CAPÍTULO 3

Gin se pasaba los días en su espaciosa habitación de tatami. La mayor parte del tiempo permanecía en cama, salvo cuando se encontraba bien, que se levantaba y se sentaba encima de la ropa de cama. Desde la habitación miraba por los enormes ventanales que había al otro lado del pasillo y veía el jardín. Había farolillos y un estanque con un palmeral en la orilla. Gin había jugado allí de niña y conocía hasta el último rincón. Podía cerrar los ojos y recitar el nombre de cada árbol y arbusto, y dónde estaba plantado cada uno.

Ahora mismo, de casa de los Inamura sólo recordaba la distribución del jardín. Era parecido a éste, y en la casa había una habitación donde se podía sentar a contemplarlo. Gin estaba segura de que había pasado más tiempo mirando el jardín que cualquier otra cosa del interior de aquella casa.

Ya con sus padres, Gin dedicaba las horas de vigilia a la lectura. En el estudio de la familia había cuantos libros podía leer. Cuando su padre gozaba de buena salud, pasaba allí gran parte del tiempo; pero ahora ya casi nadie usaba aquel espacio. Gin lo tenía todo para ella sola. Sin embargo, a veces la aterrorizaba pensar que alguien pudiera estar observándola. Entonces recordaba que se encontraba en casa, lejos de su suegra, Sei.

El doctor Mannen Matsumoto recorría cierta distancia a caballo hasta casa de los Ogino los días cinco, quince y veinticinco de cada mes para dar clases al hermano de Gin, Yasuhei, y varios amigos suyos de la zona. Una noche la brisa arrastró a la habitación de Gin la voz de Mannen, que leía en alto. Ella no alcanzaba a entender aquellas palabras, por lo que pensó que se trataría de algún libro que no había leído. De niña, Gin se sentaba detrás de sus hermanos para escuchar la lección. Ahora hubiera querido hacer lo mismo, pero Mannen conocía el secreto de su enfermedad, y a ella le daba demasiada vergüenza pedirle que le volviera a dar clases.

Cuando la lectura terminó, Mannen pasó a ver a Gin.

—¿Cómo estás? —Gin le relató los síntomas de los diez últimos días. Mannen escuchó, recetó un nuevo medicamento, y luego sus ojos se posaron en el libro que ella había estado leyendo—: Leer libros complicados como éste debe de resultarte agotador.

—Leo sólo a ratos, cuando me aburro.

—¿Ah, sí? No hace mucho escribí un libro. Ya te traeré un ejemplar.

—¿Cómo se titula?

Bunsai zassho. Es un libro sobre mis impresiones de la vida en el campo.

—¡Me encantaría leerlo! —Mientras hablaban, Gin olvidó que Mannen era su médico. Él volvía a ser su profesor; y ella, una niña.

—¿Sabes? No deberías pasar tanto tiempo encerrada en esta habitación. ¿Por qué no sales a dar un paseo cuando te encuentras bien?

—Lo haré, gracias —respondió Gin, pero lo cierto es que no le apetecía salir de casa. Había diez criados sólo para atender la casa. Si se aventuraba a salir, se toparía con los campesinos arrendatarios y vecinos, e incluso con visitas de Tokio. En casa ningún familiar preguntaba por qué Gin estaba allí, sólo los criados; y la madre les había dicho que se recuperaba de una enfermedad. Todos la saludaban en silencio si se cruzaban con ella en el pasillo; nadie le preguntaba por su salud o su estado de ánimo, ni por los Inamura.

Los criados la seguían discretamente con la mirada. Era lo más considerado que podían hacer por una mujer que había abandonado el hogar de su marido. Gin les estaba agradecida por su amabilidad, aunque también resultaba abrumadora. Los vecinos, por su parte, seguían buscando alguna señal contundente que les dijera por qué había vuelto a casa. Se comportaban como si en el fondo sólo quisieran lo mejor para ella, pero Gin sabía lo curiosos que eran. ¿Qué dirían si descubrieran que una mujer estéril con gonorrea había regresado al hogar familiar y hacía lo que quería? Ni siquiera la obstinada Gin estaba preparada para salir ahí y hacerles frente.

—Debes de estar aburrida, pero la gente habla. Seguramente haces bien en quedarte en casa de momento. —Mannen miraba con cariño a Gin, sentada junto a él—. Reconozco que no me importa tener cerca a una joven tan lista. —Sonrió—. El malhumor puede ser veneno. Deberías plantearte retomar tus estudios.

—¡Sería estupendo! —En esos momentos, el saber, era lo único que a Gin le levantaba la moral.

—No tardarás en recuperarte. Entonces podremos volver a las clases. —Mannen sabía mejor que nadie el tiempo que llevaría tratar a Gin hasta su total recuperación. Ella estaba segura de que el médico sólo intentaba animarla, pero se lo agradecía de todas formas.

—Creo que enviaré a Ogie para que te vea. Sigue siendo tan cabezota como siempre. Soltera. Creo que las dos os llevaríais bien. —Ogie era la hija de Mannen, con la que Gin había coincidido en varias ocasiones. Era ocho años mayor, y a veces daba clases a los alumnos de Mannen cuando su padre estaba fuera. Naturalmente, su padre le había enseñado todo lo que sabía, y a los diez años ya había leído las Analectas de Confucio—. Es como tú: ahí sola en el campo.

Mientras que una mujer culta era objeto de pavor y respeto, Ogie sabía que a ella la gente la tachaba de excéntrica a sus espaldas. Además, seguía soltera ya pasados los veinticinco, así que era casi seguro que ya nunca se casaría.

—Me ha preguntado por ti.

—Tengo muchas ganas de verla.

Ogie mantenía siempre una expresión seria, pero puede que ésa fuera su manera de hacerse respetar como mujer intelectual.

—Haré que ella te traiga los medicamentos.

—Por favor, no quiero causarle problemas.

—No te preocupes; si eso hace que ambas os sintáis mejor, para mí será como matar dos pájaros de un tiro. —Dicho esto, Mannen fue a informar al padre de Gin de su decisión antes de abandonar el hogar de los Ogino.

Llegó el verano. Cada día las cigarras amanecían en los parasoles chinos con su enérgico chirrido y daban una serenata a los humanos más madrugadores cuando éstos empezaban a trajinar.

Gin seguía despertando cada mañana temiendo llegar tarde a sus labores. Una voz en su interior le avisaba insistentemente que debía estar levantada antes que su suegra y salir corriendo por la puerta de la cocina para lavarse la cara. Sin embargo, mientras aquella voz la atosigaba, su cuerpo se sentía demasiado pesado para obedecer.

Cuando Gin abría los ojos y miraba sobresaltada a su alrededor, veía el sol que asomaba por las rendijas de las contrapuertas cerradas cada noche y una delgada franja de sol que se le extendía desde los hombros hasta los pies. Entonces recordaba que, en casa de los Inamura, la luz del sol entraba formando un ángulo diferente. Al final, caía en la cuenta de que estaba en Tawarase y no tenía por qué levantarse temprano. Gin sintió que una oleada de alivio recorría todo su cuerpo y respiró hondo.

Desde que había vuelto a casa, Gin había empezado a ganar algo de peso. El triángulo invertido de su rostro recuperaba lentamente la forma ovalada. Su enfermedad no remitía y ella seguía sin tener mucho apetito; así que aquel aspecto mejorado seguramente se debía a lo cómoda que se encontraba en el hogar de su infancia.

Después de la cena, la criada, Kane, llenaba una palangana con agua templada que llevaba al cuarto de Gin:

—¿Te humedezco una toalla?

—Ya lo hago yo. —Gin dejó su libro a un lado. La blanca media luna había empezado a brillar en el cielo mortecino.

—Veo que estás mucho mejor —dijo Kane.

—¿Tú crees? —Gin debía admitir que su reflejo en el espejo mejoraba cada mañana. La piel fláccida y sin brillo de la cara se iba reafirmando poco a poco.

—El agua de Tawarase debe de sentarte mejor. —Kane había cuidado de Gin cuando era pequeña, y siempre la había adorado—. ¿Por qué no te quedas?

—¿Qué?

—Creo que sería lo mejor para ti. —Kane rió ligeramente, y Gin se preguntó cuánto sabría ella.

Gin se incorporó, empapó la toalla en la palangana y la escurrió. Como aún tenía fiebre, no podía bañarse; pero, si se encontraba lo bastante bien, se limpiaba con una toalla. Cuando había humedad en el ambiente, tenía que hacerlo al menos una vez al día para enjugarse el sudor. También oreaba la ropa de cama cada cinco días para evitar que la habitación se cargara y resultara poco acogedora.

Se sentaba tras un biombo para asearse. Su madre la ayudaba siempre que tenía tiempo. «Deja que hoy lo haga yo», decía. Kayo limpiaba el cuerpo de Gin a conciencia pero con delicadeza. Gin ya se había bañado antes con su suegra, y Sei incluso le había frotado la espalda; sin embargo, no tenía nada que ver lo uno con lo otro. Cuando Kayo aseaba a su hija, de vez en cuando dejaba de mover las manos, y entonces Gin se angustiaba al preguntarse en qué pensaría su madre. Después, Kayo iba a tirar el agua sucia mientras ella se metía en cama. Siempre había procurado agradecer a su suegra cualquier pequeño favor; en cambio, con su propia madre, ese mismo trato correcto habría resultado de lo más inoportuno.

Un día, ya era de noche para cuando Kayo había terminado. Los insectos nocturnos chirriaban, y la luna brillaba cada vez más. Kayo encendió una lámpara y se puso a doblar la ropa interior que Gin se había cambiado. Luego empezó a hablar, casi como si acabara de recordar algo:

—Mañana voy a ver a los Inamura.

Gin levantó la cabeza, sobresaltada al oír el nombre de su familia política. Nadie lo había mencionado desde su regreso a casa.

—¿Me equivoco si doy por sentado que no tienes intención de regresar? —Gin guardó silencio—. No podemos dejar las cosas como están.

Gin bajó la cabeza. Claro que no tenía intención de regresar a Kawakami, pero antes quería saber qué pensaba su madre al respecto. Estaba segura de que el deseo de su madre era que volviera con su esposo.

—¿Qué quieres que haga, madre?

—Te estoy preguntando qué quieres tú. Yo no soy la que se tiene que marchar, sino tú.

Gin se acobardó ante la mirada de su madre.

—Todo depende de ti. —Kayo hablaba con determinación.

—Pero…

—No te preocupes por lo que digan los vecinos. Los rumores me traen sin cuidado. Yo quiero saber lo que piensas tú.

Gin estaba a punto de hablar, cuando recordó a su padre.

Kayo parecía leerle el pensamiento:

—Ya me encargo yo de tu padre y el resto de la casa. —Kayo era totalmente sincera con su hija. Se sentía responsable de lo ocurrido y ésta era la única manera que tenía de expresarlo. No le estaba dando a Gin un trato especial sólo porque estuviera enferma. El matrimonio que Kayo, Ayasaburo y los casamenteros habían concertado sólo había perjudicado a Gin, y Kayo se sentía obligada a dejar que su hija decidiera con total libertad.

—¿Qué decisión has tomado? —insistió Kayo.

—Deja… que me quede aquí…, por favor.

—Entonces ¿no vas a volver con los Inamura?

Gin miró a su madre a los ojos y contestó con determinación:

—No.

—Dentro de tres días, tu casamentero vendrá con algún Inamura. Les pediremos el divorcio.

—¿Divorcio? —A Gin la abochornó tener que usar el término y hablar de ello abiertamente con su madre.

—Si la petición la hacemos nosotros, los Inamura no pondrán ningún reparo. ¿Tú estás de acuerdo? —Gin volvió a guardar silencio—. ¿Quieres seguir adelante con la separación?

Gin volvió a titubear, presa del temor más que de la incertidumbre.

—¿Quieres? —insistió Kayo.

—Sí. —Gin cerró los ojos y asintió con la cabeza.

—Entonces voy a decírselo a tu padre. —Kayo se puso en pie sin hacer ruido y salió de la habitación.

A solas en su cuarto, Gin contemplaba por primera vez la idea del divorcio. Intentó pronunciar la palabra para sus adentros, pero aún no creía que aquello le estuviera ocurriendo a ella. Pasó los días siguientes en un estado de ansiedad. Esperar el anhelado y temido divorcio fue una agonía.

—Hemos iniciado los trámites formales de divorcio —le anunció Kayo la noche del tercer día. A Gin aún le parecía estar hablando de otra persona. Miró fijamente la claridad del crepúsculo estival que se filtraba a través del papel en las puertas correderas del shoji[2], consciente de que su vida estaba dando un giro importante.

Diez soles después, un caluroso día de verano, las pertenencias de Gin llegaron a Tawarase. Oía voces apresuradas y el relinchar de caballos. Intentó adivinar quién de los Inamura había venido, pero no reconoció ninguna de las voces.

—Lo dejaremos todo aquí. Ya lo repasaremos más tarde, y lo que no necesites lo guardaremos en el cuarto de al lado. —Kayo dirigía a dos hombres que trabajaban para los Ogino mientras acarreaban las cosas de Gin. Lo trajeron todo menos sus utensilios de cocina. Gin se incorporó y vio que su habitación empezaba a llenarse con arcones, cómodas y tocador.

—Ya echaremos luego un vistazo a la ropa. No hay prisa —dijo Kayo, y volvió a salir de la habitación. Gin la oyó hablar con alguien, pero no captó la voz de la aquella persona. Esperaba que algún Inamura viniera a verla o que su madre la llamara para que fuera ella allí, pero el bullicio exterior cesó sin que nadie más entrara en su cuarto. Al parecer, ni Kanichiro ni Sei habían hecho el viaje.

Gin echó un vistazo a la habitación, ahora atestada de muebles. Se preguntaba si pasaría el resto de su vida en el cuarto rodeada de todo aquello, como arrinconada.

Eran más de las nueve cuando Kayo acabó de darse un baño y vino a ver a su hija. Gin ya había repasado casi toda la ropa.

—Puedes guardar la de invierno en una caja —dijo Kayo, al tiempo que le entregaba una. Había kimonos que Gin jamás se había puesto, que habían llegado tal y como se habían ido, tras haber hecho un sencillo viaje de ida y vuelta de Tawarase a Kawakami. Se preguntaba si algún día tendría oportunidad de ponérselos. Los tejidos de frágil crepé de seda e ichiraku con estampados de vivos colores sólo se llevaban durante cinco o seis años. Gin estaba segura de que nunca vestiría semejantes galas. Sentía tanta lástima de los kimonos como de sí misma.

—Los Inamura nos dijeron lo que cuentan a la gente. —Kayo hablaba mientras doblaba un bajo kimono. Gin se llevó la mano al cabello y se volvió para mirar a su madre—: Os divorciáis porque tú eres delicada y estéril. Eso hemos acordado. De momento, servirá. Lo entiendes, ¿verdad?

Gin sabía que no importaba cómo se sintiera ella. Todo estaba decidido.

—Ellos también tienen que guardar las apariencias, estoy segura —prosiguió Kayo, indicando abiertamente que las apariencias eran algo que la familia Ogino debía considerar—. En fin, todo sea por una buena causa.

Gin tenía que reconocer que era delicada. Su enfermedad le había impedido cumplir sus obligaciones como esposa y como nuera. Pero, para empezar, la enfermedad no era suya; su marido se la había contagiado. Gin era la víctima. Decir que ella «se encontraba mal» desdibujaba la realidad de la situación. Y suponía que quien hubiera visto lo débil y delgada que había llegado a estar sería fácil de convencer. Debía admitirlo: los Inamura habían dado con una buena excusa para el divorcio.

Sin embargo, a Gin le dolía ser tildada de estéril. Recordaba haber leído en un libro sobre el comportamiento femenino titulado Women’s Great Learning [El gran aprendizaje de las mujeres] la frase: «Una mujer estéril debe abandonar el hogar de su marido.» En aquellos tiempos, la etiqueta «infecunda» era motivo habitual de divorcio. Pero se trataba de una etiqueta insultante, que negaba a la mujer cualquier otro valor que no fuera el de engendrar hijos. Gin se preguntaba si realmente era infecunda. Aquel libro incluso situaba en tres años el límite para tener descendencia. Cuanto más lo pensaba, más nerviosa se ponía. Su marido no sólo le había robado la salud, sino también la feminidad. Ya nunca sería una mujer completa a ojos de la sociedad.

—Bueno, al menos se disculparon. —Kayo retomó la palabra. A Gin eso no le sirvió de consuelo. A los hombres les bastaba con disculparse. ¿Y qué se suponía que debían hacer las mujeres? ¿Decir que eran cosas del destino y resignarse?

—Madre. —Gin habló con voz resuelta—: Madre, yo nunca…

—Sé lo que quieres decir, y lo entiendo. Pero lo hecho, hecho está, y ésta es la única manera de arreglarlo.

«Así que todo es cuestión de honor, ¿verdad?», pensó Gin.

—Esto es algo que hacen los hombres. Y me consta que él no se lo permite más de lo normal.

—Pero…

—Es el hijo de una familia rica. A nadie le extraña que alguna vez fuera a Kumagaya a divertirse. Estoy segura de que no sabía que tenía esa enfermedad.

—Pero eso no significa… —Gin quería argumentar que no porque él le hubiera contagiado una enfermedad incurable se tenía que resignar. Gin había olido a otras mujeres en Kanichiro. Jamás se lo perdonaría.

—Lástima que esto te haya ocurrido a ti. Como madre que soy, lo siento.

—¡Madre! —Gin no había hablado con la intención de hacer que su madre dijera algo así.

—Tú sólo finge que ha sido una pesadilla, y procura olvidarlo lo antes posible.

Como cualquier chica de dieciséis años, Gin había soñado con su futuro esposo. Tres años antes, cuando viajaba río arriba rumbo a su nuevo hogar, aquel sueño se había hecho realidad. Le entristecía abandonar a su madre, pero tenía todas las esperanzas puestas en su nueva vida. Ahora Gin recordaba a aquella chica con desprecio e incredulidad. ¡Qué ingenua había sido! ¡Qué tonta!

—Venga, es hora de acostarse. —A instancias de Kayo, Gin se metió en cama y se tapó la cara con el edredón—. Olvida todo este asunto y ponte a dormir.

Cuando su madre se marchó, Gin lloró durante un buen rato. No lo pudo evitar, aunque aquellas lágrimas no fueran de tristeza. La habitación estaba cargada debido al bochorno estival. Veía que una luz tenue se filtraba por el shoji desde el cielo nocturno. Gin miró hacia la luz tenue y pensó en lo injusto que era que las mujeres llevaran siempre las de perder en situaciones como aquélla.