Capítulo 48

El mejor amigo que Daniel tenía en el clan Hoyland era la condesa, pero la conocía lo suficientemente bien como para saber que no sabría nada sobre lo ocurrido en Netherwood que fuera más allá de que su marido había tenido que marcharse. Henrietta, por otra parte, sí habría recibido más información de su padre y estaría en posesión de más detalles. Para ser mujer, hacía las veces de mano derecha del conde con bastante aptitud. Es por esto que fue a ella a quien buscó Daniel al entrar en la casa tras Eve.

Habló con un lacayo y esperó en la elegante recepción mientras hacían llegar su petición. Temprano aquella mañana, ya había mandado las flores a la casa en un cesto ovalado especialmente diseñado para ello. Las habían dispuesto de un modo aleatorio y desenfadado en un jarrón de porcelana azul en el centro de una mesa de nogal brillante. La elección de las flores —acianos, amapolas y varios ramilletes de florecillas blancas— tenía una apariencia natural y casual que se alejaba de la disposición habitual, pero que llamaba la atención precisamente por ello. No se podría decir que era obra de la señora Munster, eso seguro; ella tenía un modo más arquitectónico de verlo, prefiriendo las composiciones más fijas con gladiolos y lirios, flores con ejes rígidos, flores como ella.

—Señor MacLeod.

El lacayo, un joven rubio y apuesto, del gusto de la condesa —que los lacayos combinaran entre ellos y con la casa era el último grito— había aparecido silenciosamente tras él.

Lady Henrietta puede recibirlo ahora —dijo, señalando mientras hablaba hacia el estudio del conde.

Condujo a Daniel hasta allí y lo anunció con más formalidad de la que resultaba apropiada, dado que, después de todo, no era más que el jardinero. Henrietta, sin embargo, lo recibió con familiaridad, levantándose de donde estaba sentada en el escritorio de su padre y acercándose a él para darle la mano. Iba vestida para montar, con un bonito traje de color marrón oscuro y cuello morado y el pelo recogido en una espesa trenza. Montaba a caballo casi tanto como en Netherwood, aunque tenía que restringir sus paseos a Rotten Row y otras partes de los parques reales, y hacerlo de un modo más sosegado.

—Daniel —dijo—. ¿Qué puedo hacer por ti?

Él dudó unos instantes, al darse cuenta de pronto de que su petición de los nombres de los fallecidos en Netherwood iba a resultar más que extraña. Pero ya estaba allí, y parecería aún más fuera de lugar que se diera la vuelta y se marchara por donde había venido sin decir nada, así que abordó el tema con decisión y explicó que hablaba en representación de Eve Williams, que se había enterado del accidente de la cantera, pero que no sabía más detalles.

—Está muy preocupada —dijo—. La noticia le ha afectado muchísimo y le gustaría saber los nombres de los fallecidos, aunque esto le provoque un pesar mayor. Al menos, eso creo.

Añadió esta última frase al final de su intervención con cierto retraso, y percibió en la mirada de Henrietta que esta se estaba preguntando qué significaba Eve Williams para el jardinero, pero era demasiado discreta y encantadora como para preguntar.

—Ah, bien. Así que, ¿ya está de vuelta? —dijo.

Daniel únicamente asintió; la pregunta lo había cogido desprevenido.

—La busqué antes, pero el personal de cocina no sabía nada de ella. ¿Dónde está ahora?

—Creo que seguramente habrá subido a su habitación. No iría a la cocina a buscar consuelo.

Aquello era horrible. Le reconcomía la culpa de haber retrasado la vuelta de Eve a la casa y de saber dónde estaba ahora, pero a Henrietta no parecían importarle los porqués —lo último que tenía la joven en mente era ser inquisitiva con Eve.

—Debe de estar desesperada por tener más detalles. Iré a verla directamente.

Él se lo agradeció, se despidió de ella y se dirigió a la puerta del estudio. Cuando se disponía a abrirla oyó:

—Y, Daniel.

Este se giró.

—¿Sí, mi señora?

—La consolaré también, todo lo posible. Quiero decir, además de informarla.

Daniel agradeció la complicidad de Henrietta y sintió una fuerte emoción que consiguió ocultar al hablar.

—Gracias, mi señora —dijo finalmente, y se marchó.

Eve estaba sentada en el borde de la cama con los ojos secos de lágrimas y el rostro pálido. Había decidido esperar allí hasta saber algo más. No podía continuar con su día sin saber si Amos estaba muerto y, si lo estaba, no podía quedarse en Londres. La idea de que, quizás, estaba siendo castigada por cómo se había comportado aquel mismo día le seguía rondando la cabeza, aunque en lo más profundo de su corazón no sentía ningún tipo de arrepentimiento ni sensación de que hubiera hecho algo pecaminoso. Tenía sobre el regazo la Biblia que había en su mesita de noche, pero estaba cerrada. Un vago recuerdo de la fe que tuvo en el pasado la había impulsado a cogerla, pero su relación con el Todopoderoso estaba en tela de juicio últimamente, ya que este se había quedado observando sin hacer nada mientras a Arthur se lo tragaba la tierra. Su ira hacia Dios había ido disminuyendo con el paso de los meses —había llegado a comprender que no era ninguna venganza personal—, pero aun así sentía que le había dado la espalda a sus incuestionables creencias del pasado y, por lo tanto, veía que había perdido el derecho a rezar por la seguridad de Amos. En cualquier caso, pensó, ya estaría muerto o seguiría vivo, y nadie podría cambiar eso con sus rezos.

Llamaron varias veces a la puerta con muchísima delicadeza e inseguridad. Eve se levantó y cruzó la habitación para abrir, y se quedó estupefacta cuando descubrió que era lady Henrietta quien estaba a la puerta, y parecía casi estar disculpándose por haberse adentrado en el ala de los sirvientes.

—Me siento como si estuviera irrumpiendo ilegalmente —dijo—. Nunca había estado en esta parte de la casa.

En cuanto habló, deseó no haber dicho nada, ya que parecía estar recalcando la diferencia entre el patrono y el lacayo, su mundo y el de los sirvientes.

Eve parecía totalmente ajena a aquel tipo de detalles. Tragó saliva, intentó hablar, y no pudo. En lugar de esto, bajó la mirada para ver un trozo de papel que Henrietta llevaba en la mano.

—¿Te importa si entro? —dijo—. Siento haberme presentado aquí así, pero Daniel, el señor MacLeod, ya sabes, el jardinero, me ha dicho que agradecerías tener más detalles sobre el accidente, y no quería mandar a ninguna doncella por si acaso… bueno…

El afable y fresco rostro de Henrietta estaba ensombrecido por los nervios, y Eve sentía que estaba siendo descortés al estar allí, de pie, escuchando las angustiosas explicaciones de la joven sin poder decir nada ni mostrar ninguna expresión, pero tenía la boca demasiado seca como para poder articular palabra. Aun así, consiguió abrir la puerta lo suficiente como para que Henrietta pudiera pasar.

—Gracias —dijo—. Ahora debo quedarme al menos hasta que leas esto. Fue un accidente ocurrido en la máquina de extracción de New Mill. ¡Oh, qué horror!

Eve se tambaleó hacia atrás al recibir aquella información funesta, y se agarró al armazón de latón de la cama buscando apoyo. Lady Henrietta le dio el papel.

—Rápido, míralo. Estos son los nombres de los fallecidos.

Eve cogió el papel y, sosteniéndolo entre las manos temblorosas, leyó los ocho nombres. Los conocía a todos, pero Amos no estaba entre ellos. Amos estaba vivo. Lo lamentaba muchísimo por los fallecidos, y mucho más por sus viudas, pero al menos sintió una gratitud inconmensurable que se manifestó en un torrente de lágrimas.

Henrietta dio un paso adelante y posó la mano en el hombro de Eve. Le habría gustado abrazarla, pero sentía una gran distancia entre ambas, no física, y no por su parte, que estaba completamente abierta a la empatía y al apoyo, pero no estaba segura de cómo lo percibiría Eve, cuyo evidente pesar parecía distanciarla de ella y del resto del mundo. Durante unos instantes, dejó que Eve llorara sin apartar la mano de su hombro, con la esperanza de que aquel leve contacto humano fuera mejor que nada.

Entonces dijo con cautela:

—¿Qué ocurre, Eve? ¿Has perdido a alguien muy querido?

Eve, capaz de hablar al fin, dijo:

—No, no, no ha sufrido daño. Su nombre no está aquí. Gracias, mi señora.

Sollozó unos instantes más en los que Henrietta hubiera deseado que no lo hiciera, pues no sabía cómo comportarse. Había algo tan penetrante y absorbente en aquella mujer que tenía delante, un espíritu de independencia e integridad que las haría, si el poder y los privilegios lo permitieran, increíblemente semejantes. «No somos tan diferentes, tú y yo», pensó Henrietta, «excepto porque tú eres infinitamente más admirable».

—Me alegro mucho —fue todo lo que dijo, sin querer expresar sus pensamientos más profundos—. Quiero decir, porque no te afecta directamente a ti. Demasiado, digo. Obviamente siento muchísimo que hayan muerto ocho hombres. Papá ha ido a Netherwood. Los funerales serán mañana creo, o pasado, después de la investigación. Es demasiado pronto, pero es lo mejor. Para ser completamente sincera, han tenido ciertas dificultades para…

Bajó paulatinamente el tono de voz pensándose dos veces lo que había estado a punto de decir. Eve no necesitaba saber que los cuerpos de los hombres estaban tan mutilados que apenas parecían humanos, y que habían podido identificarlos únicamente por las fichas de latón que faltaban en la lista del taquillero. Los restos que se habían podido recuperar tendrían que enterrarlos juntos, y compartirían un tumba y una lápida comunes, al igual que habían compartido el mismo final horrible. Henrietta tomó las manos de Eve entre las suyas.

—¿Estarás bien?

—Sí —dijo Eve.

Tenía el rostro mojado, pero no necesitaba más bondad. Inhaló con fuerza para intentar no seguir llorando y dijo:

—Estoy muy agradecida.

—Para nada, era lo mínimo… ¿Estás segura de que no puedo hacer nada más por ti?

—Bueno, quizás…

—¿Sí? Pide lo que sea —dijo Henrietta con avidez.

—Solo papel y, quizás, una pluma. Hay gente en Netherwood a la que debería escribir —dijo Eve.

—¡Oh, cielos, claro! —dijo Henrietta, encantada de poder ser de utilidad—. Mandaré que te lo suban. Si lo dejas en la bandeja de plata del recibidor, lo franquearán y enviarán por ti.

Era un gesto muy amable por su parte, pensó Eve. Nunca en su vida había enviado una carta, y no sabría cómo hacerlo, así que se deshizo en agradecimientos a Henrietta.

—De verdad, Eve, no es nada. Lo haré ahora mismo —dijo, y salió de la habitación.

Eve, de nuevo a solas, se arrodilló y le dedicó unas palabras a Dios por primera vez desde la muerte de Arthur, rezando por las almas de los fallecidos y agradeciendo el indulto de Amos.