Capítulo 39

La casa Fulton, el hogar londinense de la familia Netherwood, estaba situada en una de las esquinas de una plaza preciosa, y era perfectamente distinguible entre las hileras de casas idénticas que había a ambos lados, pero había sido construida siguiendo el mismo estilo imponente de ellas, con el frontal de la vivienda de estuco. Thomas Hoyland, el cuarto conde de Netherwood, había comprado la casa de nueva construcción en el año 1826, junto con otras once propiedades que conformaban el lado sur de la plaza. Este había sido un buen proyecto de inversión, dado que los alquileres de estas casas le reportaban miles de libras al año a la familia.

La plaza fue construida sobre una extensión en campo abierto que habían comprado al bribón que la tenía en propiedad por una cantidad que le permitió retirarse. En realidad, había estado inhabitada e inhabitable hasta su compra, y aunque en el momento se la llamaba, eufemísticamente, Los Prados —algo que propiciaba la imagen mental de flores silvestres y césped frondoso—, la realidad era mucho menos atrayente, tratándose de una zona pantanosa situada entre la zona oeste de Londres y la bonita localidad de Knightsbridge, y en aquella época pocos se atrevían a entrar allí por ser un área por todos conocida por albergar a los mayores ladronzuelos y sinvergüenzas de la ciudad.

En el presente, sin embargo, esta zona era el paradigma del estilo de vida elegante de la ciudad, un domicilio con clase y deseable por todos desde el que poder disfrutar con comodidad de la alta sociedad londinense. Había sido una combinación de geografía y casualidad lo que había ayudado a revalorizar la zona y convertirla en uno de los mejores barrios de la ciudad. El rey Jorge IV había ayudado enormemente al extender la casa Buckingham y convertirla en un palacio. Después, la reina Victoria alojó a su madre en una casa cercana y, en poco tiempo, no había nadie que perteneciera a la aristocracia que no quisiera vivir allí y no lo consiguiera. Se podía decir con total seguridad que cuando el conde y la condesa de Netherwood estaban pasando unos días allí, ellos no eran ni de lejos las personas con títulos nobiliarios más elevadas de los alrededores. Había duques y duquesas por doquier, e incluso se podía ver a algún que otro príncipe heredero dependiendo de la época del año. Con todo aquello por delante, era imposible imaginarse que aquellas altísimas residencias regias con pórticos hubieran sido, en algún momento del pasado, poco más que un simple paisaje londinense abandonado.

Había un jardín comunal muy bien cuidado en la plaza, rodeado por plataneras y verjas de hierro de color negro, al que acudían habitualmente las enfermeras y las institutrices que, con la excusa de ir a respirar un poco de aire fresco, se reunían para cotillear y escapar de las estrictas limitaciones formales de su enfermería o su aula. En medio de toda la ampulosidad de la zona, había un detalle en el que Teddy y Clarissa Hoyland habían salido mejor parados que el resto de los vecinos más poderosos, y este era que no tenían necesidad de compartir el jardín comunal con los demás ya que su casa, situada en la esquina de la plaza, contaba con un jardín de casi una hectárea más allá de los establos y las caballerizas de los empleados. Aquel vergel era enorme para los estándares de vida de Londres, y Thomas Hoyland había conseguido asegurárselo para su uso y disfrute privado cuando se construyeron las casas. El solar, que en sus inicios fue una zona pantanosa, de difícil acceso y únicamente apropiada para albergar sapos y aves zancudas, había sido domeñada, drenada y acondicionada poco a poco a lo largo de los alrededor de setenta años que habían pasado desde entonces hasta la actualidad. Ahora era un jardín exótico y precioso, del tipo del que la gente pagaría por ver si estuviera permitido.

Daniel MacLeod, el jardinero jefe, había momentos en los que preferiría que fuera accesible al resto de personas ya que, en su esmero y dedicación por mantenerlo siempre en perfectas condiciones, concluía habitualmente que no merecía la pena, puesto que la familia estaba normalmente en Yorkshire y pasaban semanas y semanas en las que las únicas almas sin plumas que habitaban allí eran él y sus dos ayudantes. Sería genial que pudiera entrar público a visitar el jardín; Daniel fantaseaba imaginándose respondiendo a las preguntas educadas de las mujeres jóvenes de la nobleza —siempre eran mujeres jóvenes, y no hombres mayores, lo que se imaginaba— y aceptando modestamente los cumplidos sobre su gran habilidad y su gusto.

Y había sido ese gusto, aunque lady Netherwood parecía haberlo olvidado, el que dio forma al diseño y eligió las plantas del jardín de la casa Fulton. Daniel MacLeod había llegado hacía dieciocho años y conseguido el puesto de jardinero jefe a la temprana edad de veintiún años, siendo aún un joven lleno de ideas y energía, y con seis años de experiencia a las espaldas como ayudante de jardinero en una elegante casa de la época de los Stuart en la frontera con Escocia. En la casa Fulton había podido dedicarse a sus intereses personales, que rozaban la obsesión, enfocados a las líneas simétricas y formales de los grandes jardines del siglo XVII. No estaba hecho para él el estilo que pretendía imitar la informalidad y del que se nutría el movimiento paisajístico inglés; no entendía el sentido de trabajar años para acabar dando la impresión de que había sido la mano de la naturaleza salvaje y no la del hombre la que lo había creado.

Al igual que un cocinero de primera clase crea platos más allá de la cocina doméstica, Daniel había conformado un jardín de una complejidad y destreza asombrosas. Su terreno de una hectárea estaba dividido en cuatro niveles a los que se accedía desde ambos lados por medio de unos amplios escalones de piedra. En uno de los niveles había seis parcelas rectangulares de césped, nítidamente bordeadas por senderos de gravilla blanca. En el siguiente nivel había un parterre elaborado con lavanda y boj. Después, otro con un jardín de rosas con pérgolas de carpes entrelazados y, para terminar, un nivel más con tejos perfectamente podados que alternaban con árboles exóticos y de naturaleza caprichosa, tales como los hibiscos, los granados… cualquier cosa que no fuera fácil de cultivar. En medio de todo esto, y creando unas cascadas cristalinas en cada nivel, corría un riachuelo ornamental. Su instalación había supuesto un gran gasto y seguía implicándolo, ya que funcionaba por medio de un motor eléctrico que tenía que estar constantemente encendido para enviar el agua de la parte inferior de vuelta a la superior, para que el ciclo continuara, pero el efecto era ciertamente mágico gracias al susurro del fluir del agua a modo de acompañamiento musical.

Para la cocina no había jardín; ni había espacio ni era necesario, ya que todo provenía de Netherwood, pero Daniel había plantado un jardín con flores diversas y de colores luminosos que sirvieran para cortarlas y decorar la casa, ya que las flores llevaban peor los viajes desde Netherwood que la fruta y la verdura. Este último estaba situado en uno de los extremos del jardín principal, contenido entre muros de ladrillos de colores suaves con varias hornacinas en las que habían colocado bustos clásicos de poetas y filósofos de la antigua Grecia, herencia de un Hoyland anterior que mostraba un gusto particular por la floritura y lo rococó, pero que Daniel no habría elegido por su propio pie. Aun así, no le disgustaba demasiado el efecto que conseguían las estatuas.

Entonces allí estaba Daniel, en la terraza de piedra de York, supervisando desde la altura su territorio y sonriendo ante la vista de la que disfrutaba. Barney, el más joven de los dos ayudantes, había pasado el día arrodillado en los escalones y los senderos, en busca de cualquier resquicio de malas hierbas que hubiera podido quedar. Era una tarea tediosa y mecánica, pero marcaba la diferencia en el efecto general que daba al jardín, y Barney era el tipo de empleado afable que simplemente hacía lo que se le pedía, por muy insignificante que fuera la tarea que se le asignara. Fred, mayor y más astuto que Barney, había recibido el encargo de realizar el mantenimiento de los arbustos de flores y podarlos cuidadosamente hasta que solo quedaran capullos y flores en ellos. Al día siguiente debería arreglar la lavanda, recortar el boj y retocar los que tenían forma de cono para mantener la simetría. Se esperaba que el conde y la condesa llegaran un día después y, aunque Daniel nunca se permitía un solo desliz en sus niveles de perfección, sí era especialmente escrupuloso antes de una visita, y ahora estaba satisfecho con lo que veía. Pensaba, como lo había hecho muchas veces antes, que sería un verdadero lujo poder tener una vista de pájaro de todo aquello desde arriba. Desde aquel punto extraordinariamente ventajoso, el jardín debía de parecer un tapiz bordado meticulosamente con todo lujo de detalles.

El gran reloj que había sobre la casa anunció las cuatro en punto con sus sonoras campanadas. Ya estaría preparado el té para el personal de servicio en la mesa de la cocina, y Barney y Fred, a los que Daniel había indicado que se podían retirar media hora antes, ya estarían allí y, sin duda, sirviéndose más de lo que les correspondía. A Daniel no le llamaban demasiado la atención los dulces —poseía el gusto escocés por la austeridad, al menos en cuanto a comida se trataba—, pero sintió la repentina necesidad de una taza caliente de té negro y salió del jardín por la entrada arqueada hacia el patio trasero de la casa. En el trayecto, Samuel Stallibrass realizó su habitual aparición ruidosa por la entrada cubierta hacia el patio adoquinado, saludando a Daniel alegremente con la fusta.

—Échanos una mano, Dan, ya que estás ahí —le gritó al jardinero mientras detenía a los caballos—. Traigo fruta fresca de Netherwood.

Daniel miró a Eve y dijo:

—Ya veo, ya. —Y le dedicó su sonrisa más encantadora.

En cualquier otra mujer, el gesto habría tenido el efecto deseado, pero no fue el caso de Eve, que venía mareada por el viaje y melancólica, y no estaba de humor para aquel tipo de flirteo inocente con aquel hombre de acento extraño y mirada desconcertantemente directa, así que no le devolvió la sonrisa, ni siquiera lo llegó a mirar de frente por mucho que tuviera que aceptar su ayuda para bajar del carruaje.

—Daniel MacLeod, bienvenida a la casa Fulton —dijo.

Se arrepentía de la ocurrencia anterior y deseaba que la mujer lo mirara para poder demostrarle que era una mano amiga, no enemiga, la que le había tendido. Sin embargo, fue Samuel quien habló, llevado por su espíritu de protección paternalista.

—Esta es la señora Williams —dijo—, y está agotada, así que déjala tranquila y échame una mano con las cajas.

Daniel le sonrió burlonamente y le dijo:

—Ay, Samuel, viejo embaucador, si me lo pides así, ¿cómo negarme?

Una mujer delgada con el rostro siniestro apareció por la puerta trasera de la casa.

—¿Señora Williams? —dijo.

Llevaba un manojo de llaves colgando del cinturón como si fuera un carcelero. Eve asintió.

—Ya era hora, Samuel Stallibrass. Ven por aquí y espabila.

Habló sin mostrar ni la más sutil de las sonrisas y con brusquedad, no precisamente dando la bienvenida. Eve miró a Samuel, que le sonrió de modo alentador.

—El ama de llaves —le dijo sotto voce—. La señora Munster. Munster, no monstruo —le dijo guiñándole el ojo—. Parece como si la acabaran de desenterrar y actúa como un mariscal de campo con dolor de muelas, pero es perro ladrador…

Eve, recordándose a sí misma que lloriquear como un bebé no era una opción, se armó de valor y caminó hacia la puerta de la casa, que la mantenía abierta la misma señora de voz fría y expresión de pocos amigos. Daniel, mientras tanto, contemplaba a Eve marcharse.

—Gracias —dijo Eve con unas buenas formas y una gentileza llamativas, y se perdió de vista dentro de la casa.

Un perrito se tumbó encima de los pies de Eve, estando ella sentada a la mesa de la cocina. Era una especie de terrier, pero como mezclado con alguna otra raza de hocico chato, con el pelo a manchas y las orejas caídas. Le empezó a olisquear las faldas con la naricilla negra, y Eve reaccionó apartando las piernas. «¿Perros en la cocina?», pensó. ¿Qué tipo de lugar era aquel? Daniel, que también estaba sentado en la cocina un poco más alejado, observaba los esfuerzos en vano del animal por reclamar atención, y entendía su decepción. Aunque él mismo no había llegado tan lejos como para olisquear a Eve, sí había intentado por otros medios arrancarle una sonrisa. Le había pasado la jarra con la leche, le había ofrecido tarta de fruta y le había preguntado por el viaje, pero ella, aunque había respondido cortésmente —aceptando la leche, rechazando el pastel y contestando educadamente a las preguntas sobre el viaje—, lo había hecho con tal actitud lastimera que Daniel se había reprimido para no ir más allá y evitar así provocarle el llanto. En cualquier caso, el ambiente alrededor de la mesa era alegre, como siempre, y se distrajo rápidamente con las bromas de las sirvientas y los lacayos, cuya conversación solía ser ligeramente escandalosa y, por ello, muy entretenida.

A Eve le resultaba imposible seguirlos; hablaban demasiado rápido y con un acento extraño sobre personas que no conocía, y las mujeres reían con coquetería ante cualquier cosa que decían los hombres. Eve se bebió el té, que era suave y poseía un aroma especialmente fragante, como si alguien hubiera puesto una gotitas de perfume en la lata, y fue asimilando cabizbaja lo que la rodeaba. La cocina no era nada del otro mundo, sobre todo comparada con la de la casa Netherwood y la suya propia en el molino. Aunque asolada por su pena, se dio cuenta de que era quizás esa amargura que parecía no tener fondo, la que estaba desmejorando la visión de lo que tenía a su alrededor. Las encimeras estaban atestadas de objetos y llenas de harina y, a pesar de que los techos eran altos, el aire de la habitación estaba viciado. No había ninguna sala para hacer masa, ni ninguna superficie apropiada para trabajarla; quizás tendría que trabajar en el cuarto de los fregaderos. Lo veía desde donde estaba sentada; había una pila de conejos en el suelo a la espera de que algún subalterno los despellejara y vaciara, y Eve pensó que debían de ser conejos de Netherwood, tenían que ser de allí, no habría conejos salvajes en Londres, donde todos los campos habían sido engullidos por las residencias. En casa, los edificios podían estar cubiertos de hollín y los pozos de las canteras cernían sus sombras sobre las calles, pero si se caminaba un poco en cualquier dirección, se llegaba a campo abierto. A Eve nunca le había gustado tanto Netherwood como en aquel momento. Bebió un sorbo del extraño brebaje y se dejó llevar por el completo abatimiento.

Enfrente de ella, la cocinera, que hasta entonces había estado enfrascada en una profunda conversación con la señora Munster, decidió que ya había llegado la hora de examinar de cerca a la recién llegada. Beryl Carmichael, una señora amable aunque parecía que no por ello se cuestionaba en absoluto su soberanía, podía volverse una déspota en cuestión de segundos si intuía algún tipo de actitud desafiante; ya tenía antecedentes en ese asunto. La condesa, que estaba enterada de que las mejores familias solían emplear a cocineros franceses para dirigir la cocina, había hecho dos intentos fallidos para cambiar la jerarquía. En cada ocasión, los experimentados messieurs habían regresado a París espantados tras un breve periodo de tiempo, a causa del carácter temible y taimado de la señora Carmichael, que les había hecho la vida completamente imposible, recurriendo incluso al sabotaje infantiloide si lo veía necesario, tal como echar cerveza en los soufflés, sal en el cuenco del azúcar… ese tipo de cosas. Había conseguido hacer todo esto sin levantar sospecha alguna en lady Netherwood, quien se había arrojado a los brazos —de un modo metafórico, claro— de su consabida cocinera en las dos ocasiones retratadas. Para ser justos, había que decir que la señora Carmichael no se dejaba llevar únicamente por el interés propio; estaba decidida a salvaguardar Inglaterra de la insidiosa influencia gaélica. La escasez de familias aristocráticas en Francia —algo por lo que la orgullosa república no podía hacer más que lamentarse— provocaba una superabundancia de cocineros franceses. Así era como la señora Carmichael lo veía, y al defender su cocina veía que estaba haciendo su aportación a apoyar al rey y a su patria. «En las cocinas inglesas, cocineros ingleses» era su lema, y lo habría bordado en los delantales de todos si hubiera podido. Mientras tanto, parecía que habían convencido a la condesa de que los cocineros franceses eran solo para uso ocasional, y puesto que el conde prefería mil veces un buen entrecot de ternera o un buen cuarto trasero de añojo a cualquier otra cosa más elaborada, de este no había surgido ninguna queja al respecto. Ahora el problema era que la insidia volvía a reinar en el ambiente en la forma de aquella joven intrusa llegada de Netherwood. No ayudó mucho que lady Netherwood, ajena a la política de la cocina y despreocupada de los sentimientos de las personas, había enviado una simple nota a la casa Fulton avisando de la llegada de Eve el siete de mayo y requiriendo que compraran todos los ingredientes que ella necesitara.

La señora Carmichael se aclaró notoriamente la garganta, y Eve levantó la mirada, saliendo de sus reflexiones en aquel instante.

—Y bien —dijo la cocinera alto y claro—, esto… señora Williams, ¿qué demonios hace usted aquí? ¿Qué es eso que se supone que hace tan bien?

Fue tan ostensiblemente desagradable, un ataque tan manifiesto, que llamó la atención de toda la mesa. La joven fregona que estaba sentada a la derecha de Eve se quedó literalmente boquiabierta después de dar un grito ahogado y, durante el resto de su vida jamás olvidaría la respuesta de Eve.

—No sé por qué estoy tan cansada, señora Carmichael, ya que no he hecho nada en todo el día aparte de ir cómodamente sentada sobre mi trasero —dijo en tono comedido, en el que tuvo que emplear toda su determinación para mantenerlo—, pero la cosa es que estoy demasiado agotada como para tomarme la molestia de justificarme ante usted; quizás mañana me apetezca.

Fue la primera vez en su vida que era plenamente consciente de la suavidad con la que se articulaban las vocales en Yorkshire, y se sintió realmente orgullosa de su acento. Se levantó, y la silla chirrió al arrastrarla por el suelo de piedra frente al silencio incómodo que dominaba en la cocina. El perrillo se quedó mirándola fijamente, como si estuviera en juego un paseo por el parque.

Eve bajó la mirada para observar los rostros congregados y dijo:

—¿Sería alguien tan amable de enseñarme mi habitación?

Sabía que se estaba arriesgando demasiado y que aquello era una especie de apuesta, ya que la influencia que la señora Carmichael ejercía sobre el personal era obviamente mucho mayor que la suya, pero no quería salir sola de la sala; podría pasarle que entrara sin querer en una despensa y perdiera cualquier ventaja que hubiera ganado. Sin embargo, para su suerte, cuatro lacayos se levantaron prestos en una carrera por ver quién era el primero en llegar para abrirle la puerta a la nueva heroína del día. Eve volvió a colocar la silla cuidadosamente en su sitio, asintió solemnemente a la señora Carmichael y a la señora Munster, y salió de la cocina acompañada por el lacayo ganador. Este la guio por un pasillo largo hasta un tramo de escaleras estrechas que acababa en una puerta de vaivén con tapete verde, que se cerró suavemente cuando ambos pasaron por ella, dando varios bandazos leves.

De vuelta en la cocina, bajo la mesa, el perro se dejó caer de nuevo en el suelo desolado, y Daniel tuvo que reprimir el impulso de romper aquel silencio inesperado iniciando una ronda de aplausos.

Mientras, en la privacidad de sus dependencias, Eve se abandonó al llanto desconsolado durante quince interminables minutos. Después, cuando empezaba a remitir el torrente de lágrimas, recordó el consuelo de los fuertes brazos de Arthur sujetándola contra su pecho amplio en el que siempre se podía refugiar, y volvió a empezar a llorar.