CAPÍTULO 14

En otoño de 1886 también tuvo lugar otro importante avance para las mujeres japonesas en general, y para Ginko en particular: el establecimiento en Japón de la Unión Cristiana Femenina de la Templanza (JWCTU). Fue una de las pioneras de acción social femenina en Japón. La carismática líder del grupo era Kajiko Yajima, natural de Kumamoto, que cinco años antes, en 1881, también fue una de las primeras educadoras femeninas de Japón en crear una escuela cristiana para mujeres en Kojimachi, Tokio, junto con Maria T. True.

La Unión Cristiana Femenina de la Templanza se fundó por primera vez en Ohio, Estados Unidos, en 1872. En 1884, después de que Frances Willard fuera elegido presidente, el grupo empezó a exportar su organización al extranjero, y tuvo una importante influencia en el movimiento feminista japonés. En 1887, Frances Willard visitó Japón, acontecimiento que causó gran revuelo y atrajo más atención a las actividades de la JWCTU.

Ginko fue uno de los miembros fundadores de la JWCTU, y se hizo cargo de Modales y Morales. El primer orden del día fue decidir qué asuntos sociales tratar. Yajima empezó con una proclama:

—En primer lugar, declaremos que nuestro principal objetivo es establecer una sociedad libre de conflictos. —No hubo objeción por parte de las allí reunidas, así que continuó—: El alcohol es la gran manzana de la discordia en nuestra sociedad. Propongo que empecemos a trabajar para prohibir el alcohol.

La guerra chino-japonesa quedaba a ocho años vista y aún no representaba ninguna amenaza. El alcohol que los hombres consumían era, con mucho, la mayor fuente de males para las mujeres y de problemas para la sociedad.

Una de las presentes declaró su postura:

—Cuando hablas de prohibir el alcohol, ¿te refieres a que cada gota es inadmisible, o a que se permitirá cierta cantidad?

—Sin duda, lo ideal sería la completa prohibición del alcohol. Pero, como no resultará fácil conseguirlo, al menos de momento, deberíamos empezar haciéndolo ilegal para menores, mujeres y alcohólicos. —Eso era exactamente lo que esperaban las demás mujeres, y no hubo objeciones.

—Bueno, entonces —dijo Yajima— zanjado. Los principales objetivos de la Unión Cristiana Femenina serán la paz y la prohibición de alcohol. Analicemos los pasos que tendremos que dar para lograrlo.

—Hay otra cuestión que quisiera que la organización considerara. —Una mujer menuda que había a la derecha de la mesa se puso en pie. Era Ginko—: Yo creo que la raíz del problema en esta sociedad es la existencia de burdeles y prostitutas. Los hombres limitan la libertad de las mujeres y las usan como juguetes sexuales. Los seres humanos no deberían hacerse esto los unos a los otros. —La voz de Ginko se dejó oír con claridad en toda la sala de reuniones—: Las prostitutas son la fuente de enfermedades sociales. Los hombres se contagian y luego contagian a sus inocentes mujeres e hijos. Incontables mujeres sufren por eso. ¿Cómo podemos ignorarlo cuando conocemos la causa de estas terribles enfermedades? Pienso que la primera tarea de la organización debería ser erradicar la prostitución. —Ginko era mucho más joven que el resto de mujeres, pero hablaba con firme convicción—: ¿Podemos añadirlo a los demás objetivos fundamentales?

Viniendo de una doctora, la petición de Ginko fue convincente. Por supuesto, ninguna de las allí presentes sabía que también hablaba por experiencia propia. Aceptaron unánimemente su propuesta, y en adelante los objetivos de la JWCTU fueron: «Paz, abolición del alcohol y erradicación de la prostitución».

La JWCTU viajó por todo el país para reunirse con las mujeres, reclutar a nuevos miembros y buscar apoyo para luchar por estas causas. Al principio, dieron discursos en iglesias, pero acabaron trasladando sus arengas a la calle, que compartieron con el Ejército de Salvación. Siempre que Ginko tenía algún hueco, se dirigía a iglesias y estrechos callejones, cualquier lugar donde hubiera mujeres reunidas, para promover los tres pilares de la JWCTU.

En octubre de 1887, al año de establecida la Unión Cristiana Femenina, una mujer fue a buscar refugio en la iglesia de Hongo. Parecía una prostituta, a juzgar por su peinado elaborado y su kimono de colores brillantes, ambas cosas considerablemente desaliñadas; sin embargo no debía de contar más de dieciséis o diecisiete años.

—Vengo porque he oído decir que hay gente aquí que puede ayudarme —dijo, mirando con nerviosismo al interior de la iglesia. La chica explicó que había nacido en Kawagoe y que el año anterior la habían vendido a un burdel de Fukaya, pero que odiaba el trabajo que le exigían que hiciera y había decidido huir. Ginko se dirigió inmediatamente a Kajiko Yajima y los demás miembros de la JWCTU para discutir cómo debían hacer frente a la situación.

La joven había arriesgado la vida para abandonar el prostíbulo. Durante el período Edo, una mujer habría sido arrastrada de vuelta nada más ser encontrada, y que viviera o muriera se dejaba a criterio del propietario. Cualquiera que intentara proteger o ayudar a la mujer en cuestión también sufriría represalias. Por suerte, las cosas habían mejorado gracias a la ilustración cultural de la era Meiji, aunque nadie ponía en duda que aquella chica tendría problemas si fuera descubierta y devuelta al burdel.

—Debemos protegerla a toda costa. Si no lo conseguimos, nuestra organización será el hazmerreír. Nadie nos volverá a creer capaces de nada. —Al hablar, Ginko gesticuló con sentimiento. Kajiko Yajima y las demás asintieron todas con la cabeza; pero también se percataron de que, en este caso, no bastaría con unas pocas palabras valientes y el fervor del momento.

—No podemos dejarla en la iglesia. —La joven sólo tenía la ropa que llevaba puesta.

—Esconderla puede ser peligroso.

—¿Y si llamamos a la policía?

—La tratarían como a una delincuente. ¿A quién podemos confiar su seguridad?

—No podemos devolverla a los padres que la vendieron a un burdel.

—Yo me la llevaré. —Ginko había escuchado a las demás en silencio, y ahora se manifestaba—: Tengo espacio para ella, y puede trabajar en la clínica…

—Pero…

—Puede quedarse conmigo hasta que todo vuelva a la normalidad. De momento, yo la esconderé.

Y así se decidió. Sin embargo, pronto llegó el peligro. Cinco días después, tres hombres de mal aspecto se presentaron en la clínica de Ginko. Tenían un brillo de perspicacia en la mirada y cicatrices en las mejillas, y hablaban con brusquedad. Bastaba una mirada para saber que eran del burdel.

—No intente detenernos, no servirá de nada —dijo el más corpulento, remangándose para dejar al descubierto el tatuaje de un dragón. Sin duda, aquellos hombres sabían que la chica estaba al cuidado de Ginko—. ¿Dónde se esconde? Tráiganosla. ¡Ya!

Caía la tarde y las pocas pacientes que quedaban en la sala de espera corrieron a la consulta, así que Ginko se quedó sola con aquellos visitantes no deseados. Las enfermeras y el resto del personal se agruparon en la habitación contigua, a la espera de ver qué pasaba.

—¿Es usted la presidenta de la Unión Femenina, o como se llame?

—No, yo soy la encargada de Modales y Morales.

—¡Menuda cara! Son ustedes las que hablan de no beber y dejar a las mujeres a su aire, ¿verdad? ¡Malditas idiotas! Espero que sepan lo que están pidiendo a gritos por esconder a esa chica. —Uno de los hombres puso el pie, aún calzado con una asquerosa sandalia, en el suelo de la clínica—. Si no nos la entrega, tendremos que entrar a buscarla nosotros mismos.

—Ésta es mi casa, y si entran sin mi permiso me las pagarán. —Ginko se arrodilló en el suelo mirándolos a los tres. Estaba acostumbrada a hombres sin respeto por las mujeres, gracias a sus años en la Escuela de Medicina de Kojuin, y no iba a aprender ahora la retirada. No obstante, esta vez trataba con criminales carentes de respeto por la vida.

—Quiere hundirnos el negocio, ¿verdad?

—¡Por supuesto!

—La compramos. Es nuestra. No parece gustarle lo que eso significa.

—Lo que ustedes hacen no está bien. No hay negocio decente que implique la trata de mujeres.

—¡Nuestro negocio es de los más viejos que hay! No va contra la ley.

—Es ilegal comprar y vender seres humanos desde la era Edo.

—Podemos demostrar que es nuestra.

—Es ilegal vender mujeres a burdeles desde 1872.

Los hombres no podían competir con Ginko en oratoria:

—Si no nos la entrega, ¡destrozaremos este lugar hasta encontrarla!

—Adelante, atrévanse. —Ginko estaba poniendo su vida en peligro. No apartó los ojos de aquellos hombres. Sus pacientes, sabedoras de que no iban a ser examinadas, habían huido por la puerta de atrás, y en la calle se corrió la voz de que había un enfrentamiento en la Clínica Ogino. La verja exterior estaba atestada de vecinos que habían venido corriendo a ver de qué se trataba. Con tantos testigos, ahora los intrusos estaban en clara desventaja.

—¡Entréguenosla! —gritaron, aunque Ginko ni se inmutó. Los hombres sabían que se enfrentaban a una doctora, pilar de la comunidad, y no querían tener problemas con la policía. Sin duda, alguien les había dicho que sólo la amenazaran, pero de poco servía—. ¡Dese prisa! —Empezaban a perder la paciencia—. Le romperemos los brazos y las piernas —masculló uno de los hombres, e hizo el amago de entrar en la clínica.

—Antes prefiero que me corten brazos y piernas —contestó Ginko con calma.

Los hombres se miraron los unos a los otros con inquietud. La mujer médico empezaba a asustarlos y, en el exterior, la multitud crecía a cada minuto. No les convendría quedarse más tiempo.

—¡La próxima vez no seremos tan amables! —la amenazaron. Luego escupieron con rabia en el suelo y se marcharon.

El peligro inminente había pasado, pero saltaba a la vista que sería peligroso esconder allí a la chica por más tiempo. Ginko lo consultó con Kajiko Yajima, y decidieron pedir a la policía que la devolviera a su pueblo natal, Aunque aquel asunto había estado a punto de tener consecuencias desastrosas para Ginko, dio publicidad al JWCTU. Incluso líderes masculinos de opinión, que antes habían dado poca credibilidad a las campañas, las elogiaban por sus actos de valentía.

Los hombres del burdel, sin duda humillados por su derrota, volvieron para acosar a Ginko dejándole un barril de lodo a la entrada de la Clínica Ogino; sin embargo, ésa fue la última vez que Ginko tuvo noticias suyas.

El movimiento para abolir la prostitución llamó aún más la atención al año siguiente, cuando el barrio chino de Yoshiwara quedó arrasado por el fuego. Ginko vio las llamas desde la clínica y comentó alegremente que eso facilitaría mucho el trabajo a la JWCTU. Como había predicho, también otros grupos feministas y líderes sociales se opusieron a la reconstrucción del distrito Yoshiwara. Su movimiento recibió más apoyo.

Cuando las actividades de la JWCTU empezaron a tomar forma y ampliar su campo de acción, Ginko se aseguró de asistir a todas las asambleas sin importar lo ocupada que estuviera en horas de clínica y visitas a domicilio. De hecho, cuanto más ocupada estaba, mejor se sentía. Y, por si aquello fuera poco, no tardó en ser recomendada para el puesto de secretaria de la Asociación Sanitaria de Mujeres de Japón.

—Tiene que haber alguien más capacitado para el puesto —dijo Ginko con recato; pero, en realidad, no había nadie más capacitado que ella, nadie conocía mejor que ella la salud de la mujer. Pese a sus objeciones, Ginko esperaba ansiosa el nombramiento. Aun consciente de rebasar con ello sus propios límites, sabía que era la mejor candidata.

Sin embargo, éste no fue el último cargo que le ofrecieron. Al año siguiente, en 1889, le pidieron que impartiera salud y fisiología en la Escuela Femenina de Meiji y que también ejerciera como médico en la escuela. Urgía impartir estas asignaturas a mujeres y lo lógico era tener una mujer médico en una escuela femenina, así que Ginko aceptó ambas propuestas.

Le gustara o no, Ginko estaba ahora a la vanguardia de la sociedad, vivía y trabajaba en el punto de mira.

En febrero del mismo año se decretó la esperada Constitución del Imperio de Japón. Entre otras cosas, esto preveía la creación de una Dieta Imperial, elegida por votación popular, y por primera vez ofrecía una simbólica participación pública en el gobierno. Con motivo de la ocasión, el gobierno declaró amnistía para los presos políticos, incluidos algunos del Movimiento por la Libertad y los Derechos Humanos, una forma inteligente de ganarse la simpatía de la población en general y obtener apoyo para el nuevo gobierno. Un informe publicado en el periódico Tokyo Nichi-Nichi describía a multitud de personas de todas las edades con banderas ante el Palacio del Emperador, que empujaban carrozas y aclamaban: «¡Banzai! ¡Banzai!»[19] el día en que se anunció la constitución.

La constitución fue el último paso que legitimó al gobierno Meiji como un estado moderno, y la primera Dieta Imperial tuvo lugar al año siguiente, en noviembre de 1890. No obstante, pronto quedó claro que el país seguía estando regentado por las facciones burócratas de antes. El gobierno era constitucional sólo en teoría. La ley prevista para los funcionarios elegidos por el pueblo no concedía a las mujeres el derecho a votar, y además quebrantaba de manera arbitraria la libertad de expresión política por parte de las mujeres. La mayoría de la población lo consideraba algo normal. Ni siquiera el Movimiento por la Libertad y los Derechos Humanos puso muchos reparos. Las únicas voces discrepantes fueron las de las propias mujeres, aun así, muy pocas y no muy ruidosas.

Sin embargo, durante los preparativos para la esperada Dieta Imperial, entró en vigor una nueva ley que prohibía expresamente a las mujeres presenciar siquiera las sesiones de la Dieta. Ginko ya estaba indignada porque a las mujeres no se les concedía el derecho a voto y, cuando descubrió que se había aprobado esta nueva ley, acudió enseguida al Ministerio de Justicia para pedir explicaciones. Pero el ministerio se limitó a confirmarle que las mujeres no podían presenciar las actas de la Dieta.

Entonces Ginko fue a ver a Kajiko Yajima y convocó una reunión de líderes de la Unión Cristiana Femenina para ponerlas al corriente de lo que había descubierto:

—Todos los hombres pueden asistir, sean profesores o estudiantes, mozos de cuadra, viejos vendedores ambulantes o jornaleros. A ninguno de ellos se lo impedirán. Las únicas excepciones son los hombres que vayan borrachos o armados. A las mujeres sólo se nos excluye por razón de género. Lógicamente, esto significa que ninguna mujer es mejor que un borracho o un matón armado.

Ginko prosiguió:

—Las mujeres no podemos votar, y ahora incluso se nos priva del derecho a presenciar actas. Nunca hemos tenido voz en el gobierno, y ahora se nos niega la oportunidad de saber lo que el gobierno hace. La lucha de la mujer por cultivar el estudio académico y el conocimiento carece ya de sentido.

Ginko se había resignado a la denegación del sufragio femenino aunque sólo fuera porque era perfectamente consciente del bajo nivel de formación de las mujeres. No obstante, negarles el derecho a presenciar las actas de la Dieta era el colmo. Estaba segura de que eso acabaría saboteando el entusiasmo que las mujeres mostraban por aprender.

—Creo que la JWCTU debería tomar medidas al respecto —concluyó. No correspondía a Ginko, como encargada de Modales y Morales, poner en marcha la acción social, aunque todas sabían que ella había sufrido más que nadie discriminación a la mujer—. Propongo que se solicite directamente una petición al gobierno.

El grupo, que se mostró de acuerdo, decidió contactar con el principal partido del gobierno, el Taiseikai (Gran Asociación para el Triunfo), y solicitar la derogación de la nueva ley. Kajiko Yajima usó las opiniones de Ginko y las demás mujeres para redactar el borrador de la petición, firmado por veintiuna mujeres, incluidas las propias Kajiko Yajima y Ginko. Fue aceptada, y se ganaron el derecho de las mujeres a presenciar las actas de la Dieta. No sólo Ginko logró su objetivo, sino que aquélla fue la primera acción política satisfactoria llevada a cabo en Japón por un colectivo de mujeres.

Ginko fue ganando popularidad entre las clases intelectuales como la primera doctora y entusiasta cristiana japonesa. Por otra parte, a la Clínica Ogino no le iba tan bien. Cuando se trasladó a sus nuevas dependencias, la afluencia de pacientes parecía no tener fin; sin embargo luego la cifra se estancó rápidamente.

—He oído a la gente decir que no confía en una mujer médico. Pero ¿cómo pueden ser tan ignorantes? No me salieron las palabras de lo disgustada que estaba. —La enfermera Moto había vuelto de hacer la compra hecha una furia.

Con la vista clavada en la Biblia, Ginko se limitó a sonreír ante su indignación:

—No importa. Sólo hemos perdido a un paciente o dos porque encontraron otro lugar que les parecía más conveniente.

—¿Qué vamos a hacer con una doctora así? —vociferó la enfermera Moto en respuesta.

Ginko habló sin maldad ni pesar. Ya no le interesaba discutir sobre pacientes ni ampliar la clínica. Tenía cosas más importantes en la cabeza.

Desde que la clínica se había trasladado, siempre había dos o tres estudiantes de medicina que vivían, comían y asistían a clase allí mismo a cambio de ayudar con el trabajo. Sustituían a Ginko siempre que ella se ausentaba: rellenaban historias clínicas y prescribían medicamentos. Ginko inspeccionaba meticulosamente todos los informes cuando volvía a casa, corrigiéndoles la ortografía y anotando las dudas que tenía sobre medicamentos prescritos.

—¿Y por qué has diagnosticado rubéola a este paciente?

—Fiebre, mucosidad y ojos llorosos.

—¿Le examinaste las membranas bucales?

—Esto…

—No lo hiciste. Ya. Entonces no puedes diagnosticarle rubéola. Has olvidado lo más importante. —Ginko era implacable. Tachó lo que había escrito en el historial—. Deja que yo vea al paciente si vuelve mañana. —Dicho esto, volvía a su despacho. Nunca regañaba a las estudiantes o las reprendía para que estudiaran más. Su trato con ellas era bastante frío, y siempre les devolvía los historiales llenos de correcciones.

—Es así con todo el mundo —decía la enfermera Moto con voz tranquilizadora, ocultando de esta manera su enfado con Ginko. Pensaba que la doctora debería darles una buena reprimenda o animarlas para que se esforzaran un poco más.

Ginko, sin embargo, tenía sus propias ideas:

—Si quieres estudiar, no puedes fiarte de la gente que te anima o pasa por alto tus errores. Lo haces para tu propia mejora. —Eso era precisamente lo que Ginko había hecho. El que hubiera trabajado más que nadie hacía que los errores de otros le resultaran más difíciles de tolerar. Al igual que muchos genios, no soportaba tratar cuestiones en detalle, porque sabía que la ignorancia de la persona con la que hablaba la sacaría de sus casillas.

Todo habría sido más fácil para las mujeres que trabajaban para ella si Ginko se hubiera limitado a cuestiones académicas; pero, por las tardes, también daba clase de labores y arreglo floral a enfermeras y criadas. Sus esfuerzos le suponían una fuente de gran decepción.

—¡Ya te lo he explicado! —Ginko odiaba tener que repetirse. No es que sus alumnas fueran lentas, para empezar ni siquiera se sentaban como era debido. Por aquel entonces, las sillas eran algo casi insólito. A los hombres se les permitía sentarse de piernas cruzadas en situaciones menos formales, pero las mujeres debían arrodillarse con las piernas bien recogidas por detrás. El hecho de que sobresalieran, aunque sólo fuera un poco por el lateral, se consideraba una falta de respeto.

—¡Esas Piernas! —gritaba, y azotaba a una enfermera con la regla. Sus pacientes jamás habrían imaginado que la doctora callada y atenta que las trataba fuera tan estricta. Horrorizada ante el castigo, la joven enfermera cometía aún más errores; sin embargo, cuando aquello se repetía por segunda vez, Ginko evitaba hacer comentarios y se limitaba a decir: «He terminado», al tiempo que se retiraba a su despacho.

—Es demasiado para ella —la enfermera Moto intentaba consolar a las demás—. Sabe lo que dicen todos los libros, y escribe poesía, cose, domina la ceremonia del té y el arreglo floral, y no digamos ya el canto clásico. Es duro para ella tener que relacionarse con mujeres como nosotras. Debéis entender que es todo lo paciente que puede. Fue criada en una buena familia y educada como corresponde. Por eso es tan estricta con nosotras. En el fondo, es buena. Nadie que estuviera tan ocupado como ella se tomaría la molestia de enseñarnos a coser.

Las demás comprendieron lo que la enfermera Moto decía, pero no podían evitar considerar a Ginko de otra especie. Amargaba la vida a quienes trabajaban para ella: los reprendía por cosas que no tenían nada que ver con el trabajo o las clases. Los días y las tardes que libraban, todos sus empleados estaban obligados a darle explicaciones de adónde iban, qué hacían y a qué hora volvían. Y ellos tenían por costumbre pedirles permiso cada vez que iban a salir de la clínica. Si querían salir mientras Ginko estaba fuera, tenían que solicitarlo con tiempo. Una vez la enfermera Moto había salido sin consultárselo, con tan mala suerte que volvió tarde a casa, después de las ocho.

—¿Qué haces por ahí a estas horas? —Ginko se sentaba rígida y su voz era muy fría—. ¡Dime adónde has ido y qué has estado haciendo!

—He ido al Templo Ekoin, en Ryogoku —dijo Moto entre dientes.

—El aniversario del nacimiento de Buda, ya. —Era el 8 de abril, y la festividad se celebraba en los templos de muchas sectas budistas. Ekoin ofrecía una de las más grandes celebraciones—. ¿Con quién has estado?

—Con Sawa. —Mencionó el nombre de una joven dependienta de una tienda de paraguas que había en la zona.

—¿Y se puede saber qué hiciste?

—Le llevé a Buda té de hortensia como ofrenda y recé. —Tuvo la prudencia de omitir las partes en que se pasó por varias casetas, comió dulces y miró al mono amaestrado.

Sin duda, Ginko la había tomado con ella:

—Las mujeres no deben ir por la calle mirando actuaciones callejeras y comprando cosas. Eso hará que parezcas fácil y los hombres te acosen. —Ginko le recordó a Moto la ocasión, menos de seis meses antes, en que un desconocido la había seguido desde los baños públicos, y que había lugares oscuros cerca del puente de Ryogoku y a lo largo del río.

—¡Hasta tan tarde! ¿Y si un hombre se aprovechará de ti, de una mujer soltera? ¡No sabría qué decirle a tu madre! Si me permites que te lo diga, tendré que enviarte a tu casa inmediatamente.

—No lo volveré a hacer. ¡Por favor, perdóneme!

Siempre que una mujer joven se disculpaba, Ginko se ponía las dos manos en las rodillas y cerraba los ojos.

—¡Por favor! —imploró Moto.

Ginko se negó a aceptar la disculpa al momento. Jamás llegó a entender a qué venía tanta reprimenda por su parte. Se sentía responsable de las mujeres que vivían y trabajaban en su clínica, aunque sabía que le resultaría más fácil pensar en ellas como en los hijos de otros, y achacar los errores a su educación. Sabía que sus empleadas también lo preferirían así, pero su personalidad no le permitía semejante cosa. Tenía que hacerlo todo bien. Y, desde que había abierto la clínica y tenía una casa que gobernar, perdía la calma con más facilidad. Era aquel temperamento el que le había permitido terminar sus estudios y superar cada obstáculo que los hombres le ponían, pero ahora aquello se volvía contra sus empleadas. No debía de ser fácil ni para ella.

Ginko seguía sin aceptar la disculpa, y Moto, que esperaba con la cabeza colgada, se inclinó tímidamente hacia delante y soltó algo:

—He comprado esto. —Moto se sacó un pequeño tubo de bambú con té de hortensia. Decían que, si se vertía gota a gota, mezclado con tinta, sobre una piedra para tinta, y se escribía el carácter correspondiente a «insecto» en un trozo de papel y se colgaba en el lavabo, mantendría alejados a los insectos—. Voy a por una piedra para tinta —añadió Moto en tono orgulloso, pero Ginko no creía que surtiera efecto. Tampoco creía en aquellas supersticiones.

—¡No creas que te vas a salir con la tuya! ¡Tira eso a la basura!

Un festival shintoísta se celebraba el veinticinco de aquel mes, y por la tarde la enfermera Tomiko pidió permiso para asistir. Ginko estaba sentada a su escritorio copiando un libro:

—¿Y con quién vas?

—Con Otayo. —Tomiko le dio el nombre de la nueva criada.

—Volved antes de que se haga de noche. —Ginko levantó la cabeza al decir esto, y su semblante delataba una expresión de disgusto—. ¡Pero no irás a salir así!

Sorprendida, Tomiko se recostó y miró a Ginko, pareciendo ignorar cuál era el problema.

—¿Qué clase de peinado es ése?

—¿Peinado? —Tomiko se llevó la mano a su horquilla ornamental.

—¿No lo sabes? —Ginko estaba furiosa—: No es el estilo de una chica decente. Sólo las prostitutas llevan el tsubushi-shimada. ¿Quieres que la gente te tome por eso?

—Pero… —Tomiko había pasado una hora haciéndose aquel peinado. Puede que, en su día, aquel estilo hubiera tenido connotaciones de dudosa reputación, pero ahora estaba de moda en el centro de Tokio.

—No puedo permitir que salgas con un aspecto tan vulgar. Desháztelo.

Ginko era líder del movimiento para erradicar la prostitución. Por mucho que ella y sus colegas insistieran en que las prostitutas eran como las demás mujeres, en el fondo despreciaban sus poses y su manera de vestir. Aquélla era la inclinación natural de Ginko como hija de buena familia, y se había acentuado desde su divorcio.

—¡Ve a peinarte otra vez inmediatamente!

La enfermera Tomiko sabía que Ginko nunca se echaba atrás cuando tomaba una decisión. El aspecto pulcro y recatado de su patrona le parecía insoportablemente frío y estéril. Ginko se sentía cercana a la gente que trabajaba para ella, pero le resultaba difícil manifestar su afecto con gestos y palabras por la educación recibida. Era demasiado reservada para eso. La enfermera Moto había tardado un año entero en adaptarse a sus maneras, así que era imposible esperar que las enfermeras y las estudiantes de medicina incorporadas después lo hicieran en menos tiempo.

Ginko empezaba a ser conocida entre los intelectuales de la era Meiji, y estrechó el contacto con ellos. No había buscado expresamente llamar su atención; fue algo inevitable. Ella había nacido en el seno de una conocida familia, era una belleza, había recibido educación de primera clase y poseía la suprema categoría social de doctor. A algunas mujeres les había ahorrado la humillación como pacientes, y ahora encabezaba la lucha por sus derechos más generales. Ginko parecía estar bañada en luz y tener un brillante futuro asegurado. Si las cosas hubieran seguido su curso, seguramente se habría convertido en una de las figuras más importantes de la era Meiji. Pero el destino puede cambiarlo todo.

La primavera de 1887, en una asamblea de la Iglesia congregacionalista de Japón celebrada en la zona de Kanto, Ginko había conocido al reverendo Shinjiro Okubo y a su esposa de la iglesia de Omiya gracias al cristianismo compartido; pero resultó que la señora Okubo también estaba interesada en los derechos de las mujeres y, al poco tiempo, ambas se hicieron íntimas amigas. Siempre que la señora Okubo venía a Tokio, se pasaba por la Clínica de Ogino, y las dos hablaban durante toda la noche.

La primavera de 1890 la señora Okubo, de paso en Japón con su marido, fue a ver a Ginko. Ambas hablaron de la Iglesia, y luego la conversación se desvió a los problemas sociales de aquellos tiempos. Como se les había hecho tarde, Ginko invitó a la señora Okubo a pasar la noche en casa. Anticipándose a su decisión, la criada ya había preparado la habitación de invitados en la segunda planta.

Cuando las dos mujeres se levantaron para retirarse a sus correspondientes habitaciones, la señora Okubo dijo, como si de repente recordara algo:

—¿Estarías en disposición de alojar aquí a un hombre durante las vacaciones de verano?

—¿A un hombre? —Ginko solía acoger a visitas y estudiantes de medicina y, mientras conociera a quien hiciera las presentaciones, poco preguntaba a los invitados sobre sus orígenes o sus familias. Sin embargo, ningún hombre había pasado allí una sola noche. Los únicos hombres que había en la Clínica Ogino eran el marido de una de las cocineras, el anciano encargado de mantenimiento y el conductor del jinrikisha.

—No te preocupes, es de fiar —añadió la señora Okubo—. Estudia en Doshisha, y es un congregacionalista practicante.

—¿Un estudiante? —Esto y el hecho de que fuera cristiano tranquilizaron a Ginko.

—Ya ha estado en mi casa tres veces, y se va a unir a mi esposo para evangelizar Chichibu. Tiene veintiséis años y aún es soltero. —La señora Okubo pensó durante unos instantes y luego rió—: Es un hombre bastante corpulento, y a veces un poco despistado. En cierta ocasión, medio en broma, pregunté a mi hija qué le parecía, y me contestó que el nuevo tipo de hombre flemático no era para ella.

Ginko se sintió aliviada. No parecía que fuera a causarle ningún problema con las enfermeras.

—Quiere hacer un alto en Tokio de regreso a Kioto desde Chichibu, y he estado pensando dónde se podría alojar. Éste sería el lugar ideal para él.

—Estaremos encantados de acogerlo aquí.

—Es de Kumamoto, ¿sabes?

—Entonces seguro que conoce al reverendo Ebina.

—Sí que se conocen.

Ginko se sintió aún más aliviada al oír aquello.

—Lleva años viviendo en Kioto, pero Tokio es mucho más moderno. Además, te admira.

—¡Estás de broma!

—No, es cierto. Hace dos años, cuando vivía con nosotros, hablamos sobre ti y dijo que había leído algo en el periódico. Se muere de ganas de conocerte.

—Me cuesta creerlo. —Ginko se mostró abiertamente incrédula, pero aquella idea hizo que se sintiera un poco más joven.

—Pasará aquí las vacaciones de verano. Y ahora me tengo que ir, que el Tokaido se va.

—Tengo entendido que ahora el tren sólo tarda quince horas desde Kioto.

—Habrá que probarlo.

—Por cierto, ¿y cómo se llama ese estudiante?

—¡Ah, claro! Es un nombre poco corriente: Shikata. Yukiyoshi Shikata.

A Ginko le pareció un nombre difícil de recordar, y al día siguiente ya lo había olvidado por completo.

Tomoko, la hermana de Ginko, vino a verla a mediados de junio. Era sólo cuatro años mayor, pero la vida del campo la había envejecido considerablemente. Sin embargo, por su esbelta figura y la forma de sus ojos, aún saltaba a la vista que las dos eran hermanas.

—Había oído decir que la ciudad había crecido —comentó Tomoko—, pero ¡menuda sorpresa! —Sólo había ido una vez a Tokio con su esposo, justo después de casarse, cuando aún se llamaba Edo. Le sorprendía cuánto había cambiado en veinte años—. Supongo que soy una mujer de pueblo que no conoce nada aparte de Kumagaya.

Tomoko se había quedado viuda hacía diez años. Había convertido uno de los almacenes de la familia en una casa de empeños para mantenerse a sí misma y a sus cuatro hijos. Las tres hijas se habían casado, y el único hijo había tomado a una mujer por esposa y ahora era padre. Tomoko al fin había acabado de criar a su familia.

—Gracias por ayudarme durante todos estos años —dijo Ginko. El dinero que Tomoko le había enviado durante sus tiempos de esforzada estudiante había ascendido a una considerable suma. Ginko le había devuelto todo lo que había podido en los dos primeros años de apertura de la clínica, y ya quedaba muy poco por pagar. Pero el apoyo emocional de saber que Tomoko siempre le enviaría algo para que se las pudiera arreglar había sido un gran consuelo, una deuda que jamás podría saldar. Tomoko era la persona en la que más confiaba Ginko, sobre todo desde la muerte de su madre. Le dolía verla tan avejentada.

—¿Cómo está Zen? —preguntó por el hijo de su hermana.

—Bien, gracias —respondió Tomoko de manera cortante. Ginko vio que no quería hablar de su familia. Tomoko había criado a Zen, pero él era hijo de la primera esposa de su marido, y era evidente que la actual condición de suegra del hogar de su hijastro no le resultaba cómoda. Tomoko no era dada a quejarse, pero Ginko comprendió cómo debía de sentirse.

—¿Qué me dices de Tawarase? —Ginko intentó cambiar de tema.

—No lo reconocerías. Ahora las moreras y los campos de la parte de atrás son de otros. Lo único que se ha quedado la familia son la casa y la tierra que se extiende hasta el canal de riego. ¡Qué triste! —Tomoko tomó un sorbo de té y procuró disimular su desconcierto.

—¿Yasuhei sigue tan holgazán como siempre?

—Viene a Kumagaya de vez en cuando. Ya no tiene en qué gastar el dinero. Y la culpa es de Yai. Todo el mundo sabe que ella ha dilapidado la fortuna de la familia. Encarga todos sus kimonos y accesorios a famosas tiendas de Tokio. También odia el trabajo. No es de extrañar que la familia pase tantos apuros, con una esposa como ella a cargo de la casa.

Cuando Ginko se marchó de Tawarase, hacía sólo unos años que Yai se había casado con Yasuhei, pero se comportaba como si llevara ella las riendas. Ahora empujaba a la familia a la ruina:

—Las cosas no irían tan mal si Yasuhei tuviera el control, ¿verdad?

—Sabes que es incapaz de hacerlo. Su única virtud es la calma.

Ginko jamás había esperado mucho de su hermano mayor, pero sí que al menos protegiera la tierra heredada de sus padres. Hubo un tiempo en que la familia era propietaria de todo lo que la vista abarcaba hasta orillas del río Tone. Y ahora, en cambio, sus tierras sólo llegaban hasta el canal de riego.

—Cuando las cosas se empiezan a poner feas, la desgracia no tarda en llegar, ¿verdad? —suspiro Tomoko.

Desde la Restauración Meiji, Ginko había visto a incontables familias caer en la ruina. ¿Cuántas veces había oído decir que la esposa de un ex criado del shogún iba a trabajar a tal o cual restaurante? Tampoco era raro oír que un terreno se había vendido. Tal vez era mucho pedir que la familia Ogino no tuviera que cambiar con el resto del país. La vida en Tokio, donde la gente se movía por dinero y poder, hacía que le resultara más fácil aceptar el cambio de fortuna en su familia.

A Tomoko, que vivía cerca de su hogar ancestral, le costaba mucho más:

—No me imagino lo que mamá y papá habrían dicho.

Ginko tenía que admitir que era duro pensar que antes sus padres poseían más tierra que ninguna otra familia en el norte de Saitama. También habían sido muy respetados, y recordaba con pesar el viejo dicho de la zona: «Aprende de los Ogino de Arriba.» Todo se había terminado con la muerte de su madre.

Las hermanas guardaron unos instantes de silencio. Finalmente habló Tomoko, como intentando distender el ambiente:

—No hace mucho vi a Kanichiro.

Sorprendida al oír su nombre, Ginko levantó la mirada. Sabía que Tomoko se había mantenido en contacto con la familia Inamura, pero le seguía resultando desagradable recordar a su ex marido.

—La familia aún tiene dinero, y me han dicho que Kanichiro va a abrir un banco. Será su primer presidente. —Tomoko había sacado el tema sólo para tener algo de lo que las dos pudieran hablar. Sabía que nada de lo relacionado con Kanichiro afectaría a Ginko en su actual situación de estabilidad—. Me contó que, según tenía entendido, abrías una nueva clínica. Se alegraba por ti como si aún formaras parte de la familia.

Habían pasado más de veinte años desde el divorcio, pero Ginko lo recordaba claramente. De repente, acudió a su mente la vívida imagen del que sería su aspecto ahora, lo que pensaba y lo que se proponía hacer. Era inteligente y educado. Posiblemente de joven habría ido a un barrio de placer por capricho: tal vez un amigo lo hubiera invitado. Era tan responsable de la enfermedad de Ginko como de la carga que para ella representaba la familia Inamura y la frialdad con que había sido tratada por su suegra. Puede que no fuera malo como Ginko lo pintaba; pero aun así…

Ginko se quedó helada al momento. Que él hubiera cometido sólo un gran error no significaba que ella tuviera que perdonarlo. Por muy buena persona que fuera, ese único error podía borrarlo todo. Si aquello hubiera ocurrido hoy, seguramente Ginko sabría perdonarlo. Pero entonces era una joven inexperta de dieciséis años. No había tenido más remedio que confiarle su vida.

—Me dijo que de vez en cuando viene a Tokio. —Tomoko se limitaba a repetir lo que Kanichiro le había contado—. Y que incluso había pensado pedirte que volvieras con él. Pero que había pasado mucho tiempo y ahora simplemente reza porque sigas triunfando.

Ginko, se dijo a sí misma que nunca había pensado en Kanichiro. «Ni una sola vez. Jamás habría vuelto con él ni aunque me lo hubiera pedido.»

—Cuando vuelva a casa, le daré recuerdos de tu parte —continuó Tomoko.

—¡No, por favor, no lo hagas! —Ginko miró a su hermana con los ojos en llamas. Nunca había esperado ningún tipo de reconciliación con Kanichiro en los veinte últimos años. Lo había borrado de su memoria, y no quería saber nada de él. El tiempo le había curado las heridas, y no pretendía tener nada que ver con su ex marido—. No digas nada de mi parte.

—Yo sólo…

—No me vuelvas a usar como tema de conversación.

—¡Gin! —El cabello de Tomoko ya empezaba a encanecer. En poco tiempo, se había convertido en una solitaria anciana, y lo único que le quedaba era el orgullo que sentía por su hermana.

Ginko vio que pedía demasiado y finalmente se disculpó. Luego se le ocurrió algo. «¿En verdad me puedo desentender de Kanichiro? He llegado a ser lo que soy por lo que pasó con él. Si no hubiera sufrido aquella tristeza y humillación, jamás me habría hecho médico, o ni siquiera cristiana.» No lo podía negar. Por otra parte, seguía teniendo en su interior la herida que Kanichiro le había infligido. La enfermedad remitía, pero de vez en cuando despertaba para hacerse notar. Por mucho que su mente casi lo hubiera olvidado, su cuerpo no dejaría de tenerlo presente. Eso era algo que Ginko jamás perdonaría y a lo que tampoco se resignaría. Siempre sería una mujer y, como tal, susceptible de ser herida por los hombres.

Tomoko se quedó tres noches. Al cuarto día, se marchó con dos fardos de regalos. Ginko acompañó a Tomoko a la Estación de Ueno y observó cómo se subía al tren de la línea Takasaki. Tomoko puso los regalos de su hermana en la red que había encima del asiento; luego le hizo una última reverencia.

—Gracias por todo.

—Cuídate.

Cuando el tren salió de la estación, Ginko comprendió con tristeza que Tomoko ya no se podía cuidar. Se habían cambiado los papeles, y ahora Ginko era la que estaba en condiciones de hacer favores. Había rezado durante años para que llegara este día; pero, ahora que había llegado, sólo sentía frío y soledad.