Epílogo
En pasado
Eva
Iba a entrar en el hospital.
Iba a hacerlo.
Pero de pronto se vio a sí misma caminando más allá de él.
Como una autómata.
Tan extraño…
—Joaquín…
No, Joaquín la había dejado sola.
Por miedo.
Sí, todo era tan extraño…
No había nadie.
La rodeaba un mundo vacío.
Los golpes ya ni le dolían. O sí, y de tanto sentirlos, se había inmunizado. Lo peor era tener la nariz rota. Los olores eran más fuertes. Debía de tener la maldita pituitaria al aire libre.
Nadie la querría con la nariz rota.
Sería una chica normal.
Fea.
Se estremeció.
Tenía que ir al hospital, y sin embargo andaba y andaba.
Su casa estaba allí.
—Mamá, papá…
Necesitaba que le dijeran que todo iría bien, que no pasaba nada, que seguiría siendo guapa, que…
Tropezó, pero no llegó a caerse.
Quemó las últimas fuerzas para subir la pequeña cuesta y llegar a su calle.
Allí estaba la casa.
El coche de su padre aparcado fuera.
Una luz.
Apresuró el paso y se apoyó en la puerta. Llamó y esperó. Al otro lado escuchó una tos y poco más. Luego una protesta ahogada. Un gruñido. Cuando la puerta se abrió casi se cayó sobre él.
Olía mal.
A sudor y alcohol barato.
—¿Papá?
La llevó a la mesa y la sentó en una silla. Ella estaba conmocionada, pero él estaba borracho. Se miraron el uno al otro reconociéndose a duras penas.
—Papá… —volvió a decir Eva.
—¿Quién… te ha hecho eso? —preguntó Germán Romero.
Ella se llevó una mano a la mejilla.
Se tocó levemente.
—No… lo sé —notó el escozor de las lágrimas en sus maltrechos ojos, uno ya completamente cerrado.
—Dios te ha… castigado —la sentenció con un gesto.
Eso la irritó.
Quería un padre, no a Dios.
—¡No!
—Primero fue tu madre… Ahora tú —Germán Romero hablaba arrastrando las palabras—. Me matasteis… Me hundisteis la vida…
—¡No es verdad! —gimió Eva.
El estallido de furia fue inesperado.
La bofetada la derribó al suelo, silla incluida.
Y antes de que se recuperase, él ya estaba encima de ella.
—¡Puta!
—¡Papá, no!
Germán Romero la aplastó con su peso y le puso las manos en la garganta.
—¡Te marchaste!
—¡Pa… pá… Solo quie… ro…!
Pudo haber luchado.
Y sin embargo dejó caer las manos a ambos lados.
No dejó de mirarle con su único ojo medio sano.
Incluso cuando empezó a perder la consciencia, siguió viéndole.
—Papá —se oyó decir a sí misma en sueños—. ¿Por qué?
Jamás llegó a escuchar la respuesta.
Ni le importó.
Después de todo, la paz era hermosa.