Capítulo 1

Ya había amanecido, pero la habitación seguía oscura como la brea cuando Eve Williams abrió los ojos. Quedaba poco para el día de cobrar, y no podía llegar más a tiempo. La lata con el dinero para la casa que guardaba en el estante de la cocina ya estaba vacía, a excepción de un botón que esperaba a ser cosido en el pichi de Eliza. Qué tristeza, botones donde debería haber dinero. A veces, cuando movía la lata, sonaba algo en el interior y la abría, y allí estaban los botones, completamente inútiles.

Se quedó quieta unos instantes bajo la presión de las mantas observando la oscuridad. Junto a ella, un leve sonido, el suave y constante ir y venir de la respiración de Arthur, y nada más. Por el carácter de la oscuridad y la profundidad de la calma, sabía que era temprano, quizás demasiado como para levantarse, aunque aquel hecho nunca la había retenido en la cama. Se concedió unos segundos más en la cálida hondonada del colchón y permaneció atenta a los sonidos. Nada. Ni siquiera Clem Waterdine estaba aún rondando, arrastrando sus piernas arqueadas por la terraza e instando al alba a que despuntara. Normalmente, él era la primera alma en pie de Netherwood en aquellas gélidas e inclementes mañanas de invierno, pero Eve casi siempre estaba despierta para oírlo y, aunque reticente a abandonar la calidez de su cama, siempre encontraba un placer especial en adelantarse al día, haciendo esto y aquello en la cocina, esperando a que la tetera hirviera y el té reposara.

El frío la golpeó como un muro al salir de debajo de la pesada lana con sumo cuidado para no despertar a su marido. Sus pies descalzos tomaron contacto con el suelo de linóleo e hizo un gesto de molestia diciéndose, por enésima vez, que tenía que colocar una alfombra en aquel sitio; era lo primero que se le pasaba por la cabeza al despertarse cada mañana. La presteza era imprescindible ahora que había dejado la protección de la cama y buscaba a tientas por el suelo el grueso par de medias que guardaba allí para emergencias de aquel tipo. Eran toscas y pesadas, del tipo de lana que picaba en la piel y que los niños odiaban llevar puesta, pero le proporcionaban un alivio inmediato ante aquel frío espantoso. Las encontró y se las puso. Después, un mantón con el que se envolvió la parte superior del cuerpo. Entonces, vestida acorde para asumir aquel riesgo, recorrió cautelosamente el suelo de la habitación evitando las losas que estaban sueltas y atravesando la impenetrable oscuridad. Retenía en la mente las coordenadas para la cama, el tocador, los sitios que crujían y la posición exacta del pomo de la puerta, con lo que su avance por la estancia fue satisfactorio a pesar de llevar las manos apretadas contra el cuerpo bajo el mantón. Una vez en la puerta, liberó una mano para hacer girar el pomo y abrirla, y en ese preciso instante se quedó muy quieta escuchando atentamente; la respiración de Arthur seguía siendo tranquila y regular, así que salió de la habitación para dar al pequeño rellano donde todos sus esfuerzos por ser silenciosa estuvieron a punto de verse frustrados cuando, justo detrás de ella, oyó un hilo de voz susurrar:

—Mamá.

Era Eliza, desde tan cerca que estuvo a punto de chocar con ella. Eve, con el corazón palpitándole con fuerza en el pecho, consiguió contener el grito, pero necesitó un instante para recuperarse y después agacharse hasta la altura de la pequeña. Ni siquiera así podía verla, pero percibía la respiración de Eliza en su rostro.

—Casi me matas del susto —susurró Eve, con un marcado acento de Yorkshire.

—He tenido una pesadilla. ¿Ya es por la mañana?

—Para ti no. Vuelve a la cama; la pesadilla se ha ido.

—¿Sí? ¿Cómo lo sabes? —contestó Eliza, comiéndose también algunos sonidos.

—Porque eso es lo que pasa cuando despiertas. Sobre todo si se lo cuentas a mamá.

—Mamá.

—¿Qué?

—Seth está roncando.

—Pues le daremos un empujoncillo cuando pasemos junto a él. Vamos, vuelve a la cama.

Eve se puso de pie y, tomando a Eliza por los hombros, la guio hacia la habitación de los niños. Era verdad que Seth estaba roncando, aunque muy flojito. Dormía igual que su padre, completamente bocarriba como si lo acabaran de noquear en el cuadrilátero. Le dio un toquecito en el hombro y el pequeño se quejó entre sueños, pero así cambió de postura y dejó de roncar. Eliza, ya de vuelta en la cama, dijo:

—Mamá.

—Shhhh. Más bajito. ¿Qué?

—¿Hay salsa de estofado?

Nadie más que Eliza era capaz de pensar en la siguiente comida cuando la casa aún estaba entre sombras y quedaban horas para el amanecer. Estaba delgada como un palillo, pero siempre era la primera en sentarse a la mesa y la ultima en levantarse.

—No, si no bajo ya —dijo Eve—. Ahora duérmete o darás cabezadas en la escuela.

—Entonces te veré cuando sea por la mañana —dijo Eliza.

—Claro.

Eve palpó la cabeza de la niña y le dio un beso antes de salir cuidadosamente de la habitación. No había modo de despertar a Seth cuando dormía profundamente, pero el bebé, Ellen, parecía estar siempre alerta y decidida a no perderse nada de lo que ocurriera a su alrededor. Había sido casi un milagro que Eliza no la hubiera despertado con sus paseos nocturnos. De nuevo, tal y como había hecho en su habitación, Eve se detuvo delante de la puerta abierta para prestar atención a los sonidos que la rodeaban. Después, bajó las escaleras y fue hasta la cocina.

Eve y Arthur vivían con sus tres hijos en Beaumont Lane, una calle pequeña formada por una hilera de ocho casas de piedra sin jardín delantero y con un gran patio trasero de empedrado que compartían con los residentes de Watson Street y Allott’s Way. Las calles estaban dispuestas formando ángulos rectos, creando los tres lados de un cuadrado. El cuarto lado lo conformaban los retretes, que estaban situados en un edificio de techo bajo dividido en distintos compartimentos, uno para cada familia. Había una entrada estrecha a mitad de Watson Street que daba al patio, y que permitía a los residentes y a los visitantes entrar a las casas por la parte trasera. Ningún vecino usaba las puertas delanteras; podrían haberlas tapiado con ladrillos y nadie las habría echado de menos.

Las casas se habían construido en 1850 por orden de William Hoyland, el quinto conde de Netherwood y padre del actual, un hombre cuya gran fortuna combinaba con su deseo de hacer el bien. Se había embarcado, con un fervor filantrópico, en la expansión y mejora de la ciudad de Netherwood, y había entrevistado minuciosamente a un buen número de arquitectos hasta dar con Abraham Carr, que demostró de palabra y obra su creencia de que las clases trabajadoras tenían el mismo derecho que cualquier otra a los pináculos, las luces con ventiladores y las entradas con escalinatas. El señor Carr diseñó los planos para los varios cientos de hogares de las gentes de Netherwood y, aunque las hileras de casas eran ligeramente distintas unas de otras, todas compartían el mismo aspecto sólido y resistente que parecía declarar su intención de permanecer allí inamovibles hasta el fin de los tiempos.

Eve se enamoró de su casa desde el mismo día en que se mudó a ella, a pesar de haber tenido que pasarse cinco días limpiando sin parar para poder sentir que era realmente suya. Ella y Arthur habían firmado el contrato de arrendamiento al casarse, siendo ella una niña de diecisiete años y él un viejo minero de treinta que trabajaba en la cantera New Mill. Lo que en realidad sucedió se podría definir con la conocida frase de «el muerto al hoyo y el vivo al bollo»; se instalaron solo dos días después del entierro del viejo Digby Caldwell, quien se había aferrado a la vida varios años más de lo que a sus vecinos les habría gustado. Había llevado sus achaques de viejo con una actitud completamente descuidada, sin un ápice de vergüenza, dejándose ir en cuanto a higiene y a salud, y dejándole a Eve el regalo de bienvenida de veinticinco orinales artesanos de formas y tamaños variopintos, cada uno de ellos lleno hasta el borde, maloliente y salpicado por todo alrededor; se los encontró desperdigados sin orden alguno por todas las habitaciones de la casa. Arthur había insistido en conservar algunos de aquellos recipientes, ya que opinaba que dos o tres cazos y cuencos estaban decentes, pero Eve había desestimado la idea rápidamente. Prefería apañarse con lo poco que tenían antes que imaginarse a Digby Caldwell aliviándose cada vez que cocinara un pudin.

Después estaba la cocina, hecha un completo desastre, probablemente por el desuso; el hierro estaba oxidado y la salida de humos agrietada. Había un cuervo muerto en las tuberías; Arthur se había topado con el pájaro cuando buscaba posibles obstrucciones, y lo había sacado por un ala, tieso, con aspecto siniestro y el pico abierto en un gesto atroz. En un principio, Eve había creído que era una señal de mal agüero, pero ya hacía mucho tiempo que aquello se le había olvidado. Los propietarios de las casas habían enviado a un soldador para que arreglara la salida de humos, pero el resto dependía de ella, y se había afanado en restregar bien hacia adentro y hacia afuera con lana y papel de lija hasta que los dedos le sangraran, y lo había dejado todo como nuevo. Aquel día había hecho una buena amiga, a pesar de todo: ella y la cocina se habían convertido en aliadas. Nadie la trataba ni le sacaba partido mejor que Eve.

Arthur había observado pasmado y en silencio cómo su esposa acondicionaba toda la casa en un abrir y cerrar de ojos. Era imposible salir por la puerta trasera sin que alguna nueva mejora femenina, por pequeña que fuera, estuviera ocurriendo a sus espaldas. Su joven esposa tenía algunas ideas bastante buenas: colocar cortinas de encaje tupido alrededor de la base de la cama de latón para que no si viera el orinal, alfombras hechas de arpillera, pero no de los típicos colores apagados, sino en tonos verdes, azules y amarillos luminosos, y creando diseños elaborados con restos de telas. También había decorado la casa con jarrones y tarros con flores silvestres que daban un aspecto estacional en lugares inesperados, y las ventanas estaban cubiertas con unas cortinas preciosas que Eve había hecho a partir de un rollo de tela que el pañero le había dado a cambio de dos de sus pasteles de carne con patatas. A Arthur no dejaba de sorprenderle la capacidad de inventiva de Eve, aunque nunca se lo decía, ya que él mismo se sentía idiota por percatarse de aquellos detalles femeninos y porque no era muy dado al lenguaje de los cumplidos y las palabras de cariño. Sin embargo, la admiraba en silencio y la trataba bien, y nunca se sentaba a la mesa manchado de mugre de la mina, sino que se lavaba antes con abundante agua en la tina por muy hambriento que estuviera. Aquellos pequeños actos de amabilidad eran su modo de mostrar aprecio, y eso a Eve, que era consciente de ello, le bastaba.

Llevaba más de una hora en la planta baja cuando oyó el golpeteo del bastón de Clem. «Turnpike Lane», pensó, prestando atención al sonido con la cabeza ladeada. «No, Brook Lane». En medio de aquella calma del amanecer, Eve era capaz de discernir los movimientos del viejo, y si la tetera no estaba lista cuando llegara a Watson Street, sabía que ya iba tarde en su labor cotidiana. Se desplazaba silenciosamente por la pequeña cocina, dedicándose a sus tareas y realizando los rituales típicos de los primeros rayos de sol. Aquellos eran sus dominios. Avivó el fuego de la cocina con los pocos rescoldos que quedaban hasta que consiguió apilar un buen montón de brasas incandescentes tras la puerta de abajo. Entonces, empezó a calentarse poco a poco el agua de la enorme tetera de cobre y a vibrar ante aquella nueva calidez, prometiéndose reconfortante. Sobre una tabla espolvoreada de harina y bajo unos paños limpios, tres montoncitos regordetes de masa crecida esperaban sus atenciones. Cogió un cuchillo de hoja ancha y dibujó una cruz profunda sobre cada uno, después abrió la puerta superior de la cocinilla y colocó cuidadosamente un trozo de periódico que había cogido de una lata de encima del aparador. El papel se encogió con el calor y comenzó lenta y paulatinamente a volverse de un tono marrón dorado, sin sacudirse ni ennegrecerse como cuando el horno estaba demasiado caliente, sino coloreándose poco a poco durante medio minuto. Entonces depositó una sartén con carne de estofado en la cocina para recalentarlo, llenó la tetera del agua caliente y la puso directamente al fuego para que hirviera.

Para entonces, el sonido del bastón de Clem en las ventanas de sus clientes era lo suficientemente ruidoso como para revivir a los muertos, por no hablar de los que aún dormían. Era duro de oído, ese era su problema; un bastonazo le sonaba como un suave toquecito. Si seguía con aquella costumbre, acabaría por romper los cristales de las ventanas y se tendría que gastar las pocas monedas que ganaba en reparaciones a sus vecinos. Eve se envolvió con más vehemencia en el grueso mantón y retiró los cerrojos de la puerta. Se abrazó para combatir el frío, sacó la cabeza a la llegada de la mañana y esperó a que el viejo cruzara la entrada. Y allí estaba, encogido de frío, con el bastón en la mano derecha y una lámpara de aceite en la izquierda.

—Clem —susurró ella—. ¡Clem!

Lo asustó, y el hombre se detuvo en seco inspeccionando de dónde provenía el sonido.

—Soy yo, Clem. Eve —volvió a decir entre susurros, pero lo más alto posible.

Él se acercó, y ante la escasa luz de la lámpara consiguió distinguir la extraordinaria visión de Eve Williams en camisón, mantón y calcetines de lana, de pie bajo el umbral de la puerta.

—Pero muchacha —dijo el viejo sorprendido—, por poco me matas de un susto.

—¿Yo? —dijo Eve—. ¡Es usted! Gritando y dando golpes. ¡Cállese, por Dios!

Clem le sonrió mostrando una boca sin dientes. Tenía la sangre pintada en su rostro de color nogal, teñido de azul por el gélido frío a pesar del gran abrigo, la tupida bufanda y la vieja gorra que llevaba desde hacía medio siglo ya, pero sus ojos reumáticos estaban rebosantes de placer por ver a Eve. Estaba preciosa, como en una fotografía, pensaba para sí mismo, con aquella larga melena castaña suelta y su preciosa mirada adusta. Vaya, incluso enfadada seguía pareciendo una dama elegante.

—Solo hago mi trabajo, florecilla —dijo él—. Si no los despierto yo, no vendrá ningún otro granuja a hacerlo por mí.

Inhaló profundamente y señaló con la cabeza en dirección a la cocina.

—Algo huele de maravilla por allí —dijo adoptando una expresión nostálgica en su rostro astuto.

Eve, que le había tomado más cariño del que habría deseado y que nunca se resistía a una petición de comida, lo invitó a pasar.