CAPÍTULO 1
El río Tone es el más caudaloso que discurre por la llanura de Kanto. A su paso por la aldea de Tawarase[1], en el norte de Saitama, se convierte en un inmenso y plácido canal crecido gracias al deshielo de las rocosas laderas de las montañas que envuelven la llanura.
A finales del siglo XIX, barcos de bandera blanca se deslizaban con gracia sobre sus aguas. Al admirar su inmensidad desde la orilla, se podían contar hasta catorce velas a un tiempo. Con los cánticos de los capitanes remeros demasiado lejanos para ser oídos, aquella escena parecía detenerse bajo el tenue sol de primavera.
Flanqueaba el río una gruesa franja de hierba. Más allá, se erigía un enorme montículo de tierra desde donde se extendían verdes trigales hasta las calles arboladas de Tawarase.
En medio de los trigales se encontraba la finca de Ayasaburo Ogino, el jefe de la aldea. La imponente residencia fortificada tenía una torre de entrada al frente y almacenes blancos en la parte de atrás, con un jardín bien sombreado por palmeras y una zelkova. Desde el otro lado del río, parecía un castillo en medio de la llanura.
La zona estaba habitada por familias de apellido Ogino. Aunque de manera indirecta, todas descendían del clan Ashikaga, y su emblema compartía el círculo con dos líneas horizontales de los Ashikaga. Entre las muchas familias Ogino, a la de Ayasaburo se la conocía como Ogino de Arriba. Junto con los Ogino de Abajo, eran los más venerados del clan y, hasta fechas recientes, una de las pocas familias campesinas que gozaban del privilegio de un apellido y del derecho a llevar espada.
Aquel año, Ayasaburo contaba cincuenta y dos años de edad. Hacía tres que padecía artritis, y pasaba la mayor parte del tiempo postrado en una habitación al fondo de la casa. Su hijo mayor Yasuhei tenía veinticuatro años, aún era soltero y mostraba poco interés en trabajar la tierra. Por lo tanto, correspondía a Kayo, la esposa de Ayasaburo, ocuparse a sus cuarenta y cinco años de todas las tareas domésticas.
Kayo era una mujer pequeña de hermosos ojos. Era una buena esposa y, sin dejarse llevar demasiado por el elevado estatus de su familia, gobernaba la casa con mano firme. Al cabo del día, con todo el trabajo terminado, se aseguraba de que su esposo fuera el primero en bañarse, seguido de sus dos hijos, y luego todos los criados de la familia hasta la joven más humilde. Sólo entonces le llegaba el turno a ella. Para Kayo era normal cuidar así cada detalle. Sólo tenía dos varones, Yasuhei y Masuhei. Y cinco hijas. Las cinco habían heredado la inteligencia de su madre, que sabía leer y escribir, y tenían fama de bellas y listas. Todas estaban casadas.
«Aprende de los Ogino de Arriba», rezaba un dicho que se solía oír en estas latitudes. Todos los vecinos los apreciaban y respetaban. Sin embargo, últimamente circulaban rumores sobre la familia.
Hacía tres años que su quinta hija, Gin, se había casado con Kanichiro, el primogénito de los Inamura, una rica familia campesina del cercano pueblo de Kawakami. La gente decía que Gin había vuelto a Tawarase, pero no para dar a luz o presentar sus respetos a sus padres. Había regresado sola, sin más que un fardo en las manos. Ya habían pasado dos semanas desde entonces.
Ni la familia Ogino ni ninguno de sus criados tenía nada que decir al respecto, pero al menos tres vecinos la habían visto caminando a orillas del río Tone cuando se dirigía a casa de sus padres.
Tawarase era una aldea muy tranquila mientras el río Tone no se desbordara. Las cosas eran diferentes en Tokio, donde recientemente se habían instalado el gobierno Meiji y el emperador procedente de Kioto; pero los cambios aún no habían llegado al norte de Saitama.
Los vecinos se aburrían y añoraban los chismes. Poco importaba que se tratara de otra boda o un funeral, cualquier cosa valía. El que la hija de la familia más ilustre de la zona volviera para hacer una inesperada visita a sus padres bastaba para dar que hablar.
—¿Habrá tenido algún problema con la familia de su esposo?
—Dicen que no volverá.
—Todas las hijas de Ogino son bonitas, pero ésta es la más atractiva… Y he oído decir que también es inteligente.
—Con diez años terminó Los cuatro libros y Los cinco clásicos del confucianismo.
—¿Qué la podría retener aquí?
—Yo no lo sé, pero dicen que tiene melancolía y que ha vuelto para reposar.
—Pero nadie la acompañó desde Kawakami.
—¡Exacto! Por eso es tan raro.
—¿No se llevaba bien con su suegra? ¿O con su esposo?
—Bueno, sin duda es una familia con normas muy rigurosas. Los Inamura de Kawakami son ayudantes de magistrado desde hace generaciones, y tengo entendido que su suegra Sei no ha perdido la fuerza y gobierna la casa con mano firme.
—No se tratará de un divorcio, ¿o sí?
—¿En los Ogino de Arriba? No. Su madre jamás consentiría algo así.
—Tienen una reputación que conservar.
Durante los primeros años del régimen Meiji, en una aldea tradicional y conservadora era impensable que una joven esposa se separara de su marido y regresara a casa de sus padres. Los rumores se extendieron como un reguero de pólvora y fueron objeto de gran especulación. Sin embargo, ni Yasuhei ni Kayo dieron la menor señal de que hubiera algún problema. Trataban bien a la gente que se encontraban por la calle, y a los vendedores ambulantes y los arrendatarios que pasaban por su casa, con su habitual sonrisa bonachona. Las visitas no tenían razones para sospechar que algo iba mal.
—Tal vez ha vuelto a Kawakami. Nadie la ha visto en casa.
—No. Todo el mundo sabe que Gin no está en casa de su esposo.
—¿Habrá ido a recuperarse a unas termas?
—Está con los Ogino. Si se hubiera marchado, alguien la habría visto. Debe de estar en una de las habitaciones del fondo.
Los habitantes de las diminutas aldeas eran muy observadores. Por mucho que Kayo guardara las apariencias, los rumores no se disipaban. Al contrario, cobraban fuerza cada día que pasaba. Kayo tenía que saber lo que la gente decía. Sentía que los ojos de los vecinos la seguían con una mezcla de lástima y curiosidad. Incluso los había que intentaban sonsacarle información educadamente intercambiando con ella unas palabras. Kayo llevaba treinta años casada con la familia Ogino, y ésta era la primera vez que ocurría algo parecido. Pero no se pronunció al respecto. Se negaba a correr el riesgo de decir algo que manchara el nombre de la familia; después de todo, tenía el deber de predicar con el ejemplo.