24
El automóvil se detuvo en un semáforo y Víctor lo aprovechó para mirar de soslayo el rostro serio de su superior. Primero se mordió el labio. Después se lanzó.
—¿Puedo comentarle algo?
—Claro —Daniel volvió la cabeza hacia él.
—A veces me intriga su manera de actuar.
—¿Ah, sí? —se extrañó.
—Suele hacer muchas preguntas antes de formular la que más interesa, le da vueltas…
—Lo hago para ganarme la confianza de las personas, y también para ir aclarando las ideas mientras lo absorbo todo. Nunca sabes si estás hablando con un testigo o con el mismísimo culpable. A veces no es más que un juego psicológico.
—¿Por qué no les ha dicho a los que ya hemos visto esta mañana que Eva Romero ha muerto?
—Porque esa es nuestra ventaja, por ahora. Y porque cuando se suelta una bomba así, hay que calcular su impacto y las consecuencias que tendrá. Mi instinto me dice cuándo he de decirlo y cuándo no.
Víctor Navarro sonrió.
—Tenían razón, si me permite decirlo.
—Le permito. ¿Pero en qué tenían razón?
—Me dijeron que era un tiquismiquis.
Daniel abrió los ojos. No pareció molesto.
—¿Ah, sí? ¿Quién?
—Vox populi —le quitó importancia el subinspector—. Pero me alegro de trabajar con usted. Han sido dos meses muy productivos.
—Yo también me alegro —fue sincero—. Mi anterior compañero no era lo que se dice… agradable.
—¿Mal policía?
—No, no. Era bueno. Pero entre que fumaba y apestaba, y entre que a veces se le iba la mano con los sospechosos… Discutíamos mucho. Cuestión de estilo. Por eso lo trasladaron.
—¿Lo pidió usted o fue casual?
—Lo pidió él. Supongo que por lo de tiquismiquis —mencionó divertido.
Víctor ya no dijo nada. Estaban cerca de su destino. Las calles, además, eran estrechas. No pudo aparcar en la que buscaban y lo hizo un poco más abajo. Antes de bajar ya vieron que uno de la urbana se les aproximaba corriendo para protestar. Salieron con las credenciales por delante mientras identificaban el coche.
—¿Molesta mucho? —preguntó Daniel.
—Un poco, pero… Tranquilo, inspector, no pasa nada. Yo me quedo a vigilar.
—Gracias.
Regresaron calle arriba hasta el edificio en el que vivía el presunto novio o exnovio de Eva. La mezquita de Shah Jalal Jame estaba al lado. La casa era vieja, no tenía portera ni portería. El buzón del vestíbulo les dijo que los Salazar vivían en el tercero primera. Subieron despacio, medio a oscuras, pisando los gastados escalones combados por el paso de la eternidad, y a la altura del primero se cruzaron con una mujer que bajaba con una bolsa de la compra colgada del brazo. La escalera era estrecha, así que tuvieron que pegarse a la pared para dejarla pasar. La mujer los miró con un extraño e inequívoco aire de miedo.
—Buenos días —dijeron ellos al unísono.
—Buenos días —les contestó con una voz apenas audible, como si en lugar de bajar estuviera subiendo cansada por el esfuerzo.
Siguieron subiendo.
Al llegar al rellano del tercero, fue Víctor el que pulsó el timbre de la primera puerta. Al otro lado lo que escucharon no fue el silencio, unos pasos o un «¡Voy!», sino un grito de enfado.
—¿Ya te has vuelto a dejar las llaves?
La puerta se abrió y al otro lado apareció un chico de unos dieciocho años, mes más mes menos, con el torso desnudo y unos pantalones medio caídos por encima de los cuales asomaba la parte superior de los calzoncillos.
Le cambió la cara al verlos.
Se quedó muy quieto.
—¿Sí? —miró las manos de ambos, como si esperase ver en ellas algo.
—¿Roberto Salazar?
Volvió a cambiarle la cara. De la inquietud pasó a la sorpresa.
—¿Mi hermano? —dijo como si le acabasen de hablar de un fantasma—. No está. ¿Qué…?
Hora de enseñar sus acreditaciones de agentes de la ley.
Nuevo cambio de cara.
Incredulidad.
—Inspector Almirall y subinspector Navarro —se presentó Daniel.
—¿Se ha escapado?
Ahora los que se quedaron en fuera de juego fueron ellos.
—¿De dónde? —preguntó Daniel.
—¿De dónde va a ser? De la cárcel.
Intercambiaron una rápida mirada. El muchacho esperaba una respuesta con los ojos muy abiertos.
—No, no se ha escapado —dijo Daniel tranquilizándole—. ¿Tú quién eres?
—Manuel.
—¿Su hermano?
—Sí.
—¿Conoces a Eva Romero?
Superada la idea de que Roberto se hubiera escapado de la cárcel, el chico tuvo dos reacciones contrapuestas. Extrañeza, ceño fruncido; y desasosiego, por la forma en que se le agitó el cuerpo.
Las manos, caídas a ambos lados, parecieron pesarle mucho.
—Sí, ¿por qué?
—¿Sabes dónde vive?
El envaramiento fue demasiado ostensible, aunque trató de disimularlo.
—¿Para qué la buscan?
—¿Lo sabes?
—No.
—¿No sigue siendo la novia de tu hermano?
—Roberto lleva preso un año y medio.
—Eso no significa que ella no le esté esperando y que tú no sepas dónde vive.
—¡Pues no lo sé! Se cambió o algo así. Nunca para quieta en un mismo sitio mucho tiempo. Además, ¡era su novia, no la mía! Cuando él fue a la cárcel ella se esfumó. A ver, ¿qué iba a hacer?
Mentía mal.
Daniel le dio una última oportunidad.
—¿Seguro que no la has visto ni conoces su actual dirección?
—¡Que no, coño! —se crispó—. ¿A qué viene eso?
—¿A qué te dedicas?
—Estoy en el paro.
—¿Por qué nos has mirado antes con miedo, al abrir la puerta?
—Creía que eran del banco.
—¿Del banco?
—¡Sí, van a desahuciarnos! —se crispaba más y más por momentos—. Oigan… En serio, ¿a qué viene esta movida?
—¿Vas a ver a Roberto a la cárcel?
—A veces.
—¿No te cuenta cosas?
—De Eva, desde luego, no.
Daniel le soltó entonces la bomba.
Medida, calculadamente.
—Eva ha muerto, Manuel.
Fue algo más que un cambio de cara.
Fue una demolición en toda regla.
Un torpedo impactando en plena línea de flotación y alcanzando la santabárbara del cerebro.
—¿Qué?
—La asesinaron.
Manuel Salazar siguió hundiéndose. Primero, un parpadeo; segundo, tragó saliva; tercero, el temblor espasmódico en las manos, como si todas sus terminaciones nerviosas se activaran descontroladamente.
Logró frenar unas posibles lágrimas.
—No… es… posible.
—Lo es —Daniel no disfrutaba, pero seguía apretándole las tuercas—. Y tú pareces impresionado.
—¿Cómo… no voy a estarlo? —balbució—. Es… era la chica más guapa que jamás… Joder… Joder, ¿en serio? ¿No me estarán vacilando?
—¿Por qué íbamos a vacilarte? —siguió disparando balas de plata—. Le machacaron la cara a golpes y después la ahogaron. Arrojaron su cadáver al río Llobregat.
Manuel Salazar se apoyó en el marco de la puerta.
Tenía el vello corporal erizado.
Temblaba de frío.
—Mierda…
—¿Puedes decirnos algo al respecto? —preguntó Daniel.
El chico hundió en él una mirada extraviada.
—¿Yo? ¿Qué quiere que le diga yo? No sé nada. Nada. Esto es… una pesadilla. Eva…
Se quedó con el nombre flotando en los labios.
Víctor observó a su superior. Esperaba algo más. La puntilla.
Y sin embargo, Daniel plegó velas justo en ese momento.
—Te dejo mi tarjeta, Manuel —le pasó el rectángulo de papel con el teléfono—. Cualquier cosa, me llamas. Y recuerda que estamos hablando de un asesinato, ¿de acuerdo?
Manuel Salazar la tomó con la mano derecha.
Pero no se movió.
Una estatua de sal, a la espera del diluvio.
Ni siquiera hubo despedida. Ellos dos se dieron media vuelta. El muchacho cerró la puerta.