Capítulo 10
A la altura de los campos comunales se había congregado una buena multitud de personas cuando Arthur y Seth llegaron. Warren Sylvester tenía su libro de marras abierto e iba apuntando precipitadamente las apuestas, los nombres y las posibilidades de acierto en trozos de papel que daba a cambio del dinero contante y sonante, y los recibos los guardaba bajo una roca para tenerlos a salvo. Warren, un fijo de cualquier evento deportivo local, aceptaba cualquier tipo de apuestas excepto las múltiples —se guardaba bien de tener grandes pérdidas—, pero era un poco mezquino con las probabilidades y solía recibir todo tipo de improperios por parte de los apostadores descontentos. Era un tipo enclenque, con mala cara, mirada directa y desconfiada, y la mente ágil y retorcida. A nadie le gustaba, ni siquiera a su propio hermano, Lew, pero se ocupaba de mantener la predisposición de los hombres hacia el juego y de sacar buen provecho en el proceso. El único gasto que tenía era, además de pagar las apuestas ganadoras, los pocos chelines que daba a la policía para poder mantener su negocio sin la hostilidad de la ley.
Arthur despreciaba profundamente a Warren y nunca había apostado en su vida. «Eso es cosa de idiotas», le repetía a Seth una y otra vez, y no podía evitar dejar caer, cuando pasaban por el lado de Warren, algún comentario como:
—Buen día para desplumar, ¿eh, Warren?
Y Seth bajaba la mirada y deseaba que no hiciera eso. El chico salió corriendo, pero Warren no estaba preocupado, ni siquiera indiferente, como para molestarse en dar una respuesta. Simplemente levantó la cabeza y miró al frente resoplando; estaba acostumbrado a la mala opinión que despertaba entre las gentes.
En el campo de juego, Arthur cogió el bate que estaba guardándole Seth y la bolsa de pelotas, y se unió a sus compañeros de equipo, que recibieron su llegada con leves inclinaciones de cabeza apenas perceptibles. Percy Medlicott —que aquel día dirigía, no jugaba—, estaba dándole los retoques y ajustes finales al mecanismo de muelles encargado de lanzar la pelota para que la golpearan. Los cuatro hombres del equipo visitante los observaban con atención, como si su mirada de sospecha fuera lo único que podía evitar que hicieran trampas. A su vez, como requería la tradición, los cuatro jugadores de la cantera New Mill observaban a sus oponentes con el mismo recelo, como si quisieran dar a entender que, en caso de haber algún tipo de trampa, sería por parte del equipo de Rockingham, nunca de ellos.
Una vez eximido de su labor como portador de equipamiento, Seth corrió entre los curiosos hacia la parte del campo donde era más probable que fueran cayendo las pelotas. Había sido el primero en llegar y eligió su posición cuidadosamente, aunque nunca se podía saber exactamente dónde caerían ni cuán lejos podrían llegar las pelotas. Adoptó la actitud de director del partido y se quedó allí de pie con los brazos cruzados y las piernas abiertas, volviendo la mirada hacia los jugadores con el ceño fruncido, muestra de la concentración. Le habría gustado ser el único buscador, el único responsable de localizar las pelotas y que todos lo observaran a él mientras seguía con la mirada cada lanzamiento y señalizaba triunfalmente su premio. Pero vio que más hombres iban cruzando el campo sin ninguna prisa para unirse a él: Solomon Windross, Stanley Eccles y un par de tipos de Rockingham a los que Seth no conocía. Les hizo un gesto descuidado con la cabeza del mismo modo que había visto a su padre hacer en numerosas ocasiones, y los demás le devolvieron el ademán.
Se estaba levantando viento, pero allí estaban ellos, expuestos a la amplitud de los campos comunales con pocos árboles que ofrecieran refugio. Seth vio, desde la distancia, que los espectadores estaban deseosos de ver ya algo de acción. Estarían empezando a ponerse furiosos con el señor Medlicott y quejándose de lo que estaba tardando en poner a punto el lanzador. Veía a su padre hablar con Jonas Buckle, que estaba anclando una cabeza nueva en su bate con hilo de remendar. Percy Medlicott se incorporó y se alejó del mecanismo que lo ocupaba, señalizando con el dedo índice levantado que el partido podía comenzar. Se lanzó una moneda entre los dos equipos y Seth comprobó que los de Rockingham habían perdido, ya que retrocedieron con la expresión adusta y preparados para no ser sorprendidos en absoluto. Jonas se dirigió al mecanismo de lanzamiento y Arthur, Wally Heseltine y Lew Sylvester dieron varios pasos calculados en la dirección opuesta. Jonas era su gran lanzador —nadie había conseguido batir su récord de doscientos noventa metros— y ninguno de ellos quería arriesgarse a comprobar la fuerza de su golpe.
Jonas aplicó cuidosamente tiza en la cabeza de su bate y colocó la pelota en el resorte. Balanceó el bate varias veces a modo de medición y, con un movimiento fluido, golpeó el muelle para que liberara la bola, balanceó el bate hacia atrás suavemente y después hacia adelante con fuerza justo cuando la pelota descendía. Seth siguió la pelota con la mirada atenta y sin perderla de vista, pero Jonas había fallado. Volvió a cogerla y la colocó estratégicamente en el resorte. Dos movimientos más de práctica y la misma secuencia de movimientos rápidos. Esta vez Seth oyó el golpe seco del palo de madera contra la superficie del objeto y vio la pequeña pelota blanca salir disparada por encima de él.
—Cuidado, chico —dijo Solomon Windross, pero Seth no había perdido la bola de vista y sabía que pasaría cerca, pero sin golpearlo a él.
Estaba llegando al sitio de aterrizaje de la pelota justo cuando esta cayó y levantó la mano triunfal para detener la búsqueda.
—Seth, muchacho, eres más rápido que mi Jack Russell —dijo Stantly Eccles—. La próxima vez que vaya a cazar ratas te llevaré a ti en lugar de a él.
Seth sonrió. Le había salido perfecto. Se quedó junto a la pelota de Jonas con aire de importancia, observando cómo el señor Medlicott y el árbitro de Rockingham iban hacia él con las cadenas para medir la distancia de los lanzamientos. Cada cadena medía veintidós metros de largo, y las colocaron en el suelo con gran esmero unidas por los extremos, para dar una medición lo más exacta posible desde el resorte hasta el lugar en el que había aterrizado la pelota. Seth las iba contando a la misma vez que las iban posando en el suelo. Él aún no había nacido cuando Jonas realizó su lanzamiento de récord, pero sabía que había necesitado trece cadenas más una cinta métrica para poder contabilizar los últimos metros y centímetros. Seth calculaba que el lanzamiento que acababa de realizar necesitaría unas doce cadenas. Se preguntó cómo lo haría su padre, y al pensarlo volvió a buscarlo con la mirada. En aquella ocasión Arthur lo vio y lo saludó, y Seth le devolvió el gesto. Después, Arthur se volvió y se quitó la chaqueta para ir preparándose para su turno. Nunca era capaz de jugar más arropado que con mangas de camisa, hiciera el tiempo que hiciera. Siempre decía que las mangas de lana dificultaban el golpe. Seth se preguntaba si su padre estaría nervioso; sabía que él sí lo estaría si se tratara de su caso.
Percy llegó a la pelota y Seth apartó el pie para dejarlo medir los últimos centímetros.
—Vale, hijo, bien hecho —dijo Percy—. Ahora apártate, por favor; deja que el perro vea la liebre.
Su equivalente de Rockingham suspiró sonoramente mientras desenrollaban la cinta métrica meticulosamente hasta que tocara la pelota. Percy miró a Seth y comenzó a hacer la cuenta:
—Doce cadenas y ocho metros, cuarenta centímetros. ¿Eso hace…?
—Doscientos setenta y siete metros y cuarenta centímetros —dijo Seth.
Percy asintió en señal de acuerdo.
—Correcto —dijo mientras escribía la cifra en la pizarra—. Quédate aquí y observa a tu padre, que me da la impresión de que lo va a hacer de campeonato.
El árbitro de Rockingham, satisfecho con que no hubiera habido ningún tipo de burlas, volvió con sus jugadores, pero Percy se quedó con Seth mirando atentamente a Arthur mientras recogía la cinta formando un carrete ordenado. Tenía debilidad por el chico, que siempre parecía estar dispuesto a escuchar con atención cualquier cosa que le contara.
—Lo bueno de tu padre, Seth, es que tiene muy buena vista —dijo—. Lo que le falta en longitud, lo suple con su regularidad. En todos los años que llevo viéndolo jugar, puedo contar con los dedos de una mano las veces que no le ha dado a la bola. —Hizo una pausa—. Bueno, puede que con las dos manos, pero ya está.
—Me gustaría probar, señor Medlicott —dijo Seth.
—Sí, claro, pero cuando seas más alto tú que el bate, muchacho —contestó Percy—. Todavía tienes que crecer un poco más. Mira, mira —dijo señalando al otro lado del campo, donde Arthur se colocaba junto al resorte—. Mira a tu padre; no le quita el ojo de encima a la pelota, ¿ves?
Seth quería decir que ya era bastante más alto que el bate, pero había perdido la ocasión y el momento de decirlo, y ahora tocaba ver a su padre golpear el muelle y darle a la pelota a la primera lanzándola por los aires. Seth salió corriendo tras ella y Percy, Stanley, Solomon y los otros dos hombres lo dejaron ir solo.
—¡Otras doce cadenas, señor Medlicott! —gritó mientras corría sin mirar alrededor, ya que tenía la mirada fija en la pelota, imitando lo que hacía su padre.
Abrigados contra el frío y observando desde la comodidad de su Daimler, el señor Netherwood y la señorita Henrietta vieron a Arthur batear. Iban de vuelta a casa desde la cantera, donde Henry había dado muestras de sensatez e interés, siendo una muy buena compañía para su padre, aunque la fuente de sus conocimientos evidentes sobre asuntos técnicos era un misterio para el conde. Le había estado haciendo preguntas al gerente sobre la productividad de la mina como si se tratara de… no había un modo mejor de definirlo que como si se tratara de un tipo cualquiera bien informado. Aquello hizo que el conde se sintiera orgulloso y preocupado a la vez. Tenía una inteligencia y un temperamento dignos de mención, pensaba el conde, pero no le servían de nada, estaban desperdiciados a causa de su género. Cualquier tipo con suerte se la arrebataría de su lado y recogería todos los beneficios de su inteligencia nata mientras el patrimonio de Netherwood pasaba a manos de Tobias, que se lo tomaba todo en la vida como un niño en una feria. Quizás, si Toby tenía suerte, Henry se asentaría lo suficientemente cerca de él como para poder serle de utilidad, si su esposo estaba de acuerdo, claro. Aquellas cavilaciones internas del conde se vieron interrumpidas por la visión de Arthur Williams en la distancia, allá en los campos comunales, pero lo bastante cerca como para que se le viera desde el camino remangarse y prepararse para lanzar la pelota. El señor Netherwood se inclinó hacia adelante y le ordenó a Atkins que detuviera el coche.
—Mira eso, Henry. Ese tipo sí que sabe jugar —dijo el conde—. ¡Sí! ¡Buen golpe! —dijo mientras la pelota cortaba el aire.
Él también había jugado en su juventud de vez en cuando, y no se le había dado mal del todo. Sin embargo, los años habían pasado, y el decoro y la responsabilidad que su presencia implicaba en las reuniones de aquellos trabajadores suyos ya no agradaban ni a él ni a ellos. Era triste, pero así era. Suspiró recordando la gran satisfacción de golpear la bola en el aire. En Escocia estaba el golf, claro, pero esa pelota estática sobre su soporte igualmente inmóvil y pasivo no era lo mismo ni de lejos.
—Pues no me importaría probar de nuevo —dijo él.
—Y, ¿por qué no lo haces? Te esperaremos, ¿verdad, Atkins? —dijo Henrietta.
Pero el conductor no tuvo que dar una respuesta, ya que el conde negó enérgicamente con la cabeza y dijo:
—Sigue.
Se echó hacia atrás en el asiento trasero del coche con cierta sensación de desconsuelo y provocando un silencio incómodo el resto del camino de vuelta a la casa.