Capítulo 21
Tobias se reclinó contra el marco de la ventana de su dormitorio mientras le daba una calada profunda y terapéutica al primer cigarrillo del día. Aún llevaba puesta la ropa de la noche anterior, buena muestra de su extravagancia, luciendo su vieja indumentaria marinera, unos pantalones de franela color crema y un blazer desenfadado. Este atuendo estudiantil era su preferido para pasar una noche en la taberna y, junto con una selección adicional de prendas de vestir —el conjunto blanco de cricket, la toga (robada) de universidad— era lo único que tenía para enseñar de su temporada en Cambridge. Lo habían expulsado del Trinity en el segundo año, justo antes de terminar el trimestre de otoño, debido a su rechazo persistente a acometer las reglas académicas de la vida del estudiante universitario. Él, por su parte, no había sufrido ningún sentimiento de rechazo ni remordimiento por aquel cambio de rumbo de los acontecimientos. Toby no era muy dado al arrepentimiento y, de cualquier modo, había accedido a entrar en la universidad para contentar a su padre. Había disfrutado de todo lo que la ocasión propiciaba: los bailes, las cenas, salir en batea por la zona de The Backs… Sus amigos lo habían echado de menos tras su expulsión.
Abajo estaba Hislop amontonando las hojas de hiedra en el sendero de gravilla. El anciano, jardinero jefe de Netherwood, miró a la ventana y repitió el gesto rápidamente, desconcertado, algo que solía ocurrir entre los miembros del servicio más mayores ya que Tobias era el vivo reflejo de su padre cuando este era joven, y se sorprendían de creer ver al conde en su juventud. A su misma edad, Teddy Hoyland estaba considerado todo un galán, y se decía que su rostro y elegante figura habían sido igual de responsables que su fortuna al robarle el corazón a la señora Clarissa Benbury. Ya en el presente, su gusto por la buena mesa y el buen vino habían alterado esa apariencia atractiva de Teddy, y no para mejor. No obstante, todos veían al joven sexto conde en los rasgos de su hijo mayor, y no era el tipo de aspecto que había pasado de moda en el momento. A esto había que añadir la fastuosidad de las perspectivas de fortuna, por lo que Tobias era considerado, sin tener nada que envidiar a su padre a este respecto, un muy buen partido, si es que se dejaba cazar. Pero tenía ciertos gustos que no habían tomado la dirección más adecuada: chicas lujuriosas de elevada jovialidad y moral discutible, que se ofrecían asequibles sin pedir compromiso alguno a cambio.
Las dependencias de Toby estaban situadas entre las que daban a los pastos principales que había frente a la casa. Tenía una habitación enorme, amueblada con caoba de la mejor calidad y una cama con dosel. Junto a su habitación había un pequeño estudio con un escritorio de nogal, y los cajones estaban bien abastecidos con papel de vitela, plumas y tinta, que Toby jamás había usado. Al cruzar otra puerta se encontraba su sala privada, con dos sillones de orejas de piel color burdeos colocados frente a la chimenea, y una otomana baja de piel verde entre ambos. También ocupaba la sala una gran librería repleta de todos los libros que cualquiera esperaría encontrar en un lugar como aquel: Shakespeare, Milton, algo de Wordsworth y de Coleridge, algún libro de Thackeray y de Dickens, y una preciosa primera edición de Los viajes de Gulliver. Además, en el estante de abajo, había una hilera de lomos de papel de color rosa y beige, la tan preciada colección personal de Tobias de libros sobre cricket de Wisden. Junto a ellos, apilados y haciendo la función de sujetalibros, se encontraban las revistas Horse and Hound. Tanto esta última colección como los Wisden estaban bastante desgastados por el uso.
Dio una última calada ansiosa al cigarrillo y lo apagó de manera despreocupada en el alfeizar de la ventana, recogiendo los restos en la palma de la mano para tirarlos luego a la alfombra. Se quedó junto a la ventana observando sin entusiasmo alguno a los miembros del servicio, que estaban asegurando las cuerdas tensoras de las cinco fastuosas carpas que iban a habilitar para la celebración.
A Tobias no le apetecía en absoluto el día que se le planteaba por delante. Se frotó las sienes para intentar aliviar el dolor, último vestigio de una buena noche en compañía de las damas de Netherwood en la sala de barriles que solían cerrar para su uso privado en el Hare and Hounds. Tobias, aunque era un joven aristócrata mimado y consentido, nunca le rechazaba una pinta de cerveza a ningún hombre. Aquel trato, una especie de democracia social inocente, había sido ampliamente practicado por el conde desde que Toby era un niño. Era buena señal, pensaba Teddy, que el futuro guardián del patrimonio de Netherwood se llevara bien con los menos privilegiados que él, y siempre le había gustado ver a su hijo subido a un árbol en el ejido o deslizándose en trineo por Harley Hill con un grupo de niños locales. Ahora, sin embargo, el conde opinaba que su hijo necesitaba establecer cierta distancia con sus viejos amigos, una distancia que había asumido equivocadamente que surgiría de forma natural con los años. Lo que resultaba encomiable en la infancia se convertía en poco digno siendo adulto, sobre todo si la cerveza entraba a formar parte de la ecuación. La noche anterior había sido todo un clásico, pensaba Toby. Acababa de llegar a casa tambaleándose hacía apenas media hora, y lo que necesitaba era un buen sueño reparador, un baño caliente y un plato de los huevos con patatas de la señora Adams, justo en ese orden. En lugar de esto, a lo que se enfrentaba era a toda la pompa y ceremonia de una celebración típica de la familia Hoyland pero, además, de modo desorbitado. Solo con pensarlo le entraban ganas de llorar de cansancio: el rostro rubicundo de su padre hinchado de orgullo paternal y él mismo obligado a sonreír modestamente mientras escuchaba todos los malditos elogios bochornosos sobre la mayoría de edad y sus responsabilidades; todo un tormento.
A su espalda se abrió la puerta con delicadeza y entró un joven con actitud sumisa, tambaleándose levemente bajo el peso de un cubo de latón con carbón. Se detuvo en seco al ver a Tobias, retrocedió, cerró la puerta y llamó tímidamente.
—¡Pasa! —dijo Toby con tono brusco y sin girarse para mirar.
El lacayo entró de nuevo en la habitación con la cabeza y la mirada gachas. Tragó saliva con nerviosismo; estaba en sus inicios de prestar servicio en la casa Netherwood, y el experimentado jefe del personal le había advertido expresamente que permaneciera invisible en sus tareas cotidianas de la mañana. Debía entrar sigilosamente en la habitación para preparar y encender el fuego antes de que el joven señorito se despertara, y allí estaba el susodicho vestido y mirando al jardín por la ventana. Parecía que ya hubieran hecho la cama, o que ni siquiera hubiera dormido en ella, quizás. Todo aquello era completamente inusual y el joven no se sentía a la altura de las circunstancias. Sin embargo, algo tenía que hacer, así que se armó de valor y carraspeó educadamente.
—¿Qué? —dijo Toby toscamente.
Se giró y creyó que le iba a estallar la cabeza de un momento a otro por el dolor insoportable que sufrió tras el movimiento repentino. También tenía una sed espantosa, a la cual no había ayudado el cigarrillo.
—Mi señor, disculpe, señor. ¿Quiere que le encienda el fuego, señor?
Toby se dio cuenta de que el chico estaba blanco como la cal por el nerviosismo que sentía, así que intentó suavizarse y asintió.
El muchacho fue casi de puntillas hasta la chimenea y empezó a apartar las ascuas consumidas del fuego de la noche anterior. Había hecho mucho frío para la época del año en la que estaban, y toda la familia había querido encender las chimeneas de sus habitaciones tanto por la mañana como por la noche. Toby observó al joven unos instantes para después volver a contemplar a las abejas obreras mientras estas preparaban toda la parafernalia de su fiesta. Por Dios bendito, ahora habían colgado del entoldado un maldito banderín terminado en zigzag del estilo de los que habría usado Enrique V en Agincourt. En aquel instante le sobrevino un recuerdo bastante desagradable de su paso por el colegio Eton.
—Aquel que no tenga estómago para esta lucha, que se marche —murmuró Toby, que no había olvidado todo lo que le habían enseñado en el colegio. Después bramó—. ¡Que me marchara! ¡Ja! Harto improbable.
El chico, que seguía afanado con la chimenea, dio un respingo y, para su bochorno, emitió un alarido involuntario. Toby rio, pero sin mala intención.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó—. No te he visto antes, ¿verdad?
El muchacho, un poco más animado por el tono amistoso de su joven señorito, pero consternado por la atención que estaba recibiendo, respondió elevando demasiado la voz:
—Freddie, señor, Thomas.
—Bueno, ¿Freddie o Thomas?
—Ambos, señor. Freddie Thomas, señor.
Toby volvió a reír.
—Bueno, Freddie Thomas, espero que asistas a mi fiesta. Buey asado, cerveza gratis y chicas hermosas. No eres demasiado joven para las chicas, ¿no?
Freddie no salía de su asombro y confusión, y se debatía entre el «sí», que podría resultar demasiado directo, y el «no», que podría parecer insolente. De todos modos, no tendría que haberse preocupado tanto, ya que a Toby, en realidad, no le interesaba la respuesta.
—Bueno, enciende eso y puedes marcharte —dijo—. Supongo que tendrás más tareas de las que ocuparte antes de poder unirte a nuestra juerga.
—Sí, señor. Gracias, señor —dijo Freddie.
Puso una cerilla encendida sobre el periódico de la chimenea y esperó atento para comprobar que prendía bien. Las nuevas llamas se entrelazaban entre sí alrededor de las astillas para hacer fuego y, satisfecho, Freddie se puso de pie con la intención de marcharse, mirando una vez más hacia atrás antes de abandonar la habitación. Tobias, lord Fulton, el futuro séptimo conde de Netherwood, volvía a mirar por la ventana fumándose otro cigarrillo; su cuerpo y su postura eran la viva personificación de la desesperanza. Sin embargo, Freddie se preguntaba qué problemas podría tener un hombre como él. Mientras se dirigía a la enorme puerta de roble de la habitación, el chico sufrió un arrebato repentino.
—¿Señor? —se aventuró a decir.
Toby suspiró y se volvió hacia el joven.
—¿Qué pasa ahora? —dijo.
—Que disfrute de su día, señor —dijo Freddie.
—Ah, lárgate —respondió Toby, y volvió a girarse hacia la ventana.
En la casa solariega de Netherwood, la mayoría de edad de un vástago, desde el heredero hasta el menos honorable, siempre se había celebrado con un abundante desayuno familiar antes de que comenzaran los festejos. Aquel no era el verdadero día del cumpleaños de Toby, claro, pero cuando correspondía, en enero, lo que había dominado el día había sido la muerte de un minero en New Mill, un funeral al que asistir aquella misma mañana y un ambiente de sobriedad en toda la casa. Por lo tanto, a petición de lady Netherwood, el desayuno de Tobias se había retrasado seis meses después del evento. Tendría regalos también, por supuesto; Clarissa opinaba que sin ellos, la celebración decaería enormemente.
Las comidas de Netherwood eran siempre un evento, pero para la mayoría de edad del hijo mayor y heredero había que establecer nuevos niveles de excelencia. El despliegue de aquella mañana fue tremendamente fastuoso: había platos de plata con tapas abovedadas repletos de beicon, chuletitas de cordero, riñones, tomates asados, huevos con curry, champiñones salteados, abadejo ahumado al vapor y arenques salados y ahumados. También había sobre la mesa cestas llenas de pan y bollos tostados, una al alcance de cada comensal, así como tarros de plata que contenían mermeladas de cítricos y confituras de frutas, cafeteras de plata, jarras con leche y cuencos con azúcar. Y, por ser un día especial, habían colocado una ostentosa fuente de tres pisos en el centro de la mesa con una cascada fresca de uvas, melón, naranjas y piña.
Era una pena que el ambiente que dominaba la mesa justo antes de las nueve y cuarto fuera tenso. Mientras que cada miembro de la familia comprendía que se esperaba su asistencia al comedor a las nueve en punto, el conde y la condesa, que intercambiaban miradas desde ambos extremos de la larga mesa, únicamente contaban con la compañía de tres de sus cuatro hijos: Henrietta, Dickie e Isabella estaban presentes y con corrección. Tobias, para quien habían colocado en su sitio de la mesa una atractiva montaña de cajas minuciosamente envueltas en un papel de regalo precioso, no estaba con ellos, e Isabella contemplaba las cajas, deseosa de poder abrirlas.
Mientras permanecían sentados en un incómodo silencio, el desayuno ya estaba completo y Parkinson, un ayudante del mayordomo y cuatro sirvientes más lo habían colocado todo en el aparador. Ya con su tarea completada, los lacayos aguardaban de pie y en silencio en sus puestos de trabajo alrededor de la sala a que la familia empezara a comer. El reloj de sobremesa de similor marcó las nueve y cuarto; lord Netherwood, que tamborileaba con los dedos en la mesa, sacó un reloj de bolsillo de oro de su chaleco y lo depositó en la mesa, para mirar después de forma harto significativa a Parkinson quien, a su vez, miró del mismo modo a uno de los lacayos. Este, sin tener a nadie inferior en rango a él a quien trasladar la mirada, la dirigió al suelo. Que Tobias llegara tarde no era culpa de nadie más que de él mismo, pero aun así había una sensación compartida entre los sirvientes de la casa de que, de algún modo, estaban fallando a su señor.
—Malditos malos modales —dijo el conde.
Habló gentilmente, tratando de iniciar una conversación como quien habla sobre el tiempo. Todos los demás presentes en la sala sabían perfectamente que en el fondo no era así. Teddy Hoyland apenas levantaba la voz, así que su familia y el servicio estaban acostumbrados a buscar otros signos de desagrado en él. Aquella mañana, el tono rosáceo de la nuca sobre el cuello de la camisa almidonado, indicaba que no todo estaba bien bajo aquella superficie aparentemente en calma. Todos permanecieron sentados sin romper más el silencio.
—Bueno —dijo de repente el conde, aún con tono agradable, empujando la silla hacia atrás y poniéndose de pie para consternación de Parkinson, a quien había cogido desprevenido el repentino cambio de situación y no había tenido tiempo de asistir a su señor—. No veo razón para que permitamos que estas exquisiteces se enfríen; vamos a comer.
Se acercó al aparador, donde Parkinson, de nuevo capaz de dar lo mejor de sí, estaba en posición de levantar cualquier tapa por la que el conde mostrara interés.
Lady Netherwood, con expresión anodina y amable, elevó una queja:
—¿Es apropiado comenzar el desayuno de cumpleaños de Toby antes de que llegue? —dijo.
—Le da igual —dijo Henrietta sin alterarse—. De hecho, seguro que agradece que le evitemos el suplicio.
—¡Henrietta! —dijo lady Netherwood con un tono de molestia más basado en la costumbre que en la convicción.
—Pero es verdad —se reafirmó Henrietta—. Seguro que tiene un aspecto horrible después de anoche y estará arriba vestido todavía y fuera de combate.
—Ya basta, Henry —dijo el señor Netherwood, que había ignorado la objeción de su esposa y ya volvía a la mesa con un plato lleno de arenques y tomates.
Isabella lo miró y la boca se le hizo agua. Sabía que no estaba bien desagradar a mamá, pero si papá estaba comiendo, supuso que ella también podía. Su padre empezó a cortar y pinchar la comida como si fuera la cabeza de Toby lo que había en el plato. Su hija menor lo observaba con recelo y dudaba si arriesgarse a pedir permiso para comer o no, pero Dickie no le dejó hacerlo cuando, afablemente, se prestó voluntario para ir a buscar al cumpleañero descarriado.
—Ni pensarlo —dijo lord Netherwood exactamente al mismo tiempo que su esposa decía:
—Gracias, cariño.
Así que Dickie rio imprudentemente y Henrietta dibujó una sonrisa de complicidad. Lord Netherwood le indicó que borrara aquel gesto insolente de su cara y Dickie, con su característica falta de habilidad para evaluar las situaciones incómodas, volvió a sentarse cómodamente en la silla y empezó a silbar. Lady Netherwood le pidió, bastante más alterada e irritada, que parara inmediatamente, argumentando que le estaba empezando a doler la cabeza. Henrietta dijo que si todos iban a seguir así de malhumorados, pedía permiso para abandonar la mesa, e Isabella rompió a llorar. En aquel punto de la situación, se abrió la puerta del comedor y entró Tobias, mostrando una sonrisa desenfadada —y carente de entusiasmo— a la reunión.
—Cariño —dijo su madre aliviada y perdonando al instante el retraso.
Sonrió amablemente a su hijo; la indulgencia que mostraba por sus excesos ya era bien conocida por todos, y aún no había llegado a su límite.
—Buenos días, mamá —dijo Toby—. Dios mío, vaya despliegue. ¡Y regalos! Venga, Izzy, abre este por mí, ¿vale?
Para deleite de su hermana pequeña, Toby le acercó un paquete por encima de la mesa y ella empezó a deshacer con entusiasmo el lazo azul de seda que lo decoraba.
—Estás increíblemente horrible —dijo Henrietta, a la que su hermano no había conseguido engatusar con aquel entusiasmo fingido.
—Tú también —dijo Toby—. Pero yo no he dormido, ¿cuál es tu excusa?
Ella rio y dijo:
—Touché.
Toby seguía de pie agarrado al respaldar de la silla e intentaba que no le provocaran arcadas la visión y el olor de los arenques de su padre. Habían empezado a brotarle gotas de sudor en la frente, y empezaba a percibir un resquemor en la sien que le indicaba que se acercaba otro ataque de dolor de cabeza. Había cometido el error de dar una cabezadita en la cama y se había quedado profundamente dormido, tanto que solo había conseguido despertarlo el ruido de los trabajadores colocando el entoldado junto a la ventana de su dormitorio; ahora su cuerpo ansiaba poder volver a ese estado de inconsciencia. No paraba de repetirse a sí mismo que solo tendría que aguantar media hora más y ya podría retirarse a dormir un rato. No obstante, al padre ya no había quien le quitara la ansiedad y seguía con el cuello rojo como la barba de un pavo y usando el tenedor como si fuera una bayoneta. La jornada que se le planteaba por delante ya era bastante inquietante como para que encima papi estuviera todo el día mirándolo mal. Más le valía enmendar el error, y rapidito.
—Perdona, papá —dijo Toby. Sonó sincero y humilde y, hasta cierto punto, era verdad—. Un espectáculo horroroso llegar tarde a mi propia fiesta. No imaginas lo mal que me siento.
Era la viva imagen del arrepentimiento. Ya había representado el mismo papel ante Teddy en numerosas ocasiones a lo largo de los años, pero no era menos efectivo por ello, al menos en aquella ocasión. Su padre era perfectamente capaz de darle un buen sermón, pero no aquella mañana; tenían un largo día por delante, había mucho que hacer y una celebración que preparar. Y Teddy pensó: «Por Dios bendito, ¿cuántas veces habré bebido yo mismo tanto como para estar en el mismo estado que mi hijo?». La decisión estaba tomada, un perdón rápido valdría.
—Claro, bueno, no se hable más sobre el tema —dijo el señor Netherwood—. Llénate el plato, jovencito, y vamos a empezar bien el día.
Toby, recién indultado, le lanzó una sonrisa cómplice de triunfo a Henrietta a través de la mesa, quien le devolvió el gesto con dulzura.
—¿Arenques? —dijo Henrietta—. ¿O riñones?