Capítulo 22
Era muy irritante que de repente hiciera tanto frío, pero qué se le iba a hacer; nunca se podía confiar en el verano inglés. Lady Netherwood, envuelta en sus pieles para protegerse contra el frío, estaba apoyada sobre la balaustrada de la terraza de la primera planta de la casa Netherwood, observando los jardines que se extendían a sus pies. Aquellos eran sus dominios; aquel mundo exterior lo era mucho más que la propia casa, la cual nunca le había interesado mucho. Lady Netherwood no le veía mucho sentido a eso del diseño de los interiores, por muy bonito efecto que produjera. No había nada que mejorar en un interior perfecto y, ¿quién se atrevería a proponer que quitaran los cuadros de Gainsborough y de Stubbs únicamente para variar la apariencia de un espacio?
El jardín, sin embargo, se encontraba en un estado de constante cambio estacional, e incluso en verano seguía estando lleno de posibilidades. Bajo su gobierno como condesa de Netherwood, los campos habían sido rediseñados y se habían plantado nuevas especies en una búsqueda casi obsesiva por la perfección. El jardín oriental había sido completamente idea suya; ella había sido quien se había informado rigurosamente sobre cómo debía estar planteado, y había conseguido la semejanza con Oriente cuidando al máximo cada detalle. Las plantas se importaron de Japón y las rocas también se habían traído desde Oriente, a cambio de una importante suma de dinero. La piedra de Yorkshire no comprendía la espiritualidad necesaria para aquel fin. Aquellas rocas formaban un pasillo que cruzaba el estanque de peces de colores; ya estaban verdes por el musgo, pero nadie se había atrevido ni siquiera a sugerirle a lady Netherwood que quizás había ido demasiado lejos con la búsqueda del detalle. El jardín de rosas y sus famosas y preciosas pérgolas, el túnel de glicinias de nueve metros y el invernadero abovedado al estilo de la Casa de la Palmera de Londres, todo había sido idea suya. Ya había cinco invernaderos en Netherwood, pero eran más funcionales que decorativos, y lady Netherwood quería algo con un poco más de distinción. La condesa había intentado conseguir la ayuda del famoso Decimus Burton para el diseño, pero este había rechazado volver a la actividad ni siquiera por el dineral que le ofrecía. En lugar de eso, y de un modo ciertamente desafiante, lady Netherwood había encargado una réplica —a menor escala— del famoso edificio del señor Burton en los jardines Kew. Si el famoso arquitecto había tenido alguna objeción a la audacia de la condesa, nunca la había hecho pública.
Allí, desde su posición privilegiada sobre los jardines, lady Netherwood se recreaba en observar el trasiego de actividad que se le presentaba como visión. Ya habían erigido cuatro grandes carpas, instalado los suelos de parqué, así como las sillas y las mesas. En el interior de la casa tendría lugar un almuerzo formal con los cincuenta y cuatro invitados de más alto rango, ninguno de los cuales encontraría entretenimiento bajo las carpas, mientras que las personas de un nivel social inferior hallarían todo tipo de disfrute bajo ellas. Incluso entre este último grupo se sabía que habría fricciones en cuanto a con quién codearse. La pequeña aristocracia rural y los hacendados, por ejemplo, no esperaban tener que cenar junto a las clases profesionales, quienes a su vez debían estar separadas de los niveles más altos de los trabajadores de la propiedad de Netherwood, los cuales se ofenderían si se vieran obligados a mezclarse con los mineros. Era un ejercicio de sincronización de etiqueta social, pero la condesa estaba segura de que serían capaces de hacerlo con la mayor elegancia posible. No tenía ninguna objeción a que se invitara a toda la ciudad, pero estaba decidida a observar desde cerca que se cumpliera cada una de las reglas sociales durante la celebración. Del mismo modo, el nivel no debía decaer en ningún aspecto, y se había encargado ella misma de instruir a los trabajadores en cuanto a la decoración de las marquesinas. Las mesas estaban cubiertas con manteles de lino color crema —una elección poco acertada para tal ocasión— y el personal de jardinería y de servicio estaban todos engalanando el interior con hojas perennes, intercaladas con cientos de orquídeas blancas y amarillas cultivadas en el invernadero especialmente para aquel día y recién cortadas aquella misma mañana.
Complacida con lo que veía, lady Netherwood dirigió la mirada serena a los jardines que se encontraban más allá de aquella escena de trabajo, y en su rostro se dibujó al instante la expresión de la satisfacción. Estaba encantada de haber vetado el plan inicial de Teddy de celebrar el cumpleaños de Toby en enero, el día que realmente correspondía. Los arriates, por mucho que se podaran y se les arrancaran las malas hierbas, no desplegaban toda su grandiosidad en invierno. Los eléboros eran siempre un triunfo asegurado, ya que crecían en abundancia con la humedad y las sombras que proporcionaban los helechos del jardín, y los pétalos de color verde pálido, rosa palo y crema suave combinaban perfectamente con el frondoso follaje de la lengua cervina. También los elegantes acónitos eran frecuentes en enero y sobresalían entre las hojas rojizas del jardín arbolado, y por supuesto la cascada de campanillas de invierno, que se inclinaban hacia abajo como un gran grupo de cabecitas blancas, también estaba asegurada en aquella época del año. Sin embargo, por muy cautivadoras que parecieran todas estas características, eran demasiado modestas para ejercer de telón de fondo de una celebración como aquella. Ya a mitad de junio los arriates estaban en pleno apogeo, las enramadas de lilas seguían repletas de capullos, el jardín de rosas estaba colmado de fragantes flores y el túnel de glicinias era simplemente espectacular; todo era perfecto, y un jardín perfecto era una de las mayores satisfacciones de lady Netherwood. La felicidad de la condesa era casi completa, y se regocijaba en la idea; lo único que le provocaba algo de disgusto era que el sol rehusaba brillar y que la temporada de Londres, que estaba en pleno desarrollo, había dado lugar a tres deliciosos compromisos para el fin de semana que habían tenido que rechazar. Sin embargo, no estaba dispuesta a permitirse divagar en las carencias; el sol estaba fuera de su competencia y Londres seguiría estando en el mismo sitio una semana más tarde. De cualquier modo, también le agradaba la idea de llevar a cabo su propio festejo allá en el gélido norte.
Y en cualquier caso, nadie había rechazado asistir a la fiesta y casi todos los invitados estaban ya en su emplazamiento. Vagaban por la casa y los jardines, cada uno dedicándose a su pasatiempo preferido, igual de cómodos —o incluso más— en la casa solariega de Netherwood que en sus propios hogares. A los empleados de los invitados —las doncellas de las señoras, los ayudantes de cámara y los cocheros— se los había instalado en las dependencias del servicio, siguiendo el orden de su jerarquía con una corrección propiciada por la inestimable señora Powell-Hughes, el ama de llaves de la casa Netherwood. Lady Netherwood pensaba que se podía confiar en ella para cualquier cosa; era su gran baza. Llevaba allí casi toda la vida y no recordaba ni un solo traspiés del tipo que era común en otras casas que no estaban tan bien dirigidas. La señora P-H tenía una memoria extraordinaria para el rango y los títulos, era como la guía genealógica Debrett pero de carne y hueso. Claro que en ocasiones había desventajas en eso de llevar a rajatabla las convenciones sociales; la corrección provocaba que lady Netherwood tuviera que compartir mesa en ocasiones con conocidos tediosos. A menudo sentía que su lugar estaba con los hombres jóvenes divertidos y joviales —la condesa seguía teniendo el corazón y el alma jóvenes—, más alejados en la mesa, y aquello la llevaba a preguntarse por qué, de todas las personas encantadoras que conocía, ninguna de ellas eran familiares cercanos. Le resultaba muy injusto, y eso mismo estaba pensando en aquel momento mientras dibujaba una sonrisa al ser consciente de su propio encanto.
La colocación de los invitados a la mesa para aquel día era digna de análisis. Al menos aquella mala suerte —en diagonal tenía, a un lado, al idiota de Bowlby y al otro lado, al viejo y penoso duque que estaba seco como una pasa y al que había que gritar en una trompeta que se colocaba en el oído para poder oír algo— también implicaba que estaría cerca de Tobias cuando empezara a quejarse de que lo había sentado con su abuela, la madre de Clarissa, condesa de Bromyard. Clarissa esperaba que su joven primogénito no se molestara demasiado por la organización. Lady Bromyard había pedido estar al lado de su nieto con determinación, y había sido imposible negarle el gusto.
La campana de la cúpula repicó brevemente para indicar que habían pasado quince minutos desde la hora acordada. La condesa dio un respingo; si eran las once y cuarto, y eso mismo se temía, le había dejado a Flytton muy poco tiempo para desvestirla y volver a prepararla a tiempo para recibir a los primeros invitados a las doce y media. Se apartó de la balaustrada y, en cuanto se movió, los sirvientes que aguardaban tras ella se apresuraron a abrirle las inmensas cristaleras para que pudiera pasar al interior, y esta entró con el aire fresco del exterior enredado en el pelo y en las pieles. La chimenea del salón, que estaba encendida para combatir aquel inusual frío, chisporroteaba y crujía en su receptáculo de mármol, y caldeaba la habitación lo suficiente como para que la condesa se asfixiara de calor casi al instante bajo sus muchas telas. Pero allí estaba Flytton esperándola. Desnudó a su señora con una eficiencia y rapidez asombrosas, y ambas salieron majestuosamente de la habitación, Flytton cargada con pieles y dos pasos más atrás de la condesa, para comenzar el laborioso proceso de preparación para la fiesta.
—¡Pero qué maravilla de regalo! —dijo Henrietta.
Henrietta, transportada a su infancia desde las alturas de sus veintidós años, reía escandalosamente mientras le gritaba a Tobias para superar el ruido del motor y de las ráfagas de aire. El cabello rubio, que se había recogido decentemente al entrar en el coche media hora antes, ya era una madeja enmarañada que le caía por la cara y el cuello.
Tobias le sonrió aunque no había oído ni una sola palabra de lo que le había dicho su hermana a causa del casco de cuero curtido que, junto con los guantes a juego, venía incluido con el coche. El pequeño Wolseley achaparrado bajaba la colina creando gran estrépito y acercándose peligrosamente al borde de espinos sin dejarse detener por ninguna obstrucción que encontrara en el camino. Tobias creía que había caído en demasiada desgracia con su padre como para esperar algo tan impresionante como un coche a motor propio. El día de su cumpleaños no le habían dicho nada de aquello, y lo que había recibido, de hecho, había sido bastante aburrido y soso; un reloj de bolsillo de oro apenas alteraría el pulso a nadie. Pero aquella mañana, después del desayuno, su padre lo había conducido escaleras abajo, había cruzado el recibidor de mármol y salido por la puerta delantera hacia la zona de gravilla, donde se encontraba aquel maravilloso pequeño coche a motor. La simple visión había sido mano de santo para el horrible dolor de cabeza que aún sufría Tobias. Entonces, después de haber recorrido el parque y el sendero disparado como un bólido y de un modo temerario, se sentía eufórico e invencible. Toby siempre había contado con la capacidad de disfrutar el momento, y las responsabilidades filiales, antes onerosas y pesadas, se habían eclipsado.
Conducía con desenvoltura al girar a la izquierda por Wharncliffe Bank y empezar a subir la colina Harley. Era una idea ambiciosa ya que aquel camino lleno de surcos estaba más orientado a que lo recorrieran personas y no vehículos, pero el pequeño coche consiguió llegar a la cima, y Tobias y su hermana se quedaron un rato sentados para recuperarse del movimiento destartalado del coche.
—Algún día, hijo mío, todo esto será tuyo —dijo Henrietta refiriéndose a la amplitud de los terrenos de Yorkshire e imitando lo que diría su padre—, con todos sus defectos e imperfecciones.
—Todavía tenemos viejo para rato —dijo Toby.
No tenía ninguna prisa por heredar el título de su padre, junto con toda la imponente responsabilidad que acarreaba.
—Cuando cumplí veintiuno —dijo Henrietta—, me regalaron diamantes y no se formó ninguna juerga ni nada.
Habían aparcado a la sombra de una hoguera altísima que encenderían más tarde en honor a Toby. Ardería como una almenara para que todos pudieran verla. También habían preparado fuegos artificiales, otra vez; ya habían realizado un despliegue exagerado de fuegos artificiales seis meses antes, el verdadero día de su cumpleaños. Aquella tarde empezaría todo con la música, y a Henrietta todo aquello le parecía demasiado rimbombante.
—Yo lo veo todo un poco raro —dijo ella—, sobre todo cuando yo he demostrado ser mucho mejor conde que tú.
Toby rio, aunque era broma solo a medias.
—¿Sí? Te lo regalo —dijo él—. Venga, Henry, vamos a conducir hasta Londres y a huir de toda esta maldita fiesta.
Ella lo miró con una mezcla de compasión e irritación. Henrietta quería mucho a su hermano, pero a su parecer era demasiado infantil.
—Arranca, Tobes —dijo ella—. Tengo que volver ya; debo de parecer un monstruo.
—Y tanto que lo pareces —respondió el hermano—. Estás manchada de tizne y tienes el pelo como la cola de una rata.
Realizó un giro apurado en aquel lugar no muy apropiado para la maniobra y, en parte para importunar a su hermana y en parte para entretenerse, dio un rodeo en vez de tomar el camino recto y recorrió las calles de Netherwood, que volvían a estar decoradas con banderines y donde las gentes estaban especialmente receptivas hacia Tobias, ya que su fiesta implicaba que se cerrara antes la cantera y que habría juerga gratis para todos. El coche atrajo gran cantidad de jolgorio, gritos de felicitación y aplausos a medida que avanzaba de manera señorial y lentamente para que los niños pudieran seguirlo jugando. Toby, que tenía relación con gran parte de los allí congregados, saludaba a todos enérgicamente mientras el perfil digno de Henrietta intentaba compensar la infantil falta de decoro de su hermano, que parecía no tener límites.
Cuando llegaron a las puertas de la mansión y el coche recorrió dando resoplidos el paseo del Roble, ya habían terminado los preparativos para los eventos del día, y se había notado mucho la ausencia de Tobias y Henrietta, que habían pasado de estar disfrutando de una simple francachela a vérseles como mal educados. La banda de New Mill ya había empezado a tocar y el aire estaba impregnado del olor delicioso del buey asado. Dos lacayos asistieron a los hermanos al bajar del coche, manchados de tizne y con el pelo alborotado. Henrietta, algo más avergonzada, se dirigió rápidamente al interior de la casa para que la prepararan y vistieran pero Toby se tomó su tiempo, dándole palmaditas al arco de la rueda derecha como si fuera el trasero de una elegante potra, y comprobando que los laterales no habían sufrido ningún daño con los espinos. Lord Netherwood, que lo estaba viendo todo desde la sala del primer piso, reflexionaba sobre la obvia ausencia de prisa de su hijo.
—Realmente no le importa absolutamente nada —dijo hablando para sí mismo, pero atrayendo a la vez la atención de la condesa, que fue junto a él a la ventana.
—Bueno, ¿no se supone que así debe ser? —murmuró ella.
El conde pensó una respuesta, pero decidió no expresarla, no porque no tuviera nada que opinar a tal respecto, sino precisamente, por todo lo contrario.