Capítulo 17
Junto a las vías del ferrocarril había un largo sendero de gravilla que iba en paralelo a los raíles, tan cerca de ellos que si uno daba un paso en falso hacia el lado, se encontraba sobre los hierros. Seth y Eliza tenían prohibido ir allí; en una ocasión, años atrás, un chico de once años había muerto al atascársele el pie en uno de los raíles. El tren le había cortado el pie como un cuchillo corta la mantequilla, y el muchacho había perdido el conocimiento y muerto desangrado. Al menos eso era lo que les contaban. Seth no se lo terminaba de creer y pasaba horas junto a la vía del tren —desoyendo la prohibición— y no comprendía cómo se podía meter el pie tanto como para no poder sacarlo después. En cualquier caso, no cabía un pie en ningún sitio; no había ningún hueco lo suficientemente grande. Seth pensaba que era una historia inventada para asustar a los niños, y con Eliza sí que había funcionado, ya que había añadido aquel lugar a la lista de sitios que le daban miedo, junto con el cementerio y el almacén de los hornos de ladrillo, todos ellos lugares que, desde su punto de vista, atraían la muerte.
Sin embargo a Seth le encantaba, sobre todo si estaba solo, como aquel día. Había dos tandas de vías férreas en aquella parte de la ciudad que, si se seguían desde Netherwood en dirección a la cantera Long Martley, convergían en un punto y se cruzaban como si hubieran cambiado de idea sobre adónde dirigirse. Seth se sentaba en las traviesas y trazaba con los dedos las formas geométricas que formaba la intersección. Si venía un tren, estaría avisado de sobra para saberlo. Incluso antes de que se viera la locomotora, las vías vibraban bajo las manos y los pájaros levantaban el vuelo de los árboles alarmados por el ruido. Aquella era otra de las razones de su escepticismo hacia los peligros de pasear por las vías; los trenes avisaban de su llegada de tantas formas distintas, que aunque uno fuera sordo y ciego podría salir del peligro sin problema. Seth pensó que, únicamente si uno quería, podría morir allí. Aquello sí lo entendía. Si se calculaba bien, no se sentiría nada.
Caminaba despreocupadamente hacia Netherwood, arrastrando un palo con la mano derecha para que fuera botando rítmicamente al chocar contra las traviesas de madera. Era un palo fino, recto y largo, y alguien debía de haber afilado una de las puntas ya que parecía la lanza que usaban los hombres de las cavernas para cazar. Lo levantó por encima del hombro como si fuera un arpón y buscó algo a lo que lanzárselo, pero nada parecía querer hacer acto de presencia para tal fin y Seth volvió a bajar el palo para seguir haciéndolo chocar contra los raíles. Si hubiera sido principios del verano, el sendero habría estado rodeado de dedaleras por la linde derecha, y Seth habría ido apartando las cabezuelas para ver a las abejas echar a volar alarmadas desde los dedales color violeta. Pero entonces, sin ninguna distracción al alcance, sus pensamientos volvieron a trasladarse a su extraño e incómodo hogar; aquella mañana había estado todo tan agitado que su madre ni siquiera se había percatado de que Seth se había ido, ni le había preguntado adónde iba. La casa olía constantemente a hornadas y había pasteles y púdines apilados en la mesa, pero no podía probar ninguno porque eran para venderlos el lunes por la mañana. Eliza y Ellen estaban jugando a algo estúpido con el bebé de aquella mujer, y la propia mujer a su vez iba y venía de un lado para otro de la cocina como si fuera suya propia. Ella y su bebé se habían establecido en su cama, en la habitación que siempre había compartido con sus hermanas, y ahora él tenía que dormir en un colchón improvisado en el suelo del dormitorio de su madre, mientras Ellen dormía con ella en la cama grande. Eliza había pedido por favor que la dejaran estar con el bebé, así que seguía durmiendo donde siempre lo había hecho. Seth odiaba la nueva organización de la casa y llevaba tres días sin hablar, pero nadie se había dado cuenta aún. Echaba de menos a su padre.
El gran reloj de la iglesia marcó las tres. Exactamente a esa misma hora dos semanas atrás estaba con su padre en los campos comunales. Para quitarse aquel pensamiento de la cabeza, Seth cogió el palo con las dos manos, lo levantó por encima de la cabeza y lo golpeó contra el raíl de hierro. El objeto se astilló pero no se rompió del todo, así que volvió a elevarlo y a golpear con él la vía, y en aquella ocasión sí se rompió en dos partes, que arrojó a las traviesas. Desde la muerte de Arthur, el desconsuelo seguía presentándosele de modo inesperado y perturbador. Le pasaba una y otra vez, y Seth se dejaba atrapar por aquel dolor, abandonándose a él, llorando y gritando como un niño desquiciado. Entonces, como si de una especie de milagro se tratara, oyó la voz de su padre:
—¡Seth!
No provenía de cerca, pero tampoco parecía muy distante. Ciertamente sonaba real, no fantasmagórica. Seth miró a su alrededor desesperado y pensó que la voz no venía desde atrás, así que se salió del camino y siguió andando por las vías del ferrocarril. Entonces volvió a escucharlo:
—¡Seth! Aquí, hijo.
Desde donde se encontraba, Seth sintió el traqueteo y el ruido de un tren que se acercaba. Estaba sobre las traviesas en aquel momento, entre los carriles. Quizás si el tren lo arrollaba, podría ver a su padre; quizás era eso lo que debía hacer.
—¡Seth, chico, apártate!
De repente, apareció la figura de un hombre que era más bajo y fornido que su padre. Se dirigía hacia él corriendo a toda prisa por el otro lado de la vía, dando manotazos al aire pero volviendo la cabeza atrás hacia el tren que se acercaba. Entonces, justo cuando el tren se le venía encima a Seth, el hombre giró la cabeza.
—¡Apártate, Seth, apártate! —gritó, pero la voz se vio ensordecida por el estrepitoso rugido del tren, y Amos Sykes tuvo que esperar a que pasaran catorce vagones de carbón vacíos hasta poder ver a Seth sano y salvo al otro lado de la vía, mirándolo fijamente con hostilidad.
Amos estaba en los huertos con Clem cuando oyó, desde las vías del tren, un sonido animal, un lamento como el grito de una zorra llamando al macho. Clem, que era duro de oído, no había escuchado nada y estaba en mitad de una frase cuando Amos, que se había girado para identificar de dónde provenía aquel sonido, saltó de repente por el muro trasero y corrió por el terraplén hacia las vías. El viejo aún se estaba rascando la cabeza, desconcertado, cuando Amos apareció de nuevo acompañado por el joven Seth Williams. Amos, que resoplaba por el esfuerzo que acababa de hacer —el terraplén era muy inclinado—, tuvo que coger aire para poder hablar reposando las manos sobre las rodillas y con el sudor cayéndole por la cara. El joven, a pesar de todo, solo parecía tener frío; temblaba y tenía el rostro de un tono grisáceo como el de la masilla.
Clem estaba avivando el fuego que habían hecho en un tonel de metal, acercó a Seth al calor y puso un cajón de embalaje bocabajo para que se pudiera sentar. Amos, que ya se estaba recuperando y respiraba algo mejor, dijo:
—No deberías andar jugueteando en las vías.
El tono de alivio se mezclaba con el de enfado, y le temblaba la voz del susto.
—No estaba jugueteando —dijo Seth rotundamente—. Estaba pensando.
Intentaba dedicarle una mirada fulminante a Amos, pero lo único que transmitía era desesperanza, no rebeldía. «Ay, demonios», pensó Clem, «este chico está muy mal».
—Bueno, pues para otra vez, piensa en otro sitio que no sea ese —dijo Amos devolviéndole la mirada desafiante.
Ya se había recuperado del esfuerzo de la carrera y la subida, pero aún notaba los efectos del susto. Por un instante había pensado que tendría que hacerle una visita a Eve con la noticia de una segunda tragedia.
Seth apartó la mirada y se quedó sentado en silencio unos instantes, observando el resplandor rojizo del fuego a través de los agujeros que Clem había hecho en el bidón. Entonces dijo:
—Creía que eras mi padre. Dijiste: «Aquí, hijo» y parecía la voz de mi padre.
Amos se suavizó rápidamente. Se acercó a Seth y le posó la mano en el hombro. Claro, así todo tenía sentido; Seth estaba apenado pero hasta que Amos había gritado, el chico estaba a salvo en el camino. No había sido hasta esa llamada que Seth se había puesto en peligro a sí mismo.
—Ah, vale —dijo Amos—. Perdona, muchacho.
Se sentía mal porque no tenía mucha experiencia consolando a las personas. Su viejo perro Mac era la única compañía que tenía en casa, y este era un tipo de animal independiente que no pedía mucho contacto físico. Pero en algún lugar profundo y desconocido de su ser, Amos sabía que le debía a Arthur cuidar de su hijo.
—No pasa nada —dijo Seth.
Él también lo sentía. No quería odiar a Amos; le caía bien. Olía parecido a su padre y tenía las manos, igual que Arthur, encalladas y con manchas de carbón, habiéndose incrustado el polvo en las rayas y los huecos de las manos como las líneas de pendiente de un mapa. Seth miró a su alrededor y vio la tierra dura y de color marrón oscuro sobre la que estaban sembradas las verduras, dividida en parcelas por ladrillos. Había una verja pequeña hecha con ramitas grandes y pequeñas entrelazadas que dividía la parcela de la siguiente, y una pequeña caseta al fondo con herramientas con gruesos mangos de madera apoyadas contra ella: una azada, una pala y un pico. No crecía nada y la tierra parecía impenetrable como la roca.
—¿Qué estás pensando? —dijo Clem.
—Que está un poco triste esto… —contestó Seth—. ¿De quién es?
—Bueno… —dijo Clem buscando en Amos ayuda.
Amos dijo:
—Era de tu padre, aunque él nunca supo que lo tenía. Se quedó libre justo antes del accidente. Precisamente eso es lo que estamos haciendo Clem y yo aquí, arreglándolo un poco.
Seth digirió la información y dijo:
—¿Puedo quedármelo?
El rostro curtido de Amos dibujó una sonrisa poco común en él.
—¡Ahí lo tienes! —le dijo a Clem—. Es lo que acabo de decirte.
El tema de la adjudicación del huerto para Arthur Williams había sido tan reciente que había permanecido sepultado en la mente de Clem Waterdine durante un día o dos después del funeral. No quería molestar a Eve con eso, pero sabía que había cierta urgencia. Después de todo, había muchas personas en la lista de espera como para dejar que la parcela estuviera demasiado tiempo a nombre de un hombre ya muerto. Por otra parte, Clem sabía que Eve, no Arthur, era quien había querido el huerto en primer lugar, y no le parecía bien dejárselo al siguiente tipo de la lista sin ni siquiera consultarle antes a ella. Por su parte, y para desconcierto de Clem, Eve parecía haber olvidado por completo el asunto. La había visto dos o tres veces desde la muerte de Arthur y siempre había estado parca en palabras, pero sobre el tema del huerto en concreto no había llegado a decir absolutamente nada. Clem se preguntaba si realmente había comprendido el honor que le había concedido el dueño.
Era un tema controvertido, pero aun así decidió afrontarlo unos días antes y se dirigía hacia Beaumont Lane por Allott’s Way cuando se encontró con Amos Sykes, que caminaba en dirección a él vestido con las ropas sucias de la cantera, de camino a casa después del turno. Amos lo saludó y habría seguido andando, pero vio algo en el comportamiento de Clem que lo hizo detenerse.
—Eh, Clem —dijo.
Clem, que nunca iba con prisa a los sitios, parecía extrañamente decidido a seguir andando.
—¿Qué pasa? —dijo Amos.
El viejo arrugó los labios y comenzó a formar una respuesta que darle, pero finalmente decidió no decir nada.
—¿Qué es, alto secreto?
Clem se aclaró la garganta y respondió:
—Es sobre los huertos.
Habló con tal engreimiento que Amos sintió el deber civil de bromear sobre el asunto, así que se echó hacia atrás fingiendo estar alarmado y se tapó los oídos con las manos.
—¡No quiero saberlo! —dijo—. Cuanto menos sepa, más seguro estaré.
Clem sabía que se estaba riendo de él pero decidió aun así quitarse aquella carga de encima. Amos oyó con atención el relato del viejo y dijo:
—Eres un viejo idiota, Clem Waterdine. —Clem torció el gesto—. Apenas han enterrado a Arthur; Eve Williams tiene cosas más importantes en las que pensar que en un huerto de verduras.
—Ya, claro —contestó Clem—. Entonces quizás lo deje pasar.
Se sentía menospreciado y, como consecuencia, menos convencido de su misión. No obstante, hizo el ademán de seguir su camino; no tenía ganas de enzarzarse en una disputa con Amos, que nunca tenía piedad al insultar y dar opiniones en contra.
—¿Sabes qué? —dijo Amos completamente ajeno al orgullo herido de Clem y a la complicada política de adjudicación de los huertos—. Te veré allí el sábado y le echaré un vistazo yo mismo.
Clem resopló con sorna. Si Amos Sykes creía que tenía algo que opinar en aquel asunto, ya podía ir quitándose la idea de la cabeza; ya podía ir poniéndose al final de la lista y esperar, le gustara o no.
Aun así, allí estaban ambos el siguiente sábado, concluyendo que el joven Seth Williams, bajo la dirección de Amos —y, pensando en los papeles, bajo el nombre de Amos— se quedaría el huerto que pertenecía a su padre. Además, el viejo autócrata de Clem se sentía rodeado de una nube de importancia por ser el benefactor; aunque sintiera que Amos se había burlado de él, la sonrisa del joven Seth compensaba con creces la desagradable sensación, así como el agradecimiento que recibió aquel mismo día por parte de Eve por tener verduras en abundancia para el siguiente otoño, Dios y lluvias mediante.