Capítulo 51

Londres, poco a poco, iba perdiendo sus rarezas a medida que pasaba el tiempo, y los días ya no parecían desplegar ante Eve su amenaza de vacío e inactividad. Había afianzado su ventaja sobre la señora Carmichael y solicitado una reunión con esta y con el ama de llaves en la que expuso que prefería encargarse ella misma de sus suministros en lugar de esperar a un pedido de la cocina; de este modo, dijo Eve, podría hablar ella misma con los proveedores y comprobar que la calidad era la que buscaba y —añadió, al ver que las mujeres se estaban quedando estupefactas— así además conseguirían quitársela de encima.

—De verdad, serán menos quebraderos de cabeza para ambas partes —dijo, dirigiéndose deliberadamente a la señora Carmichael—. Así podré pedir lo que necesite, cuando lo necesite.

La cocinera estaba escéptica pero se dio cuenta —acertadamente— de que Eve estaba haciéndoselo saber, no pidiéndoselo. La señora Munster dijo:

—¿Debo entender que los ingredientes no tienen la calidad que espera?

—Bueno —dijo Eve—. Ya que lo menciona, la harina podría ser mejor… Es una pena que no tengan la cooperativa aquí.

Lo que dijo era verdad tan solo a medias, ya que la harina era perfectamente adecuada, pero necesitaba un motivo para salir más de la casa y, en cualquier caso, la expresión de sus adversarias no tenía precio.

La señora Carmichael rompió su silencio provocado por el desconcierto y dijo:

—La harina de Dodson nos ha ido perfectamente siempre, que yo sepa.

—Bueno —dijo Eve—. Pues le deseo suerte, pero he pensado que podría dar una vuelta por las tiendas para encontrar algo de mejor calidad para la masa dulce. Las cocinas de Grosvenor Crescent utilizan la harina de McSwain, y realmente parecía excelente.

Eve sonrió amablemente. No podían decirle nada; ahora Eve cocinaba para el rey y, aunque no era una persona dada a la altanería y a establecer estándares sociales, se dio cuenta de que cuando intentaba comportarse así, se le daba bastante bien.

—Muy bien —dijo la señora Munster, que podía hablar con más libertad ya que su orgullo y su reputación seguían aún intactos—. Pero necesitaré todos los recibos; aquí llevamos las cuentas con mucho rigor. Deberé ver los productos cuando lleguen para comprobar que las cantidades y los pesos están acordes con lo que figura en las facturas.

—Por supuesto —dijo Eve, y se levantó para marcharse—. Bueno, el ocio es la madre de los necios.

Pensó que tenía que decirlo antes que la señora Munster tuviera oportunidad de hacerlo ella misma. Las dos señoras la observaron retirarse, y después se miraron la una a la otra.

—No se quedará para siempre, Beryl —dijo la señora Munster.

La cocinera apretó los labios.

—De mejor calidad, dice. ¿Quién se creerá que es?

La duquesa de Abberley había hecho las presentaciones pertinentes entre Eve y el rey Eduardo. Había sido idea del rey, por supuesto, y propiciada por los púdines de Yorkshire. Eve los había cocinado en los recipientes pequeñitos para los pastelitos, así que la masa había subido hasta ser del tamaño de un champiñón sin el tallo. Había utilizado una clara de huevo de más para que fueran más esponjosos, y apenas pesaban nada. Habían aumentado su tamaño y se habían dorado en el mejor horno que había en la cocina. Eve rellenó los huecos con un poco de crema de rábano picante y lonchas de un rosbif excelente que había estado empapándose de la salsa hasta el último momento, lo suficiente como para ayudar a que el bocado pasara con facilidad por la garganta real sin desmejorar lo crujiente del pudin. Eve no tenía ni idea —¿cómo iba a saberlo?— de que la ternera y el pudin de Yorkshire eran dos de los platos favoritos del monarca, a los que recurría cuando se aburría de sus comilonas de doce platos pesados repletos de salsas, empapados en mantequilla y rellenos de trufa. Y, aunque rio alegremente con el resto del despliegue diminuto, y se comió con su habitual glotonería los pastelitos de cerdo y los púdines de carne que los lacayos de la duquesa le servían, fueron los púdines de Yorkshire los que lo dejaron sin habla y con una expresión de jovialidad indescriptible, como si acabara de recibir lo único que le faltaba en su acomodada vida, sin haberlo solicitado ni haber sido siquiera consciente de su ausencia.

Había engullido ocho o nueve de un tirón, casi sin respirar —no había adquirido sus ciento veinte centímetros de diámetro mostrándose moderado en estos asuntos— y después había insistido en felicitar a la cocinera personalmente. Eve no podía subir a la planta de arriba, pero nada ni nadie podía impedir que Su Majestad fuera a verla, lo cual hizo debidamente acompañado por la duquesa para mostrarle el camino. Recorrió los pasillos con el mismo efecto que un batidor recorre el bosque, apartando a los miembros del personal de servicio como faisanes que hubieran salido de sus escondites seguros sin saber dónde meterse. No hubo tiempo de avisar a nadie de sus intenciones; estaba en las cocinas, frente a las escaleras del personal, antes de que estos pudieran adecentarse siquiera y, ante una asamblea de trabajadores atónitos y desaliñados, vociferó su petición de hablar con el «autor de los púdines de Yorkshire».

Eve estaba frente a una sartén en la cocina, con un cuenco de masa en una mano y una cucharilla en la otra. Lo que ocupaba su mente en aquel momento era la delicada labor de hacer tortitas no más grandes que un penique. Cuando Polly —se la había llevado a Grosvenor Crescent, ya que la joven se hacía cada vez más imprescindible— le dio varios toquecitos en el hombro y le dijo que el rey Eduardo estaba en la cocina y que quería hablar con ella, Eve se rio.

—Muy graciosa. Bueno, aguanta bien este anillo para que pueda verter la masa.

Polly se retiró del lado de Eve con gran inquietud y de un modo respetuoso, ya que el mismísimo rey estaba allí, ataviado con gran opulencia con una chaqueta de terciopelo de color ciruela y un chaleco bordado. Polly, increíblemente hábil con los dedos y útil para Eve en muchos sentidos, no supo reaccionar en aquella situación y se desmayó, aunque tranquilamente y sin montar ningún drama, como si el aire se le fuera agotando poco a poco. Alguien la apartó y Eve, viendo por el rabillo del ojo que Polly se iba, se volvió para encontrarse al monarca a menos de un metro de ella, sonriendo. Lo reconoció por la imagen que había en las tazas que los niños tenían en casa como recuerdo de la coronación, aunque parecía más corpulento y tenía la cara más roja. Eve se hundió en una reverencia sin soltar la masa y la cuchara.

—Su Alteza Real el rey Eduardo VII —dijo la duquesa pomposamente.

—Los púdines de Yorkshire —dijo el rey sin más preámbulo—. Un triunfo absoluto. Lo mejor que he probado en meses; ¿por qué no los he probado antes si está usted con los Abberley?

—Estoy con el conde y la condesa de Netherwood, Alteza —dijo Eve con la aparente calma que provoca en ocasiones el más completo desconcierto—. La duquesa de Abberley me tomó prestada.

El rey echó la cabeza hacia atrás y soltó una gran risotada.

—Entonces cuando estén de vuelta, cocinará para mí de nuevo —dijo el rey—. Hace mucho que no voy por Netherwood.

El mismo rey asintió, se dio la vuelta y se marchó de la cocina.

—¿Esto ha ocurrido de verdad? —le dijo Eve a un muchacho de la cocina que estaba pálido y boquiabierto.

El joven se encogió de hombros, sin saber qué responder. Había visto al rey en la cocina, sí, pero que sus ojos lo hubieran presenciado no era suficiente prueba para convencerlo.

De vuelta en la planta superior, que sí era el lugar apropiado para e1 rey, este consiguió enfurecer a su anfitriona cuando se puso a buscar inmediatamente a lady Netherwood que, por su parte, llevaba toda la noche intentando llamar su atención.

—Clarissa —dijo Su Majestad—. Hace mucho que no disfruto de la hospitalidad de Yorkshire. Estaré en Doncaster en septiembre para la carrera de St. Leger. Mi hombre de confianza se pondrá en contacto.

Lady Netherwood, que por fin conseguía lo que llevaba ansiando tanto tiempo, sonrió gentilmente, aunque en su mente no hacía más que darle vueltas a todo lo que había que preparar para tal ocasión. Al menos lo sabían con antelación. Aun así, si tenían que organizar una visita real para finales de agosto, probablemente tendrían que regresar a Netherwood antes de lo previsto. Para finales de junio como muy tarde. Todo esto se le pasaba por la cabeza con la máxima velocidad que los pensamientos permiten, antes de decir:

—Gracias, Alteza, será un honor.

—Asegúrese de servir ternera y púdines de Yorkshire —dijo, señalando los platos ya vacíos de canapés—, ya que es por eso por lo que voy.

El rey rio y lady Netherwood lo acompañó, aunque no le viera gracia alguna a que toda la sala se hubiera enterado de que la razón por la que el rey iba a Netherwood era para comer los púdines de Yorkshire de Eve Williams. Esto se lo contó a Teddy una hora más tarde cuando iban en el landó hacia la Royal Opera House.

—Bueno y, ¿qué más da por lo que venga? —dijo el conde—. ¿Por qué va el rey a los sitios? Pues solo porque le conviene por una razón u otra.

—Aun así —dijo Clarissa—, ha sido un poco vergonzoso que dijera en público el motivo. Por no hablar de que Eve no es en realidad nuestra cocinera, aunque estoy segura de que lo hará.

—Claro que lo hará —dijo Teddy.

Sí que le daba un poco de pena su esposa; parecía tan alicaída sentada allí a su lado… Llevaba una estola de piel de zorro alrededor de sus hombros pálidos, y un vestido nuevo de satén de color negro azulado que se le adhería a sus pequeños pechos y su vientre plano que le recordaba a la joven que había sido en su día. Los gustos de Teddy habían cambiado, y ahora le gustaban las mujeres más entradas en carnes con un buen trasero y unos buenos pechos donde poder hundir la cara, pero percibió la elegancia de Clarissa como una cualidad tentadora en aquel momento, incluso se sintió orgulloso de que fuera su esposa. El conde se acercó a ella y le dio una palmada en el muslo, la condesa lo miró desconcertada, como si estuviera invadiendo su espacio privado. Después Clarissa se relajó y posó la mano en la espalda de su esposo.

—El tema es —dijo Teddy— que Bertie va a venir y que nos aseguraremos de que esté con nosotros mejor que con nadie, ¿sabes?

—Tendremos que redecorarlo todo.

—¿Eso crees? ¿Todo?

Clarissa asintió.

—Claro, de arriba abajo. ¿Y quién vendrá, siendo finales de agosto? Todos estarán en Escocia.

—Clarissa, saldrá bien. Más que bien. Todo será excelente. ¿Quién diría que no a una fiesta a la que el rey está invitado? Sería como una traición, digo yo.

—No seas tonto, Teddy —dijo ella, pero le estaba agradando que su esposo la intentara tranquilizar.

«Es tan amable algunas veces», pensó. Infundía confianza y sosiego. A su lado, Robin Campbell-Chieveley parecía menos hombre; ya estaba cayendo en desgracia para la condesa, aunque él aún no lo sabía. A Clarissa no le solían durar mucho las pasiones, aunque incluso para sus estándares, el capricho con Robin había durado bien poco, pero es que parecía tan inocentón y simple, siempre mirándola por encima de la copa e intentando llevársela a los retretes para meterse mano… Pensó que esa misma noche se lo quitaría de encima en la ópera. Después le sonrió a su marido y se relajó, aunque solo un poco, y Teddy le devolvió la sonrisa.

—¿Sabes qué? —dijo el conde—. Dicen que cuando estuvo en casa de los Norfolk en Arundel se llevó a dos ayudantes de cámara, tres lacayos, dos secretarios privados con sus propios criados, un telefonista, dos conductores y un muchacho árabe para que le hiciera el café.

La condesa levantó las cejas.

—Imagínatelo —dijo—. Un árabe.

—Sí, y si trae a la reina, no a la señorita Keppel, cuenta con ocho miembros más del servicio real.

—Su madre era peor —dio Clarissa—. Apenas iba a ningún sitio, pero cuando lo hacía se llevaba sus propios muebles.

Ambos rieron juntos, unidos por aquel momento de indulgencias excéntricas de la familia real y por la comodidad de la familiaridad que provocaba la presencia del uno en el otro.

Eve consiguió encontrar al fin a Daniel en la sala de destilación. El jardinero tenía en la mano un ramo de rosas que se habían abierto demasiado, y estaba deshojándolas y dejando los pétalos en cajas de madera. Levantó la mirada y vio a Eve, y le recorrió la misma oleada de amor y lujuria que sentía cada vez que la veía. Ella le sonrió y dijo:

—He estado buscándote por toda la casa. —Hizo un gesto con la cabeza hacia los pétalos—. ¿Es esta una de tus tareas?

—No, en realidad no. Pero me gusta estar aquí.

Eve comprendió por qué le gustaba aquel sitio; era tranquilo, estaba en calma como una biblioteca y sombrío por los parteluces de las ventanas, que solo dejaban pasar finos rayos de sol entre las rendijas. Las paredes estaban cubiertas de estanterías y aparadores de madera de color claro. Había tarros con aceites y agua destilada, y cuencos y saquitos llenos de unas misteriosas sustancias fragantes que Alice, la doncella que trabajaba allí, inventaba y preparaba como un alquimista con sus hojas, semillas, especias y pétalos.

Eve se acercó a él para besarlo, y se quedaron unos instantes abrazados. Ya no había arrebato en sus muestras de amor, por haber pasado a ser hechos cotidianos. Se separaron, y Daniel volvió a su labor mientras Eve daba un paseo por la sala. Alice había etiquetado minuciosamente cada ingrediente y parecían recetas para hacer pociones mágicas, ancestrales y misteriosas. Sándalo, raíz de orris, cálamo aromático… Eve abrió un frasco del tamaño de una lágrima y olió el contenido. Madera de sándalo, decía la etiqueta; el aroma era exótico y completamente desconocido para ella. Volvió junto a Daniel, donde el olor de las rosas sí le era conocido.

—Me iré pronto —dijo, finalmente, lo que había ido a contarle.

Daniel dejó de hacer lo que tenía entre manos y se giró hacia ella.

—¿Cómo de pronto?

—A mediados del mes que viene. Lady Netherwood tiene que regresar a Netherwood porque el rey Eduardo va de visita y, al parecer, tienen que organizar muchas cosas. Han cancelado todos los compromisos de julio en Londres, así que ya no me necesitan aquí.

—Eve —dijo él, infundiéndole a su nombre todo un mundo de significados.

—Lo sé.

Se quedaron mirándose unos instantes hasta que fue ella quien rompió el silencio.

—Tengo que irme, lo sabes, ¿verdad?

—Sí.

—Daniel.

—Te quiero, Eve Williams.

—Pero…

—Sssh... —Le puso el dedo con suavidad sobre los labios—. Conozco todos tus «peros» —dijo—, y no dejaremos que nos hagan malgastar el tiempo que nos queda juntos. —Sonrió—. Cuatro semanas, o algo más, quizás. Hay muchísimas cosas que podemos hacer juntos en ese tiempo. Vamos a vivir el momento, y dejemos que el futuro haga sus propios planes.

Eve se inclinó sobre él y reclinó la cabeza sobre su pecho.

—Podrías quedarte aquí, ¿sabes? Y traerte a tus hijos.

Ya había dicho eso mismo muchas veces antes, y ella deseaba que no lo dijera más porque demostraba con ello que la conocía muy poco; era una situación muy desconcertante. Ella lo amaba con todo su corazón, y él a ella también, pero seguía pensando que podía coger a los niños y apartarlos de todos y de todo lo que conocían. Eran hijos de Arthur, hijos de Netherwood. No podía trasplantarlos como una de las plantas perennes de Daniel. Eve negó con la cabeza, tal y como había hecho muchas otras veces.

—Mi vida está allí —dijo Eve.

Daniel quería gritarle que su vida estaba donde ella quisiera que estuviera, y que sus hijos vivirían perfectamente allá donde los llevara y, muy probablemente, prosperarían allí en Londres más que en Netherwood. Sin embargo, no quería presionarla, así que no dijo nada, y en lugar de hablar le acarició la cara con sus dedos perfumados de rosas.

—¿Vendrás esta noche? —dijo él.

Su habitación estaba en el edificio de los sirvientes, detrás de la casa, así que era muy fácil, si lo hacía bien, que Eve pudiera salir y volver a entrar sin que nadie la viera. Ella asintió. «Aquella noche y todas», pensó; hasta que tuviera que coger el tren hacia el norte y abandonar su aventura para volver a su antigua vida.