Capítulo 43

–¿Por qué llevas puesta tu chaqueta Norfolk, querido?

Dickie, que tenía la boca llena de espárragos y salsa holandesa, miró a su madre desde el otro lado de la mesa.

—Siempre listo para disparar, ¿eh, Dickie, muchacho? —dijo Tobias—. Nunca se sabe cuándo puede aparecer la presa, ¿eh? Tiene la pistola debajo de la mesa también.

—¡Dickie! —dijo la condesa, escandalizada—. Nada de armas de fuego en el almuerzo.

Dickie, que ya tenía la boca vacía de comida, dijo:

—Te está tomando el pelo, mamá; no tengo ninguna pistola.

Cogió otro espárrago e hizo como si disparara con él a Tobias en la cabeza. Después, lo mojó en la salsa y se lo metió entero en la boca.

—Aun así, querido, tu traje de tweed de cazar no es lo más apropiado.

—Bueno, supongo que se cambiará para la cena —dijo lord Netherwood con un tono que esperaba dejara claro que el tema era demasiado trivial como para seguir dándole importancia.

—No creas, ¿eh? —dijo Tobias—. Diría que para quitarle el tweed habría que traer a un cirujano. ¿Os acordáis —dijo empezando a reírse— de cuando apareció en la fiesta de cumpleaños de Buffy Mountford con bombachos manchados de barro y calcetines de lana?

—Sí, y el mayordomo pensó que era uno de los sirvientes y lo mandó a la parte trasera —dijo Henrietta.

Dickie, que era afable y fácil de tratar, sonrió amablemente.

—En realidad —dijo—, me salió bastante bien. Disfruté de una comilona en las cocinas y me pude acostar temprano. Buffy Mountford es más de tu estilo que del mío, Toby. Es un asno coqueto.

—¡Dickie! Nada de asnos en la mesa —dijo su madre, provocando un pequeño estallido de risillas en todos menos en ella misma.

Siempre pasaba lo mismo, la condesa nunca había llegado a compartir el sentido del humor de su familia. Opinaba que por las venas de su prole corría cierta vulgaridad bastante poderosa e imposible de eliminar.

Los platos, ya vacíos de espárragos, fueron retirados con gracilidad por los lacayos y reemplazados en su lugar por los calientes. Munster apareció con determinación, portando un plato de chuletas de ternera que sirvió, organizadamente, una a cada dama y dos a los caballeros. Después, las verduras —zanahorias y col rizada de Netherwood—, y todo el proceso se hizo del modo exacto para conservar lo máximo posible el calor de la comida en la porcelana. Como su esposa, el señor Munster rara vez sonreía, pero su profesionalidad era incuestionable. No se debía perder ni un momento entre la cocina y el comedor, le decía a sus lacayos; de lo contrario, estarían desperdiciando el trabajo de los cocineros y la comida en sí. Por lo tanto, el trayecto entre la cocina, a través de la puerta de servicio y a través del pasillo hasta llegar al comedor, siempre se hacía en silencio y lo más rápidamente posible.

—No entiendo por qué no me pueden poner a mí dos chuletas —dijo Henrietta con bastante poca educación ya que la señora Munster seguía sirviendo en la mesa cuando lo dijo—. Estoy igual de hambrienta que Toby y Dickie.

Lord Netherwood suspiró; «ya estamos otra vez…», pensó.

—No seas irritante, querida —dijo la condesa—. Piensa en tu figura.

Lady Netherwood, que apenas comía lo suficiente para alimentar a un pajarillo, estaba obsesionada con que su hija mayor engordara antes de encontrar esposo. Era una muchacha atlética y activa, pero aunque normalmente se mantenía bastante bien, nunca debía bajar la guardia. Isabella sí había heredado su figura esbelta, y eso tranquilizaba a la condesa.

—En lo que estoy pensando es en mi estómago vacío —dijo Henrietta—. No quiero pasarme toda la tarde deseando que llegue la cena.

El conde le hizo un gesto a Munster, que volvió tras sus pasos.

—Sírvele a lady Henrietta otra chuleta, Munster, tenemos aquí un buen estómago —dijo.

Aquellos almuerzos en familia eran cada vez más tediosos, pensaba el conde. Ya era hora de que los polluelos creciditos levantaran el vuelo. Para colmo de males, Clarissa se habría molestado por haber puesto su autoridad en entredicho, y podía ver por la expresión de su esposa que había caído en desgracia. Bueno, ya estaba acostumbrado a verse en aquella situación, y al menos en esta ocasión tenía a Henry de su lado.

—Padre —dijo de pronto Isabella—, ¿puedo asistir a la fiesta de mañana por la noche?

«¡Qué pícara!», pensó Henrietta. La niña sabía que su madre no lo permitiría, así que le había dirigido la pregunta al conde, al que le resultaba casi imposible negarle algo a su hijita. Sin embargo, no tuvo oportunidad de responder ya que se le adelantó la condesa.

—Esa es una pregunta absurda, Isabella —dijo—. Tienes doce años.

—Qué pena —dijo Toby—. Podría ocupar mi lugar.

Su padre lo miró torvamente.

—Ya tienes suerte de que te dejen salir del cuarto de los niños —le dijo Henrietta a Isabella—. A mí no me dejaban a tu edad. Y, a todo esto, ¿quién está invitado?

Su madre se animó al instante; aquel era el tipo de conversación del que disfrutaba a la mesa.

—Serán pocos invitados —dijo, preparándose para contarlos con los dedos—. Los Abberley, los Fortescue, los Fitzherbert, los Campbell-Chievely… A los Devonshire los invité, pero ya tenían otro compromiso.

—Buf, qué deprimente —dijo Tobias con mal tono.

Su madre lo ignoró.

—Ah, y el embajador Choate y su esposa han aceptado la invitación también —prosiguió la condesa.

El conde, que hasta el momento había estado de acuerdo con Toby, dijo:

—¿De verdad? ¿El embajador americano?

—Sí —dijo Clarissa con un tono un tanto mordaz ya que todavía no quería dirigirle la palabra a su marido—. Y su esposa, y creo que también una joven americana que viaja con ellos.

—Vaya, muy astuto por tu parte, querida —dijo el conde—. Quiero saber su opinión sobre Panamá. Podríamos tener espléndidas opciones de inversión allí, chicos —asintió hacia Tobias y Dickie—. Los americanos se están quedando con todo lo que los franceses dejaron.

La condesa suspiró.

—No quiero que tu obsesión por los negocios y la industria domine la noche —dijo—. El embajador Choate vendrá con la idea de pasar un rato distendido.

—Bah, paparruchas —dijo Teddy—. Es un yanqui; se avienen a normas distintas a las nuestras.

—¿Qué es lo que está pasando en Panamá que es tan interesante? —dijo Henrietta.

—Allí se hacen sombreros, Henry —dijo Isabella pacientemente—. No estás al tanto de nada…

Incluso lady Netherwood se dejó llevar por las risas y olvidó su resentimiento.

Pasteles de ternera y jamón, púdines de carne, huevos escoceses, bollos a la parrilla, tartaletas de mermelada de frambuesa y crêpes de limón. Ese era el menú de Eve para el martes por la tarde, y nada podía tener un tamaño mayor que el de un bocado. Cuando aún estaba en Netherwood, se había tomado la molestia de escribirlo todo y enseñárselo a la condesa para que diera su aprobación, «en las grandes casas, las cosas como deben ser», pensaba Eve mientras lo escribía. La condesa había trinado alegremente y hecho un comentario bastante necio sobre servir comida de pobres a sus invitados nobles, y Eve se había marchado sintiéndose inmensamente aliviada de que Amos no hubiera estado allí para oírlo.

Desde que había diseñado las porciones diminutas para la condesa en la inauguración del molino, Eve había perfeccionado el proceso de elaboración de las mismas y se había hecho con una serie de utensilios que le facilitaban la labor y le daban la coherencia que buscaba para su comida especial. Había tenido la maravillosa idea de hacer una visita a la forja de la cantera New Mill para hablar con el herrero y proponerle que trabajara para ella como un empleo aparte del de la mina. Anna había hecho varios dibujos con el diseño de lo que necesitaban: bandejas de horno de hierro fundido con hendiduras para pasteles y púdines pero en miniatura. El herrero había aceptado y realizado doce piezas, algunas de ellas con huecos redondeados para hacer las tartaletas dulces y los pastelitos, y otras planas con los típicos laterales inclinados. También forjó una tanda de anillos con los laterales más altos y de unos tres centímetros de diámetro que Eve usaría para evitar que la masa de los crêpes y de los bollos a la plancha se extendiera por la sartén. Los pasteles con levadura los seguía haciendo a mano —las pequeñas irregularidades le daban un toque casero encantador—, pero sí contaba con veinticuatro dedales de porcelana en los que prepararía los mejores púdines salados que nadie hubiera probado. Eran grandes para ser dedales, pero muy pequeños para usarlos como cuencos para púdines, con lo que el único modo de introducir la corteza era con el dedo meñique, y aun así era una ardua tarea.

Eve volvió a la cocina preguntándose qué tipo de recepción tendría allí abajo ahora que los Hoyland la habían recibido como a un miembro más de la familia. De hecho, durante unos instantes, no hubo recepción en absoluto; todos le daban la espalda ocupados con sus cosas y con la expresión entre neutra y hostil. A la señora Carmichael no se la veía por ningún lado, aunque los preparativos del almuerzo de la familia estaban casi llegando a su fin, así que Eve asumió que aparecería por allí en breve.

De cualquier modo, a Eve le daba exactamente igual. Contaba con sus pensamientos como compañía, y eran realmente muchos, así que se colocó en su puesto y empezó a incorporar la mantequilla a una mezcla previamente preparada de harina y azúcar para hacer una pasta dulce para las tartaletas de mermelada. Tenía dos yemas batidas a un lado, listas para añadirlas cuando llegara su momento. Quería que tuviera una textura suave para que no restara importancia al relleno de frambuesa. Todo esto lo llevaba a cabo con agilidad y presteza, ejerciendo con sus dedos frescos la alquimia necesaria para transformar aquellos pocos ingredientes en algo distinto.

—No habría tantos fallos en la mesa de los dulces si se tuviera más cuidado en su preparación.

Eve se giró y se encontró con que era la señora Carmichael la que había hablado desde el umbral de la puerta. Había dicho algo muy peculiar, pensó Eve, sin saber realmente si se trataba de un cumplido ya que, quizás por no estar acostumbrada a expresarlos la cocinera, pareció más una amonestación.

—Bueno, lo mismo se podría decir de cualquier cosa en la vida, ¿no cree? —dijo Eve con cautela.

La señora Carmichael asintió pensativa. Pareció dudar un momento cómo decir la siguiente frase, moviendo la boca pero sin saber cómo articularla.

—Creo —dijo con bastante esfuerzo— que he malinterpretado la situación.

—¿Ah, sí? —dijo Eve—. ¿En qué sentido?

—Bueno, quizás si hubiera quedado más claro que estaría aquí solo durante un breve periodo de tiempo y por un motivo muy concreto…

Fue viniéndose abajo, y parecía más pequeña que las otras veces que Eve la había visto. El silencio entre ambas se alargó hasta que la cocinera volvió a hablar.

—No querría provocarle ningún mal, señora Williams —dijo. Eve pensó: «Claro, ahora que ha visto cómo van las cosas ahí arriba»—. Y espero que podamos llevarnos bien.

—Señora Carmichael —respondió Eve—. No creo que podamos llegar a esos términos, la verdad, pero tampoco tenemos que ser enemigas. Según veo, hoy he ascendido varios puestos para usted, y ambas sabemos por qué. Usted sacó conclusiones de mí que eran completamente erróneas, y hasta ahora, que ha visto que la familia me trata así de bien, no se ha preocupado por saber nada de mí.

Eve habló con tono pausado y agradable, y no llamó la atención de la sala contigua. No deseaba humillarla, sino simplemente hacerle ver la verdad, pero era increíblemente satisfactorio poder hacerlo. La señora Carmichael, no obstante, parecía molesta. La conversación no estaba fluyendo como ella había esperado; pretendía comunicarle a Eve que aceptaba su presencia allí y esperaba que esta se sintiera complacida por ello, pero las cosas no habían salido ni mucho menos así.

—Sea como fuere —dijo Eve haciendo uso de los coloquialismos de Netherwood en aquel momento álgido de la conversación—, si no le importa tengo que seguir con mi trabajo, pastelitos de hadas —añadió con malicia y, básicamente, para desconcertarla y despistarla.

—Claro —dijo la señora Carmichael—, claro. Y yo que preparar el almuerzo.

Se retiró a la cocina principal.

—La cena —dijo Eve, muy bajito para que nadie pudiera oírla.

Después volvió a ponerse de frente a la única compañía que le apetecía en aquel momento, la de la perfección de su masa.

Más tarde, aquel mismo día, cuando ya había terminado de hacer todo lo que podía para el día siguiente, salió al patio para ver si encontraba a Samuel Stallibrass. Había tenido una idea, una de esas que Anna, de haber estado allí, habría aprobado sin pensárselo dos veces. En aquella ocasión sí encontró a Samuel con facilidad; estaba sentado en una banqueta de tres patas fumando en pipa y sacándole brillo a un estribo.

El hombre levantó la mirada cuando Eve se acercó a él y sonrió abiertamente.

—Bueno, bueno —dijo, hablando con la pipa en la boca—. La veo más feliz que la última vez.

—Creo que podría decirse que lo estoy —dijo Eve.

Samuel se inclinó como si estuviera evaluando su expresión y dijo:

—Sí, yo también lo creo.

—¿Eso no debería estar haciéndolo uno de los mozos de cuadra? —dijo Eve señalando el estribo y el trapo que Samuel tenía en la mano.

—Ya lo han hecho —dijo—, pero no muy bien, la verdad. ¿Qué tal va la cosa con Beryl?

—¿Beryl? —Eve no tenía ni idea de lo que le estaba diciendo.

—La señora Carmichael, la cocinera.

—Ah, creía que pretendía quitarle su puesto…

—Y ha sido desagradable con usted. —Samuel terminó la idea.

—Sí. Después vio a lady Netherwood saludarme como si fuera un familiar al que llevaba tiempo sin ver…

—Y ahora ha cambiado de actitud. —El hombre volvió a hacerlo—. Beryl Carmichael es así, juzga a una persona por la estima en la que la tengan los demás.

Eve asintió.

—Ayer mandó a una joven para que me ayudara a situarme, se llamaba Molly, o Polly, o algo así. Parece como si el sonido de su propia voz le diera miedo, así que no me enteré muy bien de lo que me explicó.

Samuel rio con picardía.

—Ya aprenderá a hablar en voz alta. Allí abajo aplica la ley del más fuerte, la competencia es brutal. Si un día salieran ahí fuera…

—Yo no lo habría dicho mejor —dijo Daniel, que había aparecido por un arco de piedra que daba al jardín.

El rostro de Eve se iluminó ligeramente, pero consiguió contenerlo rápidamente, reemplazando la expresión por una sonrisa informal, aunque no a tiempo de que Samuel no se percatara. «Sí, sí, pensó, podría traer problema, pero si no tiene a nadie esperándola en Netherwood, ¿por qué no?».

—Eve —dijo Daniel.

Ella lo miró.

—¿Querría venir a sentarse un rato en el jardín?

Había sido una proposición muy atrevida, y Eve se sonrojó.

—Quería pedirle un favor al señor Stallibrass —dijo Eve.

—¿Ah, sí? —dijo Samuel, sacándose la pipa de la boca por fin—. ¿Y cuál es?

—Me gustaría volver a la tienda que me enseñó. Fortnum…

—Fortnum & Mason. ¿De verdad? ¿Quiere gastarse el dinero en productos exóticos enlatados?

—No —contestó Eve, deseando no tener que explicarlo delante de una audiencia—. Quería hacerles… bueno, una… —pensó cómo lo diría Anna— una propuesta de negocio.

Samuel empezó a reírse exageradamente, pero no así Daniel, que dijo:

—Yo la llevaré. Podemos ir andando desde aquí.

—Ah, ¿sí? ¿Se puede? ¿Haría eso? —dijo Eve.

—Sí que podemos y sí que lo haría —contestó Daniel—. Venga y siéntese conmigo en el jardín unos minutos mientras me cuenta esa propuesta.

Eso hicieron, mirando a Samuel como disculpándose, pero este se encogió de hombros como si quisiera decir: «Así es la vida», y los despidió con la mano. Eve quería ver a Daniel de todos modos, y tenía la intención de buscarlo en el jardín después de hablar con Samuel. Llevaba una cosa para él en el bolsillo, envuelta en un paño.

—Quería darle esto —dijo, sacándose el objeto en cuanto se sentaron—. Para agradecerle los lirios de los valles. Fue un gesto encantador mandarlos a mi habitación. Los olí nada más abrir la puerta.

—Pues hay muchos más donde los cogí —dijo—. Puede contar con ellos todos los días si quiere, mi señora; bueno, hasta que se acaben.

Eve rio con naturalidad.

—Soy jardinero, no obro milagros —dijo—. Pero bueno, ¿qué es esto? —Cogió el paquete que Eve le había ofrecido.

—Un pastel… —dijo ella, sonriendo al ver que la idea sonaba muy prosaica—. Un pastel de hadas.

Daniel lo abrió con delicadeza y levantó con los dedos índice y pulgar el pequeño pastelito de ternera y jamón perfectamente elaborado.

—¿Lo ha encogido? —dijo.

Eve volvió a reír.

—Nunca fue grande —dijo—. Los hago así para lady Netherwood.

—Es precioso —dijo, girando el pastelito para contemplarlo desde todos los ángulos—. Fíjese, podríamos dejarlo bajo los árboles para los duendes.

—Cómaselo —dijo Eve.

Él le dedicó una mirada encantadora y se lo metió en la boca, masticó varias veces y se lo tragó.

—Por Dios bendito —dijo—. Este pastel es celestial.