Capítulo 5
Arthur Williams tenía el físico de un minero. No era alto, pero sí fuerte, y su potencia estaba concentrada en su torso y sus brazos, las partes de su cuerpo que necesitaban más fuerza para extraer el carbón de la veta. Era capaz de caminar los dos kilómetros de trayecto hasta la capilla con Seth sobre los hombros y Eliza y Ellen, cada uno en un brazo, y no tener que hacer un alto ni una sola vez para descansar. No paraba de repetir que podía llevar a Eve también junto con los niños, pero ella nunca le daba la oportunidad de demostrarlo; tampoco lo dudaba, a decir verdad. Le prohibieron participar en el juego de la campana y el mazo cuando llegó la festividad en los campos municipales de New Mill, ya que cuatro años antes todos los premios se habían ido acabando al tiempo que Arthur deleitaba a la multitud y enfurecía al propietario al dar en el clavo con cada golpe, con una facilidad pasmosa.
Había sido su fuerza lo primero que le había llamado la atención a Eve; su fuerza y su constancia, no su aspecto físico, desde luego. Tenía las orejas de los Williams, despegadas como si fueran las asas de una jarra, y unas cejas oscuras y prominentes que le daban el aspecto de estar enfadado siempre, cuando no lo estaba. Pero Eve, la más agraciada de las muchachas del baile de la iglesia, no había vuelto a mirar a nadie más desde que Arthur había hecho aparición en su vida. Ella sabía, casi instintivamente, sin necesidad de haber ninguna promesa de por medio por parte de Arthur, que él la amaría y cuidaría siempre de ella. Había conseguido transmitirle esa seguridad desde que percibió el tacto de su mano sobre la curva de la espalda mientras se movían por la pista de baile, y se quedaba embelesada con su mirada penetrante. Sin tener que expresarlo con palabras, había conseguido reconfortarla y darle la seguridad de que, tras una infancia y una adolescencia de pobreza e incertidumbre, a partir de entonces, todo iría bien.
En cuanto a Arthur, siempre había soñado con Eve, incluso antes de conocerla. A nadie le contaba esto, ni siquiera a Eve, ya que le sonaba demasiado sensiblero, pero la había visto, con bastante detalle según recordaba, en un sueño, el único que recordaba haber tenido. Su subconsciente la había recreado para él levantando la mano hasta la mejilla de Arthur y acariciándosela suavemente, y la imagen de su rostro —su forma, sus facciones— habían permanecido grabadas en la mente de Arthur como si fuera una fotografía que llevara en el bolsillo del chaleco. Así que, la primera vez que la vio, la reconoció al instante. El compromiso había tenido lugar tan rápidamente que incluso las gentes lo habían comentado, pero Arthur sabía que Eve era la mujer de su vida; su unión estaba marcada por el destino.
Su fe en este destino le había reportado una buena recompensa, aunque cualquiera que estuviera observando en aquel mismo instante la escena en la cocina de Eve aquella mañana nunca lo habría dicho, cuando Arthur dio un golpe con el puño en la mesa de la cocina, provocando que todas las cucharas y la vajilla rebotaran sobre la superficie del hule y volcando la jarra de leche, como si un terremoto hubiera sacudido las entrañas de Beaumont Lane.
Rara vez perdía los nervios y más extraño aún era que lo hiciera con Eve, ya que cuando lo hacía, la rabia empezaba a arremolinarse en sus adentros y a apoderarse de él como si de un ente extraño y liberado se tratara —más poderoso incluso que él mismo—, y aquello conseguía alarmarlo. Pero aquel día, ella había conseguido desquiciarlo al no parar de hablar, mientras él intentaba comer, sobre los desahucios de Grangely. ¿Había oído hablar de ello? Claro que sí. Y, ¿por qué no le había contado nada? Porque no había nada que contar. ¿No tenía nada que decir sobre los miles de hombre, mujeres y niños a los que iban a dejar en la calle una mañana de enero? Eve, con los ojos ardientes de ira, había espetado todas aquellas palabras a su marido, desafiando su actitud de tratar el tema con indiferencia.
—Son asuntos de la mina —había dicho Arthur—. Más les vale volver al trabajo si quieren seguir teniendo un techo bajo el que vivir.
—¡Ja! —Eve, con las manos en las caderas, recorría el pequeño espacio entre la mesa y la cocina como si aquella habitación no fuera capaz de abarcarla—. ¿Volver al trabajo? ¿Veinticinco semanas de huelga y casi morir de hambre para terminar no consiguiendo nada?
Arthur apartó el cuenco.
—Nadie ha dicho que sea justo, Eve —dijo—. Lo siento por ellos, igual que tú. Pero es un hecho, esas casas son para los trabajadores de la mina. En mi opinión, creo que han tenido la enorme suerte de que no los hayan echado antes.
—Pues, en mi opinión —contestó bruscamente Eve—, esos mineros son héroes, y si no eres capaz de entender esto no eres mucho mejor que esos sinvergüenzas, dueños de ese agujero infernal.
Eve sabía que había llegado demasiado lejos con aquello último, incluso antes de que Arthur golpeara la mesa, y si hubiera estado más rápida en añadir una disculpa, posiblemente su esposo no habría reaccionado con tal violencia; toda la maldita pelea se habría calmado y reducido a una divergencia de opiniones. Pero Eve nunca tenía la disculpa diligente; en ocasiones, ni siquiera llegaba, sin importar cuánto deseara pedir disculpas o lo clara que fuera la situación en concreto. Ella sabía —claro que lo sabía— que entre Arthur y sus especuladores de la empresa Grangely Main había todo un mundo de desavenencias, sabía que era igual de leal a sus compañeros que a ella, que daría la vida por uno de ellos con la misma solicitud que lo haría por sus hijos. Pero aquel día, gobernada por la furia, decidió tratarlo como a un esclavo de su trabajo y un cobarde. Era injusto, pero por un instante fugaz, resultó ser un pensamiento altamente satisfactorio.
—Ah, claro —dijo con aire despectivo—. Puedes ejercer todo tu peso en esta casa, pero hay dos tipos de fuerza, Arthur: la fuerza corporal y la mental, y hace falta ser un hombre de verdad para luchar por los derechos propios y por el futuro de sus hijos.
Arthur no paraba de preguntarse cómo demonios había comenzado todo aquello. No hacía ni veinte minutos que Eve lo estaba despertando llevándole a la cama una taza de té dulce caliente, y ahora, allí estaba, como una de las tres mismísimas furias. Empujó la silla hacia atrás y se puso de pie, dejando la mesa hecha un desastre. La lata del almuerzo de Arthur estaba sobre la mesa; Eve ya la había preparado con un trozo de pan con ternera en salsa y una manzana. Alguno de los dos tenía que detener aquello y, por la expresión de Eve, Arthur supo que tendría que ser él quien lo hiciera. Cogió la lata y se la metió en el bolsillo de la chaqueta. Ella lo observaba tratando de no dejar ver su ansiedad y su impotencia por que fuera capaz de irse a trabajar sin devolverle ni una sola palabra tras tal acusación, pero incapaz de ser la primera en romper aquel silencio. Él se dio la vuelta y su rostro mostró el esfuerzo por contenerse e intentar no perder la calma.
—Todo lo que hago —dijo tranquilamente—, todo, es por ti y por los niños.
—Sí, y por lord Netherwood —añadió Eve prolongando así la tensión, aun habiéndose dicho a ella misma que debía parar ya.
—Sí, por él y por todos —contestó Arthur—. Por él, ya que nos proporciona una buena vida y pone un techo decente sobre nuestras cabezas, y se preocupa por los enfermos y los necesitados de Netherwood. Ese hombre merece mi lealtad, y no me avergüenzo de reconocerlo. Sin embargo, esos de Grangely, esos tienen jefes indecentes y deben actuar en consecuencia, pero lo único que van a conseguir rebelándose contra las condiciones de sus miserables vidas es más miseria.
Cogió su gorra y se ató un pañuelo a cuadros alrededor del cuello. Percibía el placer de estar en lo cierto y aquello le hizo mostrarse más generoso con su batalladora esposa.
—No se puede hacer nada, Eve —prosiguió—. No está bien, pero no nos incumbe. —Abrió la puerta para marcharse—. Te veo a las dos.
—No —contestó Eve, que aún no estaba preparada para firmar su parte para la paz—. Estaré aún en Grangely. Esa gente necesita toda la ayuda que podamos darle.
Él le dio la espalda, agobiado por estar saliendo tarde para el trabajo. Hasta que pronunció aquellas palabras, Eve no tenía la idea de ir a ningún lugar, pero ya que lo había dicho, no podía echarse atrás. Ella misma, para sus adentros, maldijo esa lengua tan larga que tenía. Tendría que llevarse a Ellen y en la casa había suficiente trabajo por hacer como para mantener ocupado a todo un ejército. Pero ya no había marcha atrás, no cuando se trataba de Eve Williams. Se había comprometido a recorrer doce kilómetros —seis de ida y seis de vuelta— en pleno invierno con una niña aferrada a su cadera, todo para obligar a su esposo a abandonar su autocomplacencia. Esperaba que protestara, que lanzara sus objeciones, que intentara prohibirle su andada, pero lo que hizo fue quedarse de pie unos instantes, dejando que el frío penetrara en la cocina y observando a su mujer con una expresión en el rostro difícil de identificar.
Entonces dijo:
—¿Por qué?
Y Eve se oyó a sí misma echarle una charla con tono piadoso sobre las obligaciones y la compasión personales, pero ni así consiguió lo que esperaba de él.
—Si crees que debes ir, entonces ve —dijo, ya exasperado—. Pero ten cuidado.
Cerró la puerta y se marchó. Eve se quedó escuchando sombríamente los pasos de Arthur mientras se alejaba, hasta que oyó a Lew Sylvester saludarlo al encontrarse con él, y lo que viniera después ya estaba demasiado lejos para oírlo.
Arthur había tenido que ir a la huelga en una ocasión, hacía diez años, en 1893, cuando los mineros del conde salieron todos —muchos de ellos sin estar muy convencidos— en apoyo a la Huelga del Carbón. Estuvieron meses sin trabajar, viviendo de sopas y de lo que la gente les daba, pero no eran los recuerdos del hambre o de las penurias que pasaron los que se le quedaron grabados a Arthur en la mente, sino la vergüenza que sintió cuando cuatro secciones de tropas a caballo entraron en Netherwood; habían sido llamados a defender al conde y a su familia de los insurgentes. No había necesidad de todo aquello, claro que no, no se trataba de nada personal, al menos en lo que concernía a los mineros de Netherwood. Así que, aunque los dragones y los lanceros mantuvieron sus posiciones en la gran explanada de la mansión de Netherwood durante casi tres meses, nunca tuvieron que entrar en acción. Al final de la huelga, el conde escribió una carta abierta a sus empleados, y Arthur agachó la cabeza ante tales palabras:
«No comprendo cómo podéis dejar de trabajar mis canteras. Esperaba que la lealtad de mis hombres estuviera al mismo nivel que la mía hacia ellos».
Claro que hubo empleados de lord Netherwood a los que no les afectó aquella advertencia, pero ese no fue el caso de Arthur. El día que la mina se volvió a abrir y que los empleados volvieron al trabajo —todos ellos con previa prohibición por parte del conde de no volver a congregarse en una unión sindical ni abandonar sus puestos de trabajo—, fue uno de los más felices de su vida.
El turno de Arthur comenzaba a las cinco de la mañana y había unos diez minutos de trayecto a pie desde su casa en Beaumont Lane hasta la cantera New Mill, pero siempre calculaba veinte minutos de camino para poder hacerlo tranquilo. Odiaba ir con prisa a cualquier sitio y, fuera cual fuera su lugar de destino, Arthur siempre caminaba con su tradicional paso pausado. Además, al igual que odiaba las prisas, odiaba llegar tarde. Llevaba trabajando para lord Netherwood desde que era solo un crío, y nunca había llegado tarde, ni una sola vez en más de treinta años. De hecho, su puntualidad se había convertido en tema de honor y, desde la huelga, en una manifestación de la inquebrantable lealtad de Arthur hacia su jefe. Había hombres más jóvenes que él en New Mill que murmuraban entre ellos sobre cuán largas horas trabajaban y cuán poco cobraban por ellas, pero no encontraban en Arthur un aliado, por lo que se quedaban en silencio cuando lo veían acercarse. Su deferencia al patrón había ido aumentando preocupantemente con los años, pero nadie tenía agallas de decírselo; Arthur Williams generaba respeto entre sus compañeros.
La verdad era que Arthur estaba inusualmente contento en su trabajo. Incluso siendo aún un muchacho de tan solo diez años, la primera vez que puso un pie en New Mill reaccionó con un empeño grandioso y percibió que, ciertamente, valía la pena poner tal pasión en su labor. Llegó ya de entrada con los honores que le había conferido su padre, que había muerto en una explosión seis años antes y del que aún se hablaba con devoción en la mina. Arthur se había imaginado que lo mandarían abajo, dentro de la mina, pero su primer trabajo fue en la superficie, en las cribas. Su tarea se desarrollaba en las cintas transportadoras de carbón, dentro de una cabaña polvorienta y mal iluminada, y debía eliminar los trozos de piedra de los montones de carbón y echarlos a unos vagones que transportaban los deshechos hasta otras pilas que había en el exterior. Las láminas de hierro de la cinta chirriaban como demonios y el polvo era a veces tan denso que Arthur no era capaz de ver al chico que estaba a su lado, pero él se mantenía estoico. Aun así, todos los días le preguntaba a su superior cuándo podría bajar, y todos los días recibía la misma respuesta:
—Pronto, chico, y lo lamentarás.
A los doce años consiguió su deseo y le asignaron la tarea de operario de la compuerta, así que esperaba a que llegaran los vagones llenos de carbón, y abría y cerraba las puertas de madera que controlaban el flujo de aire bajo tierra. A otros chicos les atemorizaba la oscuridad de los pasadizos, y lloriqueaban cuando se les consumían las lámparas de aceite, deseando con todas sus fuerzas que llegara el cambio de turno y que los volvieran a llevar a la superficie, pero ese no era el caso de Arthur. Era como si poseyera las ascuas vivas de la autosuficiencia ardiendo en su interior para mantenerlo a flote. Cuando llegó el momento del final de su primer turno bajo tierra, entró en la jaula junto con un chico más alto y mayor que él, pero cuyo rostro reflejaba la rigidez del trauma recién vivido.
—¿Cómo ha ido? —le preguntó Arthur con su marcado acento de Yorkshire.
—Impactante —respondió el chico—. ¿Qué tal tú?
—Sí, impactante también —contestó Arthur tratando de ser amable.
Sin embargo, no era verdad. Los sonidos y olores subterráneos no le asustaban, ni las condiciones bajo tierra le perturbaban. Todos estos años más tarde, Arthur seguía entrando a la cantera con determinación, y volvía a casa con satisfacción, y no existía tarea en New Mill que Arthur no pudiera desarrollar. Ya era minero, claro, se dedicaba a extraer el carbón midiendo sus fuerzas con la tierra y golpeando las vetas hasta que estas revelaban su tesoro, trozo a trozo y a regañadientes. Y el caso era que a Arthur le gustaba el esfuerzo que aquello suponía, incluso cuando ya no veía con claridad a causa del sudor mezclado con el polvo del carbón, y cuando le dolían los brazos hasta la misma médula del hueso. También le gustaba el compañerismo, el humor seco típico de Yorkshire de sus compañeros, su brusquedad, y también la sensación de confianza que desprendían. Pero apenas era consciente de todo esto, y mucho menos lo compartía con nadie más.