CAPÍTULO 7
Había pasado poco más de un año desde que Gin se había ido, pero en ese breve lapso la familia había sufrido una transformación. Su padre, que durante tantos años había dormido en el cuarto del fondo, ya no estaba, y su ausencia había traído cambios a la familia.
Los años que Ayasaburo llevaba impedido, Kayo había realizado su propio trabajo y el de su esposo. Había envejecido de manera repentina. Gin estaba segura de que las cosas serían más fáciles ahora que su madre había dejado de estar a entera disposición de su padre, pero se equivocaba. Como en tantas parejas, la pérdida del uno implicó la pérdida de coraje y juventud del otro.
Había una nueva placa dedicada a su padre en el centro del altar familiar, entre las de los abuelos de Gin. Tenía grabado un nombre póstumo que se correspondía con él. Gin se arrodilló ante el altar, juntó las manos y pensó en su padre. Había pasado mucho tiempo escribiendo o leyendo libros sobre los que Gin no sabía nada. Aún podía oír cómo se aclaraba la voz mientras ella pasaba de puntillas por delante de su habitación, siempre con cuidado de no molestarlo. Ésa era la única imagen que tenía de él. No recordaba haber disfrutado nunca de una agradable conversación con él.
Su madre siempre había ocupado una posición más alta que la de Gin, y su padre, más alta todavía. Eso era lo que su padre había significado para ella. Habían vivido bajo el mismo techo, pero él le había parecido inaccesible en todos los sentidos. Por eso siempre le había sentado tan mal todo lo que su madre había hecho por él. Aun así, Gin pronto se dio cuenta de la influencia que su presencia había tenido en su posición dentro de la familia.
—Es hora de que saludes a tu hermano. Está en el cuarto del fondo —anunció Kayo al entrar en la habitación donde Gin se encontraba.
—¿Yasuhei?
—Ven conmigo. —Kayo iba delante.
Gin siempre había saludado primero a su padre cuando venía a casa, por cortesía. Pero no se había tomado demasiadas molestias con su hermano. Ni siquiera en las visitas que Gin les había hecho estando ya casada había intercambiado con él más que un simple saludo a la hora de la comida. Sin embargo, de pronto saludar a Yasuhei se había convertido en lo primordial, y su madre la acompañaba. Por primera vez, Gin se percató de que su hermano había heredado el título de cabeza de familia. Era normal, aunque le resultaba extraño.
La nueva esposa de Yasuhei, Yai, tenía un rostro precioso, pero era alta y fuerte. Los Ogino siempre habían sido menudos, y Yasuhei no era la excepción: de estatura media, delgado y estrecho de hombros. En cambio, Yai era corpulenta. Tal vez por eso pareciera unos años mayor que Gin, pese a tener la misma edad.
—Acabo de llegar. —Primero saludó a Yasuhei como correspondía. Era cinco años mayor que Gin y nunca habían tenido mucho de qué hablar. Como heredero de su padre, siempre había recibido trato preferente. Ni siquiera comía lo mismo que sus hermanos. Yasuhei saludó con un ligero movimiento de cabeza y apartó los ojos de Gin, aunque ella no estaba segura de si lo hacía sólo por vergüenza. Criado con cinco hermanas, nunca había tenido una personalidad fuerte.
Luego Gin hizo una reverencia a Yai, que estaba sentada al lado de Yasuhei:
—Soy Gin, la hermana pequeña de Yasuhei. Es un honor conocerte.
—Yo soy Yai. Para mí también es un honor. —Yai hablaba en un tono pausado que parecía encajar con su anchura; sin embargo, Gin captó una pizca de tensión entre las dos. Sólo era cuestión de tiempo que Yai ocupara el papel de su madre como señora de la casa, aunque en aquel momento Gin no se lo planteó—. ¿Así que ya te has recuperado de tu enfermedad?
—Sí, gracias. —Cuando Gin respondió, se preguntó por qué se comportaba con tanto respeto con alguien que acababa de entrar a formar parte de la familia.
Aquella noche se sintió aún más confusa. Hasta entonces, su padre se había sentado a la cabecera de la mesa y había comido de una bandeja aparte. Sus hijos, Yasuhei y Masuhei, se habían sentado a ambos lados de él, y Kayo y las demás mujeres de la casa, en la otra punta de la mesa. Así había sido siempre. Ahora, Yasuhei ocupaba el asiento de su padre y comía de la bandeja lacada de su padre.
En su lugar, cerca de la cocina, Gin se sentía como si estuviera ante una familia totalmente distinta de aquella en la que había crecido. Sin embargo, los demás parecían estar conformes con la nueva escena.
Ahora la habitación que Gin había usado antes de irse a Tokio la ocupaban Yai y Yasuhei. Gin dormía junto al estudio en una habitación parecida, que antes había servido para guardar cosas como cojines y braseros tipo hibachi cuando no se necesitaban. Una vez limpia y vacía y amueblada con sus cosas, Gin la encontró ordenada y acogedora. La situación en la esquina de un ala con forma de L cerca del lavabo no era la ideal, pero tenía vistas a su querido jardín.
Le parecía lógico que el primogénito de la familia y su esposa ocuparan la habitación más espaciosa, aunque ella, la hermana más joven y divorciada, durmiera en una más pequeña. Pero le molestaban otros detalles que Yai había empezado a cambiar.
Al igual que antes, Gin pasaba casi todo el tiempo en su habitación. Limpiaba y se hacía la colada, pero luego permanecía allí dentro, absorta en sus libros. Kayo no le quitaba ojo para asegurarse de que no se deprimía demasiado, pero eso era porque ignoraba la promesa que Gin se había hecho a sí misma.
Ogie vino a ver a Gin un mes después de su regreso a Tawarase. En vez de entrar por el jardín como antes, lo hizo por la puerta principal de la casa. Al parecer, incluso Ogie se mostraba respetuosa con la nueva esposa.
—Te veo mucho mejor. —Ogie se sorprendió al ver las mejillas rellenas y sonrosadas de Gin—. ¿Ya estás bien?
—El médico me dijo que aún tenía la enfermedad, y que procurara evitar la menor recaída.
—¿De veras?
Gin tuvo que reír mientras asentía en respuesta al abierto escepticismo de Ogie. Se encontraba lo bastante bien para hacerlo.
—Bueno, a mí me parece que estás bien —replicó Ogie.
—Tomé una decisión cuando estaba en Tokio. —Gin había estado esperando el momento de compartir su secreto con su amiga.
—¿Cuál?
—Prométeme que no te reirás. —Gin miró al calendario que había colgado en su habitación. En él había escrito las asignaturas que pensaba estudiar aquel día: clásicos chinos, historia y matemáticas—: Quiero ser médico.
—¿Médico? ¿Tú?
—Sí, yo.
—¿Lo dices en serio?
Gin volvió a asentir con la cabeza. Ogie miró más detenidamente a Gin con ojos de miope.
—Se me ocurrió cuando estaba en el hospital. Decidí que ahí tenía que haber alguien que cuidara de los pacientes, de las mujeres… como yo.
—¿Como tú?
—Exacto. Mujeres que tienen enfermedades en lugares que les da vergüenza enseñar. —Al final, Gin logró decirlo sin inmutarse—. ¿Tan extraño te parece?
Ogie miró a Gin a la cara durante unos segundos más, y luego meneó la cabeza.
Gin prosiguió:
—Tiene que haber montones de mujeres con enfermedades como la mía. Pero eso no quiere decir que todas vayan al médico. ¿Quién sabe cuántas hay sin tratamiento por vergüenza a ser examinadas? Quiero hacer algo por ellas. Ahora las cosas no están bien. Las mujeres no tienen la culpa, y sin embargo, son las que más sufren.
Ogie nunca había visto a Gin tan radiante. Su padre, Mannen, le había dicho que tenía unos ojos preciosos, y ahora ella comprobaba la intensidad con que brillaban.
—¿Entiendes a qué me refiero? —le preguntó Gin a Ogie.
—Lo entiendo.
—Te horroriza la idea.
—Eso no es cierto.
—Sí, lo es. Lo veo en tus ojos.
Ogie retrocedió:
—No, no es verdad.
—Entonces, ¿me ayudarás?
—Por supuesto. —Ogie no tenía inconveniente en decirlo, pero en cuanto las palabras salieron de su boca empezó a ser consciente de la magnitud de lo que Gin se proponía. De repente, Ogie dudaba si la fuerza de voluntad y el esfuerzo podrían convertir por sí solos a una mujer en médico—. ¿Qué dice tu madre?
—Todavía no se lo he dicho. Ésta es la primera vez que lo menciono en Tawarase.
Ogie se sentía honrada de ser la primera en saberlo. Y tampoco se trataba de un secreto cualquiera:
—¿Tu madre te lo permitirá?
Kayo era una mujer inteligente, pero conservadora. Ya le parecía una vergüenza que Gin mostrara tanto interés por los libros, y Gin sabía que jamás permitiría que su hija fuera a Tokio para intentar convertirse en algo tan indecoroso como una mujer médico. Seguramente sería imposible convencer a su madre de que hablaba en serio. Aquélla era una época en que los estudios, y más aún una ocupación, se consideraban algo inapropiado para las mujeres. Además, la profesión de médico estaba tan ennoblecida que incluso pocos hombres podían aspirar a ejercerla.
—No sé qué hacer. —Gin había tomado una decisión, pero no se le ocurría cómo llevarla a la práctica.
—Espera. —Ahora mismo, no serviría de nada aunque tuviera el permiso de su madre. Ni la propia Ogie sabía qué debía hacer Gin para convertirse en médico, pero suponía sin temor a equivocarse que antes tendría que aplicarse más en lo académico—. Una mujer no puede estudiar medicina occidental.
—Lo sé, pero me gustaría hablar con el doctor Mannen sobre esto.
—Se lo haré saber cuando llegue a casa.
—Si no le importa hablar conmigo, lo iré a ver yo cuanto antes.
Ogie asintió con la cabeza, no muy convencida de que Gin tuviera la posibilidad de hacer su sueño realidad.
Por aquel entonces había pocas formas de obtener el título de médico, especialmente en lo que a medicina occidental se refería. En todo Japón sólo había tres instituciones capaces de conceder títulos en medicina: una en Tokio, otra en Nagasaki y otra en Chiba.
En Nagasaki estaba el Seitokukan, un hospital universitario para aprendices de médico gestionado por el gobierno. En la facultad había profesores de Holanda que orientaban a los estudiantes tanto en la investigación médica como en las prácticas. Tokio albergaba la Daigaku Higashiko, que más tarde se convertiría en la Facultad de Medicina de la Universidad de Tokio. En Chiba se encontraba la Sakura Juntendo, la escuela privada de medicina fundada por Daizen Sato, que tenía fama de ser la mejor en cirugía. Gin había sido tratada en la sucursal de Tokio fundada por el sucesor de Daizen, el doctor Shochu Sato.
Ninguna de las instituciones acogía a más de veinte o treinta estudiantes por curso, y jóvenes de todo el país competían denodadamente por una de las codiciadas plazas. Se sabía que sólo se admitía a hombres con contactos en el gobierno Meiji, y aun después de terminada la carrera tenían que aprobar un examen de licenciatura de doble sesión para poder ejercer la medicina.
En el caso de Gin, había un obstáculo mayor: ni las instituciones públicas ni las privadas admitían a mujeres, y nadie podía presentarse al examen de licenciatura sin antes haber obtenido el título en una de ellas. Todos los caminos posibles para hacerse médico estaban completa e irrevocablemente vedados a las mujeres.
En vista de eso, la convicción de Gin parecía poco más que una confesión de locura por su parte.
Con el tiempo, Ogie y Gin hablaron más detenidamente del tema, y Gin le acabó revelando su sueño a su madre a finales de aquel verano. Como era de esperar, Kayo se quedó atónita:
—¿Estás loca?
—Claro que no. Sólo te estoy pidiendo que me dejes ir a Tokio. —A Gin le brillaban los ojos mientras suplicaba.
A Kayo le había preocupado que Gin se encerrara en su habitación, y ahora estaba segura de que deliraba a causa de la depresión. Derrotada, bajó la vista a su hija, que se arrodillaba ante ella:
—Por favor, no digas tonterías.
—No son tonterías.
—En el mundo en que vivimos, unas cosas son posibles; y otras, no. Sé realista. —Kayo pensó que tal vez Gin estaba poseída por el espíritu de un zorro que había sembrado en ella esta confusión. El tiempo le daría la razón y devolvería a su hija la cordura.
Pero Gin no daba muestras de conformidad:
—¿Cómo sabes tú lo que puedo y no puedo hacer si ni tan siquiera me dejas probar?
—No.
No estaba bien visto ni que una mujer abriera un libro. Cuando tramitaba su divorcio, Kayo se había mostrado comprensiva con la queja de los Inamura de que a Gin le gustaba estudiar. Kayo decidió no mencionarlo, pero en esos momentos daba toda la razón a sus parientes políticos. Gin había echado a perder toda oportunidad de casarse, y no es que no se arrepintiera, ¡es que además pregonaba a los cuatro vientos que quería ser médico!
—¿Qué tiene de malo querer ayudar al que sufre? —insistió Gin.
—Para eso se hacen médicos los hombres. Cortar brazos y piernas y ver sangre no es cosa de mujeres. Hay otras tareas que sólo nosotras podemos hacer.
—¿Como cuidar de la casa y formar una familia?
—Por ejemplo.
—Eso es algo que yo jamás podré hacer. —Por un momento, Kayo se quedó sin palabras—. Sabes que es cierto.
—Pero no significa que no puedas hacer alguna otra cosa que te guste. ¡Eres una mujer!
—No hay ninguna ley que diga que las mujeres no pueden aprender.
—Sí, y cuanto más aprendes menos femenina te vuelves a la hora de expresar tu opinión. Nadie te querrá nunca.
—No necesito a ningún hombre.
Kayo miró a Gin con dureza:
—Tú no vives sola y deberías tener en cuenta algo más que tus propios deseos. Deberías pensar en tu familia, y en todos nuestros contactos. Puede que no haya ninguna ley que te impida hacer lo que quieras, pero están las normas sociales. Piensa en lo mucho que se reirían los vecinos si algún día te oyeran decir que te vas a Tokio a estudiar para médico. Te señalarían con el dedo y hablarían de «esa loca». En cuanto te vayas de aquí, nadie querrá volver a tener nada que ver contigo. Jamás podrás regresar. Puede que eso no te importe, pero piensa en tus hermanos y sus esposas. Todo el mundo murmurará que los Ogino tenían a una loca en la familia que no hacía más que leer libros. Eso deshonrará al espíritu de tu difunto padre y a cada uno de nuestros familiares. ¿Estás segura de lo que vas a hacer?
Gin guardó silencio. Sabía que había algo de verdad en lo que su madre decía. Cuestión de sentido común. Pero la verdad era estricta e intransigente, más de lo que Gin podía soportar. Recordaba el ajetreo y el bullicio de Tokio que había vislumbrado desde el hospital. Era un mundo muy diferente al de su pueblo natal.
—Tu hermano te dirá lo mismo. Las mujeres tienen su propio lugar, y ahí se deben quedar; si no, la sociedad se desmorona. Deja de decir tonterías y resígnate a ocupar el tuyo.
—¡No!
—¡Gin! —Kayo acabó levantando la voz, pero enseguida se detuvo y recuperó su tono bajo de siempre—: Mira, te pido que no me preocupes más. —Bajó la mirada, y Gin vio que los avejentados hombros de su madre se estremecían levemente. Le dolía ver a su madre tan triste—. Por favor, trata de entenderlo —imploró Kayo, esta vez con la voz quebrada por la emoción.
Pero Gin no estaba dispuesta a ceder. Su madre desconocía la magnitud de la vergüenza que había soportado. Sin perder del todo la esperanza, fue a hablar con su hermano Yasuhei; lamentablemente, éste compartía la opinión de su madre, así que luego Gin se arrepintió de haber contado con él.
Ahora que Kayo sabía qué se le pasaba a Gin por la cabeza, la vigilaba aún más. Su comportamiento no había cambiado, pero Gin era consciente de que la observaba. Diría que Kane, la criada, también ponía a su madre al corriente. Aunque Gin, por su parte, actuaba como si no sospechara nada de aquello, la relación con su madre había cambiado.
Hasta ahora, Gin había creído todo lo que su madre decía y la había obedecido ciegamente; a partir de ahora, dejaba de hacerlo.
«Mi madre y yo somos como la noche y el día.»
Este descubrimiento hizo que Gin se sintiera más sola que nunca.
Gin sabía que la puerta a sus sueños no se iba a abrir con sólo hablarle a su madre de ellos, y a principios de aquel otoño tuvo la oportunidad de tratar el asunto con el doctor Mannen.
—Mi madre no lo permitirá —dijo con ojos llorosos mientras lo ponía al corriente de la discusión que había tenido con Kayo—. ¿Me haría el favor de hablar con ella?
—¿Acaso me lo estás pidiendo? —preguntó Mannen, sorprendido.
—Sí, se convencerá si se lo dice usted.
Mannen refunfuñó. Quería ayudar a Gin. De los muchos alumnos que había tenido a lo largo de todos aquellos años, ella había destacado tanto por inteligencia como por belleza. Y aún era muy joven: había recobrado la salud con veintiún años recién cumplidos.
—¡Se lo estoy pidiendo! ¡Nunca más volveré a pedirle nada! —suplicó.
Mannen tenía que reconocer que la había animado a albergar nobles esperanzas. También le preocupaba mucho la reacción de Kayo, que jamás lo perdonaría si se enteraba de que había llevado a Gin a hacer aquello. Y no podía ignorar el hecho de que a las mujeres básicamente se les impedía ser médico. La petición de Gin no era nada práctica; pero, volviendo al punto de partida, sabía que no se podía negar.
—Estaría bien que te olvidaras de ser médico por el momento.
Pero Gin estaba desesperada. Mannen era su último recurso:
—¡Antes moriría! Mis motivos no son egoístas. Estuve enferma mucho tiempo y descubrí por mí misma lo necesarias que son las mujeres médico. Tengo que estudiar medicina. Quiero ayudar a mujeres como yo que están enfermas, y para las que ser tratada por un médico es casi tan cruel como la propia enfermedad. Eso es todo lo que yo quiero. Ni más ni menos. ¿Qué tiene de malo?
—Ninguna mujer se ha hecho médico. Está prohibido. Lo que tú te propones vulnera la ley. No me sorprende que tu madre no esté dispuesta a permitirlo. Si te vas a Tokio ahora, diciendo que quieres ser médico, no podrás seguir adelante; no tienes contactos y la mujer no es libre aún ni para empezar a estudiar medicina.
Mannen estaba en lo cierto. Gin no tenía la menor idea de qué hacer una vez en Tokio. Mannen prosiguió:
—Para ser médico tendrás que saber montones de cosas. Si te aferras a tus libros durante un tiempo, nunca te arriesgarás a tener que aprender demasiado. ¿Por qué no le preguntas a tu madre si puedes ir a Tokio a estudiar? Seguramente aceptará.
Gin vio que aquél era un sabio consejo. Incluso la meta de convertirse en una mujer académica era excéntrica y a duras penas estaba en los límites de la aceptabilidad social. Bastaba con mirar a Ogie.
—Ahora mismo, tu madre no va a querer que te marches. Estás mucho mejor que antes, pero nunca se sabe cuándo recaerás. No puedo culpar a tu madre de que no quiera enviarte a Tokio. Ella no quiere que seas médico o académica. Probablemente no haya perdido la esperanza de encontrarte un buen partido, y lo que quiere es que te quedes hasta entonces.
—Yo no puedo ser la esposa de nadie y tampoco tengo intención de volver a casarme, aunque algún hombre accediera a tomarme por esposa.
—Entiendo lo que sientes, y creo que estás en tu derecho. Pero tu madre es diferente; ella nunca dejará de preocuparse por ti. Quiere tenerte en casa, donde puede cuidar de ti.
—Pero pronto tendré que irme.
—¿Y eso por qué?
—Ahora mi hermano es el cabeza de familia, y su esposa Yai no tardará en reclamar su condición de señora de la casa. No será fácil convivir con una cuñada soltera.
—Pero tu familia ocupa una posición importante.
—Eso es lo que menos me gusta.
—Está bien, lo entiendo. No vuelvas a mencionar lo de ser médico. Convenzamos a tu madre de que te deje ir a Tokio a estudiar. Ella sabe mejor que nadie cuál es tu talento, y significas mucho para ella. Eres su hija pequeña, y yo veo lo que siente al hablar contigo.
—Diga lo que diga, pienso marcharme de casa. —Gin intentaba convencerse a sí misma y convencer a Mannen de su decisión. No le resultaba fácil llevar la contraria a su madre, a quien tanto cariño tenía.
—Ahora no te precipites. Tienes que convencer a tu madre si esperas conseguir el dinero que necesitarás para vivir.
Ése era el punto débil de Gin. Sabía perfectamente que jamás había ganado un céntimo con el sudor de su frente.
—Ojalá estemos de suerte. Una vez en Tokio, podrás buscar la oportunidad de estudiar medicina.
—Me pregunto si ese día llegará. —Cuando empezó a calmarse, Gin se sorprendió a sí misma reconociendo que su situación era casi imposible.
—Creo que te llevará más de un día y de una noche, pero cualquier cosa es posible. El gobierno Tokugawa fue derrotado después de tres siglos, y quién sabe qué más puede ocurrir.
Gin pensó en el caos descontrolado de Tokio. Por un momento, se debatió entre la duda y la decisión. Luego recuperó la calma:
—¿Cuándo hablará por mí con mi madre?
—Mañana estaría bien.
—Entonces la traeré aquí.
—No, deja que yo vaya a hacerle una visita. Llevo un tiempo sin ver a tu madre. Y han pasado más de seis meses desde el primer aniversario de la muerte de tu padre.
Gin se preguntaba qué habría ocurrido si su padre aún viviera. ¿Se opondría? No, seguramente cedería antes que su madre.
—¿A quién debería dirigirme para estudiar en Tokio?
—¡Hum!, solía haber bastantes profesores, pero la mayoría se han dispersado por la zona rural. He oído que han abierto nuevas escuelas desde que empezaron las reformas gubernamentales. ¿Por qué no esperamos a tener permiso de tu madre?
Gin comprendió que debía contener su impaciencia, así que aceptó aquella propuesta con humildad y se despidió.
Además de profesor, Mannen era un padre para Gin.