? —Kayo la miró a ella y luego a su hija, que lloraba sobre la ropa de cama.
—Será mejor que la deje un rato a solas. Ahora el consuelo no le hará ningún bien. Pronto se acostumbrará.
Finalmente, Kayo entendió que Gin había sido humillada ante el gran médico, y eso le hacía sentir más pena que nunca por ella.
—La esposa del propietario de una tienda de muñecas que conozco tenía una fuerte hemorragia y no se atrevía á dejar que el médico la examinara. Seguía un tratamiento a base de hierbas que le había sido prescrito por un vecino médico, pero se fue consumiendo. Cuando por fin se armó de valor para ir a un hospital, ya era demasiado tarde. Murió menos de un mes después.
Pese a su persistente fiebre, era evidente que a la propietaria de la tienda de kimonos le gustaba charlar y, por su estilo directo, estaba claro que pertenecía a la progresista clase mercantil de Tokio. Se había incorporado un poco más, para poder hablar mejor con Kayo.
—¿Sabe? En la medicina occidental, hay que ver el problema para tratarlo. No es como la medicina oriental. Pero, por mucho que me digan, cuesta dejar que un médico joven le sujete a una las piernas.
—¿Eso es lo que hacen?
—¿De qué otra manera iban a poder echar un vistazo?
Kayo había pasado toda la vida en el campo, y no se imaginaba algo así:
—¿No hay otras maneras? —La medicina occidental empezaba a parecerle algo diabólico.
A última hora del día, Gin estaba agotada de tanto llorar y, cuando la noche invernal entró sigilosamente en la habitación, levantó la cabeza.
—Venga, tienes que comer.
—No quiero nada.
A la luz de la lámpara, Kayo vio lo rojos que su hija tenía los ojos:
—No te puedes poner así. Tendrás que tragarte tu orgullo si quieres que el médico te cure. —Kayo intentaba convencerse a sí misma y convencer a Gin—. Debes tomarte la medicación después de las comidas, así que al menos intenta comer algún bocado. —Kayo llenó el tazón de Gin con las gachas de arroz que acababa de preparar.
Gin yacía en la cama estirada sobre esterillas de tatami, mientras que Kayo estaba sentada en el suelo de madera, y la propietaria de la tienda de kimonos, acostada a la izquierda de Gin. Más allá, había una mujer artrítica de unos cincuenta años. La habitación medía poco más de dieciséis metros cuadrados, y parecía redondeada y clara a la luz de la lámpara. De repente, Kayo se preguntó qué hacían ella y su hija en aquel extraño lugar.
Gin consiguió comerse un tazón de gachas de arroz. Acostada, contemplaba cómo la sombra de su madre se alargaba y al momento empequeñecía sobre la puerta corredera de madera al pasearse por la habitación.
—Aquí tienes tu medicación. —Kayo le dio a Gin un polvo grisáceo envuelto en papel blanco—: Se supone que esto es medicina occidental.
El polvo era inodoro, justo al contrario que la medicina herbal de color negro y olor a quemado a la que Gin estaba acostumbrada.
—Venga.
A instancias de su madre, Gin se lo tomó de un trago, y un sabor amargo le inundó la boca. Pero el polvo se disolvió y desapareció al momento.
—¿Qué tal?
Gin inclinó la cabeza hacia un lado mientras pensaba en la pregunta de Kayo. El dejo de amargura en la boca le hizo pensar que aquella extraña materia le recorría todo el cuerpo. Gin se sintió como si finalmente la oleada de occidentalización que había inundado la capital hubiera empezado a penetrar también en su propio ser.