52
En pasado
Germán y Eva
Aquel día…
No el de la cuchillada.
Ese no.
El del adiós.
A veces lo sentía igual que si todo hubiese sucedido veinticuatro horas antes.
Tan vivo.
Cuando llegó a casa, vendado y cansado, renqueante, un poco zombi todavía a causa de los calmantes, se la encontró ya con todo hecho.
Una mochila y dos bolsas.
Se quedaron mirando.
Sorpresa en los ojos de ella.
Dudas en los de él.
—¿Qué haces?
—Pensaba que no te daban el alta hasta mañana.
—Estoy bien —y volvió a preguntarlo—: ¿Qué haces?
Eva le había señalado la mochila y las bolsas.
—¿A ti qué te parece?
—¿Te vas?
—Sí.
—¿Adónde?
—Con una amiga.
—¿Cuántos días?
No le contestó.
Notó cómo Eva se ponía en guardia.
—¿Cuántos días? —repitió él.
La respuesta fue muy serena.
—Papá, no volveré.
—¿Qué?
—Se acabó, y no trates de impedirlo.
—No puedes…
—Sí puedo —le interrumpió—. Pero no es solo eso. Es que he de hacerlo.
—Eres menor de edad —le recordó.
—Si me lo impides, me escaparé y será peor. Y cuando cumpla los dieciocho no volverás a verme nunca más.
Empezó a darse cuenta de la realidad.
Y sabía que era como detener un tsunami con las manos desnudas.
—Vamos, Eva, fue un mal momento. De los dos.
—No fue un mal momento y lo sabes. Fue la gota que rebosó el vaso. Casi nos matamos. Que no me hayas denunciado no significa que vaya a seguir aquí. No puedo. Ya no.
Lo había intentado por otro lado.
Aún más inútil.
—Te condenarás a los ojos de Dios.
—Papá, deja a Dios en paz, ¿quieres?
—El Señor te mira.
—Vale, que mire todo lo que quiera, pero él no está aquí. Y no me vengas con lo de que eso es blasfemia o cualquier interpretación de las tuyas. ¿No dice en algún lugar de la Biblia que los hijos han de volar y ser libres?
Eva iba a recoger sus cosas.
Supo que no podría impedírselo.
No recién salido de un hospital después de que ella lo acuchillara.
Ya no era una niña.
—No me dejes solo, Eva.
Era una súplica.
Él.
Él le suplicaba a ella.
—Papá —siguió hablándole despacio, con cauta entereza—. Yo no puedo vivir así, y mucho menos contigo. Ahí fuera tengo una oportunidad y quiero aprovecharla.
—¿Haciendo qué?
—No lo sé. Pero me buscaré la vida, descuida.
—¡Acabarás…!
—No lo digas —le apuntó con un dedo inflexible.
—Eres como tu madre…
—No es cierto.
—Ella me mató el alma.
—No lo hizo, pero ya da igual —no quería discutir, pero tampoco callar—. Fuisteis los dos. Os asfixiasteis y destruisteis el uno al otro. Ella se mató y sé muy bien lo que pasaste por culpa de eso. Incluso creo que has tenido mala suerte. Si me voy es para no repetir todo aquello.
—Eva —se desmoronó—, siempre seré tu padre.
—Y yo tu hija. Tranquilo, vendré a verte.
—No lo harás.
—Lo haré —señaló su torso vendado—. Lo haré cuando esto haya hecho algo más que cicatrizar.
Era todo.
Eva recogió la mochila y se la puso a la espalda. Luego cogió una bolsa con cada mano.
Dio el primer paso.
Ya no se lo impidió.
—¿Puedes abrazarme? —le preguntó al pasar por su lado rumbo a la puerta.
Y ella le contestó:
—Hoy no, papá. Quizá la próxima vez.