Capítulo 25
–He pensado que podría llevar a Seth y a Eliza a ver Búfalo Bill —dijo Amos—. Si te parece bien, claro.
Iba caminando de vuelta a la ciudad con Eve y sus tres hijos por los jardines de la casa de Netherwood. Tras ellos, el jolgorio seguía, aunque ahora que los fuegos artificiales habían acabado, la mayoría de los invitados con niños iban ya de vuelta a casa. Eve estaba agotada después de su día en la cocina y, consciente del aspecto que tenía, le había insistido a Amos para que se quedara en la fiesta; todavía había allí muchos mineros que no parecían estar dispuestos a irse sin agotar el suministro de cerveza. Pero Amos ya había tenido bastante y quería dejar a Eve a salvo en casa antes de marcharse.
—¿El espectáculo del salvaje oeste? —dijo Eve—. He visto los anuncios por la ciudad.
Era una respuesta evasiva.
—Sí, todo un espectáculo. Será algo que jamás olvidarán.
—¿Cuándo es? —dijo Eve.
—En octubre. Será en Barnsley. Representarán la batalla de Little Bighorn en Queen’s Ground. Yo lo pago todo.
—No, no, si los llevas, pago yo —dijo Eve.
—Pero si yo no tengo nadie en quien emplear el dinero. Podría ser como un regalo de cumpleaños para ellos, de mi parte, digo.
Seth cumpliría once años a finales de septiembre y el cumpleaños de Eliza era dos semanas después del de su hermano. Eve se sentía agradecida y alarmada a la vez al escuchar a Amos hablar así, haciendo planes con cinco meses de antelación, y con Ellen aún sobre los hombros. Su madre había intentado bajarla antes de ponerse en marcha, pero Ellen se había negado rotundamente y había montado un numerito, y Amos no había ayudado mucho al empezar a hacerle cosquillas a la niña para devolverle el buen humor y al insistir en que se quedara donde estaba. Eve deseaba que Anna estuviera allí con ellos; su presencia habría marcado la diferencia, pero se había ido bastante antes para acostar a Maya y empezar a hacer el pan para el día siguiente. Y allí estaban ellos, como una familia feliz, con Amos ocupando el lugar de Arthur.
De cualquier modo, Eve estaba convencida de que los dados al cotilleo encontrarían munición aunque no les presentara la ocasión en bandeja así que, ¿por qué preocuparse? Sabía, y Amos también, que la suya era una amistad inocente, y eso era lo que realmente importaba.
—Arthur se lo habría pasado bien hoy —dijo Eve.
Decir su nombre en voz alta le reconfortaba.
—Sí, seguro —contestó Amos.
—Ha sido una fiesta estupenda —dijo Eve—. El conde es un hombre generoso.
Amos no contestó; habían ocurrido dos catástrofes más en Netherwood desde la muerte de Arthur: una en Middlecar y otra en New Mill. Había que reparar los postes de madera que sujetaban el techo en las tres canteras del conde, y Amos no comprendía cómo lord Netherwood parecía rehusar ocuparse de esa responsabilidad mientras asaba buey y lanzaba fuegos artificiales por el cumpleaños de su hijo. Amos entendía la fiesta como un enorme despliegue de poder personal más que como un acto de generosidad con los trabajadores, pero también pensaba que, dada la compañía de la que disfrutaba en aquel momento, debía guardarse esa opinión para él mismo. Caminaron varios segundos en silencio, pero no resultó incomodo en absoluto.
Entonces Amos dijo:
—Has hecho un gran trabajo. —Adular a Eve era territorio seguro—. Tus pasteles volaban de las mesas.
Eve sonrió.
—Eso he oído.
—Espero que esto te dé más publicidad y tengas más trabajo a partir de ahora —prosiguió Amos—. Todos sabían que eran tuyos.
Siguieron caminando de nuevo en silencio. Ellen se había dormido sobre los hombros de Amos, con la mejilla posada sobre la gorra del hombre y la cabeza ladeándose con cada paso que daban. Eve llevaba a Eliza de la mano y Seth iba caminando delante de ellos, dando saltitos sobre las piedras cubiertas de musgo que salpicaban en el sendero que habían tomado. Eve bostezó abiertamente.
—Me conformaría con un poco de la energía que tiene ahora mismo Seth —dijo Eve señalando a su hijo.
Amos rio.
—No lo has hecho nada mal —dijo él—, reina de los pasteles de cerdo de Netherwood. ¿Cuántos has hecho?
—Cuarenta y uno —contestó Eve—. Y después la señora Adams me tuvo varias horas haciendo pasteles de caza y pan mientras los otros se enfriaban.
Ciertamente se había quedado bastante más de lo que indicaba su contrato. La señora Adams no quería dejarla marchar; habían tenido que enviar un mensaje a horas tempranas de la mañana a la casa de Beaumont Lane explicando la situación. Eve lo había escrito con la mano algo temblorosa sobre un trozo de papel de carta de la casa Netherwood. Le había pedido a Anna que llevara a los niños a la fiesta aquella tarde y después los dejara con Amos cuando tuviera que irse. En esos momentos, Eve reflexionaba sobre lo dependiente que era de la generosidad de sus amigos. Era verdad que Anna obtenía comida y alojamiento a cambio de estos favores, pero lo único que Amos sacaba de aquello era trabajo extra después de su turno diario en la mina. Si no estaba plantando verduras para ella, estaba ocupándose de sus hijos.
Eve giró la cabeza para mirarlo andar junto a ella. Arthur solía decir que Amos se había llegado a parecer a su perro bulldog, Mac, y aunque la comparación era un poco exagerada, sí que tenían cierto parecido en los rasgos. Era bajito —más que Eve, que medía poco más de metro y medio— pero era enjuto y fuerte. Para ser viudo, era muy maniático y exigente, y llevaba siempre las uñas bien limpias e iba bien peinado. Eve recordó a su difunta mujer; sabía muy poco de ella, solo que se llamaba Julia y que había muerto al dar a luz, y su hijo con ella un día más tarde. Solo llevaban casados un año. En el mismo cementerio donde estaba enterrado Arthur había una lápida que rezaba: «En memoria de Julia Sykes y Frances Mary Sykes», seguido de las fechas que narraban por sí mismas la historia y otra frase que decía: «Descansen juntas en paz». Había un valle de lágrimas contenido en aquella inscripción, pensaba Eve, y se sintió de repente avergonzada por no haber hablado nunca con Amos sobre aquello.
—¿Cómo era Julia? —dijo siguiendo un impulso.
Él se sobresaltó levemente y Ellen se incomodó sobre los hombros del hombre, para volver a quedarse dormida.
—Lo siento —dijo Eve.
—No, no, no pasa nada —contestó Amos—. Es solo que es la primera vez que alguien pronuncia su nombre en años.
—Vaya, Amos, eso es muy triste.
—Bueno, ¿quién va a hablar de ella? Lleva muerta más de veinte años.
—¿Y cómo era? —insistió Eve.
Amos se quedó pensando unos instantes. No era fácil contestar a aquello… No porque fuera doloroso, sino porque llevaba mucho tiempo sin ella. No la recordaba como un conjunto, sino solo detalles aislados de ella, como la cicatriz que tenía en la pantorrilla de un perro que la mordió cuando era una niña, o la pequeña mota azul que tenía en uno de sus ojos marrones. Pero algo debía contestar.
—Era solo una niña cuando nos casamos. Acababa de cumplir dieciséis —dijo—. Era pequeña como un pajarillo. No especialmente hermosa, pero tenía algo especial.
—Como Arthur, que no era muy atractivo pero que también tenía algo especial.
Ambos rieron ante la indudable falta de atractivo de Arthur y siguieron caminando hacia Beaumont Lane, donde Amos le entregó a Eve a Ellen —que pesaba más de lo normal por estar dormida—, dio las buenas noches y prosiguió su camino.
Una vez dentro, a pesar del largo día que habían tenido y lo tarde que era, el rostro de Anna estaba iluminado de entusiasmo.
—¿Qué? —dijo Eve con un mínimo de interés.
No estaba de humor para averiguaciones, y lo único que quería era dejarse caer en la silla y dejar que las propiedades curativas de un té fuerte la hicieran revivir para poder cumplir con todo lo que le quedaba por hacer antes de poder irse a dormir.
—He tenido idea —dijo Anna.
—Una idea —le corrigió Eve automáticamente.
Anna se lo tomó como un mensaje de ánimo hacia lo que iba a decir.
—Da, una idea —dijo—. ¿Quieres saber?
—La verdad es que no —contestó Eve.
—Imagina escena. Una escena —dijo Anna corrigiéndose a sí misma esta vez—. Mesas pequeñas con manteles bonitos, quizás jarrones de flores.
—Suena bien —dijo Eve.
—Preparado para almorzar.
—Cenar —dijo Eve.
—O cenar.
—Té —dijo Eve.
Anna pensó, mientras asentía con la cabeza, que quizás debería empezar a utilizar los términos locales para las comidas, aunque para ella la cena siempre había sido la comida que se toma por la noche, mientras que el té una bebida caliente y nada más.
—Bueno. Menú diario, comidas sencillas para clientes que se sienten en las mesas —dijo Anna.
—Me recuerda al Café Central de Barnsley —dijo Eve—. Sopa de rabo de buey, salchichas con puré de patatas, huevos escalfados con tostadas. Ohhh, ¿tenemos huevos? Mataría por unos huevos.
—Pues eso —dijo Anna ignorando el antojo de Eve—. Seguir vendiendo lo de siempre en la puerta, los pasteles, los púdines… pero también dar de comer a clientes en mesas.
—¿Cómo? —dijo Eve dándose cuenta de repente de lo que estaba implicando Anna.
—¡El Café de Eve! —dijo Anna con la ilusión de un niño el día de Navidad, con los ojos abiertos de par en par y las mejillas sonrosadas.
Se parecía en aquel momento a la muñeca de porcelana de Eliza, pensó Eve. Qué pena le daba tener que decepcionarla.
—No —dijo Eve.
—Pero…
—Rotundamente no.
—Pero si haces…
—No, no y no.
—¿Por qué? —dijo Anna.
—Porque no tenemos el espacio necesario, ni las mesas ni las sillas. Porque la gente no vendría y porque solo tenemos dos manos cada una.
Anna, con tono de súplica, dijo:
—Sí que tenemos espacio si movemos un poco las cosas. Compramos mesas y sillas. La gente vendrá. A todos les encanta tu comida.
Eve se reclinó en la silla.
—Anna —dijo—. Poco a poco estamos consiguiendo llevar un negocio pequeño pero quizás no te has dado cuenta de que estamos exhaustas. ¿Has oído la expresión «éramos pocos y parió la abuela»?
Anna le contestó que no un poco enfurruñada.
—¿Pero sabes lo que quiero decir? —dijo Eve—. Entre nosotras podemos ir a comprar, cortar, estofar y hornear, por no hablar de la limpieza, lavar la ropa y cuidar de nuestros cuatro niños. Lo último que necesitamos es tener a unos cuantos invitados en el salón para cenar o para la hora del té, sobre todo si son mineros y vienen con la ropa mugrienta.
Anna no contestó. Sabía que era una buena idea, igual que sabía que Eve diría que no. Ahora solo era cuestión de tiempo.