Capítulo 46
«Los telegramas nunca son una interrupción bienvenida», pensó lord Netherwood. Según su experiencia, cualquier cosa que estuviera haciendo cuando llegaban era mejor que las noticias que traían. Nunca había llegado una felicitación de cumpleaños en un papelito beige de la oficina de telégrafos, ni la noticia de un nacimiento que celebrar para alegrarle el día, y aquella mañana no fue una excepción. Estaba sentado alegremente en su estudio después del desayuno, analizando la cotización y calculando sus ganancias, cuando Munster llamó a la puerta, entró y le puso por delante una bandeja de plata con la terrible noticia de que ocho de sus hombres habían muerto en un accidente en New Mill.
—Ay, por Dios —dijo después de leerlo y se dejó caer en la silla, justo cuando Henrietta estaba entrando en la habitación.
—¿Qué pasa, papá? —dijo, alarmándose al instante—. ¿Estás bien?
Él le pasó el telegrama por encima del escritorio y Henry cruzó rápidamente la estancia para leerlo.
—Qué horror. ¿Sabemos cómo ha…?
El conde negó con la cabeza, sin dejarla terminar la frase.
—Sé lo mismo que tú —dijo—. Pero tengo que viajar al norte, y a tu madre no le va a gustar.
—Bueno, eso da igual ahora —dijo—. Tienes que ir, y, ¿papá?
Él la miró.
—¿Qué?
—Me gustaría acompañarte.
El conde emitió una breve risilla de incredulidad.
—Henry, tanto tú como yo sabemos que eso está completamente fuera de lugar. Y en cualquier caso, ¿qué podrías hacer tú allí de utilidad?
Eso sí que había estado fuera de lugar, pensó Henrietta, pero su padre nunca había llevado bien que le levantaran la voz, así que se controló.
—Podría apoyarte, en primer lugar. También podría, con mi presencia, demostrar que nuestra familia responde como debe ante la tragedia. ¿Qué prefieres, que vaya a otra fiesta absurda más? ¿Que me compre otro vestido para la colección?
El conde se dio cuenta de que había ofendido a su hija; desde la infancia, siempre había respondido igual a cualquier injusticia que sufriera: se le sonrosaban las mejillas, le temblaba un poco la voz y levantaba más la barbilla con un gesto altanero.
—Henry, lo siento —dijo lord Netherwood—. Claro que serías de utilidad, al menos para mí, si no en la cantera… Pero, querida, si llego a la escena del accidente contigo a mi lado, eso sería… bueno, raro cuando menos, y completamente inapropiado además, pero agradezco y valoro tu impulso.
Ella hizo un gesto quitándole importancia a las últimas palabras de su padre.
—No quiero que me alabes, papá. Quiero ir contigo porque creo que es lo que hay que hacer.
—Lo siento, pero no.
—¿Y si fuera Toby o Dickie?
El conde respondió sin pensárselo ni un segundo:
—Sí, ellos sí podrían acompañarme, aunque Dios sabe que no se ofrecerán. Pero la cantera después de un accidente no es lugar para una mujer.
—Excepto para las viudas y madres, claro; para ellas sí es lugar.
—Eso es completamente distinto, y lo sabes —dijo el conde con tono cortante—. Tú eres una mujer de la nobleza y tienes la obligación de comportarte con modos dignos y elegantes.
—Ya que mencionas la obligación, ¿te has planteado si la cantera es todo lo segura que debería ser?
Aquel cambio repentino de dirección en la conversación fue una provocación deliberada. El conde se quedó mirando a Henrietta fijamente.
—Henrietta, estás yendo demasiado lejos. Desiste, por favor.
Ella se levantó.
—Muy bien, pero quizás podrías hacernos llegar todos los detalles posibles como la causa del accidente y los nombres de los fallecidos, por favor.
—¿Por qué razón?
—Porque en esta casa ahora mismo hay una mujer cuyos primeros pensamientos serán sobre sus amigos de Netherwood. Lo mínimo que debo hacer es contarle los hechos.
El conde se detuvo a contemplar a su hija un instante antes de hablar. Si Tobias compartiera una pequeña parte del carácter de Henrietta, el conde podría dormir tranquilo por las noches.
—Muy cierto —dijo, un poco más humilde, y Henry salió de la habitación.
—¿Qué hay en la cesta? —preguntó Daniel cuando Eve llegó justo a las nueve en punto.
—Pasteles.
—¿Para un picnic?
Ella rio.
—Lo siento, no, son muestras. Estoy haciendo lo que mi amiga Anna Rabinovich querría que hiciera, llevarlos a Fortnum & Mason. Con la ayuda de usted, claro.
—Muy bien. ¿Para su reunión de negocios?
—No es exactamente una reunión, porque en realidad no me están esperando. Es muy probable que me manden a freír espárragos.
—En cuyo caso —dijo Daniel—, nos vamos a comernos los pastelitos de hadas.
—Bueno, si quiere comérselos usted… —dijo Eve—. Yo estoy ya harta de verlos.
—Y Anna Rabi… —Tuvo que detenerse por no saber pronunciarlo.
—… Novich. Es un apellido ruso —dijo Eve para facilitar la comprensión.
—Muy bien. ¿Y por qué querría que fuera a Fortnum?
—Ah, porque es una mujer de negocios sin igual con sed de poder y superación —dijo Eve sonriendo—. Si vuelvo a casa con un acuerdo para surtir con pasteles de Netherwood a Fortnum & Mason, se pondrá como unas castañuelas. Ella opina que soy muy parada en esto de la expansión del negocio, y tiene bastante razón, lo soy. En términos generales, claro.
Eve le sonrió, y él le devolvió una sonrisa cálida. Estaba preciosa, pensaba en ese momento Daniel, con aquella blusa blanca con pequeños pimpollos de rosas. ¿Qué persona no le compraría los pastelitos?
—¿Vamos pues? —dijo Daniel, indicando con el brazo hacia dónde debían dirigirse.
Salieron juntos por la entrada para vehículos de la casa. Las calles del barrio residencial en el que estaban eran tranquilas, y ambos fueron caminando bajo el agradable sol de la primavera, hablando cómodamente. Daniel quería saberlo todo sobre sus hijos, y Eve lo complació hasta que, de repente, se tuvo que quedar callada al notar que estaba a punto de llorar. Sabía que los echaría de menos, le contó a Daniel, pero no espera sufrir dolor físico incluso. Daniel se preocupó bastante por ella en ese momento y la tomó del brazo para mirarla desde cerca y comprobar que se le iba pasando. Después, el jardinero empezó a hablar para tratar de distraerla, y le contó cosas sobre Montrose y sobre su infancia allí, y ella lo escuchó atentamente hasta que se fue sintiendo mejor. Aun así, él no la soltó del brazo, y ella tampoco lo apartó.
Daniel la llevó por Green Park y la entretuvo contándole la historia del mujeriego Carlos II, quien recogía flores para su amante en aquel jardín que entonces se llamaba Upper St James Park.
—La reina estaba tan furiosa de que le quitara las flores de su parque para dárselas a su amante que prohibió que se volvieran a sembrar, y desde entonces se llama así, Green Park, por la falta de colorido.
—¿Es una historia real?
—Bueno, ¿ve alguna flor por aquí?
Eve miró a su alrededor.
—Es una pena —dijo—. Un parque sin flores… Y Carlos II ya hace mucho que murió.
—Sí, bueno, pero creo que tampoco es muy de fiar a ese respecto el actual rey —dijo Daniel—. Mejor no ponerlo ante la tentación. Por cierto, me he enterado de que usted va a cocinar para él.
—¿Para quién?
—Para el rey Eduardo.
—No —dijo Eve rotundamente, negando con la cabeza y sonriendo a la vez—. Yo no.
—Bueno, yo he oído otra cosa —dijo Daniel—. Uno de los lacayos le contó a Munster, el mayordomo, que a su vez se lo contó al ayudante de cámara del conde, y este a Stallibrass, que la duquesa de Abberley quedó tan encantada con su comida que se la lleva para una fiesta en Grosvenor Crescent. Con el rey y la reina, al parecer.
Eve se detuvo en seco.
—No tiene ninguna gracia.
—No era la intención —dijo Daniel, aunque sonriendo.
—Pero no puedo hacerlo.
—Bueno, dígame, ¿por qué no?
—No puedo hacer pasteles de cerdo para el rey. No es apropiado, está mal, el rey, el rey…
—¿Le cortará la cabeza? —En aquel punto de la conversación, Daniel sí estaba ya riéndose abiertamente porque la expresión de Eve no tenía igual—. Asegúrese de que la masa está bien; dicen que es muy irascible.
Eve intentó contenerse la risa, pero no pudo.
—Bueno, en serio —dijo finalmente—. ¿Qué voy a hacer?
—Piense en el rey y en la nación, supongo —dijo—. Y en Anna Rabinovich.
En Fortnum & Mason, Eve insistió en que Daniel la esperara fuera. Si iba a hacer el ridículo, le dijo, prefería hacerlo ella sola.
—Bien —dijo él. Se recostó sobre la pared de la tienda con los brazos cruzados—. No me moveré de aquí. A menos que me arresten por andar merodeando por esta zona.
Ella puso los ojos en blanco ante la broma.
—Deséeme suerte —le pidió Eve.
—Buena suerte —dijo él, enseñándole los dedos cruzados.
La sonrisa de Daniel, para gran sorpresa de Eve, le provocó una oleada de jovialidad que le recorrió el cuerpo. Le hacía sentir, en medio de aquel ajetreo de viandantes y vehículos, como si fuera la única persona a la que podía ver. ¿Le había sonreído alguien de aquel modo alguna vez? Eve no creía que hubiera ocurrido tal cosa, porque la recordaría de ser así.
Eve entró en la tienda después de que las grandes puertas se abrieran ante ella como lo habían hecho la vez anterior. Sin embargo, en esta ocasión no se quedó parada como embelesada en la entrada. En lugar de esto, fue con paso firme directamente hasta el mostrador de productos cárnicos fríos, con la misma determinación que cualquier cliente. Buscó entre el personal el rostro amable del joven que le había ofrecido el trozo de pastel gratis, pero no lo vio por ningún lado, y su ánimo flaqueó un poco. Se acababa de dar cuenta de que contaba con verlo a él, una locura, claro, ya que había muchísimos empleados allí y no sabía ni siquiera su nombre para preguntar por el joven.
—Buenos días. ¿Puedo ayudarla, señora?
Una voz profunda y ronca interrumpió su frenético fluir de pensamientos. Levantó la mirada y vio a un hombre alto con levita, como el resto, y con las manos reposadas sobre una enorme barriga. Tenía un bigote muy cuidado y de un tono plomizo que le daba el aspecto de un hombre de Estado importante. «Allá vamos», pensó Eve.
—Querría ver, por favor, al encargado —dijo.
—¿Ah, sí? —dijo el hombre—. ¿Por qué razón?
Instantáneamente, Eve se sintió más desconsolada. Tuvo un horrible momento de regresión a la tienda de Micklethwaite con Hilary Kilney, al despacho de Netherwood con Absalom Blandford y a la cocina de la casa Fulton con la señora Carmichael. Se vio reflejada en los rostros de aquellos temibles enemigos y pensó que había podido con ellos, así que con esto también podría. Además, después de todo, aquel señor tenía todo el derecho a preguntarle por su petición.
—Sé que esto le resultará, quizás, poco común —dijo, sonando bastante más tranquila de lo que en realidad estaba y poniendo la cesta de mimbre encima del mostrador—. Pero tengo un pequeño negocio donde hago esto.
Sacó uno de sus diminutos pastelitos y lo depositó sobre el cristal del mostrador. Se veía un poco ridículo allí encima, y tuvo el impulso de volver a guardarlo corriendo en la cesta con sus hermanitos.
El dependiente y Eve miraron el pastel y, después, el uno al otro. Ella sonrió abiertamente, y él dijo:
—¿Qué es?
—Es un pastel de ternera y jamón —dijo Eve—. También los hago de cerdo y de caza. Lo hago para las fiestas, ¿sabe? En vez de trocear uno más grande. —Eve hizo un gesto con la cabeza hacia los ejemplares de tamaño normal de la tienda—. Pruébelo —dijo Eve, acercándoselo un poco más al hombre.
El dependiente se echó hacia atrás como si fuera una especie de brujería.
—No sé si debería —dijo, pero parecía tentado de probarlo.
Después de todo, era una cosita preciosa y con un aspecto delicioso, dorada por arriba y con el punto justo de irregularidad de los bordes. En el centro había una rosa hecha con masa. Los dedos habilidosos de Polly le habían resultado muy útiles aquí también.
—Venga, vamos —dijo Eve—. Tengo más aquí dentro.
Cogió la cesta y lo miró alentándolo. El hombre le devolvió la sonrisa, pareciendo ahora más un niño travieso que un señor de Estado importante. Dejó a un lado los reparos y se comió el pastel.
—Esto —dijo, no muy educadamente con la boca aún llena— es maravilloso. Espere aquí, joven.
El dependiente se fue por una puerta que había junto a unas estanterías con latas de productos exóticos. La puerta se cerró con suavidad y volvió a abrirse en unos segundos con el dependiente seguido de otro hombre —parecía que no había mujeres en aquel establecimiento— de menor estatura, más delgado y con gafas, pero sin bigote. En general, su aspecto era menos imponente que el de su compañero, pero estaba claramente al cargo. Le extendió una mano delgada y seca a Eve, que se la aceptó. Era el señor Paterson, le había dicho, el encargado del servicio de comidas fuera de la tienda, y creía que ella tenía algo que podría interesarle. Eve apartó el paño que cubría el resto de los pasteles, y el hombre miró dentro del cesto a través de sus gafas redondas y aplaudió varias veces con las manos con verdadero júbilo antes de probarlos. La llevaron entre bastidores a través de la misma puerta hasta un despacho de madera, donde degustaron formalmente sus pasteles y donde el señor Paterson tomó nota en un gran libro de piel de las respuestas de Eve con una solemnidad y trascendencia digna de un contrato de matrimonio. Le preguntó su nombre, el de su empresa y su dirección. En esto último dudó Eve, comentando que, en ese momento, estaba viviendo en la casa Fulton, Belgravia, lo cual provocó que el encargado se sentara más recto en la silla hasta que Eve le explicó que estaba empleada allí.
—Si cocino los pasteles para usted, lo haré en Netherwood —dijo—. Está en Yorkshire —añadió, porque el hombre se había quedado tal cual—. Y habría que esperar a que yo estuviera de vuelta allí.
—Ya veo —dijo el señor Paterson, reposando los codos en los brazos de la silla y tamborileando con sus dedos huesudos en la mesa—. Y, pongamos que encargamos una entrega semanal desde… digamos, desde principios de agosto. ¿Cómo nos lo haría llegar?
—Ah, lo entregamos nosotros —dijo Eve con ligereza.
—¿En Londres?
—Ujum… —Fue un pequeño sonido, pero quedó claro que era a modo de confirmación.
—Maravilloso —dijo el señor Paterson.
Se dieron la mano para cerrar el trato mientras la mente de Eve funcionaba a toda velocidad. ¿Cómo había ocurrido que se acabara de comprometer alegremente a un contrato que no sabía si podría cumplir con seguridad? Era culpa de Anna, de Anna y de su maldita ambición. Llegado el momento, Anna tendría que ir en bicicleta hasta Londres con los pasteles en la cestita si era necesario.